Si mal no recuerdo el año pasado más o
menos por estas fechas visitamos Olot, entonces la excusa fue cenar y dormir en
las Cols, una experiencia que conviene hacer sin niños.
Un año después regresamos a la Garrotxa,
esta vez la familia al completo, a una casa rural. Un planteamiento
completamente distinto al del año anterior aunque puede que en el fondo el
objetivo fuera el mismo: Disfrutar de la vida contemplativa en medio de un
bosque espeso, húmedo, lleno de colores.
Bajo la referencia de la Escuela de Olot se
reúne a un grupo más o menos homogéneo de pintores catalanes que a finales del
Siglo XIX se dedicaron al paisajismo y a las escenas costumbristas, pintores influidos
por el impresionismo francés, aunque sin estridencias de color.
La escuela tuvo la mala fortuna de ser contemporánea
de la eclosión de la pintura moderna. En la misma Cataluña se fraguaba poco más
o menos por la misma época el embrión el cubismo y en las tertulias del restaurante
Els Cuatre Gats Picasso empezaba a ser Picasso.
Viendo algunos cuadros de la Escuela de
Olot, sobre todo los de Ramón Casas, termino añorando esa vida contemplativa,
despreocupada y burguesa de algunas escenas doméstica en las que el tiempo
parece no existir.
Poco tiene que ver el mundo que reflejan
esos cuadros con el mundo actual, sin embargo perdido en una casa rural en
mitad de un bosque en el que una humedad casi perpetua termina por convertir en
verdes los muros de las casas y las losetas del suelo se añoran esos tiempos
mucho más pausados, se añoran mientras se busca desesperadamente un rincón en
el que haya algo de cobertura que permita mantener activo el teléfono móvil, o
se rastrea una esquina en la que llegue una ráfaga de wifi, aunque sea sólo
para marcar con un punto verde el indicador de wifi del ordenador.
Recuerdo que me regalaron el primer
teléfono móvil hace más de 20 años, entonces era un aparato incómodo y anguloso
que si se te ocurría llevarlo en el bolsillo parecía que te habías escondido la
famosa mazorca de Mae West.
No sé si fue en esa misma época o puede que
un poco después cuando se normalizó el uso de internet y se activaron las primeras
cuentas de correo electrónico. Descargar una página web era una proeza en la
que había que invertir hasta 20 minutos, hipnotizado por el lento decalaje de
imágenes que iban apareciendo de modo confuso, fascinados por los ruiditos
metálicos que salían de la caja del router.
Enseguida nos obsesionamos por disponer de bandas
más rápidas para transmitir datos, hubo un tiempo en el que raro era el día en
el que no había que llamar al servidor para quejarse de los problemas de la
red. Fue cuando nos animamos a bajar las primeras canciones, también algunas
películas que tardaban en descargarse a veces días completos.
Mientras tanto nos acostumbramos a
gestionar varias cuentas de correo electrónico: La personal, la del trabajo,
una específica de Hotmail para realizar comunicaciones poco recomendables,
después la de gmail porque era necesaria para la gestión de algunos servicios.
A fecha de hoy tengo siete cuentas de correo activadas y cuatro de ellas
reciben correo casi diariamente.
En la medida en la que los acelerones
tecnológicos obligaban también a acelerones en los hábitos de comunicación de
repente dejamos el messanger y yahoo – que durante una época eran sinónimos de
modernidad – y aparecieron los perfiles de Facebook y las cuentas de twitter,
los más modernos manejan con soltura instalgram y la gente cool se integra en
redes sociales mucho más sofisticadas.
Y de repente llegó el wassapp, sin el cual
prácticamente uno no puede considerarse en el mundo.
El teléfono móvil se ha convertido en una
sofisticada terminal de ordenador en el que confluyen todas las redes.
Hace unos días publicaban que la medida de
consultas de la pantalla de un móvil puede ser de 150 conexiones diarias, es
decir, que la mayor parte de los usuarios de telefonía móvil activan la
pantallita del teléfono 150 veces al día para comprobar si le han llamado, si
le han mandado un mensaje o si se han actualizado las redes sociales en las que
participan.
Y de repente llegas a Olot, te refugias en
un caserón solariego en medio de un prado, desaparece la cobertura de internet,
apenas cubre la del móvil y corres el riesgo de pasarte el día buscando un
rincón claro en el que anheles que llegue una brizna de cobertura, como si la
cobertura pudiera ser transportada por la brisa de la montaña.
Y en este contexto surten majestuosas las
enseñanzas de la Escuela de Olot, y apetece derrumbarse sobre una silla, echar
los hombros para atrás, ladear la cabeza y dormitar.
Para eso sirve Olot, para reivindicar la
vida contemplativa y desconectada. Para eso y para comer. Un viejo tragoncete
consideraba que la vida era lo que ocurría entre comida y comida, y en Olot nos
preocupamos de que el tiempo pasara plácidamente entre el desayuno y la comida,
entre la comida y la cena.
Desayunamos, comimos y cenamos
opíparamente, sitios peculiares como el del Hostal dels Arçs, un restaurante de
carretera a la salida de Olot que genera el extraño magnetismo de atraer
simultáneamente a la Guardia Civil, a la Policía Local y a los Mossos de
Escuadra al medio día; tampoco fue mala la experiencia de Can Tuna, un restaurante
de montaña en el que hay un único menú que empieza con embutidos locales, sigue
con una ensalada, después llega un arroz meloso de setas, continúa con unas
cazuelas con pollo, conejo, ternera y pies de cerdo guisados – cada género por
separado con su correspondiente cazuela y salsa específica -. Terminada esa
tanta aparece la señora de la casa ofreciéndote una bandeja con gambas y
langostinos. De postre lanzan al centro de la mesa una larga barra de tarta
helada, tarta al whisky. Si se opta por el menú completo la cuenta es de 30
euros por comensal, si se prescinde del marisco y los licores desciende a 25
euros. Los niños no pagan y, por descontado, no permiten el pago con tarjeta de
crédito, lo que nos obligó a rascarnos los bolsillos y rebuscar hasta en el
último rincón para evitar una situación embarazosa – el cajero más cercano
estaba a 15 kilómetros bajando una carretera de montaña.
Cuando un año antes visitamos el
restaurante Les Cols – reitero, sin familia -, tuvimos la oportunidad de
disfrutar de la sofisticada sencillez de la cocina de la zona. Ahora hemos
disfrutado también de platos y recetas básicas pero muy sabrosas.
A mi me gustó especialmente reencontrarme
con las patatas de Olot, no sé estoy bajo las secuelas de mi visita a Hamburgo
de la semana anterior, lo cierto es que de todos los platos que probamos el que
más me divirtió es un extraño aperitivo al que llaman las patatas de Olot, unas
patatas rellenas muy particulares.
Para hacer unas patatas de Olot se necesitan,
claro está, patatas. Patatas grandes, nuevas, se pelan y se cortan en rodajas no
muy finas, tampoco muy gruesas. Se lavan y escurren bien y se fríen en una
sartén grande, con abundante aceite.
Hay que cuidar que la sartén sea grande y
que las rodajas de patatas no se peguen entre sí, ni se quiebren. Hay que freírlas
evitando que se doren mucho, tampoco conviene que queden especialmente crujientes
y quebradizas; en realidad se trata de confitarlas a fuego suave al principio y
darles un toque de fuego intenso al final para que cojan color. Se retiran y escurren
del aceite y se reservan.
Para el relleno hay distintas opciones que
giran entorno a un sofrito de carne. De las distintas recetas que he consultado
la que más me convence es la de la web las receptes del Miquel, esta es la referencia
de internet - http://lesreceptesdelmiquel.blogspot.com.es/2013/04/patatas-de-olot.html
-.
1 cebolla grande
1/2 rebanada de pan de Pagés sin corteza
Un chorro de leche
2 tomates maduros, de rama o de pera
200 gr. carne picada (100 gr de ternera y 100 gr de cerdo)
1/2 copita
de vino rancio o vino blanco o coñac
Una pizca de nuez moscada
Pimienta negra
1 ramita de romero
Aceite de oliva
Agua
Sal.
Rallamos los tomates maduros.
Remojaremos la rebanada de pan con un
chorro de leche. Y una vez bien remojada la escurrimos de la leche y la
aplastamos con un tenedor hasta hacer una pasta. Mezclamos la carne picada con
esta pasta del pan lo salpimentamos y mezclamos todo el conjunto
bien. Lo reservamos.
En una cazuela con un chorrito de aceite de
oliva, pondremos una ramita de romero fresco.
Enseguida se freirá y lo retiramos y así ya
tendremos el aceite aromatizado.
Ahora en este mismo aceite haremos el
sofrito. Pondremos la cebolla picada en Brunoise, salimos un pelín y la dejaremos cocer 10-15 minutos hasta que
empieza a cambiar de color, le incorporaremos el tomate rallado y pelín de sal,
removemos y dejamos hacer unos 5 minutos. Seguidamente le añadimos la carne, lo
removemos bien todo. Y le añadimos también una pizca de nuez moscada. Vamos
removiendo para que se haga la carne y cuando la carene ya este le añadimos el
vino rancio o blanco o coñac y tapamos
y dejamos hacer a fuego
medio-bajo unos 15 minutos. Vamos removiendo de cuando en cuando. Y una vez
hecha la trituramos con el batidor de mano
un poco pero solo un poco que no quede ni gordo ni puré, parecida a la
pasta de canelones.
Estas son las indicaciones que da Miquel en
su blog.
Sin embargo para montar las patatas he
preferido seguir otras referencias distintas ya que Miquel hace el relleno y
las reboza en claras batidas, a mi esta fórmula no termina de convencerme,
sobre todo creo que el resultado dista un poco de las patatas que tuvimos
oportunidad de probar este fin de semana.
Hecha la farsa y preparadas las patatas
solo queda el tramo final:
Se coloca una cucharada no muy grande del
sofrito de carne sobre una rodaja de patata, no conviene poner mucha carne para
evitar que se salga por los lados de la patata y se estropicie el invento.
Una vez se ha puesto la cucharada de farsa
sobre una rodaja de patata se tapa con otra rodaja de patata a poder ser de un diámetro
similar, se aprietan las patatas ligeramente con los dedos evitando que rebose
la farsa por los lados.
Se pasan con cuidado las patatas primero
por harina y luego por huevo batido, se fríen los bocados de patata a fuego
vivo en una sartén grande, apenas un minuto para que tome color el rebozado ya
que tanto la patata como la carne están ya cocinadas.
Se retiran las patatas y se escurren cariñosamente
para que no se desmonte el bocado. Se llevan templadas a la mesa.
Es un aperitivo contundente, un par de
patatas de Olot casi casi funcionan como un segundo plato, aunque los que somos
de natural tragón las pedimos como aperitivo mientras llegan los platos
principales.
Al segundo bocado de patata, sobre todo si hay
por medio una botella de vino aceptable, da lo mismo que el móvil tenga o no
suficiente cobertura, incluso puede haber quedado olvidado en el coche o en la
habitación del hotel. Ya llegará la tarde y con ella la siesta, una siesta que
puede reducirse a recostarse unos minutos en la silla de una galería.
Contundente plato de patatas y bien sabrosas, con un buen vino y luego una siesta, día perfecto, además en esos parajes y con buenos amigos, es una envidia. Sabéis disfutar. El cuadro una delicia. Jubi
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