viernes, 24 de octubre de 2025
Capítulo CDXXII.- ¿Sería posible pepitorizar los problemas?
Llevo días sin escribir en el diletante. Nada grave. Días en los que he estado un poco más disperso, en otros líos, aunque nunca he dejado de pensar en cuestiones de cocina.
El viaje a México de este verano ha sido, por muchas razones, fundamental en mi vida y expectativas, incluidas las culinarias, por eso quería y quiero seguir escribiendo sobre cocina mexicana, sobre todo en vísperas del día de difuntos, que allí es una explosión de color y pasión por la vida en todos sus estados, incluido el de la no-vida.
Estas semanas pasadas tuve alguna tentativa de escribir sobre algunos experimentos que creo que había abordado con éxito a partir de recetas cotidianas en casa (hice una tortilla de patata alterando por completo el modo de cocinarla – empecé sofriendo la cebolla, después pelé y corté las patatas en dados, levante las claras y batí las yemas de 8 huevos hermosos para que la tortilla quedara más esponjosa, casi como una nube, abandonando así la técnica de la tortilla babosa -. Otro día hice una carbonara italiana también batiendo los huevos para que quedara más cremosa). Pese a que estoy muy contento del resultado de estas pruebas, lo cierto es que, de momento, ninguna de estas recetas consiguió animarme para alcanzar la categoría de nuevo capítulo del diletante.
En los ratos de insomnio, en algún paseo largo por Madrid, le di vueltas a posibles recetas que me llevaran a volver a escribir. Lo probé varias veces, sin gran éxito. Puede que el otoño haga que esté más disperso.
Sin quererlo, ayer, un día especialmente complicado, especialmente tenso, cuando debía estar más atento al devenir de la jornada, entró en la bandeja de mi correo electrónico un mensaje de los Amigos del Museo del Prado (me hice amigo hace un año, para llenar algunas horas muertas generadas por mis ya no tan nuevas ocupaciones). La fundación me ofrecía, con un buen descuento, unas litografías en las que pintores del siglo XX español recreaban obras del museo del Prado. Un descuento importante.
Cuando se suponía que debía estar más pendiente de los debates, me paré (durante unos segundos) en una de las litografías, de Ramón Gaya, un dibujo muy sencillo, apenas un apunte con cuatro o cinco trazos de acuarela). En la imagen, que reproduzco en Instagram (#undiletanteenlacocina), un chico espigado y elegante lee dándole la espalda a un cuadro de Velázquez, concretamente el de Mercurio y Argos. Una imagen tomada de la mitología griega que cuenta la historia de Mercurio, aliado de Júpiter. Júpiter (un mujeriego impenitente e impulsivo) se enamora perdidamente de IO (una de sus tantas pasiones), Juno, enfadada, convierte a IO en una ternera y encarga al gigante Argos, el de los 100 ojos, su vigilancia. Júpiter, iracundo como era, encarga a su aliado Mercurio que recupere la ternera (imagino que, para revertir el hechizo, no para guisarla). Mercurio, astuto, se disfraza de pastor, se acerca a Argos y empieza a tocar una melodía dulce que adormece al gigante. Cuando quedó dormido, Mercurio dio muerte a Argos, le arrancó los 100 ojos (con los que Júpiter adornó la cola de un pavo real) y recuperó la ternera.
Los psicólogos consideran que el mito de Mercurio y Argos (en realidad peones en una disputa conyugal entre sus mandos) representan la tensión entre la astucia o el deleite carnal (Mercurio) y la vigilancia o la razón (Argos).
Por no dispersarme, la cuestión es que Ramón Gaya toma como referencia parte de ese cuadro, en concreto a Argos sesteando, lo estiliza hasta convertirlo en un dandi del siglo XIX dando una cabezada, y ofrece un dibujo ligero, un alivio. No sé si queriéndolo o sin querer, Ramón Gaya construye, a su vez, otra pequeña leyenda, respecto de la contraposición entre la imagen de Argos, despreciada por el visitante del museo, que parece más interesado en leer (supongo que sobre el cuadro) y no en disfrutar del propio cuadro. Rompe así con el mito de que una imagen vale más que mil palabras.
Enfrascado yo en ese juego de espejos entre realidades y ficciones, necesitaba tener una excusa para escribir de cocina, evadirme durante unos minutos al refugio de los fogones.
Desde hace días quería y quiero escribir sobre tortillas, no las europeas sino las mexicanas. Para abrir boca he recuperado un mensaje de un buen amigo francés, que se hace pasar por mexicano (o puede que fuera al revés), en el que me facilitó algunas indicaciones para andar por los mercados de México sin hacer el ridículo:
«Si a una tortilla le pones comida, es un taco. Y si lo metes en aceite caliente, es un taco dorado. Ah, pero si lo metes enrrollado en el aceite, se llama flauta. Y si antes lo bañas en Chile guajillo, es una enchilada. Ahora, si al taco le pones queso por dentro, se convierte en una quesadilla. Y si le pones la salsa y el queso gratinado por fuera, se convierte mágicamente en enchilada suiza. Y cuando esa tortilla la partes en pedacitos, la metes en aceite y después le pones queso y chile, se transforma en chilaquiles. Sin embargo, cuando la metes en el sartén y la bañas con fríjoles, tienes unas enfrijoladas. Pero, si en lugar de frijoles le pones salsa de jitomate, la has convertido en entomatadas!!!!
Si cortas tiritas y las metes en un caldillo de jitomate con pasilla crema, queso y aguacate, entonces es una deliciosa sopa de tortilla!!!
Si las enrollas y las bañas de crema y encima pones rajas de poblano y chorizo, te quedan unas maravillosas enjococadas... al cortarlas en triángulos y meterlas al aceite hirviendo, serán totopos...
Pero también puedes freírlas hasta endurecerlas, ponle encima todo lo que se te ocurra para que disfrutes de ricas tostadas...
Hay más variaciones de formas, grosores y cocciones: huaraches, sopes, gorditas, memelas, panuchos etc.
Y cuando lleguen a Oaxaca conocerán también las tlayudas, el quesillo…»
Cuando regresamos a Barcelona, mis amigos me regalaron la prensadora para hacer las tortillas, la harina de maíz maxtamalizada (si no está maxtamalizada no salen tan buenas) y un mortero de granito para hacer los moles.
Con estas herramientas empecé a hacer pruebas hasta dar con el grosor y la textura de las tortillas. La receta no puede ser más sencilla: 250 gramos de harina de maíz (máxtamalizada), un pellizco de sal y una taza de agua templada que se va añadiendo poco a poco a la harina hasta conseguir hacer una masa homogénea, compacta, que no se resquebraje ni se escape entre los dedos. La receta es tan fácil que, si hubiera algún error en las medidas, basta con rectificar con un poco más de agua o con un par de cucharadas añadidas de harina hasta conseguir la textura deseada.
Sin dejar que se seque la masa, se hacen bolitas pequeñas del potingue (del tamaño de una pelota de pin-pon, no mucho más), se coloca en la prensa, protegida por dos hojas de papel de horno para que no se pegue. Se cierra la prensa unos segundos y queda una oblea perfecta que, debidamente pasada por la plancha caliente, llegará a ser una tortilla, punto de partida y origen de todo lo que pueda venir después.
En mi caso, para que la tortilla se convierta en taco, pensaba tomar como referencia un guiso de pollo en pepitoria. En el blog he escrito muchas veces sobre el pollo en pepitoria. La que mejor recuerdo es una que escribí en abril de 2012, hace más de trece años, cómo pasa el tiempo. La entrada se titulaba: problemas existenciales (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/04/cap-cxxxv-problemas-existenciales.html). Esa entrada pone de manifiesto que en muchos episodios la vida es circular, pues trece años después sigo durmiendo poco y siguen mis problemas existenciales. Aquella entrada empezaba así: «Encabezar a las tres de la madrugada la entrada de un blog con el título de: ”Problemas existenciales” puede llevarme a una deriva un tanto peligrosa, estar despierto a estas horas es signo inequívoco de que algún factor interno o externo no funciona como es debido. Aunque en mi caso la causa no suele ser una disfunción sino normalmente lo contrario, por distintos factores casi todos ellos gratos el único momento del día en el que encuentro un poco de paz para “pensar”, para leer o, sencillamente, para ordenarme es el de la madrugada.»
Es fantástico, podría entrar en un bucle infinito, en una puerta oculta que me llevara de la primavera del 2012 al otoño del 2025 a través de una pepitoria. Una tentación en la que no debería caer.
Me toca ahora mexicanizar mi pepitoria. No es difícil. Tomo como referencia los ingredientes que ya reseñé en 2012, ingredientes a su vez tomados de la divina marquesa, que empezaba su receta reseñando los ingredientes: Un pollo gordito, una copa de vino de jerez, un cucharón de aceite fino, 2 yemas de huevo cocido, 12 almendras crudas, una cebolla regular, un diente de ajo, unas hebras de azafrán, harina, caldo de ave, una hojita de laurel, perejil, sal, comino y pimienta.
Para mexicanizar mi pepitoria en vez de un pollo gordito, utilizaré 10 contramuslos con su piel, evitaré así huesecillos y partes menos jugosas.
Paso por una sartén a juego alegre los contramuslos de pollo, los pongo sobre la plancha por la cara de la piel. De momento no hace falta aceite, conviene que la piel se chamusque un poquito (sin pasarse) y se adhieran pequeños filamentos. Si el pollo es bueno la grasa pronto brotará y se extenderá por la sartén. En cualquier caso, hay que estar muy pendiente de las piezas, no deben achicharrarse, sino tomar un tono dorado por ambas partes. Aprovechar los breves tiempos muertos para salpimentar la carne y añadir un poco de comino en polvo.
Cuando estén doradas las piezas apagamos el fuego. Dejamos que el pollo repose en la misma sartén (así terminará de sudar). Lo pasamos a un bol y volvemos a encender el juego, un poco más suave. Ayudándonos con una cuchara de madera desprendemos las briznas de piel y carne que han quedado pegadas, ponemos una pizca más de cocino, un diente de ajo que haya sufrido previamente un golpe de puño, las hebras de azafrán, el laurel, añadiré una pizca (del tamaño de la yema de mi dedo índice) de chile guajillo (toque mexicano), las almendras para que se tuesten. Sigo moviendo con la cuchara. Las especias se tuestan. Las retiro, las coloco en el mortero, para hacer el mole.
En esa misma sartén añado un poco de aceite, no mucho, incorporo la cebolla, cortada en juliana (en alguna ocasión, en otros sofritos de pepitorias he puesto una zanahoria picada, no hay obstáculo para que lo haga aquí también). La cebolla se rehoga rápido, una pizca más de sal ayuda a que suelte más rápido el liquido. Cuando empieza a estar transparente recupero los contramuslos de pollo, han sudado un poco más, todo va a la sartén. Remuevo hasta que la carne vuelve a tomar temperatura, se integra con la verdura. Es el momento de la copa de jerez (si no es posible, cualquier vino blanco y seco irá bien). Sigo removiendo. Cubro con el caldo de pollo y bajo el fuego casi al mínimo, no quiero que el hervor sea violento, no tengo prisa.
Voy al mortero, allí están las almendras, el diente de ajo magullado, las especias tostadas. Voy majando para que se vaya formando la pasta, el mole que embarrará las tortillas. Incorporo las yemas de huevo duro, que ayudan a que la pasta tome cuerpo. Pacientemente voy vertiendo cucharones del caldo caliente en el que se cocina el pollo. La pasta que salga no debe ser muy líquida, creo que el punto ideal es el de la pintura al óleo, que pueda dar una pincelada sobre la tortilla caliente. No importa si en el trasiego de la sartén al mortero caen briznas de cebolla, todo suma.
La pasta toma cuerpo. Si no se han tostado mucho las almendras, el color será dorado, brillante, esperemos que más cercano al blanco roto o al marfil que al marrón. Conviene que haya pasta suficiente como para que ningún comensal quede con hambre.
Es el momento de hacer las tortillas, deben llegar calientes a la mesa. Voy haciéndolas por tandas de cuatro. Mientras se cuajan y doran (ligeramente) voy recuperando las piezas de pollo. Si se ha cocido bien es fácil que se desprenda el huevo. Coloco toda la carne sobre una tabla de madera y, con ayuda de un tenedor, termino de deshilacharla. La incorporo a la pasta y mezclo bien. Con ayuda de un escurridor recupero la cebolla rehogada del caldo. La pongo en un cuenco a parte. Espolvoreo el perejil fresco sobre la pasta y el pollo (por un instante tengo la tentación de sustituir el perejil por el cilantro, pero me doy cuenta de que el cilandro se llevaría por delante el sabor del azafrán, convirtiendo la pepitoria en una cosa distinta).
Debería llamar ya a los comensales a la mesa, pero resulta que son casi las cinco de la mañana, que, en realidad, no he cocinado nada, sino que me he dedicado a escribir sobre cocina (igual que en la litografía de Gaya el espectador no ve el cuadro, sino que lee sobre él cuadro, de espaldas a él). Mi casa no huele a pollo en pepitoria, pero podría oler si hubiera sido capaz de describir bien la receta. No hay tortillas envueltas en una servilleta para conservar el calor. No hay servicios puestos sobre la mesa para llamar a comer a la familia o a los amigos, viejos y nuevos, todos queridos, todos imprescindibles e importantes.
Reviso el nuevo capítulo del blog. Me doy cuenta de que es un laberinto, un bucle lleno de paréntesis, guiones y comas. Si pasara estos párrafos por una herramienta de inteligencia artificial reduciría la receta a apenas media docena de renglones, pero prefiero que se extienda y desparrame. Quien sabe si dentro de otros trece años largos vuelvo a escribir sobre pepitorias y problemas existenciales y propicio así un segundo bucle. Anoto en la agenda la cita para octubre o noviembre de 2038.
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