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martes, 27 de marzo de 2012

CAP.CXXIX.- En brazos de una cochinita pibil.


Mi relación con México no es, ni mucho menos, lineal; en su día me encantaron Bajo el Volcán, de Lowry, y el 2666, de Bolaño. Ninguno de estos autores era mexicano, sin embargo en sus novelas el peso de México mediatiza el relato y convierte lo mexicano – con los elementos fascinadores y depresores – en un personaje más de la novela.

No conozco en España buenos restaurantes Mexicanos, en Barcelona he ido a un par de ellos graciosos pero muy marcados por los abusos con el picante.

Hubo un tiempo en mi época de estudiante en el que ir a un restaurante mexicano solía ser una buena opción, cuanto menos económica. Los restaurantes mexicanos de Madrid no ponían obstáculos a la hora de ir reponiendo tortillas calientes y nachos  siempre y cuando hubiera salsas o quesos fundidos sobre la mesa. La generosidad de esos restaurantes mitigaba el hambre adolescente, las cervezas suaves y los tequilas chingones terminaban de animar las noches por poco dinero. Años después llegaron las margaritas y los tequilas reposados, otra dimensión.

De aquellos tiempos viene mi fascinación por un nombre: Cochinita Pibil; un nombre cargado de picardía ya que uno imaginaba una cerdita coqueta, de carnes melosas, para la que lo de menos era saber la razón u origen de la palabra Pibil.

Poco a poco he ido recopilando información sobre este guiso, una información llena de claroscuros que ha ido disipando esa idea vagamente erótica que me sugería el nombre de cochinita pibil.

Los recetarios que he consultado no tienen a bien ni de indicar qué raza de cochinita es la adecuada para este plato, imagino que tendrá que ser un cochinillo terciado ya que las recetas más auténticas indican que el guiso ha de trajinarse con más de tres horas de cocción.

Pibil no es un es una localidad del Yucatán, sino una técnica precolombina de cocción que se consigue haciendo un hoyo poco profundo en el suelo, rodearlo de piedras, el Pib es un técnica de asado en el suelo en el que la carne se protege utilizando grandes hojas de platanero para que hagan recipiente.

Aquí empiezan mis problemas ya que cuando me encuentro con este tipo de recetas me desespera no poder contar con los ingredientes o elementos originales. Ya me veo haciendo un agujero en el jardín y diseñando un sistema para mantener caliente el receptáculo en el que hay que cocinar la cochinita.

Tampoco es fácil encontrar hojas de platanero aptas para la cocción y creo que me vería en un aprieto para garantizar que el guiso no va a ser atacado por las hormigas, o que se malogre si no consigo aislarlo de la tierra.

Como decía el pib es una técnica de cocción arcaica que consiste en enterrar los alimentos bajo tierra y aplicarles calor.

La carne de cerdo que se utiliza es magro – kilo y medio -, oreja – un cuarto de kilo – y carrilleras – otro cuarto de kilo. Hay que cortar todas la carne en trozos no muy grandes – 5 centímetros -. Se reserva la carne en una fuente. Ni qué decir tiene que en el recetario moderno la cochinita pibil se hace al horno a baja temperatura (165º) de dos a tres horas.

La carne de cerdo antes de cocinarla hay que macerarla en zumo de naranja y zumo de limón – en algunos recetarios indican que la naranja apta para el guiso es la ligeramente amarga, yo me atrevería con la naranja sanguina. En otros recetarios utilizan naranjas y limones normales pero añaden un chorrito de vinagre.

Vuelven los problemas con las exigencias del achiote, una planta colorante propia de Centroamérica.

He de reconocer que me cabrean mucho las recetas en las cuales aparece un ingrediente exótico que te obliga a remover Roma con Santiago para dar con él. El achiote es un arbusto de las regiones intertropicales de América específicamente en México, Colombia, Perú desde la época precolombina. Se conoce como fuente de un colorante natural rojizo amarillento derivado de sus semillas, conocido como annatto, urucú u onoto (Bixa Orellana) el cual es usado como colorante alimenticio.

El achiote le da al guiso un intenso color anaranjado que no sé hasta que punto podría ser sustituido por nuestro delicado azafrán.

En situaciones como la que describo lo normal es que consiga finalmente un paquete de pasta de achiote y después de haber utilizado los 90 gramos que necesita esta receta guarde el kilo restante en un armario sin saber qué hacer con él durante siete u ocho meses, hasta conseguir que la alacena huela intensamente a una especia que no domino. La otra opción puede ser hacer una mezcla de especias a base de pimentón dulce, laurel molido, pimienta y comino, pero estaría traicionando a mi cochinita pibil.

Retomando la receta se deben diluir 90 gramos de pasta de achiote en los zumos de limón y de naranja, deshacer bien la pasta. Salpimentar la carne y empaparla en el líquido, cubriéndola con un paño y dejándola marinar durante 3 horas en un lugar fresco.

Cuando la carne esté bien macerada – teñida de naranja intenso -, se forra un recipiente de pirex con las hojas de platano, se extiende la carne, se engrasa bien con  manteca de cerdo fundida – 125 gramos -, se tapa el recipiente con hojas de platanero y sobre las hojas papel de plata para sellar bien el cacharro.

Se deja el guiso en el horno entre 2 y 3 horas, en función de la calidad de la carne, ha de quedar en hebras. Se destapa y se acompaña el guiso con una ensalada de cebolla.

Para la ensalada de cebolla es necesario picar medio kilo de cebollas moradas, un vaso de zumo de naranja, otro de zumo de limón verde, 6 chiles habaneros (otro ingrediente exóticos de los que mosquean al diletante más equilibrado) y sal. La ensalada ha de macerar en un recipiente cerrado durante 4 horas.

Me hubiera encantado encontrar un cuadro mexicano de cerdos, no he sabido localizarlo, he de conformarme con los de Gauguín en Provenza, luego pintó otros cerdos en Tahití, éstos negros.

miércoles, 26 de octubre de 2011

CAP.LXXVI.- Orientalidades y occidentalidades.

No hay en este blog muchas referencias a la llamada cocina oriental, aunque esté de moda y a mi me guste tanto probarla como hacer algún plato siempre que sea posible encontrar los ingredientes originales. Sin embargo me da cierto reparo ponerme a escribir sobre recetas orientales, siempre me imagino lo que podría sentir un cocinero europeo si comprara un libro de cocina en el que se hablara de la fabada alsaciana o del chucrut cordobés, o le propusieran cocinar una sopa minestrone escandinava.
Poco queda del espíritu transgresor de restaurantes como el Mi Nabo madrileño, patrocinado por Santiago Segura, que proponía un cruce entre el tex-mex más picante y el japones más sencillo. Tampoco trato de criticar el cruce peruano/japones tan de moda. Lo que me molesta más es la proliferación de falsos japoneses de diseño en cada esquina y los woks infumables.
La incorporación a nuestros hábitos culinarios de la llamada cocina oriental peca bastante de esta mezcolanza sin mucho sentido, de hecho cuenta la leyenda que los restaurantes chinos habituales en casi todos los barrios no tienen absolutamente nada que ver ni con los platos ni con las recetas que se pudieran probar en China, para el supuesto de que en China hubiera un patrón de cocina unitario.
Lo oriental no es sino una excusa para la mixtura, para la combinación de especias exóticas y en último término para camuflar productos de poca calidad amalgamados con mucho glutamato, un potenciador del sabor que empleado en dosis excesivas puede producir unos efectos demoledores, peores que la peor de las resacas.
Ayer, que marché a Madrid en un viaje relámpago, aproveché para hojear un libro de la llamada cocina oriental, en concreto de sudáfrica y el índico - Editado por El País en 2005 - y descubrí un plato tanzano que muy bien podría ser índio o puede que del raval de Barcelona, si utilizo su nombre en tanzano puede que genere alguna fascinación - Kaanga nyma ya Tanzania -, al traducirlo al castellano pierde glamour - estofado tanzano - y si se descubren los ingredientes el misterio se termina de diluir.
Para el Kaanga nyma necesitamos una pierna de cordero deshuesada - de poco más de kilo y medio -, pieza que hay que cortar en daditos no muy grandes, freir por tandas con aceite de cacahuete - si no se encuentra sirve el de girasol, incluso uno de oliva de poca graduación.
Dorada la carne se reserva en una cazuela grande, se rocía la carne de modo generoso con el zumo de un limón, se salpimenta y se cubre de agua llevándolo a ebullición a fuego lento.
Mientras se termina de guisar la carne se sofríe una cebolla con dos cucharas de postre de curry - tarde o temprano habrá que dedicarle una entrada completa al curry para intentar desentrañar el conjunto de especias que esconde -. A ese sofrito se le añaden dos zanahorias peladas y en daditos y un par de patatas también en daditos, tres tomates pelados y despepitados. A fuego suave se remueve con tranquilidad hasta que se convierta en una pasta uniforme. Esa parte se añade a la cazuela de la carne y se le da un hervor de veinte/treinta minutos, rectificando de sal y de pimienta, si se seca el guiso se le puede incorporar agua sin miedo.
Como guarnición al plato sirve el arroz pilaf, un simple couscous e incluso un poco de pasta (espaguetis) como si fuera un goulash.
Este curry puede referenciarse a cualquier país oriental sin miedo a que descubran la parte de mentira o de verdad que pueda entrañar su origen. Una orientalidad que justificaría que en Zanzibar encontráramos un restaurante empeñado en preparar la auténtica paella de Amberes, todo un reto.
Y puesto de de orientalidades tratamos nada mejor que robarle un cuadro al más exótico de los impresionistas, el pendenciero Gauguín, a quien pedimos prestada una naturaleza muerta con limones y naranjas. Con el zumo y puede que con la cáscara de estas frutas podría aderezarse un plato como el que he elegido hoy.