3. LA OPINIÓN (INEQUÍVOCA) DE
DOÑA HELENA.
No pasé buena noche, entre el
frio y la tensión llegué a casa sobreexcitado, obsesionado por esconder el
cuadro que me convertía en cómplice de mi cliente, cómplice del allanamiento,
del robo y quién sabe si de alguna tropelía más; seguro que Jess durmió a
pierna suelta. Yo me levanté con la boca pastosa y la sensación de no haber
pegado ni ojo. Antes de que sonara el despertador ya estaba en la ducha después
de haberme tomado el primer café. Después de muchas vueltas el cuadro había
quedado expuesto sobre el sofá junto con la ropa nueva.
Fui caminando al despacho del
señor Mateu, enclavado en la zona más noble de la ciudad, en el paseo de Gracia
casi esquina con la avenida Diagonal; pese a que llegué con cierto margen de
tiempo Mateu no se dignó a recibirme, me dejaron en una sala de espera con la
prensa del día, un inspector de los Mossos de Escuadra anunciaba que estaban
tras la pista de una banda de albanokosovares que podrían ser los autores de la
muerte de Montes. Al poco tiempo se abrió de nuevo la puerta de la salita y
entró otra persona, una abogada que tenía vista de las imágenes que utilizaba
la televisión como soporte de los casos más mediáticos, siempre al lado de las
celebridades;se presentó con desenvoltura: «Inma Puertas, soy la abogado de
Chântal Desfarges, la segunda mujer de Rafael Montes». «Marçel Ruiz de
Manyanet, represento a Jesica…» quedé en silencio recordé que no me sabía el
apellido de mi cliente, mi compañera esbozó una sonrisa y se puso a revisar los
mensajes en el móvil. Todavía tardó un rato en asomarse la secretaria de Pere
Mateu, yo estaba ya desesperado, Inma Puerta no perdió la compostura en ningún
momento, hasta en esperar era una profesional.
La secretaria de Mateu nos
llevó a otra sala, más grande, con una mesa ovalada con 10 asientos; en cada
uno de los puestos una carpeta de plástico con el logo del despacho, dejamos
libre la silla que presidía la sala y nos acomodamos a los lados; nada más
sentarnos se abrió una puerta lateral y llegó el señor Mateu acompañado de dos
asistentes, los tres impecables, nos rogó que no nos levantáramos, Inma no lo
hizo, yo me quedé semi-incorporado en una situación ridícula ya que al extender
la mano me llevé por delante un vaso y una jarra con agua. Uno de los
asistentes salió a llamar a un auxiliar que recogiera el desaguisado, yo
rescaté mi carpeta y cambié de sitio. Mateu se deshizo en excusas por su demora
y se puso a hablar. El objeto de la reunión era organizar los detalles del
funeral de Rafael Montes que se debía celebrar al día siguiente, cualquier otra
cuestión debíamos dejarla para ulteriores encuentros. Mateu abrió su carpeta y
revisó el orden del día que nos proponía desde la elección de la iglesia en la
que se celebraría el acto, un la gran capilla de forma circular en una de las
calles más exclusivas de Barcelona; también se refirió a la publicación de las
esquelas en todos los diarios catalanes, la ubicación de la familia y los
posibles invitados, respecto del más mínimo detalle Mateu tenía una propuesta
además de un presupuesto indicativo del servicio. Sin perjuicio de poder
repercutir los gastos al caudal hereditario el compromiso era dividir en tres
partes aquellos gastos que se consideraran comunes. En diversas ocasiones
intenté conseguir alguna información sobre la situación testamentaria de Montes
y sólo recibí reproches. La abogada de Chântal se mantuvo casi todo tiempo en
silencio, conforme con casi todo, la única advertencia que hizo, no negociable,
es que su cliente viajaría desde París con su hijo Pierre – Pierino –y con su
actual pareja, el tercer marido tras su breve experiencia conyugal con Montes.
Los asistentes de Mateu no paraban de tomar notas y de teclear en una tableta
las decisiones que íbamos tomando; tras cuatro horas encerrados apareció una
secretaria con un extenso documento que recogía las decisiones principales del
encuentro, entre ellas un acuerdo de confidencialidad y otro por el que las
tres viudas se comprometían a no hacer ninguna declaración a la prensa durante
el día del funeral, sin ese compromiso todas las cláusulas se convertían en
papel mojado y quien quebrara el pacto de silencio sería severamente
penalizado, incluso nos comprometimos a someter cualquier controversia al
Tribunal Arbitral de Barcelona. Yo me zampé casi toda la bollería que pusieron
sobre la mesa y varios cafés, además de dos botellines de agua; no llevábamos
una hora reunidos cuando mis ganas de salir al servicio eran tremendas, sin
embargo no me atreví a interrumpir la reunión por lo que durante el tramo final
todo eran contorsiones y muecas.
Llamé a Jess para adelantarle
los aspectos fundamentales de la reunión, no me cogió el teléfono durante todo
el día, yo dejé varios mensajes de voz y de texto, sólo recibí un escueto
whatsApp, tenía que pasar a recogerla al día siguiente por su casa a las seis de
la tarde, me facilitó la dirección.
Durante todo el día tuve un
intenso dolor en el bajo-vientre, llegué a pensar que se me había reventado la
vejiga y que no tardaría en fallecer. Revisé la información depositada en la
carpeta, el acuerdo y las notas que pude bosquejar, a mi cliente le tocaba
hacer frente a cerca de 14.000 euros en gastos, incluyendo esquela, flores, la
dádiva al párroco, la nota de prensa que se distribuiría a los medios, los
recordatorios del acto y un cuarteto de cuerda que debía abrir la ceremonia y
cerrarla con dos piezas de Schubert, doña Helena aseguraba que Schubert era el
compositor predilecto del fallecido y sus sonatas tardías eran las adecuadas
para darle solemnidad a la ceremonia.
Me dio cierto vértigo
enfrentarme a Jess, tenía la impresión de no haber dado la batalla que creía
que debía dar, me vi sobrepasado por las circunstancias, por la fría distancia
que establecía Mateu y la fría cordialidad con la que se manejaba Puerta, yo
sólo había conseguido tener fríos los pies durante todo el encuentro y
seguramente me habría resfriado, tomo por no haberme comprado un abrigo en
condiciones.
Pasé dormitando el resto del
día, recuperándome de todas las impresiones, intenté contarle a Covadonga mis
experiencias matinales pero a los pocos minutos había desconectado, agobiada
por las comandas, me puso un plato de garbanzos estofados con unas lascas de
bacalao. No tuve los arrestos de comunicar a Jess que tendría que incrementar
mi provisión de fondos en varios miles de euros si quería que hiciéramos frente
a los gastos comunes del funeral.
El día siguiente lo dediqué
entero a prepararme para la ceremonia, me duché y afeité a conciencia, había leído
en una revista que el rasurado a conciencia exigía doble pasada, sólo conseguí
que me salieran unos ronchones rojos en el cuello. Paseé por la ciudad durante
horas haciendo tiempo. A las cinco y media de la tarde estaba en la puerta de
los apartamentos de Jess, un edificio nuevo de ladrillo visto en una amplia
avenida de la zona alta. Jess tardó en contestarme al telefonillo, me invitó a
subir, no estaba todavía preparada, era evidente, y cuando pasé a su estancia,
estaba la puerta semiabierta, ella zascandileaba de un lado a otro de la casa
en ropa interior, un culotte y un sujetador negro de delicadas blondas, las
gomillas de la braga se le colaban alegremente entre las nalgas, hubiera jurado
que los cuartos traseros había sido sometidos al mismo moldeo que los pechos.
Jess había estado esa mañana en la peluquería y se acababa de maquillar, labios
de intenso carmesí y rímel perfilado más allá de lo razonable. Sobre la cama
tres trajes de chaqueta completamente negros, uno de ellos aterciopelados;
escuetas faldas de tubo y una chaqueta que dejaría completamente a la vista los
calados del sostén. El apartamento estaba lleno de espejos, su dormitorio
también, pude observarla desde todos los ángulos mientras yo permanecía sentado
en el salón. Se probó los tres trajes, impropios para un funeral por muy negros
que fueran. Le fui desgranando algunos detalles de la ceremonia, no hizo
grandes comentarios, todo le pareció bien, aunque me regañó porque no le pude
dar dato alguno sobre el testamento. «Deja de mirarme con ojos de hiena y
ayúdame a elegir traje, que para eso eres mi abogado», me reprochó. Cuando por
fin nos disponíamos a salir ella tomó un cojín que había sobre el sofá, me
guiñó un ojo y se acomodó el cojín dentro de la cintura de los panties negros,
no era un almohadón muy grande, le servía únicamente para afilar un poco la
barriga, como un embarazo que empezara a asomar. Se llegó el dedo índice a los
labios y sin perder la sonrisa se ganó de nuevo mi complicidad. Buscó mi brazo
para salir agarrada desde el apartamento, llevaba unos zapatos con el tacón tan
afilado que pensé que sufriría vértigos durante toda la tarde.
Si su objetivo era llegar la
última a la iglesia lo consiguió con creces, menos mal que había pactado que
hasta que no llegara la última de las esposas no se iniciaría el ritual; estaban
todos los asistentes acomodados, con la madre de Jess y mi madre en un sitio de
los principales, ambas de luto riguroso, habían pasado por la peluquería y no
pararon de cuchichear durante toda la ceremonia.
En el lado derecho de la
iglesia las primeras filas estaban ocupadas por familiares, el pacto establecía
que la primera de las filas fuera para los hijos por orden de edad: Rafaelito,
Helena y Pierino; junto a ellos una señora mayor, de rostro arrugado la única
que llevaba un luto ortodoxo y discreto, Jess me indicó que era Desi,
Desideria, la asistenta de Montes desde hacía más de cuarenta años, el único
referente femenino estable en la vida de Rafael. La segunda fila estaba
destinada a las viudas, allí conseguí que Jess ocupara el puesto junto al
pasillo, ordenadas según el escalafón conyugal. La tercera fila era para los
abogados, ya que nos comprometimos a vigilar a nuestros respectivos clientes
durante toda la tarde. El bloque de la derecha lo reservamos a las autoridades,
no se descartaba que incluso acudiera el presidente de la Generalitat, al final
tuvimos que conformarnos con el consejero de cultura, también asistieron altos
cargos de gobiernos anteriores, el alcalde y varios concejales. Conseguimos
acomodar en la primera de las filas a los cocineros más laureados de la ciudad,
una pléyade de marmitones, según la prensa, uno de ellos lloró e hipó como no
lo hicieron ninguna de las viudas, Jess me dijo que se trataba de Higini León,
el chef del Atelier del León, el último cocinero encumbrado por Montes. Estaban
también los directores de los principales diarios, presentadores de televisión,
periodistas de todo pelaje, incluso algún actor. Durante muchos minutos destallaron
los flashes y varias cámaras fueron saltando entre las filas de invitados y
familiares, tomando las imágenes que servirían de apoyo para los noticiarios de
la noche.
Cuando Jess se acomodó en su
posición el cuarteto de cuerda empezó una lánguida y solemne melodía. La
primera de las mujeres de Montes, doña Helena, inclinó el cuerpo hacia el mayor
de sus hijos y le dijo con un tono lo suficientemente intenso como para que se
escuchara entre las primeras filas pese a ser un susurro: «Mira la putita, ha
crecido y se ha convertido en todo un putón». Jess, lejos de molestarse, liberó
de los ojales los tres botones del abrigo de visón y dejó entrever su fingido
embarazo, se llevó las manos ligeramente al vientre para acariciarlo con mimo y
le dedicó a doña Helena el más dulce y pícaro de sus gestos, incluso frunció
los rojos labios haciendo un mohín.
El funeral fue interminable y
más pesado aún el trámite de pésame ya que los invitados primero se dirigieron
a los hijos, después a la viuda. Doña Helena siguió desgranando sus frases de
vitriolo: «La viuda, la viudita y el viudón». Apenas terminó aquel sainete
Chântal se escabulló junto con su marido y su hijo, su abogada me dijo que esa
misma noche regresaban a París y dejaban en sus manos la gestión de la
herencia. Se formó una larga fila de personas dispuestas a pasar el trámite del
besamanos, escabullida Chântal el cortejo fúnebre lo formaban la viuda y el
viudón así como Desi, que era sin duda la más afectada; un concejal le dijo a
la criada: «Los primeros en marchar son siempre los mejores »; Desideria, sin
perder el gesto compungido, le espetó: «El señor puede que tuviera otras
virtudes pero bueno, lo que se dice bueno, no era».
Del cortejo fúnebre, justo al
llegar a mi altura, se separó un tipo con pinta de policía, se identificó como
el inspector Caballero, de los mossos de escuadra, encargado del caso, me
preguntó si era el abogado de Jessica Palomeque, por fin sabía el apellido, y
si sería necesario que le enviara un requerimiento para poderla tomar
declaración o si acudiría voluntariamente, le aseguré que no necesitaría
citación formal, que a última hora de la mañana acudiríamos a la comisaría, me
deslizó una tarjeta con la dirección y le dio un apretón de manos a las viudas
y se retiró discretamente.
Jess, sin abrir la boca en
público, exhibió sus beldades y sus gravideces, sin perder de vista a doña
Helena, recibió el consuelo y confort de casi todos los invitados y me facilitó
algún apunte de los principales. Varias personas se me acercaron
identificándome como el abogado de Montes, de los Montes o de la viuda, sin
especificar cual; un tal Rovirosa, editor, me extendió una mano exageradamente
sudada y me rogó que le dedicara unos minutos, por lo visto Montes se había
comprometido a entregarle un manuscrito con una nueva obra, si lo la recibía en
los próximos días Rovirosa se vería obligado a demandar a los herederos ante la
justicia ya que había adelantado más de cincuenta mil euros en derechos de
autor. Mateu, Puertas, el inspector Caballero, Desi, Rovirosa … se me abrían
muchos frentes para poder indagar sobre los últimos días y las últimas
voluntades de Montes.
Jess buscó de nuevo mi brazo,
puso cara de cansada, se llevó nuevamente las manos al vientre y con el abrigo
abierto empezó a caminar por el pasillo central en imposible equilibrio sobre
sus tacones, dejándose fotografiar. Mi madre me guiñó un ojo, yo me ruboricé.
Jess me dijo que los «íntimos» habían preparado una cena ligera en el Atelier
del León, que por favor le acompañara. Los íntimos eran Higini León, el tal Rovirosa,
el director del diario en el que Montes escribía una crónica semanal, un
presentador de un programa de variedades de la radio que se emitía diariamente
por las mañanas y un alto cargo de la Generalitat que, por lo visto, estaba
gestionando una importante condecoración a título póstumo.
El Atelier no estaba lejos de
la iglesia pero el paseo fue interminable porque Jess apenas podía avanzar unos
centímetros con cada paso, la inestabilidad de los tacones el cansancio acumulado hicieron que las
cuatro o cinco manzanas hasta el restaurante fueran agotadoras; Jess caminaba
rezagada mientras el resto de íntimos caminaban dicharacheros, hablando de un
gratapaller y de un borinot, de vez en cuando se les escapaba una carcajada. El
Atelier tenía un reservado junto a la cocina en el que estaba preparada una
mesa con todo tipo de aperitivos, los comensales pidieron whisky para entrar en
calor. La sala la presidía una caricatura de Montes, era un gran abejorro con
una cara apepinada y diminuta; Montes aparecía dibujado con una ridícula papada
y cuerpo de abejorro, la caricatura tenía la leyenda: «Montes. El borinot»,
despejaba con ello la primera de mis dudas. Fueron pasando las bandejas con
jamón y otros embutidos, después varios tipos de ensaladas, a cada cual más
sofisticas, pastas rellenas de setas y trufas; se abrieron varias botellas de
vino y, por fin llegó el afamado gratapaller, un timbal gelatinoso en el que
pude identificar algo de marisco, carne de pollo, pies de cerdo y algunas
especias. Presentaron el gratapaller sobre una base de pan de maíz empapado en
salsa.
Rápidamente me noté mareado,
no había renunciado ni al whisky ni a ninguna de las copas de vino; el resto de
comensales eran unos profesionales de la bebida y aguantaban sin pestañear, lo
tenía la lengua de trapo y no me di cuenta de que Jess se había marchado,
dejándome un mensaje en el teléfono, pidiéndome que pasara a recogerla a eso de
las once por su casa para acompañarla a comisaria.
Cuando los invitados se
dieron cuenta de que Jess había marchado empezaron a subir el tono de sus
anécdotas con Montes, con Montiño, como le llamaban, también se referían a
Rafael como el Borinot, confirmaban lo que había dicho Desideria, Montes buena
gente no era. Por lo visto era pródigo en el gasto, maestro del sablazo y el
chantaje, arbitrario, agresivo, lascivo, mal oliente, envidioso, ególatra … No
ponía en duda lo de los albanokosovares que había deslizado el inspector
Caballero pero lo cierto es que durante aquellas horas había conseguido una
lista de candidatos y candidatas que tenían razones más que suficientes para
liquidar a Montes. Sólo Higini mantenía ciertas formas, incluso afeaba a sus
compañeros de mesa los comentarios y anécdotas más soeces. En un aparte cuando tambaleándome
fui al baño me abordó para enseñarme la cocina del Atelier y para comentarme
que había querido mucho a Montes, aunque llevaban ya un tiempo separados;
habían sido tan íntimos que incluso acompañó a Jess y a Montes en su viaje por
la costa oeste norteamericana, él también había comprado un Wren que había
colgado en el pasillo que unía el reservado con la cocina.
Nos despedimos entre abrazos
fraternales, intercambiamos tarjetas de visita e Higini me deslizó la factura
del ágape, cinco mil euros más que incrementaban el debe de Jess. Tal fue el
dispendio de aquella noche que marché caminando de nuevo a casa para intentar
despejarme y ahorrar unos euros a mi cliente.
Ya en casa busqué en internet
qué significaba aquello del gratapaller, por lo visto era un pollo de payés que
se cría en algunas zonas del Ampordá. La receta del gratapaller con pies de
cerdo, cigalas y chocolate era un clásico de Higini León, una receta recuperada
de los libros de Mercader y de Pla.
Para preparar el pollo con
pies de cerdo, cigalas y chocolate se necesita, claro está un pollo, no
cualquier pollo, sino el dichoso gratapaller, que se tiene que cortar en
octavos, salpimentarlo y enharinarlo.
Se pone una gran cazuela al
fuego con un chorro de aceite de oliva, se rehogan a fuego vivo con el aceite
chisporroteando las piezas de pollo, no hay que cocerlo del todo, sólo dorarlo
y retirarlo intentando que no se queme el aceite.
En otra cazuela se pone un
poco más de aceite de oliva y se saltean 8 cigalas grandes, pero sin pasarse.
También se retiran y se conservan.
Se pelan dos cebollas de Figueras
– son más dulces – se rallan dos zanahorias hermosas y cuatro tomates maduros.
En la misma cazuela en la que se sofrieron las cigalas se rehoga la cebolla y
las zanahorias, a los tres minutos se añade el tomate rallado. Se remueve bien
antes de ponerle una copita de vino rancio y otra de coñac. Se baja el fuego,
se deja reducir el líquido a la mitad e incorporan las piezas de pollo. Se
cubre la cazuela con caldo de pollo y se deja cociendo a fuego suave hasta que
el pollo quede tierno (calcular 50 minutos).
Un cuarto de hora antes de
que termine la cocción se añaden dos pies de cerdo cocidos previamente y
cortados por la mitad.
En un mortero se pican los
dientes de media cabeza de ajo, unas hojas de perejil, dos carquiñolis – son unas
galletas duras de almendra típicas catalanas -, un puñado de avellanas, una
pizca de sal, pimienta 60 gramos de
chocolate a la piedra – chocolate que se utiliza para hacer el chocolate a la
taza, un poco terroso -. Se echa un poco de la salsa del caldo para que se
deshaga la picada. Se añade al guiso con las cigalas y se deja cocer durante 5
minutos más.
Higini lo que hizo fue deshilachar algunas piezas del pollo,
vaciar la carne de las cigalas y picarlas, los pies de cerdo también los
deshueso. Picó todo y montó cada uno de los timbales, compactándolas con la
salsa.
Así se hacía el gratapaller,
un plato que ni en mis mejores sueños hubiera pensado que se pudiera preparar.
Después de mis deberes mañaneros y antes del desayuno mis deberes siguen: leer la prensa por internet y ver si hay nueva entrada del diletante, hoy con esa receta contundente me ha venido bien el cafetito. Menudo ramillete de herederos, y muy entretenida trama. Ahora me toca ver los evasores de la lista Falciani que también es otro culebrón. Jubi
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