Me he levantado de la cama a las cuatro de
la mañana, no sé muy bien si estoy acabando el fin de semana o empezando una
semana nueva. Me había acostado inquieto, inseguro, con cierta desazón. No me
he levantado mejor.
Al consultar los periódicos de lo que
pronto será “mañana” he comprobado que cerca de dos millones y medio de
personas votaron ayer en Cataluña. Yo no fui a votar.
Ha empezado ya la ceremonia de confusión
donde todo el mundo celebra haber ganado, tanto los que consiguieron movilizar
a más de dos millones de almas, como los que consiguieron retener a más de
cuatro millones de hipotéticos votantes que aparentemente no quedaron
concernidos por la ceremonia de confusión.
Yo no he votado, probablemente sea de los
pocos que pienso que he perdido, que la gente como yo ha sido derrotada.
Conseguirán que no queramos ser de ningún sitio, que anhelemos ser apátridas
como aquel iraní que se instaló en el aeropuerto de Paris que vivió durante
años en tierra de nadie, lampando como un noble arruinado y digno, viviendo de
la caridad de los transeúntes y de su ingenio.
No ser de ninguna parte o buscar reinos de
ficción, sin tierras ni señores, como la Redondela de Javier Marías.
Territorios imaginarios en los que no haya que pelear estérilmente por
diferenciarse de los demás, en los que no haya de construirse una identidad a
partir del insulto a las otras identidades.
Llevamos tanto tiempo empeñados en dejar de
entendernos, en dejar de buscar puntos de unión y de entendimiento, eludiendo
los problemas reales de la gente y empeñados en crear cismas artificiales,
llevamos tanto tiempo perdido que al final merecerá la pena ser apátrida para
que nos dejen circular sin tener que presentar pasaportes o salvoconductos.
Era desolador ver a gente feliz votando en
Sidney, en París, en Munich, y sin embargo denegar el voto a catalanes que
vivían en Zaragoza, en Valencia o en Madrid, apenas a unos minutos de
distancia.
Resulta complicado entender lo que está
sucediendo, aunque uno viva a escasos metros de los unos y de los otros, porque
al final todos se empeñan en que estés con unos o con los otros, porque si no
te alineas corres el riesgo de no existir, de que ambos bando te consideren un
enemigo o, cuando menos, un extraño.
He compartido este fin de semana con muchos
extraños, entendiendo por extraños a personas que por su inteligencia y su
sensibilidad han hecho esfuerzos por mantenerse ajenos al conflicto, porque se
empeñan en llamarlo conflicto. Extraños empeñados que la convivencia razonable,
en la solidaridad, en el esfuerzo por construir, por derribar fronteras.
Para todos esos extraños, queridos
extraños, he cocinado el viernes y el sábado, también el domingo, intentando
construir territorios comunes a base de guisos mestizos, capaces de sumar esfuerzos,
sensaciones. No ha sido algo premeditado pero al final este fin de semana me lo
he pasado en la cocina intentando amalgamar en las cacerolas o que no puede cohesionarse
en la calle.
He guisado muchos platos aunque tal vez es
que haya terminado por sorprenderme más a mí mismo ha sido una sopa de pescado
que preparé el viernes, una receta improvisada a partir de una bourride de le Sète,
una ciudad costera de Francia capaz de competir con la boullabesa de Marsella.
Preparé la bourride para unos buenos amigos
con los que cada vez descubro más afinidades y complicidades. Nos bebimos una
botella de Chablis y otra de champagne francés, puede que con las bebidas
reivindicáramos una huida al exterior, la necesidad de evadirnos de conflictos
identitarios.
A la moda de los tiempos me tocó
deconstruir la bourride, disgregarla, convertirla, sin querer o queriendo en un
trasunto del cocido madrileño que había hecho la semana anterior.
Para cocinar la bourride empecé comprándome
una nueva cacerola, mucho más grande de las que tenía en la cocina hasta la
fecha. En esa cacerola puse un chorro de aceite de oliva, doré un tomate de
pera partido por la mitad, media cebolla con su casco, un puerro partido por la
mitad, una rama de apio, cuatro zanahorias partidas por la mitad, medio bulbo
de hinojo, unas ramitas de tomillo, dos hojas de laurel, media docena de bolas
de pimienta; también una cabeza de merluza, que tenía despistada por la nevera,
las barbas, la espina y la cabeza de un rape. Sal y pimienta en polvo. También
añadí al guiso 8 patatas gallegas peladas y sin partir.
Cuando toda aquella mezcla empezó a sudar
le añadí primero una copa grande de vino generoso de Jerez, después cuatro
litros de agua y dejé que hirviera. Mientras tanto pasé por una sartén una
docena de gambas rojas de Vilanova, no quise que se hicieran mucho. Las retiré
y reservé.
En la misma sartén en la que había rehogado
las gambas rehogué los medallones de rape, apenas unos minutos, lo justo para
que perdieran el color pálido.
Pelé las gambas y eché en el caldo las
cabezas y las cáscaras, reservé la cola.
Eché un poco de caldo de cocción en la sartén
para aprovechar los sudores del pescado y de las gambas.
Mientras se iba haciendo el caldo partí en
juliana fina una cebolla roja, dos zanahorias, un puerro, un puñado de judías
verdes, la otra mitad del hinojo. Coloqué todas las verduras en una cesta de
cocción. Extraje del caldo de pescado – que iba ya cogiendo color y aromas más
intenso – cuatro o cinco cacillos, los pasé a una olla expres y aprovechando el
caldo de pescado hice al vapor las verduras, cocidas apenas 3 minutos una vez
que la pesa de la olla empezó a subir.
Retiré las verduras del fuego y las reservé
en una bandeja.
Reintegré a la olla principal el caldo en
el que se habían cocinado las verduras, con esa aportación el caldo se
enriqueció y ganó en frescura.
Retiré del caldo las patatas, ya cocidas.
Puse una de ellas en un mortero con un diente de ajo partido en tres, un
pellizco de sal y abundante pimentó rojo – tres cucharadas de postre -; fui
dándole con la mano del mortero, añadiendo hilitos de aceite de oliva hasta
conseguir trabar una salsa más densa que el alioli, más suave, más consistente.
En otro mortero puse un puñado de piñones,
dos dientes de ajo, albahaca fresca, sal, pimienta y aceite, también se fue
ligando una salsa verde parecida al pistou provenzal.
El caldo estaba casi acabado – una hora y
10 minutos de cocción -, lo colé bien para que quedaran fuera los restos de
pescado, las verduras. Devolví el caldo limpio a la olla principal y escaldé
durante unos minutos los medallones de rape.
Los comensales estaban ya en la mesa,
habíamos brindado con el chablis. Tosté varias rebanadas de pan y llamé a la
mesa a los invitados.
Como si se tratara de un cocido madrileño
fui sacando los vuelcos de la bourride, primero un plato hondo con caldo,
acompañado de las tostadas y de las dos salsas.
Untamos generosamente las piezas de pan con
las salsas – cada uno la de su elección – y dejamos que se empararan bien de
caldo, que el caldo se tiñera de verdes o de naranjas, en función de las apetencias
de cada comensal. El caldo fue ganando cuerpo, consistencia. El pan voló de la
cesta y tuve que levantarme a tostar más.
Cuando todavía no habíamos vaciado el plato
llegaron las colitas de gambas, cortadas en pequeños dados, casi crudas. Las
gambas fueron una excusa perfecta para repetir de caldo.
En el mismo plato sopero tomamos los
medallones de rape, también acompañados de las salsas.
Y casi al unísono del pescado llegó un
cuenco con las patatas hervidas y la bandeja de verduras – las había conservado
con el horno tibio para presentarlas templadas a la mesa -. Con la bandeja de
patatas y verduras traje aceite de oliva andaluz y sal maldón.
No fue necesario cambiar el servicio, el
mismo plato sopero sirvió para todos y cada uno de los vuelcos, incluso sirvió
para que finalmente se mezclaran todos los elementos disgregados de la bourride,
perfectamente ligados con las salsas anaranjado el alioli de patata y pimentón
de la vera, verdosa la pistou.
La buscar en internet datos de la ciudad de
Sète además de descubrir que allí nació Brassen – “en mi pueblo, sin
pretensión, tengo mala reputación//haga lo que haga es igual, todos me consideran
mal” -, he visto que en el museo de la ciudad hay cuadros de Miquel Barceló, lo
que me demuestra que el mundo tiende a ser pequeño, que no importan fronteras
ni salvoconductos. Barceló, un pintor orgánico, como la bourride disgregada que
nos cenamos el viernes.
Veo que tu entrada ha coincidido cuando me he levantado, dormir de "memoria" como dicen por Aragón, no es lo mío y parto la noche entre cama y sillón, así que cansada de mis aposentos me dedico pronto a incordiar al ordenador y tu menú me ha gustado mucho, habréis pasado un delicioso fin de semana, aquí nos dura más ya que nos toca fiesta, el cuadro de Barceló no lo conocía pero muy apropiado para tu "festín". Jubi
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