27 de diciembre por la mañana. Superado el
primer tramo de festejos navideños. Los niños han empezado a ver – por décima
vez – el episodio VI de la Guerra de las Galaxias, aquél en el que Dark Vader
dice aquello de “Luke, soy tu padre”; cada vez les gusta más la película,
incluso son capaces de reproducir en Wooki los diálogos de Jabba the Hut.
En casa los festejos empezaron con un
bautizo el 21 de diciembre, siguieron con el cumpleaños de uno de los niños el
23, la nochebuena, la navidad y el día de San Esteban. En estas condiciones es
complicado seguir pensando en comida.
Durante las últimas semanas me ha tocado
tomar decisiones, unas importantes, otras no tanto; al final la vida se reduce
a decidir si el día de navidad has de cocinar pescado o carne. Hace algunos
días tomé una decisión profesional importante, se la comuniqué a la familia y a
los amigos, la decisión en realidad era una “no decisión”. Uno de mis amigos me
respondió acudiendo a un breve cuento japonés, la historia de unos campesinos,
padre e hijo, estaban labrando en el campo cuando se les escapó el único
caballo que tenían; el hijo desolado le dijo al padre: “Padre, qué mala suerte
tenemos, somos pobres y lo único que teníamos, un caballo, se ha escapado”; el
padre, que normalmente estaba en silencio, le dijo: “Hijo, quién sabe”. Durante
varios días siguieron labrando en el campo, esta vez a pie. Al cabo de varias
semanas regresó el caballo en compañía de la yegua; el hijo, contento, se
dirigió de nuevo a padre: “Padre, qué suerte tenemos, ayer no teníamos nada y
hoy tenemos dos caballos”. El padre rompió su silencio y le dijo: “Hijo, quién
sabe”. Esa misma tarde el hijo decidió que el caballo siguiera sirviendo para
las tareas del campo, la yegua, sin embargo, le serviría para pasear por el
pueblo; le colocó una manta sobre el lomo y se dispuso a montarla; la yegua dio
unos pasos y se encabritó, tirando al chico al suelo con la mala fortuna de que
se partió una pierna. Tendido en el suelo se dirigió a su padre: “Padre, qué
mala suerte tenemos, ahora que tengo partida una pierna no podré ayudarte en el
campo”; el padre, con la ceremonia de rigor le dijo:” hijo mío, quién sabe”.
Mientras el hijo se recuperaba de las fracturas pasaron por el pueblo las levas
del emperador, necesitaban chicos jóvenes para ir a la guerra; los oficiales
entraron en la casa de los campesinos, vieron al chicho en la cama con la
pierna maltrecha y vieron que no podía alistarse en el ejército.
Me he pasado este primer tramo de las
navidades pensando que “quién sabe” sin mis decisiones han sido acertadas o no,
con estas dudas existenciales me he puesto a cocinar.
De los platos que me ha tocado preparar
estos días quién sabe si el más navideño sea un capón relleno. El capón es un
pollo castrado y cebado con grano. Encargué un capón de tres kilos, de piel
intensamente amarilla. Las recetas tradicionales aseguran que hay que cubrir la
piel con lonchas de panceta. El tiempo de asado es de 40 minutos por quilo en
un horno a 180/200 grados. Yo lo cociné a fuego un poco más suave – 140º - y no
lo albardé con tocino, me ocupé de ir mojando la piel con el caldo que iba
supurando.
Mientras se calentaba el horno puse en un
bol 150 gramos de carne picada (2 partes de cerdo y una parte de ternera); a
esa carne le añadí una butifarra de cerdo, un huevo crudo y 150 gramos de pan
duro remojado en leche, sal y pimienta. Dejé que la carne se reposara un poco y
tomara temperatura – llevaba un día en la nevera y estaba apelmazada. Añadí a
la mezcla 100 gramos de pistachos pelados y crudos; también 150 gramos de
castañas pilongas que había tenido a remojo durante 24 horas para que se
ablandaran. Mezclé todo bien hasta que quedó una gran bola de carne, añadí a la
mezcla unas gotas de aceite aromatizado con trufa y rellené el capón sin
apretar mucho ya que la carne al cocinarse aumenta el volumen. No necesité
coserle el culo al capón, me bastó con encajarle una manzana que hizo las veces
de tope. Salpimenté la piel del capón, la froté con un poco de aceite
aromatizado con trufas y metí el bicho en el horno poco más de dos horas; cada
20 minutos abría la puerta del horno y remojaba la piel del capón con la grasa
que iba supurando.
Pasadas las dos horas pinché las
articulaciones de la pata del capón con la punta de un cuchillo, comprobé que
el líquido que goteaba no era rosado, le di otro pinchazo profundo en una
pechuga, el líquido era también transparente. El capón estaba asado y dispuesto
a ir a la mesa. Dos días después todavía queda capón en el horno, hoy
repetiremos fiambre de ave.
Puesto que la parábola que me indicó mi
amigo era japonesa he buscado un cuadro de un museo de Japón, concretamente del
museo de Osaka, el cuadro es un dibujo de Cezanne titulado: “preparación para
un banquete”, muy apropiado para estas fechas.
Subo de comer en este momento y antes de echar mi siestecita he visto que habías puesto una entrada nueva con un rico capón relleno. Yo hoy he visto el día con otra alegría, al fin he podido dormir, "es todo un acontecimiento digno de mención", después de dos meses ya me lo merecía y quiero haceros partícipes de mi alegría. El cuadro de Cezanne no lo conocía y eso que de él creía haber visto casi todo. Felices días. Jubi
ResponderEliminar