domingo, 20 de marzo de 2022

Capítulo DLXXXI.- De qué hablamos cuando hablamos de callos.

De qué hablamos cuando hablamos de amor es un cuento de Raimond Carver, publicado en el año 1981, que cuenta la historia de dos parejas que empiezan una conversación sobre el amor mientras van bebiendo una botella de ginebra. Hacen referencia a amores pasados, amores tóxicos que marcaron su existencia. A medida que van bebiendo van mezclando el pasado de sus experiencias con el presente, se dispersan, pierden el hilo de la conversación, hasta el punto de reprocharse si están en realidad hablando del pasado o del presente. Es un cuento triste, marcado por el alcoholismo de Carver, un problema que nunca ocultó y que terminó siendo uno de los motores de su literatura, la de los cuentos de borrachos. Hoy casi nadie lee a Carver, sin embargo aquel título sigue utilizándose como muletilla verbal para empezar a hablar de cualquier cosa. Seguramente los que acuden a este título no han leído a Carver, no han leído su cuento, pero este título tan rítmico y sugerente les permite divagar sobre cualquier cuestión. Eso me sucede a mí con los callos. Ya he escrito muchas veces sobre mi afición por los callos (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/03/cap-cxxx-ying-y-yang-entorno-un-plato.html) y mi “epifanía calleresca” en Florencia. Ya era un diletante hecho y derecho cuando descubrí la fascinación por los callos, sin embargo los callos estaban en mi vida desde siempre, como probablemente lo están en la mayoría de quienes vamos teniendo una edad. Los callos han estado siempre en los mostradores de los bares, cuajados en cazuelillas individuales de barro o embalsamados en bandejas metálicas en las que asoma, en un mar de rojos y de naranjas, pequeñas briznas cartilaginosas poco apetecibles. Los callos, su afición o aversión, ha marcado largas conversaciones entre gastrónomos o simples comilones. Hay millones de argumentos contra los callos y muy pocos a su favor, pasa lo mismo con los caracoles o con los guisos sanguinolentos. Hablar de callos es hablar de la infancia, de la adolescencia, del sabor a pimentón, del debate eterno sobre lo que aporta el chorizo a los callos, sobre el asco de su textura, los escrúpulos sobre su origen... Quien más quien menos tiene una experiencia favorable o desfavorable con los callos a poco que haya acompañado a sus padres a tomar el aperitivo a un bar a finales de los años setenta. Incluso la legión de anticallistas han reconocido su disfrute al mojar una miga de pan en la salsa espesa o al pescar una rodaja de chorizo a hurtadillas. Muchos de los que consideran el callo una aberración, disfrutan como posesos en cualquier restaurante oriental en el que les colocan un guiso gelatinoso y mórbido. En mi caso, cuando hablo de callos hablo de todo lo que he escrito hasta ahora y de muchas cosas más. No creo que el callo “maride” bien con una botella de ginebra, aunque los modernos mixólogos serían capaces de obras el milagro, pero alrededor de una botella de vino tinto con algo de gracia (una uva bobal levantina, por ejemplo), sería capaz de divagar durante horas sobre los callos y sobre las encrucijadas en las que me coloca cualquier receta que quisiera afrontar. Sin tantas mis dudas que he tardado semanas en empezar a escribir esta entrada, pese a que fue a mediados de febrero la última vez que los cociné. Cuando voy a comprar callos he de tomar rápidamente una decisión. La verdad es que nunca he hecho callos solos, siempre los he mezclado con otras carnes bizarras. La combinación tradicional es la de los callos con la cabeza de cerdo (el cap y pota catalán), yo también utilizo algo de chorizo o de chistorra (pequeñas cantidades), incluso taquitos de jamón. Mis callos son, por lo tanto, callos heterodoxos desde su inicio. Suelo comprar un kilo largo de tripa, un kilo corto de cabeza, 200 gramos de chorizo/chistorra y 200 gramos de jamón serrano en taquitos. Dado que no me conformo sólo con las tripas, cualquier intento de preparar callos en casa me obliga a utilizar la olla grande y preparar guiso para varios regimientos. Los puristas del callo defienden la necesidad de que estas piezas de carne no queden solapadas con muchos ingredientes, mucho menos vegetales. Yo, sin embargo, suelo empezar el guiso con un sofrito de verduras bastante cumplido que arranca siempre picando un par de cebollas hermosas y dulces. No falta un puerro, una rama de apio, dos dientes de ajo, dos o tres zanahorias en dados y un pimiento rojo. Los corto en juliana fina y dejo que se rehoguen suavemente en aceite de oliva. Empiezo por los dientes de ajo, luego va la cebolla, después el puerro, la zanahoria, el apio y el pimiento. Dejo que se atonten bien, que se conviertan casi en un puré. Por descontado que con el arranque del guiso no pongo ni sal ni pimienta, pero la sal y la pimienta suelen terminar apareciendo cuando ya se está consumiendo el agüilla de las verduras. Mientras el fuego hace de las suyas (siempre bajo, siempre con un ojo puesto para que no se arrebaten las verduras). Voy picando la parte carnal. Aquí se abre otra incertidumbre sobre el tamaño de las piezas. Sé que hay quien defiende que si la tripa no se corta en rectángulos o cuadrados que se distingan bien, del tamaño de una cajetilla de cerillas, el guiso no es de callos, sino de otra cosa. Yo casi siempre opto por cortar la tripa y la cabeza en tiras de un dedo meñique de largo (de mi dedo meñique, que mide 7 u 8 centímetros, porque hay muchos dedos meñiques). Mis tiras son estrechas, no llegan al centímetro. El jamón y el chorizo van en tacos muy pequeños, del tamaño de la uña de mi meñique (que es como una moneda de un céntimo de euro). La última vez le puse también un poco de butifarra negra al guiso. Llega el momento del picante, aquí no tengo dudas, nada de wasabi ni de mostaza en polvo, en cuanto al picante acudo a las guindillas pequeñas, dos, y a una cucharada sopera pero rasa de pimentón de la Vera, pimentón del que llaman dulce. Mezclo bien. Puede que llegado a este punto decida empezar con la cerveza, con el vino o con el jerez. Antes de añadir la carne me enfrento a una nueva duda existencial que tiene que ver con el alcohol que debe ayudar a rehogar bien la verdura. Sé que los cánones mandan añadir vivo blanco, pero yo a veces le pongo un poco de vino de jerez, o de vermut blanco. La última vez decidí que mis callos, más bien mis no/callos, llevarían coñac, un coñac bueno de los que saben y huelen a madera. Fui generoso con el coñac, añadí un chorro largo, subí bien el fuego y dejé que me invadiera una bocanada de precallo, removí toco bien y dejé que durante un par de minutos el vapor colonizara la cocina. Después bajé el fuego al mínimo para añadir de golpe toda la carne (sé que podría haber iniciado el sofrito con el chorizo y el jamón, para que fueran colonizando con su sabor las verduras, pero preferí que las carnes viajaran todas juntas y todas juntas se empaparan el sabor alegre de mis verduras aderezadas. Remuevo bien con el cucharón de madera. Tengo que hacer algo de fuerza porque la suma de cantidades va haciendo que el guiso sea monumental. Meneo los ingredientes para que sea imposible distinguir uno de otro. Calculo la salsa que podrá quedar, en función del líquido que hayan destilado las verduras y el que destila la tripa. Prefiero añadir el agua al principio, con mesura, para garantizar que mis callos estén bien salseados. Necesitan al menos una hora de amor de lumbre. Tiempo más que suficiente para terminarme el vino o la cerveza y decidir si mis callos los serviré viudos, como segundo plato, o si irán con garbanzos, incluso con arroz. Los callos reposan, yo ya he hablado de los callos, de mis callos, con quien me quiera escuchar, puede que durante los preparativos me haya tomado más de una copa de vino y no sepa si estoy hablando de los callos del pasado, los del presente o los del futuro, pero sé que quien acuda a mi mesa va a disfrutar, incluso mis amigos más anticallistas han reconocido que mis callos juegan otras ligas y que están más cerca de un estofado de pobre que de los callos a la madrileña de las barras de los bares. Los anticallistas acérrimos prefieren que los acompañe con arroz o con garbanzos que sirva a parte, ellos se ocuparán de añadir la salsita sin tropezones para disfrutar del tacto pegajoso y denso de mi salsa de callos. Creo que mis callos se parecen a uno de los cuadros en apariencia desordenados de Alfonso Albacete. Las apariencias engañas porque todo caos, incluso el de mi receta de callos, responde a cierta lógica del paladar y de los sentidos. Últimamente los cuadros sólo puedo colocarlos en mi Instagram (#Undiletanteenlacocina).

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