Son las diez de la noche y voy en un AVE de
regreso a casa. Había cogido el tren de ida a Madrid a la una y media, llegué a
la ciudad a las cuatro y cuarto, di un paseo hasta la sede en la que debía dar
una clase a la cuatro y media, terminé la clase a las nueve menos cuarto, otro paseo a la
estación y regreso a casa.
Poco más de cinco horas de viaje
total, cuarenta minutos paseando cerca
del retiro y una clase de casi cuatro horas dedicadas a hablar de instituciones
preconcursales y refinanciaciones para un grupo de 12 personas.
Cuando me invitan a este tipo de envites – maratones
expositivos sin mucho sentido – suelo utilizar una táctica infalible: facilito
el correo electrónico a los asistentes, les pido que no tomen nota y me
comprometo a acabar la clase en poco más de dos horas seguidas, así la gente
puede dedicar las tardes a cosas más útiles, o a pasear, o a besar a su pareja,
o a hacer la compra para preparar una cena especial. Si no tienen que tomar
notas de lo que les cuento y les resuelvo las dudas por medio del correo
electrónico consigo amortizar una parte importante de las horas y me dedico a
pasear por Madrid, a entrar furtivamente al Prado para ver aunque sea durante
unos minutos las Meninas.
Hoy, sin embargo, no he podido aplicar mi
infalible técnica de escaqueo, no había caído en que mi intervención era la
inauguración de un curso que se prolonga durante varios meses. Así que yo he
llegado apurado al lugar al que me habían convocado – los paseos por el Retiro
en las tardes luminosas de diciembre tienen el riesgo de detener el tiempo – y ya
estaban en la calle esperándome. Serios y encorbatados, pensando que les había
dejado colgados y que había perdido el tren.
Mi falta de previsión ha hecho que esta
mañana no me afeitara y que viajara en vaqueros, con una camisa vieja de rallas
y una chaqueta vieja pero cómoda. Cuando he llegado al centro el director del
curso me ha presentado a un magistrado del tribunal supremo que asistiría a la
sesión inaugural, todos los asistentes iban de punta en blanco y yo con la
barba cana de un par de días, la mochila llena de trastos y la placidez de
haberme dejado llevar por el parque.
Siguiendo la consigna de los dibujos
animados preferidos de mis hijos – los pingüinos de Madagascar – he utilizado
la frase salvadora: “Cucos y coquetos”, y me he puesto a agradecer a los
organizadores la amable invitación, me he sentido honrado de haber sido elegido
para dar la sesión inaugural, les he comentado que imponderables de última hora
me han impedido acudir con la vestimenta orgánica que requería la ocasión, he
contado una anécdota leve para arrancar mi exposición y me he dado cuenta de
que mientras el coordinador del curso estuviera en la sala sería imposible
escaquearme o arañar unos minutillos de ocio. Así que me he calzado las más de
cuatro horas de sesión intentando que no se me durmiera el respetable. Solo me
han dado 10 minutos a media sesión para ir al baño, circunstancia que han
aprovechado los organizadores para plantearme algunas dudas sobre el programa y
el desarrollo docente, no mi sesión, sino sesiones posteriores que finalmente
no tenían bien cerradas.
He salido escopeteado hacia la estación
pasadas las nueve menos cuarto con intención de pasear de nuevo hacia la
estación, esta vez sin animarme a atravesar el Retiro a oscuras.
Paso rápido, mirada al frente y el tiempo
justo para coger el tren.
Por la mañana en la estación había cogido
una revista de cocina navideña, llena de fotos espectaculares con todo tipo de
sugerencias para las fiestas. Mi pasaje de vuelta no llevaba incorporada la
cena por lo que he tenido que hacerme con unos sándwiches en el bar del tren, sándwiches
y una cerveza no del todo fría; ni siquiera he tenido opción de poder tomar
algún bocadillo caliente porque el horno tarda un cuarto de hora en calentar.
Con unos emparedados de fiambre de pollo
con un poco de lechuga y mostaza he empezado a hojear la revista. Muerto de
hambre después de mi maratón. Tal vez hubiera sido mejor que me hubiera
comprado una revista pornográfica, hubiera pasado menos envidia.
En el tren de ida había leído que en
Francia se celebraba el bicentenerio de la muerte del Marqués de Sade, debatían
sobre si Sade era el primer espíritu libérrimo de la ilustración o si se
trataba el último y degenerado coletazo del l’Ancianne Regimen, la exaltación
de todos los vicios y excesos del despotismo prerrevolucionario. El pobre
Marques, menos libertino en la vida que en su obra, pasó gran parte de su vida
de cárcel en cárcel, repudiado por nobles y por jacobinos. Su reivindicación es
un hecho relativamente moderno y todavía hay quien le acusa de ser un mal
escritor, una imputación a todas luces más dura que la de ser un pornógrafo.
Enganchado a mi remedo de pornografía, sólo
culinaria, he ido dando sorbos a mi cerveza caldosa y bocados a los sándwiches correosos
mientras disfrutaba de las fotos verdaderamente obscenas de lo que la revista
consideraba que debía ser una mesa preparada para la navidad, platos sencillos,
vistosos, una especie de Play Boy de la cocina navideña, primeros planos,
piezas deslumbrantes, toda clase de lencería sobre la mesa (cubiertos,
manteles, cristalería navideña) y fotos trucadas para que cualquier bocado
pareciera delicioso.
Yo seguía mordisqueando el pan de molde e
intentando que la mostaza no me manchara mi ya castigada chaqueta.
Puse música en el ordenador – un productor
funki que responde al nombre de Mark Ronson, hizo algún arreglo para Ami
Withehouse -.
Tal vez hubiera tenido que esconderme en el
baño del vagón para darle un vistazo a la revista con todas sus procacidades. A
mi lado pasaban pasajeros encorbatados – a estas horas el tren es un mar de
corbatas y trajes oscuros – que me miraban de reojo, no sé si envidiosos de mi sándwiches
o sorprendidos porque un sujeto tan desaliñado como yo pudiera estarse leyendo
una revista de las que suelen dejar en las salas de espera de las peluquerías
de señoras.
Con mi pelo encanecido y la barba rala
nadie diría que venía de codearme con la élite de la jurisdicción y con la
cátedra más refinada.
En principio pensaba que hoy le tocaba
descansar al diletante, mis otras múltiples personalidades tienen tareas
pendientes, sin embargo la imagen del pornógrafo marcando las páginas con las
recetas más vistosas me ha despertado unas ganas enormes de escribir, puede
como una especie de ejercicio onanista ante la imposibilidad de ponerme a
guisar ya que el AVE ni siquiera en la zona de turista plus tiene fogones que
nos permitan emular a los de top chef.
De entre todos los platos, cerca de un
centenar, el que más me ha llamado la atención ha sido un pastel de pollo con
nueces y champiñones, una receta no muy complicada que podría hacer las
delicias del marques de Sade ya que debidamente retocada podría despertar los
instintos más bajos del marqués de Sade.
La receta originaria – copiada de la
revista Lecturas – refiere como ingredientes 250 gramos de pechuga de pollo
deshuesada, 150 gramos de carne de cerdo picada, 50 gramos de nueces, 2 huevos,
un vaso de leche, medio vaso de vino de oporto, mantequilla, 100 gramos de
champiñones, aceite, sal y pimienta.
Sobre esta base he introducido algunas
variantes – más que nada porque con el triquetitraque el tren me apetece
enredar, he ido a buscar una segunda cerveza, no mucho más fría y queda más de
una hora en que el tren llegue a Barcelona.
De momento las pechugas de pollo, cortadas
en filetes, las voy a poner a macerar en ron en vez de en vino de oporto. El
pollo previamente lo he salpimentado, le he puesto una pizca de canela, otra de
jengibre, nuez moscada y cominos – todo en pequeñas proporciones.
Lo dejo macerando tres horas, hasta que consiga
que la carne quede oscurecida por el ron – es ron moreno, añejo, no hay que ser
rácano con los licores que sirven para macerar.
Escurro la carne bien, reservo una parte
del jugo, y salteo el pollo en una sartén, con aceite de oliva. Rehogado el pollo
lo escurro otra vez y pico la carne.
En el aceite que ha sobrado sofrío los
champiñones cortados en láminas, fuego suave.
Mezclo la carne del pollo con la carne
picada de cerdo – mejor si es un poco magra, si fuera posible de cerdo ibérico
-, le añado unos taquitos de jamón serrano, poca cosa y no muy gruesos.
Mezclo bien, incluso con las manos, añado los
guisantes y un poco del ron que me sirvió para macerar. Casco los dos huevos,
los bato bien antes de mezclarlos con la carne, añado la leche y sustituyo las
nueces por unos pistachos pelados de color verde.
Hundo los dedos en la masa para comprobar
que todo queda bien amalgamado, puede que haya quedado soso, por lo que rebusco
en la nevera hasta encontrar una lata de foie gras de pato que añado a la
melange.
Engraso un molde alto con mantequilla, pongo
el horno a 120 grados y meto la mezcla para que se cocine suavemente durante un
par de horas, dándole un vistazo de vez en cuando para comprobar que la parte
superior no queda muy dura.
Poco antes de las dos horas pincho con un
cuchillo de hoja fina la parte central, queda un pelín húmeda la hoja pero se
nota compacta. Lo retiro del fuego y lo dejo enfriar durante unos minutos antes
de llevarlo a la mesa, adornado en una fuente con hojas de rúcula y granos de
granada, un cuenco con mostaza y rebanadas de pan tostado.
Queda un rato todavía hasta que lleguemos,
en mi pasillo se han aflojado los nudos de muchas corbatas e incluso algún
pasajero ronca felizmente. Yo prefiero no dormir, me juego la noche; la
película que ponen es infumable, creo que era la misma que pusieron la semana
pasada, cuando me tocó viajar a Lérida.
Intento encontrar un cuadro que encaje bien
con la receta, curioseando por intenet llego a la página web del Museo Nacional
de Cataluña – les gusta poner lo de nacional a cualquier cosa que propongan -,
anuncian una exposición de Carlos Casagemas, Barcelona está lleno de carteles
anunciando la exposición.
Si Carlos Casagemas hubiera vivido y muerto
en nuestro tiempo su historia estaría condenada a las páginas de sucesos, a los
rincones más deleznables de la información, los vergonzantes. Sin embargo como
murió a principios del siglo XX, allá por mil novecientos uno, se le perdona
casi todo.
Carlos Casagemas era un pintor y poeta
amigo de Picasso, uno de los animadores dels Cuatre Gats, acompañó a Picasso a París
y con él se bebió el Sena. Casagemas, con apenas 21 años, se enamoró localmente
de una de las modelos de Picasso, una tal Germaine a la que de vez en cuando se
beneficiaba Picasso. Casagemas, con 21 años cumplidos, era un chico
atormentado, con tendencia a la melancolía; además por lo visto era impotente
en todos los sentidos.
Germaine resultó ser mucha mujer para él,
hizo ascos al muchacho y siguió con sus posados y con sus reposadas, ajena a
los sinsabores de su enamorado. Picasso se llevó a su amigo a Málaga, para ver
si olvidaba ese amor fou; de regreso a la París Casagemas retomó su obsesión
por la modelo.
Una noche, coincidiendo Casagemas con Germaine
y otros amigos, el desdichado Carlos hizo el gesto de buscar en el bolsillo de
su gabán lo que todos creían que sería una carta de amor, o un poema, en realidad
sacó una pistola, apuntó hacia Germaine, a quien apenas inquieto ya que entre
los nervios, la zarabanda que se organizó y la impericia del enamorado para las
cuestiones de tiro, erró el primer disparo. El segundo lo tenía más fácil, se
llevó el cañón a la sien y se suicidó delante de todos, de todos menos de
Picasso.
Picasso, puede que marcado por la tragedia,
o apesadumbrado por haber estado triscando ocasionalmente con la modelo, con su
hermana y con cualquier falda que se le pusiera a tiro, se sumió en cierto
estado melancólico que le llevó a abandonar los colores, entró en lo que se
conoce como el período azul de Picasso; en homenaje a su amigo pintó algún
cuadro, incluso evocando al Greco y su entierro del Conde Orgaz; el rostro
sufrido y sufriente de Casagemas aparecía en alguno de los cuadros de esa
época, en arlequines, en payasos desmadejados, en modelos deslavazados
esperando en cuartos azules.
Seguramente si Casagemas no hubiera sido un
desequilibrado, un pobre psicópata, su obra se hubiera diluido en la mediocridad,
hubiera envejecido a la sombra de su amigo, quien sabe si no hubiera terminado
por hacerse funcionario de la diputación de Barcelona para ganar un sueldo
digno, casarse y olvidarse de sonetos y pinceles. Puede que Casagemas decidiera
poner fin a su vida prematuramente como modo de acceder a la eternidad, como
vía para pasar a la historia del arte.
No veo en el tren a ningún Casagemas, ni
armado ni desarmado; puede que los Casagemas viajen en interrail, lleven en las
mochilas libros del marqués de Sade y escriban poesías en las servilletas de
los bares de la estación. Puede que ya no existan modelos como Germaine, puede
que quienes visiten la exposición de Casagemas en el museo de Montjuich no
lleguen a saber nunca qué misterio esconden las pocas pinturas que pudo dejar para
la posteridad. Puede que todos los problemas del pobre Casagemas se debieran a
una mala alimentación, por lo que no
descarto pasarme mañana por el museo y dejarme olvidada mi revista de cocina e
uno de los rincones, para que cuando por las noches vague lloroso el espíritu de
Casagemas se sumerja en las oscuridades de los platos navideños, deje en paz a
las modelos huidizas y disfrute de la posteridad.
Vaya jaleo de vida ¿Cuándo descansas?, me agoto leyendo tus viajes relámpago ¿Cuántas horas tiene un día tuyo? Envidio tu humor y tus energías y espero que el viaje del puente sirva para relajarte y reponer fuerzas, te van a nombrar viajero honorario del AVE y encima nos deleitas con esas ricas recetas. Descansa. Jubi
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