miércoles, 23 de octubre de 2024

Capítulo DCX.- Simpatia/empatía por el diablo.

Suenan unos bongos lejanos, cuatro segundos, ritmo acompasado. Enseguida entrar unas tumbaderas más cercanas que sustituyen a los bombos. Parece que se acercara un ser maligno. Tres aullidos y unos mugidos muy suaves. Sonidos guturales que en un instante te seducen. La voz de Mick Jagger es sedosa, un punto inquietante, pero atractiva, un punto burlona. «Por favor, permítanme presentarme. Soy un hombre poderoso y con buen gusto». El relato es en primera persona, parece que quisiera contar una historia inofensiva, la de un embaucador. La canción está llena de onomatopeyas, gritos agudos y un ritmo sujeto sobre bombos, piano y un riff eléctrico que se repite machaconamente. El nombre del protagonista de la canción no se pronuncia una sola vez, sin embargo, en un instante se reconoce al personaje, el Diablo, la canción Sympathy for the Devil. Creo que en más de una ocasión he comentado que hay canciones que me acompañan durante un largo período de tiempo, canciones que identifican un tiempo o un espacio concreto, que necesitas oír machaconamente, casi una adicción. Hay muchas canciones de los Stones que han tenido durante casi sesenta años esa virtud. En los últimos meses la simpatía de Jagger/Richards me da cierto confort. Sustituto simpatía por empatía, palabra de moda, y empiezo muchas jornadas. Hace años que le tengo cariño a esta canción y a su personaje. Sería fantástico poder entrar a un acto público, a un acto solemne, al ritmo de los bongos, las tumbaderas y los desgarros guitarreros que dan cobertura a la voz punzante y envolvente del anciano Mick. Creo que con el paso de los años la voz del viejo Mick ha ganado en texturas. Una canción puede servir para encarar un día difícil. También para cocinar. ¿Qué receta prepararía a Satán si aceptara que la invitara a cenar a mi casa? A mi nueva casa, una morada provisional en la que seguramente sonarán los Stones las tardes y noches que pase allí. Creo que no tendría duda en preparar una receta absolutamente desconcertante, capaz de seducir a alguien que lleva muchos años merodeando y ha robado el alma y la fe a muchas personas ('ve been around for a long, long year Stole many a man's soul and faith). Tomaría como punto de partida el recuerdo que me queda de un grandioso plato que he probado este año. Un curry llamado Captain que tomamos en un restaurante mágico de Penang, Malasia. El nombre del restaurante Aunty Gaik Lean’s, una estrella Michelin, un precio más que asequible, incluso para ir con niños. Tomaría como punto de partida la receta del curry Capitán, pero no haría un pollo al curry, el diablo merece algo más sofisticado. Mientras cocino, varias horas, sonaría en bucle la canción de la Simpatía/empatía, en sus diferentes versiones, incluida una que fusiona ritmos latinos. Una aberración deliciosa la de escuchar a los Stones cantados por un combo latino lleno de percusión. Primer paso de la receta. Busco la olla más grande de la cocina, pongo un chorro mínimo de aceite, enciendo el fuego, corto un tomate pequeño de pera en dos y cuando se atempera el aceite, cuando empieza a chisporrotear el tomate, introduzco un pollo entero, limpio de tripas y vísceras, para que no amargue. Previamente lo he salado, he añadido pimienta blanca, comino cúrcuma en polvo. Mientras se tuesta la piel del pollo pelo un par de zanahorias, una rama de apio, corto en dos una cebolla, sin pelar, y un par de puerros. Todo va a la cazuela. Utilizo un cucharón de madera para girar la pieza, quiero que se tueste toda la piel, que empiece a sudar. Quiero hacer un caldo, en vez de agua utilizo agua de coco, casi cuatro litros. Antes de añadir el líquido bajo el fuego al mínimo, no quiero que se arrebate. No hay prisa para que se haga el caldo base de mi plato. Saco una sartén grande, la más grande. Necesito un aceite neutro, no muy invasivo. Aceite de girasol irá bien. Empieza el ritual del curry. Enciendo un segundo fogón para la sartén. Muy poco aceite. He de tostar las especias: Una cucharadita de semillas de comino, otra de cúrcuma, medio tallo de canela, tres semillas de cardamomo, una estrella de anís, dos clavos, unas hojas frescas de curry (si no se consiguen las hojas, sirve un curry en polvo que no sea muy picante). Primero pico una cebolla hermosa, dos zanahorias y una rama de apio. Mezclo las verduras con las especias. Subo moderadamente el fuego. Dejo que la cebolla se atonte antes de añadir un concentrado de tomate (tres cucharadas soperas), las mezclo bien. Añado una pizca de sal parera que la mezcla rezume bien los líquidos. Rallo una raíz de jengibre, soy generoso. Rallo también la corteza de una lima pequeña (el curry que recuerdo de aquel restaurante tenía un buen balance de acidez y picante). La receta incorpora unas nueces exóticas que sustituyo por 75 gramos de nueces de macadamia picadas. Mezclo bien. Podría añadir un chile o una guindilla, pero he de andar con ojo. Exprimo a mano media lima. No quiero que la base sea muy picante, tampoco muy acida, podría aburrir a mi invitado. Cuando parece que el sofrito se empieza a pegar, incorporo 250 centímetros cúbicos de leche de coco. Rebaño el bote poniendo un poco del caldo que va cociendo, así que incorporo en total medio litro de líquido. La salsa queda bien ligada, espesa, rojiza. El pollo que está cociendo en la cazuela necesita unos 45 minutos para quedar hecho (el tiempo final dependerá del peso. Yo normalmente compro pollos de poco más de kilo y medio de peso, pollos de piel amarilla, que si se cuecen una hora se deshacen). Recupero el pollo del caldo y lo sumerjo en la pasta de curry de la sartén. Añado caldo al curry hasta el límite de la capacidad del recipiente. Dejo el fuego al mínimo posible y lo tapo para que termine la cocción, no necesitará más de 15 minutos, con pequeños toques de muñeca para que la salsa ligue y termine de espesar. Mientras se termina de cocinar preparo arroz blanco, arroz basmati, aromatizado con hojas frescas de lima, o briznas de lemongrass. Mi pollo al curry capitán con el arroz blanco servirá para que coman mis hijos. Lo que me importa es que queden sobras. Ese tupper en el que guardaré los restos del pollo, las tajadas filamentosas que se separan de los huesos del ave, los restos minúsculos de verdura. Tengo el caldo de pollo con agua de coco reservado, lo mezclo con los restos de mi curry capitán. Pongo todo en una cacerola para que hierva y reduzca. Estoy en un punto en el que la cocina es un caos de cacharros y de olores. No creo que moleste a mi invitado, que todavía no ha llegado. Busco una nueva olla, también holgada. Enciendo el fuego al mínimo, saco de la nevera una pastilla de mantequilla, 200 gramos de mantequilla serán suficientes. Suelo añadir un golpe mínimo de aceite de oliva. Muelo un poco de pimienta negra y una pizca de comino. Mientras se deshace la mantequilla pico con la precisión de un relojero un par de cebollas dulces (mi vida culinaria no tendría sentido sin las cebollas) y una zanahoria. Conviene un picado minucioso. Rehogo la verdura en la mantequilla hasta que los trozos de cebolla son casi transparentes. Abro uno de los armarios buscando un paquete de arroz carneroli. Seremos pocos comensales, un paquete de medio quilo será suficiente. Habrá aperitivos fríos previos, puede que algo de jamón del mejor, unos espárragos del más grueso de los calibres con una mayonesa de aires franco/japoneses y almendras tostadas. Incorporo el paquete de arroz al sofrito de cebolla y zanahoria. Remuevo pacientemente para que los granos tomen brillo. Sé que el diablo será puntual, así que quince minutos antes de la hora empiezo con el ritual del risotto. La mesa está preparada, el vino refrescando y los aperitivos en el centro. Poco a poco voy incorporando el caldo caliente con los restos de mi curry capitán al arroz. Cazo a cazo, moviendo con tranquilidad, de modo constante. Parte de la mantecosidad del risotto se consigue con ese ritmo cadencioso que hace que el arroz suelte su almidón, para que ligue con la grasa y con el caldo. Cuando el arroz queda al borde de estar seco añado un par de cazos más y así voy tranquilamente removiendo, notando que el guiso toma la textura cremosa. La cocina huele a curry, a caldo de pollo. Con la punta del cucharón pruebo el punto, descubro que el caldo va espesando y que, si me detengo un instante a pensar/soñar, conseguiría identificar todas las especias utilizadas, ninguna domina al resto. Si han de robarme el alma, si he de perder la fe, que sea con el mejor de los platos sobre la mesa, el más sorprendente. He elegido un buen vino, uva petit verdot, cultivada en una finca agreste de los montes de Toledo. Mi invitado anuncia su llegada. Apago el fuego y, mientras sube las escaleras, rallo apresuradamente 150 gramos de un queso Idiazabal muy cuidado (el resto de la pieza quedará en la mesa, por si los invitados quieren más queso rallado o si prefieren unos tacos para acompañar los últimos tragos de vino). Conviene que el queso se integre bien en el caldo, para que termine de ganar cuerpo y al recoger cada cucharada deje un filamento mínimo que ligue el alma del guiso con el alma del plato. He puesto una vajilla de color rojo, clásica, con motivos campestres. En cada bocado que damos se deslizan los matices de los ingredientes. Los invitados están desconcertados con mi risotto al curry del Capitán. Antes de que entraran en mi casa el diablo y su mínima comitiva he cambiado de música y he optado por una sonatas para piano de Schubert, volumen muy tenue, no sé si Satán disfruta con Schubert. Horas antes de la comida, cuando había decidido el guiso principal, había preparado una minuta. Acompañada, con una imagen de fondo, la de las pinturas que decoraban el comedor principal del restaurante de Aunti Kaik Lean’s en Penang. Un lugar muy recomendable.

lunes, 2 de septiembre de 2024

Capítulo DCIX.- Caminar por los límites del sabor en los mares del sur.

Uno de septiembre. Esta fecha normalmente ha funcionado como límite o frontera para fijar el fin del verano oficial, aunque cada vez menos. Quedan ya muy lejos los tiempos en los que las vacaciones escolares empezaban el 21/24 de junio y terminaban el 15 de septiembre, y las vacaciones oficiales abarcaban todo agosto, un mes en el que se cerraba a cal y canto el país, salvo establecimientos de hostelería. Esa vacación de un mes completo se ha ido diluyendo hasta el punto de que todos administramos nuestro tiempo de ocio por días o, en el mejor de los casos, por semanas. Veranear un mes completo es ya una excepción. Sin embargo, la fecha del 1 de septiembre, como la del 1 de agosto, tienen ese significado simbólico, esa puerta de entrada o de salida a unos días en los que la realidad se ralentiza o, por lo menos, queda matizada por el calor, las tormentas y los tópicos estivales. Mis vacaciones no empezaron, ni mucho menos, el 1 de agosto, del mismo modo que no terminan hoy. Pese a todo tuve la suerte de contar con tres semanas en las que, sin desconectar, pude cruzar varias fronteras, tanto físicas como mentales. Creo que me encuentro más cómodo cuando utilizo el término inglés, “Border”, y no el castellano, “frontera”. Porque quiero hablar de mi experiencia de caminar por el límite, por el filo, de la cocina, no de otros filos mucho más peligrosos. Para comprender mi atracción/repulsión por los límites, por los precipicios, tal vez sería útil saber que desde muy niño he tenido vértigo, un vértigo atroz, que he intentado e intento educar para que no me domine. Ese vértigo termina teniendo algo de atractivo. Entre las experiencias más estimulantes de mi vida reciente se encuentra un largo paseo alrededor del Gran Cañón, en Colorado, hace dos años, una caminata en la que no siempre había una barandilla como referencia. Caminar por el filo del Gran Cañón produce una sensación de tremenda paz, también de tremenda inquietud, ya que los límites del suelo y el cielo se desdibujan, cuando ves que a tus pies, a una distancia de cientos de metros, discurre una realidad de surcos y senderos que se corresponden con el suelo real y que, en realidad, por donde yo caminaba era una especie de antesala del cielo en el que algunas nubes quedaban por debajo de mis pasos. Este verano esa misma sensación de transitar por el precipicio la he tenido varias veces y, con sorpresa, me ha serenado seguir caminando. Al principio de mis días de descanso, en Kuala Lumpur, subimos a las Torres Petronas y durante casi una hora pudimos caminar por la pasarela que separa los dos edificios, además de detenernos en los miradores del que en su día fue el edificio más alto del mundo (ahora es el Burj Khalifa, e incluso en la propia Kuala Lumpur están a punto de inaugurar un edificio más alto que el de las Petronas). En Singapur, donde también paramos, pudimos ver anochecer desde el mirador del Marina Sands Bay. En este viaje por la parte más a sur de Asia (los soñados Mares del Sur de Montalbán), los límites son apasionantes, también los contrastes en los que de modo permanente es inevitable jugar al “tan lejos/tan cerca”. Una de los aspectos más divertidos de la globalización es el poder pasear a 13.000 kilómetros de casa para ver paisajes cotidianos, más allá de la permanente presencia de Zara en cualquier gran superficie. Los límites de diluyen y los teléfonos móviles, aparatos malditos/venditos, permiten una conexión permanente con la realidad de la que pretendía huir. Puede que haya estado más próximo a mis precipicios mientras paseaba por una playa perdida de la costa Pacífica que ahora, una vez he regresado a casa. Pero los precipicios, los límites a los que me refiero como diletante, no son los profesionales, sino los gastronómicos, ya que esa es la única finalidad de mis escritos aquí, la de explicar el tránsito por las fronteras del sabor para haber podido disfrutar de una revolución del paladar que sólo se comprende cuando se pasan muchos días fuera de casa. En estos 21 días hubo sabores absolutamente memorables, la experiencia, ya vivida hace 8 años en Tailandia, de la comida callejera. El esfuerzo de superar la prevención de los pequeños puestos callejeros en los que las reglas de higiene son, en apariencia, ajenas a las nuestras (aunque he de decir que no he tenido ninguna complicación gástrica en mis incursiones en Malasia y Singapur). Aunque la presencia de sabores orientales en el mundo occidental está por completo incorporada a la alta y a la baja gastronomía, sólo cuando se come en las calles de una de las grandes ciudades de oriente se disfruta de esas transgresiones gustativas para un simple paladar occidental como el mío. Imagino que la influencia de este viaje dará lugar a nuevos capítulos como diletante, sobre todo si soy capaz de incorporar, sin estridencias, alguna de las experiencias vividas. Tuve la oportunidad de probar platos en alguna de las estrellas Michelín malayas (menos petulantes que las nuestras), compaginar comida callejera, mercados, puestos y algún que otro local convencional. La cocina de los chinos que se establecieron en Malasia (la cocina Nyo Nya) fue una gozada, incluso compré un recetario de cocina de la isla de Penang. En ese paseo por el filo del sabor, quiero compartir hoy la experiencia de un restaurante callejero en George Town, un lugar alejado de los focos turísticos, una gran nave con decenas de puestos principalmente destinados a platos de pescado. Había llovido toda la tarde y parte de la noche, lluvia muchas veces violenta, imposible de dominar con un simple paraguas. Una lluvia que no mitiga el calor y mucho menos la humedad. Fuimos caminando desde nuestro apartamento, un paseo de apenas 500 metros para llegar a aquella feria de sabor con docenas de mesas dispersas entre pequeños obradores de cocina. Nos acomodamos en una mesa grande, frente a varias peceras en las que peleaban pescados para nosotros ajenos. Me acerqué a uno de esos contenedores de cristal para elegir el que sería nuestro plato principal. Elegí un red snapper de casi kilo y medio (un pargo rojo), que se peleaba con otros pares en un minúsculo espacio de agua salada. Ninguno de los camareros era capaz de superar el inglés más rudimentario y la carta era un jeroglífico indescifrable. La única tranquilidad era que el pesado sería absolutamente fresco. La esperanza de que fuera debidamente eviscerado y la incertidumbre de saber qué plato llegaría a nuestra mesa cocinado. Juraría que pedí el pesado simplemente hervido, sin salsa alguna, pero mi sorpresa fue que nuestro pargo rojo llegó tras haber sido sumergido de modo violento en aceite hirviendo, un aceite que no transmitía al pescado ningún sabor adicional, por lo que imagino que sería de girasol, de cacahuete, incluso de palma (no me he atrevido a indagar en los aceites de las frituras orientales). La cuestión es que ese bautismo violento en aceite hirviendo le da una textura especial a una pieza terciada de pescado, hace que la piel quede crujiente, como una corteza de cerdo, y la carne ligeramente gomosa y compacta. El pargo no debió estar inmerso en el aceite incandescente más allá de 5 minutos, lo justo para que se dorara y tostara la piel. Llegó a la mesa sobre un pequeño lago de salsa agridulce, la que normalmente identificamos con los platillos de cerdo de nuestros chinos de barrio, pero la sorpresa es que esa salsa agridulce teniendo todas las características de lo que ya conocía, sin embargo, contaba con todos los matices de un platillo exquisito, un ejemplo de equilibrio en ese tránsito por el abismo. Mis hijos, que normalmente huyen de salsas estridentes, se lanzaron a aquellos nuevos sabores con mayor sorpresa que la mía. Ni qué decir tiene que nadie fue capaz de explicarme los ingredientes de aquella salsa. En el recetario de comida de Penang que compré hay varias recetas de salsas que podrían aproximarse por color y textura a la salsa agridulce, pero no he tenido tiempo de ensayar ninguna de ellas. He buscado en internet, incluso en páginas reputadas, pero las recetas a las que llego son excesivamente simples, un trampantojo de sabor a base de azúcar, maicena, zumo de naranja y salsa de tomate o incluso kétchup, que justificaría junto a la naranja ese color tan llamativo de la salsa, el toque que la convierte casi en un tinte. Haciendo un ejercicio de memoria gustativa, creo que la salsa en la que descansaba mi red sinnaper llevaba salsa de soja, zumo de naranja, puede que salsa Hoisin ( allí los restaurantes no tienen problema alguno en utilizar precocinados industriales). Azúcar de caña (o puede que melaza), vinagre de arroz, jengibre rallado y algún líquido gutiminoso, que aquí sustituimos por maicena y que no deja de ser un gutamato, puede que industrial). El secreto no está en los ingredientes, sino en las proporciones. En la salsa navegaban también trozos de cebolla cruda, de col china, de rodajas de zanahoria y alguna otra verdura leñosa, de sabor agradable. El secreto es que las verduras no se rehogan en la salsa, sino que se integran crujientes. Ruego a quien me pueda leer y ayudar que me facilite la receta base de la verdadera salsa agridulce, para no tener que comprar sucedáneos en las tiendas orientales de alimentación. Cruzadas fronteras y límites físicos, también mentales, llega el día dos de septiembre, vuelta a la normalidad, a mi nueva normalidad, después de haber caminado por selvas tupidas, por ciudades de rascacielos infinitos, por manglares con cocodrilos, también con luciérnagas increíbles, de haber nadado con verdaderos tiburones, que hacen que ya no le tenga miedo a los de mentira, de haber visto como tortugas centenarias caminaban por fondos marinos muy cercanos a las playas, dejándose acariciar por los niños; he visto majestuosas mantas rayas de punzón venenoso y me he revolcado por arenales finos formados por millones de corales en descomposición secular. Toca ahora volver a caminar por el abismo, dominar los miedos, sonreír a aquel con quien me cruce y pisar seguro, para no despeñarme. Todavía me quedan muchos sabores por desentrañar y por volver a pensar en la melancólica tranquilidad de los mares del sur. Mi contacto con la pintura estas semanas han sido los murales callejeros de Ipoh, George Town y Singapur, un juego divertido el de ir persiguiendo todas y cada una de esas muestras de color. La imagen, como siempre, en el Instagram del Diletante #undiletanteenlacocina.

miércoles, 31 de julio de 2024

Capítulo DCVIII.- El mole de una noche de verano.

Afueras de Madrid, 31 de julio, cinco de la mañana. El calor no cesa, el termómetro lleva días que no baja de los 30 grados, las noches son espesas, el aire es denso y la piel queda cubierta de una ligera capa salobre después de no haber parado de sudar durante horas. Estoy en la casa de un amigo, en tránsito hacia nuevas responsabilidades. La ventana de la habitación está abierta, el jardín, en penumbra, parece un cuadro hiperrealista lleno de sombras. Llevo un rato mirando al exterior, intentando detectar un golpe de brisa, por ligero que sea, capaz de mover levemente las hojas de las plantas que domino desde la mesa en la que me he puesto a escribir. Cuando amanezca se activará el riego automático y durante unos minutos llegará una sensación de frescor, marcada por el ruido acompasado de los aspersores. No he dormido mal, a las 11 de la noche me dio un golpe de sueño, una de esas olas jugosas que ves venir, que te adormece frente al televisor, justo durante un resumen de la jornada olímpica. Voy a la cama rápido para que esa primera ola de sueño me pille en la cama, con un libro entre las manos, casi nada recuerdo de la página que he intentado leer. Sobre las cuatro de la mañana me he despertado. Cinco horas de sueño seguidas me parecen un regalo, sobre todo si comparo esta noche con las anteriores. Llevo días en tránsito hacia muchos lugares. Tránsito hacia las vacaciones, dentro de unos días partiremos más allá de los mares. Tránsito hacia nuevos trabajos, nuevas responsabilidades, nuevos entornos. La novela que estoy leyendo, la última de Richard Ford, tiene una cita que encaja perfectamente con la sensación de estos días: Si quieres hacer reír a dios a carcajadas, sólo tienes que contarle tus planes. Parte de la salsa de la vida es que los planes fracasen o se desvíen, que se imponga la incertidumbre. Mientras escribo escucho ruidos en la casa. Convivo con otros insomnes que también tienen sus rutinas para bandear los momentos de no/sueño sin perder los nervios, sin desesperarse, intentando hacer acopio de energía para afrontar la jornada sin malos humores. Yo he conseguido convivir con mi falta de sueño sin acudir a ninguna química. Me llevo bastante bien con mi yo insomne, es bastante reflexivo y empático. Durante el día he reducido al mínimo el café, a veces pasan días sin que lo pruebe. Tomo té con moderación, té negro por las mañanas, verde con hierbabuena a mediodía. Sin azúcar, aunque soy muy goloso, hace tiempo que el café y el té los tomo sin azúcar. También dejé las bebidas azucaradas y estimulantes hace más de 10 años. Estos ejercicios de “purificación” no han mejorado la calidad de mi sueño, pero sí que han conseguido que no me duela el estómago, han desaparecido los reflujos y el mal sabor de boca. Hace un par de años, más o menos por estas fechas, viajamos a Estados Unidos, una ruta por los grandes parques. Recuerdo, como si lo estuviera viviendo ahora mismo, la extraña sensación que producía caminar por el filo de los precipicios de Gran Cañón, la sensación extraña de pasear junto a un abismo rocoso durante horas, sometido a la duda de mirar/no mirar hacia la garganta a veces infinita. Si miraba hacia el cielo me mareaba y tenía la sensación de que, desorientado, me precipitaría al vacío. Llevo varios días con la sensación de caminar por el fijo de una gran grieta, de saber que mi camino será así durante varios años. Voy perfilando mis técnicas para convivir con el vértigo. Me habría venido muy bien cocinar, pero llevo días, semanas, en las que cocinar, incluso hacer una simple tortilla de patatas, es complicado. Los preveranos son siempre caóticos, se acumulan todo tipo de tareas que parecen ineludibles, que de ellas dependa el equilibrio del mundo. Todos los años parece que el mes de julio sea la antesala del fin del mundo, este año esa sensación se eleva a la enésima potencia, aunque tengo la certeza de que llegará septiembre y que esas urgencias se diluirán. He sustituido la cocina por la música, siempre que uno de mis hijos no colonice mi cuenta de Spotify. Tengo una rutina de canciones y de autores que consiguen que me relaje. Este año han sido The Jayhawks y Jamie Cullum, llevo poniéndolos en bucle durante semanas y creo que todavía tendré que acudir a ellos los próximos días. Hace unos minutos, cuando todavía estaba tumbado en la cama, ilusionado con la posibilidad de que me arrastrara un último golpe de sueño, me han entrado ganas de escuchar una canción de Cullum, Mixtape (https://www.youtube.com/watch?v=RFve8_eZ7C8). Tiene una estructura muy sencilla, un ritmo machacón que va creciendo. Cuando Cullum la interpreta en directo consigue alargarla durante más de ocho minutos. Es una canción muy energética que cuenta el placer que generaba recopilar canciones en una casete, ajenas a cualquier algoritmo, sometidas al caos. Yo también fui un adolescente que dedicaba horas a mezclar canciones que querían ser un modelo de mi alta (en inglés “blueprint of my soul” suena mucho menos pringoso). Hace tiempo que sustituí los casetes por las listas de reproducción de Spotify, es útil, pero no es lo mismo. En estos días/semanas/meses de tránsito, aunque no he podido cocinar, no he dejado de pensar en la cocina. Hace semanas un amigo preparó en mi casa, con ocasión de una “guerra” de risotos, un plato que yo pensaba que era imposible, un arroz cremoso hecho que mole mejicano. Mi amigo, que llegó a casa pertrechado con una variedad casi infinita de ingredientes, me advirtió que en México había más tipos de moles que en Francia tipos de quesos, creo que tiene razón porque todos y cada uno de los mejicanos sería capaz de preparar un mole distinto jugando con los matices de los ingredientes, también de las proporciones. Creo que los franceses no serían capaces de crear cada uno un tipo singular de queso. Después de días investigando, mi primera sorpresa es que la mayoría de los recetarios que he consultado (tanto en papel como en internet) son tremendamente vagos, despachan la receta del mole con una referencia muy general a la combinación de especias y de chiles. Me ha costado mucho encontrar una receta que detalle las especias y chiles que en concreto necesitaré para preparar el mole, asumiendo que mi guiso no será, ni mucho menos, el mole referencial, sino un mole singular, tan singular como el de cualquier otros. Me enfrento al mole con la serenidad de quien sabe que está llamado a fracasar, porque hacer un mole ortodoxo fuera de México es imposible, como seguramente será imposible hacer un gazpacho fuera de Andalucía. Los ingredientes que requiere un buen mole no están en las estanterías de los supermercados, incluso de los que alardean de tener los productos más sofisticados. Queda, eso sí, el consuelo de medio pelo de comprar el mole ya hecho, ir a una tienda de productos mejicanos y encontrar un bote o una pastilla densa y oscura que pueda diluirse en caldo hasta formar esa salsa sabrosa y espesa. Asumir que hagas lo que hagas vas a fracasar reduce la angustia al mínimo. Sé que sólo podré hacer un mole decente cuando viaje a México. Mientras tanto los ensayos pueden ser divertidos. Mi receta de mole parte del trabajo hecho en el blog Bon Vivieur (https://www.bonviveur.es/recetas/mole-poblano). Quien visite la página comprobará mi “latrocinio”. Ingredientes: 1) Como base para el mole se necesita preparar un buen caldo de pollo, cuanto más sabroso mejor. Las carnes del hervido servirán como contrapunto de la salsa. 2) Chiles necesarios: 1 chile ancho, 3 chiles mulatos, 2 chiles pasilla y 1 chile chipotle. Sólo la selección de chiles permite dimensionar el fracaso, ya que casi ninguno de ellos se encuentra con facilidad en Barcelona. 3) La combinación de especias y productos básicos: 1 trozo de rama de canela 2 clavos de olor ½ cucharadita de anís o 1 anís estrellado ½ cucharadita de granos de pimienta negra ½ cucharadita de semillas de cilantro (opcional) 35 g de semillas de sésamo (y un poco más para servir) 4 cucharadas de aceite 35 g de almendras 35 g de cacahuetes 25 g de pasas sultanas 5 o 6 ciruelas pasas sin hueso ½ plátano maduro 2 tomates medianos 1 cebolla. 3 o 4 dientes de ajo 1 tortilla de maíz pequeña 25 g de pan del día anterior (sólo la mezcla es una declaración de intenciones sobre la grandeza del caos). 4) La receta culmina, en su tramo final, con una cucharada de manteca de cerdo, 45 gramos de chocolate de metate (un chocolate terroso con más de un 60% de cacao), y dos cucharadas de azúcar. La ejecución de la receta obliga a disponer de cierto margen de tiempo, es trabajosa ya que cada bloque de ingredientes exige su ritual. Lo primero que hay que hacer es poner a cocer el caldo. Mientras se cuece el caldo se preparan los chiles (quitar los pedúnculos, raspar y reservar las semillas, eliminar las nervosidades interiores). Los chiles se tuestan en una sartén caliente, cuanto más se tuesten más amargarán. Por lo que la receta recomienda un minuto por lado (quizá un poco más). Una vez tostados, se cubren con agua muy caliente y se dejan reposando fuera del fuego (son fantásticos los juegos de deshidratación, rehidratación). Así se ablandarán y luego podrán pasarse por una batidora para crear una base cremosa y oscura. El tercer paso, con otra sartén, es el de tostar las especias. En una tercera sartén se tostarán las semillas de sésamo y en una cuarta sartén las semillas de los chiles. Una vez tostadas las especias, se pasan a un mortero o a un molinillo para hacerlas polvo. Aprovechamos una de las sartenes (por lo que llevo trabajado, convertiremos la cocina en una cacharrería), para sofreír en aceite las almendras, los cacahuetes, las pasas y las ciruelas (sin hueso), más el plátano maduro partido en dos o tres trozos. También recuperamos otra sartén para soasar dos tomates medianos, partidos por la mitad. La piel ha de quedar bien tostada y la pulpa jugosa y densa. Recuperamos una última sartén para sofreír la cebolla en juliana y el ajo. En ese mismo sofrito, al final, añadimos la rodaja de pan seco y la tortita de maíz (que harán de espesantes). Toca el momento de preparar las dos pastas de chile: - Una pasta lleva todas las especias molidas, más frutos secos y adheridos, más los tomates.- Esta pasta se traba con el caldo de pollo. Se añade en función de lo espesa o ligera que se quiera la salsa. - Otra pasta es la de los chiles. Que se muele y se cuela para terminar de eliminar impurezas. Para mezclar las dos pastas de mole necesitamos una cacerola grande, ha de recibir todos los ingredientes, allí se deshace la manteca de cerdo, después se añade la pasta de chile, que ha de removerse y espesar, después la onza de chocolate, que también se deshará, así como el resto de pastas. Que se remueven poco a poco hasta que todo quede bien trabado, cremoso y uniforme. Se rectifica de sal y se le añade, al gusto, una pizca de azúcar. Dejamos que se aposente antes de mezclarla con las carnes. Hay que tener en cuenta que el mole es una salsa base que puede utilizarse en infinidad de platos y guisos. Se puede jugar con ella diluyéndola en agua o caldo. Esta receta va con la banda sonora ya recomendada (Mixtape de Jamie Cullum), y un cuadro. Aunque el calor y la incertidumbre de estas jornadas seguramente está muy cerca del desasosiego de Jackson Pollock, al final he optado por la armonía caótica de Kandisky, quizás porque en Kandisky casi todos los callejones tienen salida. Buen verano.

domingo, 24 de marzo de 2024

Capítulo DCVII.- En honor a Marta D. Riezu y su forma de contar.

«Lista de cosas tristísimas: un famoso casado con una fan, morir cerca de un enemigo, llevar zapatos de invierno en verano, imponer una vida adulta a un niño, el malhumor como hábito, una mesa de ejecutivos gritones de medio pelo, las cadenas de hoteles, los anuncios de radio supuestamente graciosos, las salas de espera con revistas descoloridas, los souvenirs.» Esta larga frase no es mía, es de Marta D. Riezu, una escritora y periodista a la que sigo con cierta pasión, aunque no siempre coincida con lo que dice. Me gusta el modo en el que cuenta/no cuenta pequeñas anécdotas o trances cotidianos. Escribió el libro Agua y Jabón, una miscelánea que parece un dietario personal con aire añejo, aunque la autora tenga poco más de 45 años. Tiene también una sección en la revista Elle llamada Radicales Libres, que intento leer cuando se publica, a veces pierdo los avisos de Instagram. La frase que he elegido para iniciar esta entrada la he tomado de uno de los últimos números de la revista. No estoy del todo conforme con el listado de cosas tristísimas, pero me hace cierta gracia inventariar pequeñas circunstancias cotidianas que pueden hacer mucho más triste la vida. Seguramente yo incluiría cualquier comida que no tuviera alma. Casi prefiero no comer que sentarme en la mesa para tomar un plano sin alma, incluso el bocadillo más simple puede esconder un discurso sencillo sobre quien lo hace y para quien lo prepara. Pero no trato de aprovechar esta entrada para actualizar mi listado de circunstancias “tristísimas”, sino para reivindicar un modo de escribir que a mí me ha seducido. Puede que tenga ecos de Josep Pla, incluso de algunas microreflexiones del Montaigne más frívolo. En ocasiones el grado de contestación o el estado de ánimo de quien escribe no da para grandes relatos ligados (no siempre uno puede estar en modo Tolstoi o Flaubert) y debe conformarse con pequeños destellos de poco más de un párrafo. Llevo más de 6 semanas sin culminar una entrada del Diletante. Me reprocha algún amigo que ya no escribo con la frecuencia con la que lo hacía al principio. Llevo casi 15 años de diletancia en la red y tengo que asumir que la intensidad no siempre es la misma. Intento que las recetas sean originales, no repetirme, porque intento que, a pesar de los pesares, este sea un blog de cocina o, por lo menos, sujeto a la excusa de la cocina. En estas semanas he intentado empezar algún capítulo nuevo. Estuve a punto de hacerlo en Madrid, durante la semana que estuve de “colonias”. Tenía que ir a un curso en el Mercado de Valores, con las tardes libres y mucho tiempo para vagar por la ciudad. Madrid sigue teniendo en mi la fuerza magnética de la añoranza, dentro de unos límites. Puede que no me gustara vivir de continuo en la ciudad, pero si me gusta echar de menos la ciudad y fascinar con la idea de que algún día podría volver a vivir allí, aunque sólo fuera para quejarme de la ciudad. La añoranza de la ciudad puede que sea más productiva que la propia ciudad. Vi en el museo Thyssen la exposición de Isabel Quintanilla y recopilé un número de fotos suficiente como para escribir no una sino una docena de entradas apoyándome en sus cuadros. Tiene mucho cuadro con motivos gastronómicos, bodegones cotidianos de un tiempo que fue bastante casposo, pero que, sometido al prisma de la pintora tiene el encanto de la idealización. A la salida de la exposición compré un libro de cocina, escrito por Fernando Villaverde Landa, una historia de la cocina española, con sus fuentes y protagonistas. Juntando los cuadros con las recetas y anécdotas que recopila Villaverde, a quien no había tenido el gusto de leer, hubiera podido alimentar un semestre completo del diletante (no descarto hacerlo en un futuro). Aproveché mi estancia en Madrid para ver a la familia, cenar con amigos muy queridos y ocupar mi tiempo libre en conversaciones iniciadas hace décadas y continuadas con toda normalidad cuando ya hemos dejado de tener 20 años y nos acercamos, a velocidad de crucero, a la sesentena. Regresé a Barcelona con muchos deberes a medias y, como suele suceder cuando alguien se ausenta unos días de su casa y de su trabajo, se agolparon las tareas pendientes y las prisas, por lo que tuve que aparcar durante unos días al diletante. Este fin de semana he recobrado el equilibrio, los equilibrios, sobre todo porque he contado con tiempo libre; además, las vacaciones de Semana Santa están a las puertas, lo que permite prolongar el tiempo libre y, con el tiempo libre, los placeres de la diletancia. Ayer, que hizo un día casi de verano, pude pasear durante gran parte de la mañana. Fui caminando a un restaurante que acaban de abrir, un lugar elegante, algo apartado. Un asador moderno, con tres parrillas a la vista. Un comedor burgués de mesas separadas y servicio esmerado. Todavía les queda algo de rodaje, pero disfruté de la comida, sobre todo del momento. A favor, el servicio impecable, los comedores amplios (un lujo asiático en la Barcelona postmoderna), las raciones generosas. Puede que la ensaladilla rusa la sirvieran un punto más fría de lo que toca, que tuviera exceso de patata aplastada (no le vendrían mal un par de langostinos pelados y un par de anchoas), los minibrioches de fricandó y de txangurro exquisitos, la carne excelente de punto, pero el solomillo un poco insípido, las torrijas con helado de café espectaculares. Mi nota, entre un 7 y un 8. Teniendo en cuenta que durante mi vida de estudiante siempre me moví entre el 7 y el 8, creo que la puntuación, cuando el restaurante lleva tres semanas de vida en la ciudad es más que favorable. Yo he conseguido sobrevivir con dignidad aferrado a mi casi/sobresaliente. Ayer, fruto de mis paseos al sol, absorbiendo la vitamina D que el médico dice que me falta, me puse a pensar en la comida del domingo. Una comida que debía oler a comino, también a vinos de jerez. Y, además, tener de postre un helado con trozos de chocolate. Con estas ideas sueltas, hoy domingo, que ha amanecido un día triste y nublado, propio de un invierno que casi no hemos tenido, he empezado a preparar un pollo en pepitoria que ha tomado algunos ingredientes de un pollo al curri que pudo ser y no fue. He escrito tantas recetas de pollo en este blog, tantos curris y pepitorias que no querría cansar. Mi menú de hoy, menú de domingo de ramos, empieza con unos minibrioches de sapitos al azafrán, el tránsito de la pepitoria al curri con arroz basmati aromatizado y, de postre, unas fresas con nata montada al segundo y helado. Queda alguna torrija en la nevera que atemperaré y también asomará sus beldades en el postre. Cuando termine esta entrada me serviré una copa de manzanilla y abriré uno de los vinos más sabrosos de la bodega, un vino propio de días felices. De todas las recetas, proyectos de recetas, que he barajado estos días, me quedo con una que encontré hojeando el libro de Villaverde, compilada del libro “La Nueva Cocina Elegante Española, 1915” del cocinero Ignacio Doménech. Se trata de las conchas de pescado a la Marineta, una receta que un gran amigo hace todas las navidades, recordando la receta que hacía su madre. Dice Doménech que «Esta receta debe hacerse, por lo regular, siempre que haya sobrantes de algún pescado del día anterior y que no se tenga lo suficiente para construir un plato al volverse a servir solo. De modo que estos sobrantes, desprovistos de espinas y pieles, se cortan en pedacitos. En una cacerola, con aceite fino, se rehoga un pedazo de cebolla picada; cuando quede rehogada, se le echa una buena cucharada de harina, muévase con una espátula de madera, y se moja con iguales cantidades de leche y caldo de pescado, déjese cocer y sazónese de sal, pimienta, nuez moscada y perejil picado; al quedar bien espeso, se le agrega una o dos yemas de huevo con zumo de limón; en este punto se mezcla el pescado picado y llénense conchas grandes. Encima de cada concha se colocan unos filetitos de anchoas puestos en forma de enrejado. Luego se adorna todo el borde de cada una con un cordón de puré de patatas, bien trabado y sazonado; espolvoréense con miga de pan blanco y queso rallado; rocíanse con aceite fino o manteca, zumo de limón y gratínanse ligeramente en el horno. Sírvanse en fuente con servilleta y adorno de rodajas de limón. Constituye un plato de primer orden.» La receta es literal, incluido el aceite fino. Sobre esta idea en cada casa se introducen los ajustes y modificaciones que sean precisas, pero el concepto es el concepto. Habría podido elegir cualquiera de los cuadros de Isabel Quintanilla para acompañar esta entrada, pero al ir a la Thyssen volví a pararme durante un largo rato frente al Matamua de Gauguín, el cuadro preferido de mi madre. Sólo en aquella sala de la Thyssen, frente al Matamua y el resto de postimpresionistas de aquella galería me emocioné, puede que me emocioné incluso más de lo que pude emocionarme los días que fui a visitar a mi madre a la residencia durante mis días de Madrid. El Mata Mua en #undiletanteenlacocina de Instagram. Toca ahora dar cuenta de una copita de manzanilla fría y terminar de organizar la comida del domingo.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Capítulo DCVI.- Caldo corto de leche para guisar un rodaballo.

Hace varias semanas fui al cine a ver La Passion de Dodin Bauffant, en España cambiaron el título por “A Fuego Lento”, una opción más fácil y supongo que más comercial. Lo prefiero mantener el título en francés por cuanto la historia que cuenta es la de una pasión un tanto equívoca ya que Dodin en realidad no está enamorado de Eugenia (una fantástica Juliet Binoche), sino de la capacidad de encanto y de seducción que Eugenia tiene en la cocina. Dodin recupera la pasión en cuanto descubre a una nueva cocinera capaz de interpretar las recetas que él construye, porque Dodin no cocina, él conoce los ingredientes, da órdenes, remueve, condimenta y prueba, pero quien ejecuta es Eugenia. La película empieza con una larga escena sin apenas diálogos en la que se ve a los protagonistas moverse por la cocina, preparando un almuerzo que debe servirse en el restaurante. Eugenia y Dodin se manejan como si fueran bailarines, cuecen, saltean, hornean y presentan el menú con absoluta precisión. No tienen que cruzarse casi ninguna palabra. La cámara termina de dar armonía esos primeros minutos de película, para dejar claro que la historia que quiere contar apenas es un hilo que sirve como excusa para que disfrutemos del placer de cocinar. El asesor gastronómico ha sido Pierre Gagnaire, un cocinero de más de 70 años, con el aspecto de un viejo filósofo revolucionario. La última escena de la película es un espectacular plano circular hecho en la cocina, una escena en la que resume y descubre la verdadera Pasión de Dodin, el poderoso gastrónomo que protagoniza y tiraniza todo el relato. De todos los platos que se preparan en la película, dos me llamaron la atención, el primero un rodaballo guisado en leche (por lo que he comentado con amigos y familiares, esa receta ha llamado la atención a mucha gente), el segundo una tortilla noruega, nombre correcto del soufflé con el corazón helado. Llevo muchos días dándole vueltas al guiso de rodaballo. A muchos sorprende la cocción en leche de esta pieza de pescado. He revisado libros de mi biblioteca tanto viejos como modernos, he acudido a los referentes franceses, empezando por Kournosky, Bocusse, Ducasse… Pero, al final, encontré las indicaciones en el Libro de la Marquesa de Parabere, que no era marquesa. La receta en sí no es complicada, pero sí que exige cierta reflexión sobre la cocina y su conexión con la cultura. Creo que en más de una ocasión he defendido que los primates dejaron de ser primates y empezaron a convertirse en hombres (también en mujeres) cuando empezaron a cocinar, cuando empezaron a manipular los alimentos. No se contentaban con arrancar un fruto o una vaya de un matojo, o de darle una dentellada a un animal. Justo en el instante en el que empezaron a maniobrar con los frutos de la tierra o con los animales que querían comerse empezó la cultura. Seguramente habrá muchas razones que justifiquen que unos homínidos peludos empezaran a manipular aquello que querían llevarse a la boca: la necesidad de ablandar los productos, de hacerlos menos ásperos, de facilitar su deglución; también debió haber alguna razón biológica o médica, para evitar dolores de estómago o estragos mayores. La necesidad de conseguir alimento agudizó el ingenio y obligó a trabajar productos que inicialmente no resultaban agradables. Sería divertido poder ver a la primera persona que tuvo la curiosidad de cascar un huevo para sorber la clara y la yema. El calor fue sin duda el primer método que pone en marcha la historia de la cocina. Dejar una fruta, una pieza de carne o de pescado al sol para que se seque podía hacerla más sabrosa, también generaba algunos riesgos, como que la invadieran los insectos o que se pudriera, pero algunos frutos o algunas carnes o pescados curtidos al sol potencian su sabor. Menor riesgo generaba una fuente de calor tan directa como el fuego. El dominio del fuego permitió que los chamanes y los brujos de los primeros clanes se convirtieran en cocineros. Las frutas y las verduras reaccionaban peor al fuego vivo y directo, pero una pierna de vaca o de cordero podía dar mayores satisfacciones. Dominar el fuego hasta convertirlo en brasa y colocar sobre los rescoldos trozos de alimentos no sólo mejoraba la posibilidad de masticarlos, sino también su sabor, además, la ceniza podía ser, en pequeñas dosis, un buen condimento. No tardarían en perfeccionarse otras superficies calientes con las que jugar hasta llegar a las actuales sartenes o cazos. El fuego ablanda muchas carnes, hace que los pescados sean menos mórbidos y las verduras menos leñosas. Además, el fuego terminaba con muchas bacterias y facilitaba la conservación de alimentos que, si no se tostaban o asaban, resultaban incomibles en pocas horas. Aplicar calor a un alimento hace que arranque la deshidratación y con la deshidratación las primeras salsas, las primeras grasas deshechas. Rápidamente llegaría la cocción como complemento a la aplicación directa del fuego. Los alimentos no sólo se ponen en contacto con el calor directo, sino también con otros elementos líquidos o semilíquidos que permiten dar matices a cada bocado. Llegan las primeras recetas, los caldos, las bases más o menos oleaginosas… Todo ayuda a la complicada tarea de dominar los alimentos, adaptarlas primero a las necesidades, pero finalmente a los gustos de cada comensal. Alimentarse deja de ser una cuestión de simple supervivencia y se convierte en un placer. Las cocciones abren la comunicación de sabores, los elementos sólidos trasladan parte de su gusto y de sus propiedades a los medios líquidos. El líquido es capaz de mezclar distintos sabores, por lo que se utiliza para que algunos sabores vegetales puedan trasladarse a la carne o al pescado y, a su vez, carnes y pescados prestan sus virtudes a piezas de fruta o verdura menos sabrosas. Cocinar es mezclar con más o menos mesura, mezclar productos, también técnicas. Hombres y mujeres se fueron haciendo más sabios a medida que cocinaban mejor. Por eso no concibo otra forma de cultura que la que va de uno u otro modo ligada a la comida. Sirva lo anterior como introducción pedante para hablar de la cocción en leche de un pescado. Esa técnica puede resultar extraña en un país como España, donde el aceite de oliva ha colonizado, con absoluto merecimiento, los fogones, pero para otras culturas, como la francesa o las orientales, resulta menos extraño. Los franceses, enamorados de la mantequilla, pueden encontrar más sentido a la cocción previa en leche si luego acaban el plato con una salsa trabada con mantequilla. Siguiendo a la Marquesa de Parabere, la cocción en leche o con leche es una de las técnicas o variantes del caldo corto, un caldo corto es el que mezcla agua o leche con otros ingredientes y que debe cocer durante poco tiempo (15 minutos o media hora a lo sumo). El caldo corto de leche sirve para la cocción de pescados grasos (lenguado, rodaballo, lubina …). Por cada dos litros de agua se pone medio litro de leche, 45 gramos de sal, unas bolas de pimienta y medio limón cortado en rodajas. A esa mezcla se le puede añadir zanahoria, cebolla, puerro, laurel, hinojo… Debe tenerse en cuenta que el caldo en el que se cueza el pescado normalmente no se podrá utilizar en el guiso posterior. Al aplicarle limón y algún que otro ingrediente acido, la leche termina cortándose y, aunque haya algunas salsas agrias, utilizar el caldo de cocción con la leche puede dar cierto repelús. Sin duda la leche transmite parte de sus propiedades al pescado, y el regusto lácteo puede resaltarse si luego se acaba el guiso con un golpe de plancha con mantequilla. Por lo tanto, para cocer un rodaballo en este caldo corto de leche debe tenerse en cuenta que el pescado no ha de cocinarse más de 20 minutos, a fuego no muy vivo. Una vez cocida la pieza de pescado (preferiblemente entero) se escurre bien. Debe tenerse en cuenta que si se prolonga mucho la cocción los elementos gelatinosos de las espinas del rodaballo terminan disolviéndose en la leche, perdiendo el pescado parte de su encanto. Una vez escurrido el rodaballo toca aplicar de nuevo calor para terminar la preparación. En una sartén amplia, donde se acomode bien el rodaballo, hay que deshacer al menos 200 gramos de mantequilla, esta vez a fuego vivo, porque hay que conseguir que la piel del rodaballo quede crujiente y sabrosa. Si el rodaballo se coció bien en el caldo corto, no es necesario pasarlo por la sartén por la cara más pálida, puede ponerse directamente sobre la más oscura, que es la que gusta que quede churruscada y sabrosa. Salamos el rodaballo, hemos de ser generosos con la pimienta (preferiblemente negra, aunque la jamaicana también liga bien). Alcanzado el punto crepitante deseado, se retira la pieza de pescado. Si la mantequilla no se ha requemado (para que no se requeme puede añadirse en el momento en el que se deshace un chorrito de aceite de oliva), se aprovecha para ligar una salsa que llevará una cucharada de harina de trigo (puede sustituirse por harina de maíz – maicena – o incluso por almendra triturada), se liga hasta que se disuelva la harina. Se pone una copa de champagne o un vino blanco (no hay que ser rácano, cuando peor sea el vino peor será la salsa), un chablís encaja bien. Se remueve bien hasta que la salsa ligue del todo. Se baja el fuego al mínimo y se coloca de nuevo la pieza de rodaballo, esta vez sobre la parte de piel más clara. Bastarán 5 minutos a fuego muy bajo, 10 a lo sumo. SI el cocinero tiene la paciencia de dar un ligero meneo a la sartén mientras se termina de guisar, el colágeno del rodaballo hará su magia con la salsa, que quedará mucho más sedosa. Si la salsa se engorda con yemas de huevo cocidas o con pan rallado en vez de con harina, la salsa también queda sabrosa. En Instagram acompañaré esta entrada con una reproducción de alguno de los pescados que pinta o moldea Miquel Barceló. ()

martes, 26 de diciembre de 2023

Capítulo DCV.- Neocaponata 2023.

Llevo dos meses sin escribir para El Diletante, he tenido algunas ideas, dispersas, no han terminado de cuajar. A veces hay abiertos muchos frentes y me cuesta fijar objetivos. 26 de diciembre, san Esteban, una fiesta local que no termino de interiorizar. Con la excusa de comprar huevos salgo a dar un paseo. Hoy es de los pocos días del año en los que no sale la edición en papel de los periódicos. Hace años puede que tuviera sentido esa interrupción, pero hoy, sometidos al constante flujo de noticias de las ediciones digitales, puede que no tenga sentido. Puede que fuera una antigua reivindicación de los kiosqueros, pero ya no quedan casi puestos de venta de periódicos. En mi barrio sólo queda uno, el de Peter, que abre con intermitencias. Los días que falla tengo que acercarme a una de las tiendas de cortesía de un gran almacén, donde venden prácticamente de todo, la prensa diaria y las revistas quedan en una esquina residual. Ayer, navidad, casi todo estaba cerrado, excepto los supermercados regentados por emigrantes. Hoy en Barcelona las tiendas siguen cerradas, pero las cafeterías y algunas fruterías ofrecen refugio para los que huyen de sus casas, de la saturación familiar. Una de las fruterías del barrio exhibe unas hermosas berenjenas de color violeta intenso, casi provocadoras. Me llevo bastante mal con las berenjenas, nos hemos peleado muchas veces, casi siempre sin éxito. Terminan saliéndome o muy amargas o muy ásperas, casi leñosas. He buscado muchos remedios, no siempre funcionan. Puede que compre berenjenas de mala calidad, dejándome llevar por su resplandor casi azabache. Es curioso, hay una legión de tomatólogos que ha conseguido que en la más humilde tienda de ultramarinos haya al menos cuatro o cinco tipos de tomates. Los cebollólogos también han alcanzado algún triunfo y es fácil encontrar incluso cebollas rojas, además de chalotas, cebolletas, cebollas dulces de Figueras, además de las habituales de piel cobriza. Incluso los pimientólogos han ido imponiendo cierta varias en algunos puestos de mercado, pero los berenjenólogos, si es que existen, se mueven en la monotonía dual de la berenjena púrpura y la rayada. La berenjena es una solanácea, fruta de invierno, llamada por los científicos Solanum Melongena. Los italianos fueron a la raíz latina para sus melanzannes, nosotros acudimos a la etimología árabe/persa de batingan. Mi pelea con la berenjena empieza antes de cocinarla. He probado distintos métodos para aplacar el amargor áspero: las he sumergido en agua durante más de una hora, las he rociado con abundante sal sobre un paño, he combinado ambos remedios preparando una salmuera con 10 gramos de sal por cada litro de agua, he probado a empaparlas en leche.. En ocasiones, casi por casualidad, una de estas fórmulas consigue que las berenjenas dejen de ser astringentes o leñosas, pero no responde a una fórmula cerrada, por lo que creo que al final se trata de la calidad de la fruta. No hay que dejarse llevar por el aspecto externo de las berenjenas, casi siempre espledoroso; sino al tacto, no siempre sencillo de evaluar, porque no pueden ser ni muy rígidas, ni muy blandas. El tacto firme y ligeramente esponjoso de una berenjena es la antesala del éxito. A veces cocino la berenjena a la llama, siempre que es posible hecha con brasas, no con el fogoncillo del gas. Hay que someter la pieza a la llama viva, dejar que casi se carbonice. No es fácil encontrar el punto de tostado en una fruta tan oscura. De nuevo hay que dejarse guiar por el tacto, para comprobar que el calor ha llegado al corazón de la berenjena. Se envuelven rápidamente en tres o cuatro páginas de papel de periódico para gestionar así que la humedad no se pierda. Si no se domina el arte de la llama vida se corre el riesgo de abrasar el exterior y que el núcleo quede leñoso, casi incomestible. Mis ensayos de berenjenas al fuego ha contado con grandes fracasos en los que he carbonizado tres o cuatro piezas. Con el tiempo he desarrollado alguna habilidad, como por ejemplo la de darle un pequeño toque de presión con las pinzas, al retirarlas de las brasas, para añadir una pizca de sal, otra de comino, unas gotas de salsa de soja y media cucharada de pasta de sésamo, antes de envolverlas en papel de periódico. También va bien que, después de envolverlas, reposen unos minutos en una bolsa de plástico, para estirar el efecto sauna. Cuando templan se pelan, quitando la piel quemada y se conservan con un chorro de aceite (es una de las bases de la escalibada catalana). Ensayé también las berenjenas a baja temperatura, cocinadas al vacío, durante muchas horas, con todo tipo de especias. Resultados desiguales, incluso con la misma tanda de frutas. Mi última incursión fue la de una reinterpretación de la caponata. La receta originaria la publiqué hace casi 10 años (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/03/capcccxi-abriendo-boca-de-cara-la.html). Esta vez la he sofisticado un poco más. He tomado la receta de un restaurante que está cerca de mi casa, Restaurante Farró, en Vía Augusta. Allí la preparan fría, con burrata, o caliente. La caponata no deja de ser un sofrito, un pisto con nombre más musical. Una confrontación de fuerzas contradictorias en la que se enfrenta lo dulce con lo salado, lo ácido con lo básico. Creo que el truco de este plato está en disociar los sofritos y en escurrir bien la berenjena. El paso primero es el de elegir cuatro berenjenas tersas por fuera, pero que al palparlas transmitan un punto esponjoso. Abren por la mitad y cada mitad se parte en cuatro/seis trozos. Las dejo en un bol, espolvoreo abundante sal antes de cubrirlas de agua. Las dejé a remojo más de una hora. Pasada la hora las escurrí bien, las coloqué sobre una fuente, con un plato y un peso encima, para que durante una hora adicional eliminaran todo el líquido posible. Mientras las berenjenas “penaban”, piqué dos cebollas hermosas, un par de zanahorias y una rama de apio casi blanca. Preparé una sartén ancha en la que calenté unas semillas de comino y unas bolitas de pimienta de Jamaica. Cuando se tostaron añadí aceite de oliva y empecé a rehogar la primera tanda de verdura. Primero la cebolla, cuando la cebolla se atontó incorporé el apio picado y, finalmente, las zanahorias también picadas. Removí de vez en cuando y pasados unos veinte minutos a fuego suave incorporé ocho tomates de pera partidos por la mitad. Trataba de hacer un sofrito en el que pudieran distinguirse las piezas de verdura. No hay que buscar una salsa de tomate compacta, sino un pisto en el que, con paciencia, pudieran separarse los componentes. En otra sartén grande puse aceite de oliva, encendí el fuego y dejé que se templara antes de poner dos pimientos rojos alargados en tiras y las berenjenas escurridas. Después del primer golpe de calor, cuando las frutas empiezan a sudar, añadí una pizca de sal, otra de pimienta blanca, y dejé que se fueran cociendo poco a poco, removiendo con cuidado. El sofrito de cebolla, tomate, zanahoria y apio necesita una hora cumplida, a fuego suave, para llegar al punto meloso deseado. La berenjena y el pimiento no exigen tanto tiempo, sobre todo si queremos que la berenjena reine de verdad. Cuando los dos sofritos estén al punto deseado, se mezclan en una sola sartén, se mantiene el fuego al mínimo, para que terminen de sudar e integrarse. Le damos un golpe de vinagre de jerez, lo justo para que el dulzor meloso de las verduras rehogadas encaje con la acidez del tomate y la aspereza de las berenjenas. El vinagre tiene su encanto si se dosifica con sentido común; se sube un poco el fuego para que evapore parte del líquido de cocción y el del vinagre. Se apaga el fuego y se deja reposar 5 minutos antes de pasarlo todo a una fuente. Se coloca el guiso sobre una fuente grande. Se pone sobre verduras y fruta una burrata bien cremosa y, cuando está en la mesa, se corta la burrata para que el queso fresco se mezcle con las verduras rehogadas. El juego de colores y, sobre todo, de sabores enfrentados es divertido, sugerente. Si se han medido bien las proporciones de cada ingrediente los contrastes pueden ser muy agradables. Todo un reto. Un plato de berenjenas sólo puede venir en compañía de Matisse. El maestro berenjenero por excelencia (la reproducción en el Instagram del #undiletanteenlacocina).

miércoles, 1 de noviembre de 2023

Capitulo DCIV.- Una reivindicación de las lentejas.

Es y no es. Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos (Heráclito de Éfeso). Ese mismo aforismo podría utilizarse para un plato de lentejas: Ningún hombre puede comerse el mismo plato de lentejas dos veces. Ni las lentejas ni el hombre serán lo mismo. Hoy cocinaré lentejas. En Pandémica y Celeste, uno de los poemas más conocidos de Gil de Biedma, se aseguraba que las fiestas entresemana eran alegres, de verdad lo son. Este martes se comportó como un viernes en toda regla y, de repente, el miércoles se levanta como un sábado inesperado. Llegó noviembre y las casas empiezan a destemplarse, más que nada porque las horas de luz solar se han reducido; sin embargo, en la calle el día se va templando y a media mañana incluso podrá pasearse en mangas de camisa. El parte anuncia un día soleado. Los niños duermen tranquilos, pero yo me he levantado a la hora de siempre. He leído, he trabajado un rato y ahora (las seis y media de la mañana) pongo en marcha los fogones. Vienen amigos a comer a casa. No he preparado nada que tenga que ver con el día de los difuntos, ni boniatos, ni castañas, ni panellets. Hay por la nevera un trozo de calabaza que empieza a entristecerse, poco más. Como he dicho antes, me apetece preparar un buen guiso de lentejas. He revisado el blog y compruebo que hay cinco o seis recetas de lentejas ejecutadas de distinto modo, en puré, en ensalada, estofadas, secas. La lenteja combina perfectamente con casi todos los tipos de carne, con verduras, incluso con pescado – todavía tengo en la memoria una paella hecha con lentejas en el Motel Ampordá, con un fondo de cigalas y sepia -. Así que dispongo de toda la libertad del mundo para organizar mi guiso de hoy. En España comemos muchas lentejas, puede que no tanto como hace treinta o cuarenta años, cuando en las casas se cocinaba y un día a la semana tocaba comer lentejas. La lenteja tiene menos prestigio gastronómico que otras legumbres. El cocido de garbanzos en todas sus variedades, la fabada canónica o con almejas, las pochas y las verdinas del norte… Son legumbres alabadas por cocineros de prestigio o por insignes gastrónomos que han glosado las beldades de muchas legumbres, pero la pobre lenteja no ha encontrado todavía su poeta. Los italianos guisan lentejas en fin de años porque esta pequeña herbácea de la familia de las papilionáceas simboliza la abundancia, la prosperidad, la renovación y el renacimiento. En el estuario del Rio de la Plata los lunfardos dicen que una persona es una lenteja cuando es un poco corta o tarda. Querría preparar un guiso de lentejas con verduras para comer, pero como vienen amigos a mediodía he decidido jugar con las lentejas para someterlas a una serie de vuelcos, similares a los que se dan en el cocido. Al fin y al cabo, la humilde lenteja tiene el mismo derecho a la gloria que podría tener el garbanzo, ennoblecido gracias a la buena fama del cocido, de la escudella o de la olla podrida. La primera decisión tomada, para que mi guiso tome vuelo y sea digno de sus invitados, es emplear el tipo de lenteja caviar. Sólo el nombre le da al plato suficiente empaque como para ganar categoría. Estofaré unas lentejas caviar, diminutas y negras, como el alma de un pecador. La lenteja caviar tiene un tiempo corto de cocción (no llega a 25 minutos) y deja un caldo espeso y muy oscuro, como una ciénaga. He de tener cuidado, porque si me paso con el tiempo de cocción quedará una masa de un tono cercano al alquitrán. Para que mi guiso no se convierta en un engrudo impropio para el día de difuntos, tendrá que utilizar las verduras como puntos de luz. Picaré abundante cebolla y puerro (que sería de mi vida sin la cebolla y el puerro pochado), una zanahoria, un trozo de calabaza y pimiento rojo, para dar la nota de color, unos dados de calabacín, judía verde y apio, también tengo unos tomates de pera pequeños que pueden dar luminosidad a las tenebrosas lentejas caviar. Busqué ayer en el mercado mollejas de pato o alitas de pollo para incorporar alguna carne al guiso, pero cuando llegué a los puestos estaban arrasados, por lo que la base de mis lentejas será principalmente la verdura y las hortalizas. Primer momento de crisis. Me gustaría ponerle algo de coliflor al guiso, pero no tengo claro que a mis invitados le guste el peculiar sabor de la coliflor (a mis hijos ya sé que la coliflor no está entre sus preferencias). Ayer compré una vistosa coliflor y ahora dudo. Al final he decidido hervir la coliflor entera, de una sola pieza y servirla como guarnición, para que quien quiera pueda mezclar la coliflor con las legumbres. Como la coliflor hervida es uno de los platos más sosos y tristes del universo, presentaré la coliflor de una sola pieza, en una bandeja alegre y añadiré, en el último minuto, un sofrito de ajos laminados, pimentón y un golpe de vinagre. Así mis lentejas podrán contar con el ajo y el pimentón, que eran los condimentos que utilizaba mi madre para darle un punto alegre a las lentejas. Quien quiera podrá probar la coliflor sola, con ese sofrito (primer vuelco de la lenteja). El golpe de vinagre a la coliflor me trae el recuerdo de los viejos restaurantes de menú en Madrid. Me sorprendía ver como alguna señora mayor pedía la vinagrera y añadía un chorrito de vinagre al estofado de lentejas, así se abría el sabor. Como no tengo claro que mis comensales se lleven bien con el vinagre y que acepten sin rechistar el contrapunto de sabores, ayer compré unas gildas y unas banderillas con encurtidos que podrán servir como aperitivo, pero también ayudar a empujar las lentejas (en el País Vasco, Aragón y La Rioja hay la costumbre de empujar las legumbres con una guindilla). Entro en crisis porque mis lentejas con tanta verdura pueden quedar un poco sosas, así que compré ayer las viandas para preparar un caldo de carne que pudiera servir como base para mi estofado. Unos muslos de pollo, unos huesos, codillo… Mi carnicera tenía un flamante rabo de ternera al que no me pude resistir. De modo que preparé una gran olla de caldo ayer por la tarde, que servirá para que mis lentejas no tengan que cocer en agua corriente. Así ganarán sabor. He hecho caldo suficiente para una semana, por lo que ofreceré a mis comensales de hoy un plato de sopa de fideos previo, para que mis lentejas no tengan nada que envidiar al cocido madrileño. Así quien quiera tomar las lentejas escurridas, podrá tomar primero un platillo de sopa con fundamento. Limpiaré de huesos e impurezas las carnes de la olla para servirlas deshilachadas y escurridas por si alguien quiere añadirlas a las lentejas. Me cuesta pensar en las lentejas desarropadas, siempre las he recordado con su punta de chorizo, incluso con sus morcillas. Como no quiero recargarlas mucho, pasaré por la plancha y serviré a parte unas rodajas pequeñas de sobrasada y de morcilla de cebolla, las pasaré primero por la plancha, para que se doren un poco y se desgrasen. Así, quien quiera, podrá incorporarlas a las lentejas o probar un bocado de embutido (cada comensal podrá construir su plato de lentejas a su gusto). Como inicialmente quería haber hecho una comida tradicional, con su aperitivo, su primer plato, su plato principal y su postre, había comprado unas carrilleras de ternera. Dudé si guisarlas y cocinarlas con las lentejas, pero mi opción principal era la de ofrecer unas lentejas con verduras. Así que las carrilleras de ternera también se incorporación como acompañamiento a las lentejas. Las carrilleras han dormido toda la noche sumergidas en un buen vino tinto y ahora las guisaré con cebolla, zanahoria y unas colmenillas que tengo en remojo. Retomo ahora mi idea inicial, la de ofrecer unas lentejas ligeras y saludables, incluso en ensalada, por lo que recompongo la carta de hoy y daré la opción de quien quiera tomarse las lentejas escurridas y en ensalada pueda mezclarlas con unas anchoas que he conservado en mantequilla italiana y unos cogollos de lechuga ligeramente gratinados. Llegados a este punto, me doy cuenta de que tal vez mi propuesta gastronómica de hoy sea caótica, contradictoria y muy abundante. La abundancia no me preocupa ya que lo guardaré tuppers para el fin de semana (mis hijos comen como fieras). Antes de cerrar la entrada toda ordenar el menú, para que quien venga a comer no se contagie de mi desorden. Comida del día de los difuntos: Fiesta entre semana. La celebración de la lenteja. Aperitivos: Banderillas y encurtidos variados. Cogollos de lechuga braseados con anchoas a la mantequilla. Primeros platos: Sopa de fideos. Coliflor al ajoarriero. Platos principales: Estofado de lenteja caviar con sus sacramentos aparte. Carrilleras de ternera con colmenillas. Advertencia: Siéntanse libres los comensales de combinar las lentejas guisadas como cualquiera de los platos y platillos en las cantidades y condiciones que consideren oportunas. Antes de levantarnos de la mesa llegará una bandeja con quesos, un poco de chocolate sin azúcar y, probablemente, helados, por si alguien necesita bajar la comida. Tengo la secreta esperanza de que el conjunto heterogéneo de ingredientes que propongo terminen por encajar con la precisión y armonía de los enigmáticos cuadros de Giorgio de Chirico y su teatro de la mente, el cuadro, como siempre, en la cuenta de Instagram de #undiletanteenlacocina.

sábado, 14 de octubre de 2023

Capítulo DCIII.- Maniobras orquestales de un Diletante en la Cocina con la Inteligencia Artificial.

En estos tiempos es inevitable hablar de inteligencia artificial. La AI está presente en todas las conversaciones, tanto las que afectan a cuestiones profesionales como personales; parece que ese nuevo escalón de la tecnología de la inteligencia va a transformar el mundo, y dicen algunos agoreros que no necesariamente para bien. Yo tengo mis dudas. Soy de natural optimista, pese a que la realidad es muy tozuda y hay momentos en los que parezca inevitable el desastre. Estoy convencido de que avanzamos hacia un mundo mejor, aunque haya etapas en las que parece que cada paso dado nos lleve a la catástrofe. La inteligencia, cualquier tipo de inteligencia, incluso siendo artificial puede servirnos para vivir mejor, para ayudar. En ocasiones me pongo a hacer de modo intuitivo y seguramente superficial una especie de socio-psicología de la cocina, intento ver la cocina desde una perspectiva histórica que pretende remontarse al inicio de las civilizaciones, para intentar defender que en la evolución de animales más o menos salvaje a las personas civilizadas la cocina jugó un papel fundamental, que los homínidos se convirtieron en humanos pensantes cuando empezaron a manipular y a elaborar los alimentos. Civilización, cultura y alimentación son realidades interconectadas. Seguramente este tipo de elucubraciones propias de noches insomnes podrán ser refutadas por insignes científicos y pensadores que llevan estudiando y reflexionando de modo profesional más tiempo que yo. Pero a mí me sigue gustando pensar que la necesidad de alimentarnos nos hizo seres pensantes y que la tecnología, incluso la más rudimentaria, siempre ha ido de la mano de los cocineros, incluso en el pleistoceno. Las piedras pulidas más rudimentarias sirvieron para la molienda de los primeros cereales; los pedernales afilados ayudaron a seccionar trozos de carne; las ruedas facilitaron el transporte de frutas y grano; el dominio del fuego implicó una revolución en las rutinas alimenticias y, con el fuego y los platos rudimentariamente cocinados, cambió poco a poco la conformación de la mandíbula y el cráneo de los primeros monos habilidosos, lo que hizo que el cerebro pudiera cambiar lentamente, hasta convertirse en una caja negra compleja en la que el pensamiento reflexivo fue ganando terreno al mero instinto. Creo que podría jugar al juego de poner en relación cada avance del ingenio humano, desde las herramientas más rudimentarias hasta nuestros días, con la evolución de la cocina, hasta convertirse en la actual gastronomía. Dado que me distraigo con este tipo de entretenimientos mientras espero a que amanezca, era inevitable que en algún momento intentara empezar a utilizar la inteligencia artificial en mis aficiones culinarias. La primera advertencia que quiero hacer es que mi contacto con la IA es muy básico, no utilizo aplicaciones sofisticadas ni especialmente construidas para la ocasión, me contentó con entrar de vez en cuando con el ChatGPT, que es un sistema de conversación artificial basado en el modelo de lenguaje por Inteligencia Artificial GPT-3.5, desarrollado por la empresa OpenAI. Es un modelo con más de 175 millones de parámetros, y entrenado con grandes cantidades de texto para realizar tareas relacionadas con el lenguaje, desde la traducción hasta la generación de texto (tomo como referencia lo que dice la web chataka.com, una página que suelo utilizar cuando tengo alguna duda tecnológica. He de decir que los cocinillas no deberíamos tener ningún reparo o prevención con la inteligencia artificial; de hecho, creo que somos los cocinillas, profesionales o aficionados, los primeros que hemos acudido a los buscadores de la red para gestionar las recetas. He de confesar que para buscar en mi propio archivo de recetas acudo a google para poner en su línea de búsqueda las palabras «diletante, cocina» y la receta o ingrediente que quiero utilizar, para que la máquina me localice la entrada o el capítulo del blog en el que hice uno u otro platillo. Incluso a veces, estando entre fogones, tengo el móvil a mano para que me brinde un tutorial, el video de un cocinero o la referencia a cantidades, pesajes y componentes que necesito para una salsa o un guiso determinado. Las rutinas de búsqueda de internet suelen darme diez o doce referencias más o menos certeras, así que, poco a poco, he ido determinando cuales son mis páginas web favoritas para conseguir platos a mi gusto, muchas veces combinando las indicaciones y consejos de una u otra vez, hasta conseguir el sabor o la textura deseada. Normalmente en mis entradas en el blog intento hacer referencias precisas de las páginas web que consulto para algunas recetas. La larga experiencia de estos años me permite afirmar que no siempre los grandes narradores culinarios, los que me entretienen con sus anécdotas, son los más precisos en cuanto a pesos, medidas, temperaturas y combinaciones. La IA, por lo menos la que gestiona el ChatGPT es un paso más en el mundo de los buscadores de internet, con la particularidad de que puedes dialogar con él en tiempo real. La versión que yo utilizo, como no es de pago, tiene algunas lagunas en su conexión, así las cosas, no cruza nunca los datos con la información que atesora Google, por lo que la búsqueda de datos o personas precisas no es del todo fiable en el ChatGPT. Por ejemplo, el ChatGPT no tiene detalles personales de quien firma bajo el alias de undiletanteenlacocina, no contrasta datos con otras redes sociales habituales. Pese a estas limitaciones, lo cierto es que dialogar con el ChatGPT sobre asuntos de cocina puede dar gratas sorpresas, siempre y cuando se asuma que se trata de un divertimento que tiene alguna limitación, pero muchas utilidades. Reconozco que durante el último mes he empleado la IA para alguna receta y que el éxito ha sido incuestionable, aunque haya tenido que hacer algún ajuste. Una de las primeras tareas que impuse al ChatGPT es que me definiera Un Diletante en la Cocina. Me dijo que «Un diletante en la cocina es alguien que tiene un interés pasajero o superficial en la preparación de alimentos y la cocina, pero que no tiene un conocimiento profundo o experiencia formal en el campo culinario. Los diletantes en la cocina pueden disfrutar cocinando ocasionalmente como un hobby o por diversión, pero no suelen dedicar tiempo ni esfuerzos significativos para mejorar sus habilidades culinarias. A menudo, experimentan con recetas simples o populares sin profundizar en técnicas avanzadas o conceptos culinarios. En resumen, un diletante en la cocina es alguien que cocina de forma ocasional y sin compromiso serio, simplemente por placer o entretenimiento, sin perseguir la maestría culinaria.» Cuando le pregunté si me podía identificar quien podía ser un diletante en la cocina y en concreto si yo (puse mi nombre) podía ser Un Diletante en la Cocina, me dijo, disculpándose, «Lo siento, pero no tengo acceso a información en tiempo real ni a detalles específicos sobre personas individuales, a menos que sean figuras públicas ampliamente conocidas antes de mi fecha límite de conocimiento en septiembre de 2021. Dado que no tengo información actualizada sobre … y su habilidad en la cocina, no puedo determinar si es un diletante en la cocina o no. Si esta persona no es una figura pública conocida a nivel mundial antes de mi fecha límite de conocimiento, es posible que no pueda proporcionar información sobre él.» Por lo tanto, no pude utilizar el ChatGPT para alimentar mi ego y pensar que podría llegar a alcanzar la fama universal con mis aficiones; de hecho, el ChatGPT no sabe absolutamente nada de mí, mientras que Google tecleando una sola frase coloca mi blog como primera opción de búsqueda, sin haber pagado yo un solo céntimo para posicionar mi nombre y mi alias culinario. Solventadas las alegrías y las frustraciones de un «egotrip», rápidamente utilicé el ChatGPT para charlar. Recuerdo que era una de mis madrugadas/madrugones, que aproveché aquel momento para escribir una de mis historietas/capítulos del blog y que, al final, me había quedado sin fuelle para la receta. Fue hace tres semanas, necesitaba una receta resultona de un pollo al curri con arroz y salsa de coco. Le pedí a la AI que me diera una receta para ese plato y, en cuestión de segundos, apareció su propuesta. Una excelente receta para ese guiso que ajusté en cuanto a las medidas y que convertí en parte de mi última entrada, personalizando algún detalle. El 80% de aquella receta era fruto de mi relación con la AI. Poco después caí de nuevo en las redes del Chat para aprender un poco más sobre una pieza de carne que suele asarse en México y en Estados Unidos, pero que en España creo que es poco habitual, el pecho de ternera (el brisket). Era un asado que solía hacer la Fabulosa Señora Maisel, una comedia de televisión que vi durante dos o tres temporada, una serie ligera, muy bien rodada, que entretenía sin abrumar. La Sra. Maisel preparaba un brisket cuando tenía un compromiso en su casa. El brisket es, conforme indica el ChatGPT, «un corte de carne de res que se obtiene del pecho del animal. Es un corte popular en la cocina estadounidense, especialmente en las regiones del sur de Estados Unidos, donde se utiliza comúnmente en la preparación del famoso plato de barbacoa conocido como "barbecue brisket". El brisket es un corte de carne bastante grande y fibroso, que puede ser un poco duro si no se cocina correctamente. Debido a esto, se suele cocinar a fuego lento durante un período prolongado para ablandar la carne y hacerla más tierna y jugosa. Esto se hace comúnmente en técnicas de cocción como el ahumado o la cocción a baja temperatura en un horno durante varias horas. Es importante destacar que el brisket se puede preparar de diversas maneras y se utiliza en varias tradiciones culinarias alrededor del mundo. Además de la barbacoa, también se puede cocinar al horno, guisar o hervir, dependiendo de la receta y el estilo culinario que se esté siguiendo.» Hace un par de días, habíamos invitado a unos amigos para comer y necesitaba alguna precisión sobre la técnica de arrugado de patatas como guarnición (las papas arrugás canarias) y sobre el mojo cilantro. El ChatGPT fue rápido y preciso en sus indicaciones. Además, mantuve un diálogo enriquecedor para conseguir que me diera algún detalle o ajuste en la receta. El Chat es un excelente conversador para un cocinilla, siempre y cuando lo que busques es un frontón intelectual, una herramienta que juegue a lanzarte o devolverte pelotas de modo más o menos predecibles. Las sorpresas que pueda darte la AI creo que no son fruto de capacidad de crear, sino de la ignorancia de quien pregunta, cuanto más ignorante es el usuario, más inteligente puede parecer el Chat. Las consultas sobre recetas clásicas dan buen resultado (yo indagué sobre la Langosta Thermidor y el Melocotón Melba con éxito), pero cuando pides alguna referencia más moderna se escapa por la tangente (le pedí el Melba Pêche, que fue la última receta de El Bulli, y lanzó balones fuera: «Las recetas de restaurantes de alta cocina como El Bulli suelen ser altamente especializadas y guardadas como secretos comerciales»). Esta misma mañana he hecho algún experimento complementario. Acabo de teclear «tengo en la cocina 4 patatas, una butifarra, dos morcillas, cuatro muslos de pollo, un litro de caldo de pollo, cebolla, zanahoria, orégano, pimienta comino y sal. Proponme una receta.» La receta que me propone es muy parecida a la que tenía pensado hacer, un guiso de patatas con carne. No se mete en grandes líos ni sofisticaciones, pero la respuesta que me ha dado es muy aseada y puede ser útil para quien ande con agobios. He querido avanzar un poco más y he empezado a hacerle preguntas sobre la reacción Maillard, la explicación físico-química que aprendí leyendo los libros de McGee hace unos años. Louis-Camile Maillard dio una explicación científica a la magia de calentar un buen trozo de carne en una plancha. Esto me comenta el chat de la reacción Maillard: «La reacción de Maillard es una reacción química compleja que ocurre entre los aminoácidos y los azúcares cuando se expone al calor. Esta reacción es responsable de los cambios de color y del desarrollo de aromas y sabores característicos en muchos alimentos cocidos. Cuando los alimentos se cocinan a altas temperaturas, como al asar, hornear, tostar o freír, los aminoácidos (los componentes básicos de las proteínas) y los azúcares (como la glucosa y la fructosa) presentes en los alimentos reaccionan entre sí. Esta reacción produce una variedad de compuestos complejos que dan lugar a los colores dorados y sabores tostados que asociamos comúnmente con los alimentos cocidos, como el pan tostado, las carnes asadas, las galletas y las patatas fritas. La reacción de Maillard no solo mejora el sabor y el aroma de los alimentos, sino que también afecta su textura y apariencia. Además, esta reacción es fundamental en la cocina y es responsable de muchas de las características gustativas y visuales de los platos cocidos.» Le he pedido que me proponga una receta sencilla en la que aplique esta reacción. Me dice lo siguiente: «Una receta sencilla que implica la reacción de Maillard es pechugas de pollo a la parrilla. La reacción de Maillard se produce cuando las proteínas presentes en la superficie de la carne reaccionan con los azúcares y se caramelizan bajo calor, dando lugar a un delicioso sabor tostado y color dorado en la superficie de la carne.» A continuación, desarrolla la receta con sus ingredientes. De nuevo el ChatGPT actúa con corrección, pero me gustaría algo más poético. Se lo propongo y me devuelve, en décimas de segundo, un soneto: «En la danza ardiente del fuego y el metal, Donde los sabores se convierten en un ritual, Surge la alquimia, profunda y ancestral, En la sartén, en ese mágico umbral. Los azúcares y las proteínas entrelazan su danza, En la reacción, la Maillard, que al paladar avanza, Un poema silencioso en cada chispa y fragancia, En la cocina, es el arte que nos embriaga de abundancia. Bajo el calor, las carnes se visten de oro y ébano, Los vegetales se tornan en un festín temprano, En el horno, en la parrilla, en el sartén temprano, Maillard es el beso del fuego, un encanto soberano. Los sabores profundos, en cada dorada capa, Son versos de una poesía que en el paladar estalla, En cada bocado, una historia se desgrana, La reacción de Maillard, una oda culinaria que emana.» Caigo rendido, pero no es lo que buscaba. A decir verdad, creo que mi relación con la reacción de Maillard es menos rimbombante, pero da para una sencilla receta de caramelos Maillard. Todas las mañanas escolares preparo a mis hijos el bocadillo para el colegio. Voy combinando posibles rellenos, en función de la nevera, de las sobras del día anterior o del tiempo que tenga antes de que se levanten. Uno de los bocadillos con más éxito es el de lomo de cerdo con queso havarti. A las siete y cinco de la mañana bajo a por el pan (recién hecho), despierto a los chicos y mientras desayunan enciendo la plancha. Pongo un chorrito mínimo de aceite (debe ser mínimo), seis filetes de lomo de cerdo de dos colores, conviene que el lomo tenga un punto de grasa y no lo hayan cortado muy fino en la carnicería. La plancha tiene que estar caliente, el aceite ha de marcar un leve crepitar antes de poner la carne. Con la carne sobre la plancha caliente suelo sazonar con una pizca de sal y un golpe de comino molido sobre cada filete. Hay que tener cuidado, porque si se mantienen mucho tiempo sobre la lumbre quedan muy secos. Les doy media vuelta rápido (2 minutos por cada lado) y coloco media loncha de queso sobre el otro lado para que se empiece a deshacer. Parto la barra de pan en dos mitades (una barra de pan estilo chapata que la panadera llama pan italiano), sin los picos (mis hijos dicen que son para las gallinas). Cada bocadillo lleva tres filetes de lomo con sus correspondientes porciones de queso. Apago la sartén, sobre su superficie queda una costra de color pardo, una capa muy fina, no muy consistente, en la que se mezclan los sudores de la carne en la que se ha disuelto parte de la grasa, la sal, los cominos y alguna brizna de queso. Utilizó una pala de madera y voy rebañando esos restos olvidados en la sartén hasta hacer una pequeña bola viscosa, brillante y oscura que se va endureciendo poco a poco. Unto en el pico de pan esa mezcla de impurezas tostadas y me regalo un bocado de caramelo salado tan sabroso que me sienta como si hubiera tomado el desayuno de un príncipe. Esa es mi relación con la reacción de Maillard, una relación con la relación que difícilmente podrá descubrirme el ChatGPT. Le pregunto a la AI quien es el pintor más famoso del mundo, no se moja, me da una lista de 10 nombres encabezada por Leonardo Da Vinci, seguido de Picasso, Van Gogh, Miguel Ángel, Monet, Rembrandt, Kahlo, Dalí, Munch y Matisse (asegura que es una lista ejemplificativa). Cuando le pido el nombre de los pintores más influyentes d e la historia del arte mantiene a los seis primeros de la lista, cambiando los últimos por Vermeer y O’Keefe. Considera que la Mona Lisa es el cuadro más importante de la historia. Cuando reformulo la pregunta y le pido que me diga cuál considera que es el más influyente, coloca en primer lugar las Meninas. Tras esta indagatoria, decido elegir como imagen de soporte de este capítulo la visión que Marcel Duchamp tuvo de la Mona Lisa (a consultar en #undiletanteenlacocina en Instagram).

viernes, 22 de septiembre de 2023

Capítulo DCII.- La melancolía de los transatlánticos.

Este no es un relato propio, es una historia robada en un avión, en un vuelo de Frankfurt a Nairobi. Más de nueve horas encerrado, encajado entre asientos estrechos. Hicimos el vuelo de día, antes tuvimos que madrugar, levantarnos a las cuatro de la mañana para hacer la ruta previa de Barcelona al centro de Alemania. Habíamos dormido poco, no sólo por el horario, también por los nervios de regresar a África. El objetivo era descabezar un sueño largo, algo que fuera más allá de una simple siesta. Suprimimos pantallas, incluso renunciamos a comer nada durante el trayecto, esperando a que llegara esa duermevela previa que hace perder la noción del tiempo. Empecé a probar todas las rutinas para que provocar el sueño, puede que me acercara a la confusa frontera que en la que es complicado distinguir realidad de ficción, donde se mezclan preocupaciones y fantasías. Los vuelos intercontinentales en clase turista son incómodos, pero en ocasiones evitan el calvario de tener que soportar personas molestas que piensan que el dinero les da patente de corso para vociferar. El fastidio de tener que pasar casi medio día con las piernas encogidas era más llevadero que tener que aguantar a una pareja de recién casados empeñada en compartir generosamente su recién estrenada felicidad, como volaban en el espacio preferente, aquel suplicio quedaba en exclusiva para los pasajeros con mayor poder adquisitivo. Mientras llega una posible revolución, estas pequeñas venganzas pueden ser suficiente consuelo. En la zona más exclusiva del avión viajaba una pareja en plena expansión que no dejaba de hacerse retratos y de gritar para que todo el mundo supiera que acababan de casarse, que eran una pareja de éxito y que propagarían su dicha por toda la nave. Saber que quedaba muy lejos de su radio de acción hizo que mi encaje en las estrechas asiento fuera mucho más soportable. Justo detrás de mi butaca viajaba una pareja francesa o, por lo menos, hablaba en francés. Era difícil calcular su edad, pero probablemente habían superado con creces los cincuenta años. El francés es tan dulce, tan musical, que me resultó inevitable poner la antena, sobre todo cuando la conversación de mis vecinos empezaba con una frase en la que se invocaba a alguien que había experimentado la melancolía de los paquebotes («Il connut la mélancolie des paquebots, les froids réveils sous la tente, l’étourdissement des paysages et des ruines, l’amertume des sympathies interrompues»). Tras aquella expresión inicial puse la antena para sorprenderme con la historia de un hombre que no sabía viajar. (Pensándolo bien, puede que nadie sepa viajar, que viajar se haya convertido en la ficción de buscar aquellos espacios, aquellas imágenes que previamente hemos visto en la televisión, en el cine o en las redes sociales. Viajar se ha transformado en el ejercicio rutinario de constatar aquello que previamente nos han contado las guías o los modernos exploradores obsesionados por vulgarizar o monetizar el más recóndito escondrijo de la tierra. No tiene sentido que nos presentemos como expertos conocedores de la Big Sur o de la muralla de China después de haber caminado durante dos o tres horas por esos parajes, cuando hay personas que dedican toda su vida a un lugar y, pese al esfuerzo, se consideran ignorantes). Pero mis improvisados compañeros no hablaban en abstracto, se referían a alguien que realmente no sabía viajar; alguien maldito, que desde niño pudo cruzar los cinco continentes. Había dispuesto de dinero suficiente como para no preocuparse en absoluto de los vaivenes su patrimonio. Sus padres le habían llevado por Europa, de norte a sur, de este a oeste; llegaron hasta los confines de Asia, Norteamérica al completo, también parte del centro y del sur, así como los grandes paisajes africanos. Cuando aquel chico se hizo mayor siguió abriendo nuevos caminos, aterrizando en los principales aeropuertos del mundo, tomando trenes señoriales, autobuses bulliciosos, melancólicos transatlánticos, coches, motos y bicicletas desvencijados para que no quedara un kilómetro del planeta sin pisar. Aquel muchacho, sin duda ya entrado en años, coleccionaba todo tipo de guías, estaba suscrito a todas las revistas, frecuentaba todos los blogs; había acumulado millones de fotografías en todos los formatos, pues su bolsillo le permitía acceder a la tecnología más sofisticada, la más ligera, la más adecuada para no incomodarle en los retos más extremos. Pero aquel hombre tenía un problema, no era capaz de memorizar un solo lugar de los que visitaba, ni siquiera estaba en disposición de recordar la ciudad en la que vivía, en la que tenía su casa, vivía permanentemente desorientado, como un extraterrestre que acabara de aterrizar sobre la superficie terrestre. Tampoco retenía rostros o gestos de las personas con las que trataba. Cuando regresaba a los sitios que creía haber visitado, cuando charlaba de nuevo con hombre o mujeres con los que había compartido tiempos, espacios, sensaciones, se sentía completamente desorientado, como si llegara por primera vez a un lugar, o como si conociera por primera vez a aquel individuo al que a lo mejor había jurado amor o amistad eterna. Sus enemigos recibían con alivio esas circunstancias, igual que sus deudores, ya que el tipo era generoso y no dudaba en compartir todo aquello que llevara en la maleta, en la mochila o en los bolsillos, no le preocupaba especialmente ser desprendido, pródigo, con sólo teclear el código de su tarjeta en cualquier cajero el dinero volvería a manar. El tipo era inteligente, extremadamente lúcido; ya desde muy joven había diseñado una estrategia para disimular sus despistes, viajaba con todo tipo de guías, referencias y fotografías de los lugares a los que tenía previsto llegar. Los pocos ratos, los pocos días, que pasaba en su casa, en una ciudad, en un barrio que siempre le resultaba extraño, los dedicaba a documentarse, a recopilar información para evitar sentirse extraño en cualquier parte. Las fotografías de las personas que había conocido le servían para disimular su involuntaria hosquedad, probablemente por eso era un fanático de los autorretratos hechos con el teléfono móvil, momentos en los que siempre buscaba el abrazo o la complicidad de los seres que le resultaban más cercanos en aquel momento. Cuando se implantaron los mapas telemáticos, instalados en los teléfonos móviles, se convirtió en un habitual de las reseñas; no iban destinadas a otros viajeros, sino que las iba pinchando para que pudieran servirle como referencia. Buscó un alias que le permitiera escribir y anotar cada vez que llegaba a algún sitio reseñable, optó por llamarse Frederic Moreau1840, con ese nombre fue dejando su rastro por todo el mundo y, sin quererlo, fue creando una legión de seguidores obsesionados por descubrir, por conocer, a quien se escondía bajo la invocación de Moreau. Se hicieron todo tipo de especulaciones, de las que aquel hombre que no sabía viajar intentó mantenerse al margen, incluso despistar a quien seguía su pista, inventando reseñas de lugares inventados, afirmando haber estado en puntos del globo inaccesibles para un ser humano normal. A base de estas triquiñuelas, de muchas horas de estudio y de una planificación milimétrica, había podido constatar que había visitado Nueva York en una docena de ocasiones, que en París había pasado períodos más largos que en su ciudad natal, pese a que al llegar se sintiera como un absoluto extranjero incluso a dos manzanas de su apartamento. Podía hablar con naturalidad de las particularidades de las principales ciudades del mundo, los caminos más renombrados, monumentos, paisajes y accidentes geográficos de todo tipo. Su memoria la rellenaba con toda una colección de tópicos, de lugares comunes, que repetía cuantas veces fuera necesario, hasta el punto de contar con seis reportajes gráficos, correspondientes a distintas edades, frente a la esfinge de Giza, convertida en una efigie de su inocencia. Le resultaba imposible contar con una experiencia propia, subjetiva o personal. Su realidad era tan abierta y, a su vez, tan cerrada que tuvo que construirla sin tener en cuenta la vista, ya que sus ojos y su memoria estaban completamente desconectados. Sabía que había vivido momentos y situaciones especiales, pero sin el soporte gráfico de una fotografía o de un vídeo no le resultaba posible saber ni donde ni con quien, aunque le hubiera quedado el regusto dulce o amargo del momento. Como era ambicioso, estudioso y preocupado por el mundo, también por las emociones colectivas e individuales, leyó todos los libros que llegaron a su alcance, se encerró durante horas frente a pantallas de cine para ver películas de todo tipo, tanto documentales como ficción, escuchó a los pensadores más brillantes, a los historiadores más cultos, a los aventureros más aguerridos y así pudo integrar su realidad en la estructura social de su entorno. Pudo así convertirse en un conocedor inquieto de todas las bellas artes, un diletante capaz de integrar todas las disciplinas, alardear de haber conocido un catálogo casi infinito de maravillas, y así poder hilar un relato que le permitió comprender un mundo que, ciertamente, le resultaba completamente ajeno. No tardó en descubrir que allí donde no alcanzaba su memoria podían llegar otras habilidades, otros sentidos, por lo que dispuso de un oído tan selecto que era capaz de encajar determinadas melodías con rincones o personas concretasM pero su verdadera brújula fue el olfato, no se trataba de saber que París olía a croissant o que Nápoles olía a masa de pizza cocida en horno de leña, sino de establecer un mapa olfativo por barrios de cada una de las ciudades, lo que le permitía moverse por Nueva Deli siguiendo los matices del curry o caminar por Tokio con la seguridad de un nativo siguiendo el vestigio de los distintos vinagres con los que compactaban el arroz. No tuvo problema en acceder a los restaurantes más selectos, conseguir mesa donde parecía imposible. Callejeaba por Bangkok con la brújula de los puestos callejeros y era lo suficientemente autónomo como para llegar sin problemas a su casa en Madrid gracias a las distintas intensidades con las que torrefactaban los granos de café en los bares. Tal fue su obsesión por los sabores y los olores que decidió tomar clases de cocina allí donde fuera, no sólo buscaba a los cocineros más ilustres, a veces le servía la experiencia de una cocinera aficionada que hubiera abierto unos fogones clandestinos en la ciudad de México, dedicada exclusivamente a hacer tacos y burritos. Gracias a esas habilidades no había nunca llegado a ser un huraño errabundo, se había convertido en un sujeto risueño, con habilidades suficientes como para vivir grandes historias de amor gracias a la increíble alquimia de las pieles, los sudores y los perfumes. Parejas estables que habían terminado agotándose porque no había persona en el mundo con la resistencia suficiente de pasar más de trescientos días al año deambulando sin rumbo fijo por los confines de la tierra. Enamorarse de un aroma era un privilegio que le permitía idealizar a sus parejas, aunque fuera incapaz de reconocerlas si se encontraran tras un cristal. Mis compañeros de viaje, que no habían parado de hablar durante las horas que llevábamos de vuelo, se recrearon con los episodios amorosos, puede que llegados a este punto exageraran las aventuras amorosas de aquel hombre que no sabía viajar, pero el francés resultaba tan armonioso al hablar de amor que incluso esos pasajes encajaban en el rompecabezas que estaban montando; porque, al parecer, ambos viajeros habían dedicado una parte importante de su tiempo a estudiar, durante años a aquel sujeto; conocían al dedillo todos sus episodios, interrumpiéndose a cada frase, apostillando cada escena descrita, cada anécdota contada. Superados los intermedios amorosos de aquel hombre que no sabía viajar, episodios en los que Dior, Givenchy o Kenzo eran más importantes que los nombres de las mujeres a las que había amado, retomaron el hilo de los viajes de aquel tipo, así, pudieron constatar que los últimos años los había dedicado a explorar África. Por lo visto había viajado por el continente con sus padres cuando era adolescente y estaba intentando reconstruir el mapa buscando aquellos olores y sabores anclados en su memoria juvenil, al parecer lo visto estaba buceando en un pollo con arroz en salsa de coco que había probado en un hotel puede de Nairobi, o, tal vez, de Dar Es Salaam. Sus reseñas advertían que había estado semanas atrás en Marrakech, donde se había reencontrado con un tajine de cordero y verduras cargado de comino, canela y nuez moscada. También había pasado por Alejandría, donde recuperó una baba ganoush marcada por la pasta de sésamo, comido en un callejón cercano al puerto, en un café en el que probablemente Kavafis hubiera escrito un epigrama. Quedaba pendiente el pollo en salsa de coco keniata que había buscado infructuosamente en distintas ciudades del África central, sus últimas reseñas eran casi siempre alrededor de un gran plato de arroz con pollo. El comandante de vuelo anunciaba que en poco más de media hora aterrizaríamos en Nairobi, yo casi sentía que terminara el vuelo y mi conexión con el hombre que no sabía viajar. Los relatores comentaban que su obsesión con África seguramente tenía que ver con aquel primer viaje de adolescente, en África había descubierto la intensidad de los no/lugares, espacios definidos por colores puros y olores intensos que fijaron las bases para que pudiera delimitar una cartografía alternativa a la del resto de mortales. El pollo con arroz en salsa de coco era la referencia que complementaba una excursión previa a la sabana, un no/lugar, una amplia extensión de matorrales bajos, apenas delimitada por acacias solitarias, algunas lomas y los recodos de riachuelos que buscaban el cauce principal del Mara. El hombre que no sabía viajar había conocido esos parajes en la estación lluviosa, por lo que su recuerdo era más cercano a las distintas tonalidades del verde en vez del amarillo y áspero color de los hierbajos secos. Sobre fondo aceituno las pieles pajizas de los predadores apenas les camuflaban, era fácil distinguir a los leones, guepardos, leopardos, hienas y chacales a la intemperie. La casi infinita extensión del páramo era el decorado de una película de aventuras en las que un director de producción hubiera colocado estratégicamente una manada de elefantes, una torre de jirafas, un clan de hienas, leonas dispersas, un harén de cebras, rebaños de varios tipos de ungulados, todos ellos pendientes de una orden del realizador para organizar una escena de caza. El niño que por aquel tiempo no sabía viajar se quedó con los suelos verdosos, el cielo plomizo, las nubes grises, el hedor a excrementos de felino marcando territorio y las boñigas de la inmensa variedad de herbívoros que poblaban la pradera, el petricor, los olores leñosos de los arbustos recién mojados. A partir de aquellas impresiones el chico empezó a cimentar su visión del África más salvaje, complementada con el bullicio de las ciudades, la fetidez de las alcantarillas, el dulzor de las frutas y verduras expuestas en los tenderetes callejeros. Remataba ese paisaje con el aroma de las especias y, sobre todas ellas, la combinación de ingredientes del pollo con arroz en salsa de coco. Entre cucharada y cucharada había compartido con sus padres la emoción de una cacería en la que varias leonas habían derribado a una cría de ónix. Abatida la pieza, un león parsimonioso, de melena descuidada, había arrastrado el cadáver hasta la revuelta de un riachuelo, donde le esperaba una camada hambrienta. Mi compañía francesa no escatimó adjetivos y detalles de aquel viejo safari. O su imaginación se había desbordado o el hombre que no sabía viajar había dado una descripción muy precisa de sus sensaciones juveniles. Aquellos franceses parecía que habían organizado sus vacaciones para descubrir a quien se ocultara bajo el nombre de Frederic Moreau1840, desentrañar el misterio del hombre que no sabía viajar. Habían decidido dedicar sus días de vacaciones a hartarse de muslos y pechugas guisados, pendientes de la cara o el gesto de otros comensales. Creían que serían capaces de distinguir a Moreau entre la multitud, que un detalle, una mirada lo delataría, que ellos serían los primeros en desvelar el misterio del hombre que no sabía viajar, en realidad el enigma del hombre que no sabía a donde regresar. De no haber tenido obligaciones familiares, seguramente hubiera aplazado todos mis proyectos y me hubiera unido a la expedición de buscadores de aquel hombre. Intenté averiguar dónde se alojaban mis relatores, su nombre o cualquier referencia que pudiera ayudarme a seguir con mis pesquisas, ya que no disponía de ningún dato que me permitiera seguir en las redes, en las reseñas de los mapas al turista errante, solo los dos franceses parlanchines me hubieran permitido seguir con aquella aventura, reducida a una charla confusa en un idioma extranjero en la duermevela de un largo vuelo intercontinental. Aún y así, asumiendo la fragilidad de mi encomienda, he de reconocer que de modo consciente o inconsciente escudriñé casi todos los rostros de turistas ingrávidos que me crucé durante el viaje, personas que caminaran como flotando, felices en su desorientación, enganchados a un teléfono móvil o a una cámara de fotografía. Durante los días que estuve en África probé en muchas ocasiones el pollo con arroz, el arroz con pollo empapado de salsas que pudieran tener trazas de coco y de especias aromáticas. Con cada bocado de aquellos platos exploré a mi alrededor para ver si la casualidad que conducía al viajero extraviado o, cuanto menos, los sabores y los olores conseguían aquel efecto evocador de llevarme a mi anterior viaje a África, veinte años atrás. Ni qué decir tiene que no tuve la suerte o la pericia de coincidir con aquel hombre, tampoco volví a cruzarme por la pareja francesa que había entretenido mis casi diez horas de vuelo. Semanas después, ya en casa, me animé a guisar una receta keniata de pollo con salsa de coco. No se trataba de cocinar, sino de afrontar un ritual iniciático que me permitiera conectar con aquel tipo que no sabía viajar. Seleccioné con mimo los ingredientes, busqué las especias más sabrosas, un pollo de corral que dividieron en 16 porciones, sin deshuesarlo, para el caldo saliera más sabroso. Los ingredientes que se necesitan para esta ceremonia iniciática son: Para el pollo y su marinada: 1 pollo de corral de unos cuatro kilos cortado en porciones para guisar, con su piel, su carcasa, sus alones, su cuello y las vísceras que no amarguen. 2 cucharadas de aceite de coco 1 cucharadita de curry rojo en polvo. 2 cucharaditas de comino en polvo. 1 cucharada sopera de salsa de soja. Sal y pimienta molida. Para el arroz: 6 tazas pequeñas de arroz de grano largo (una por comensal). 3 cuartos de litro de agua de coco. Medio litro más de agua. 1 cucharadita de aceite de coco. 1 hoja de laurel. 4 semillas de cardamomo. Un puñado de semillas de comino. Sal al gusto. Para la salsa de coco: 1 cebolla hermosa. 1 Zanahoria cumplida. 250 gramos de coco rallado. 2 cucharadas de pasta de curry rojo. 1 cucharada de aceite de coco. 1 cucharada de azúcar moreno. Zumo de 1 lima. Hojas de cilantro fresco. Antes de empezar a trajinar en la cocina debe advertirse que el resultado en el mejor de los casos será frustrante, no es lo mismo guisar plácidamente en la cocina de casa que sentarse en el comedor de un elegante restaurante africano con manteles de hilo y cubertería de plata. El lujo en los países del tercer mundo es mucho más obsceno. Lo primero que hay que hacer es poner las piezas de pollo a macerar en los ingredientes indicados. Conviene que repose durante tres o cuatro horas, en la nevera, para el que pollo, de natural insípido, pueda ir absorbiendo los sabores de las especias. Dado que no hay un solo tipo de curry, es mejor elegir uno que no sea muy picante, porque si no los matices delicados del coco se perderán con las fortalezas de las especias. La misma paciencia que debe tenerse con el pollo hay que invertirla en remojar el arroz en varias aguas, para eliminar el almidón, lavarlo cuatro o cinco veces, hasta que el agua quede transparente. Va bien que repose unos veinte minutos en el agua donde debe cocer. Como se trata de que el coco vaya invadiendo el resto de ingredientes, el agua de cocción será agua de coco, también se añaden las especias que aromatizarán el arroz. Marinado el pollo, se sofríe, fuego alegre, para que la piel quede tostada, con una cucharada de aceite de coco y, si acaso, un chorro de aceite de girasol (el aceite de oliva es muy potente). Mejor si se guisa en una cacerola grande y de paredes altas. El objetivo es dorar la piel del pollo, no debe hacerse por dentro, para esto estará la cocción. Una vez dorado el pollo, se retira y en la misma grasa se sofríe la cebolla picada y la zanahoria en daditos. Atontada la verdura es el momento del curry y el resto de las especias. Cuando se integren todos los ingredientes, será el momento del curry y el zumo de una lima. Debería quedar una salsa espesa, con mucho cuerpo. Allí se añade el pollo, con el caldillo que deja el rato de reposo. Se cubre la cazuela con agua de coco hasta que quede cubierta por completa la carne, remover un poco para que la salsa se integre con el líquido complementario. Cuando rompa a hervir se baja el fuego casi al mínimo, se cubre y se deja cociendo por lo menos 45 minutos ya que las aves de campo suelen ser de carnes más prietas, que exigen más tiempo para que queden melosas. Este es un plato que sabe mejor si reposa durante al menos mediodía, luego se le da un golpe de calor antes de servir. El arroz basmati se cuece en 15 minutos, dos partes líquidas por una de arroz. El olor a coco y a especias invadirá toda la cocina, toda la casa. Si cocino con la ventana abierta podrán disfrutar los transeúntes y quién sabe si el hombre que no sabía viajar podría estar pasando por la calle de mi casa en ese momento y creer que camina por Nairobi. Para una historia africana nada mejor que el león de Rosa Bonheur expuesto en el museo del Prado en Instagram, #undiletanteenlacocina.