2. LA VERSIÓN DE YES & K.
Llegué al hotel media hora
antes de la cita, me acerqué a recepción y pregunté por la señora Chernenko,
era mi técnica habitual, solía dar un nombre extranjero al azar, revisaban el
listado de clientes y me aseguraban que no estaba alojado, yo quedaba
sorprendido y les comentaba que a lo mejor estaba registrada con su nombre de
casada, pero que no lo recordaba, les indicaba que aguardaría en el hall del
hotel, señalaba una esquina tranquila o la cafetería si estaba abierta. Solía buscar
un recodo que tuviera contacto visual directo con la recepción para así poder
escrutar a quien se dirigiera allí, abría un ordenador portátil, abría una
carpeta y dejaba el móvil a la vista para dar sensación de que estaba ocupado.
No convenía repetir mucho los
hoteles, solía dejar tres o cuatro meses entre cita y cita para que mi cara
resultara conocida a los empleados pero que no pudieran desentrañar mis
artimañas. Llegaba con mi mejor traje, en realidad con el único traje, y me
dirigía a los empleados con cierta confianza pero manteniendo las distancias,
tratándoles siempre de usted, con cordialidad mundana. Si conocía al cliente me
dirigía a él antes de que pudiera preguntar a los encargados de información, si
no le conocía solía especular sobre su aspecto para levantarme justo cuando
trasladara mi nombre a los empleados, con el paso del tiempo había aprendido
incluso a leer en los labios desde cierta distancia.
En esta ocasión además del
portátil, el móvil y una cartera de piel llevaba el libro de Rafael Montes que
había empezado a hojear la noche anterior. En dos o tres ocasiones estuve a
punto de levantarme para dirigirme a una de las visitantes del hotel, todas
ellas mujeres vistosas, extranjeras, elegantemente vestidas. Cuando pasaron los
20 primeros minutos se me acercó un camarero para ofrecerme un café, en estas
circunstancias era conveniente realizar algún consumo, aunque fuera mínimo,
aproveché para pedirle el periódico.
Me acercaron el diario en el
colaboraba Montes, allí aparecían algunas noticias sobre el suceso, fijaban la
hora de la muerte sobre la media tarde del sábado, había fallecido tras recibir
dos disparos en la boca del estómago, a poca distancia, aseguraban que la
muerte había sido lenta, extremadamente dolorosa. El asesino había revuelto
prácticamente toda la casa, había esparcido por el suelo de las habitaciones
libros, apuntes, reseñas, recortes, cajones, ropa, muebles … era complicado identificar con certeza el
motivo del asesinato, no se descartaba que fuera un robo. El asesino o asesina,
puntualizaban, conocía bien la casa de la víctima, sus hábitos y manías, habían
arrancado el cableado del teléfono, habían pisoteado el teléfono móvil de la
víctima, habían cerrado todas las persianas para dar la sensación de que la
casa estaba vacía y habían cerrado con llave a Montes, dejándole que agonizara
sin posibilidad de salir a pedir auxilio o comunicarse con el exterior. Montes
vivía en un edificio de los llamados de planta regia, un vecino por planta,
gruesas paredes, una zona discreta en un barrio residencial por encima de la
Diagonal y por debajo de la Vía Augusta. Aunque se daban muchos detalles la
prensa aseguraba que el juez había decretado el secreto del sumario, la mejor
manera de que se chafardeara cualquier dato, por nimio que fuera.
Dejé el periódico y abrí de
nuevo el libro de Montes por la página de la escalibada, pensaba que sería una
receta accesible, Montes contaba un viaje por La Garrotxa a mediados de los
años setenta, explicaba que les habían invitado a participar en la matanza una
madrugada gélida de febrero, en una era no muy lejana del corral en el que
estaba el cerdo que iban a sacrificar,
se alzaba una hoguera de fuego vivo que alimentaban los encargados de la masía,
se iban congregando los invitados alrededor del fuego, exhalando vaho por el
frio, dándose palmadas en los muslos para quitarse la sensación de frio. Una
señora les pasaba café de puchero, hecho sobre las brasas apartadas de la
fogata, y vasitos de ratafía. En unos minutos engancharían al marrano con un
garfio y lo arrastrarían entre varios mozos al centro de la era, donde le
terminarían de degollar, ya estaban preparados los baldes. Las llamas
desbocadas servirían para eliminar los rastros de los pelos del animal una vez
se hubiera desangrado.
La estampa era tétrica y
Montes no reparaba en dar todo tipo de detalles pero cuando parecía que iba a
desgranar minuto a minuto la agonía del cerdo, dio un salto en el tiempo y
contó cómo se escalibaba la verdura, mientras tanto los hombres despedazaban
sistemáticamente las piezas principales del verraco, las mujeres empezaban a
organizar las especias que servirían para aderezar los embutidos primeros.
Yo hubiera jurado que las
verduras escalibadas se contentaban con ablandarse lentamente al amor del
horno, sin embargo aquello tenía su ciencia, empezando por la etimología ya que
la palabra escalibada vive del latín calivu,
que significa cocción bajo las brasas, la llamada cocina al caliu catalana.
Para preparar 4 raciones de escalibada se necesitan tres grandes pimientos
rojos, grandes y de piel tersa; 3 berenjenas de tamaño equivalente, berenjenas
bermellonas en las que también es primordial que la piel resplandezca; dos
cebollas, 4 patatas de tamaño superior al puño de un hombre adulto, sal,
pimienta y aceite de oliva.
Montes aseguraba que las
llamas de aquella hoguera eran de encina, la más aromatizadora de las maderas.
Había que poner los pimientos cerca de la parte con más llamas, dejar que se
ennegrezca la piel; las berenjenas sin embargo requieren menos fuego, pero
también exigen contacto directo con la llama, las berenjenas exigen menos
llamas pero más tiempo. Las cebollas y las patatas son mucho más delicadas. Las
envolvieron individualmente en papel de aluminio y las enterraron entre las
cenizas y los rescoldos, bien enterradas en las cenizas.
Los pimientos y las
berenjenas pierden la tersura con cierta rapidez, con la piel arrebatada se
retiran y se envuelven en varias páginas de papel de periódico para que
conserven el calor y no pierdan más humedad. La patata y la cebolla van a un
ritmo más pausado, las abuelas hurgan entre las cenizas con un largo pincho
hasta dar con los envoltillos, clavan ligeramente la punta para ver si las
carnes ceden. No hay prisa.
Poco antes de comer se
desenvuelven los pimientos y las berenjenas, las patatas y las cebollas también
se han retirado pero siguen con la coraza metalizada llena de cenizas. Las
ancianas pelan con agilidad las verduras, lo hacen con los dedos, escaldándose
las yemas, colocan las tiras de verdura en una bandeja de metal; primero los
pimientos, después la carne de las berenjenas, los cascotes interiores de las
cebollas y las patatas con la piel, partidas por la mitad; aliñan bien con sal
gruesa, pimienta molida y aceite de oliva. Ya está la verdura escalibada. El
plato permite incluir algunas verduras más –tomates envueltos en papel de
plata, puerros, cebolletas, cabezas de ajo que se entierran directamente en las
cenizas … - Es un plato que se toma templado bien como entrante, con unas tiras
de bacalao desecado, bien como guarnición para un plato de carne a la brasa.
Los restos de tizne o de carbón, si no son muchos, le dan un sabor especial al
plato.
Ni qué decir tiene que la
lectura de la receta me recordaba que apenas había desayunado. Habían pasado más
de 60 minutos respecto de la hora inicialmente prevista, mi teléfono no había
sonado y eso que había comprobado reiteradamente que había cobertura máxima de
la red. Veía que llegaba el momento de pedir la cuenta por el café, un trance
extremadamente doloroso porque el servicio era un primor pero era exagerado
tener que pagar casi veinte euros por un café con leche y cuatro galletas
servidas por cortesía de la casa, lo correcto era dejar casi todo el cambio
como propina para no despertar recelos entre el servicio.
Cuando ya había abandonado
toda esperanza llegó una mujer con un traje de chaqueta rosa muy ajustado, los
botones eran incapaces de contener la exuberancia de unos pechos evidentemente
artificiales. Imposible identificarla con ninguna de las niñas que jugaban en
el parque durante mi infancia. No le di opción de que se acercara a recepción,
me la jugué a aquella carta que parecía un gran chicle de fresa. Ella tomó la
iniciativa y en un tono elevado que despertó la curiosidad de toda la
recepción, empezó a decir: «¿Marcelo?¿Marcelino…?», me estampó dos ruidosos
besos en las mejillas que me dejaron tatuados los labios de intenso color rosa
simétricamente la cara. A duras penas pude conducirla de la mano a la mesa en
la que había desplegado mi improvisado despacho. Hablaba a borbotones, los
mismos borbotones que la tarde anterior me habían impedido replicar. Preguntó
por mi madre, a quien recordaba con «el máximo cariño», y, sin solución de
continuidad me expuso su situación, que describía como «extremadamente
sencilla», hablaba con cierta afectación. Me extendió una tarjeta de visita
sobre fondo rosa, el mismo rosa de su vestido, en la que aparecía el logotipo
Yes & K, diseñadora de interiores. Yo podría llamarla Yes o Jess, no era
necesario que usara su nombre de pila, estaba «terminantemente prohibido
llamarla Jessi», ya me hubiera gustado tener el valor de decirle que a mí no me
gustaba que me llamaran Marcelo y mucho menos Marcelino.
En unos minutos me contó que
llevaba tres años viéndose con Montes, los dos últimos de modo oficial, Montes
había hecho testamento manuscrito dejándola usufructuaria de todo su patrimonio
y facilitando a Jess el acceso a un banco de esperma en el que había depositado
una cantidad suficiente de su simiente para que cuando ella lo considerara
oportuno concebir un hijo en común.
A duras penas conseguí hilar
yo unas palabras, las imprescindibles para pedirle que me indicara donde estaba
depositado el testamento. «Aquí empezaban nuestros problemas», socializaba de
inmediato los conflictos, el testamento por lo visto lo había redactado ese
mismo fin de semana, el sábado por la mañana, y era fundamental encontrarlo
antes de que las brujas de las exmujeres tomaran cartas en el asunto.
El relato era muy sencillo.
Yes, como había hecho muchas veces, llegó a casa de Montes del sábado a primera
hora de la mañana, no vivían juntos pero ella disponía de llave del piso.
Montes solía despertarse después de las 10, Yes tenía tiempo suficiente para
prepararle el desayuno, con los croissants preferidos, comprados en una
pastelería no muy lejana del domicilio del crítico. Había cierta ceremonia en
ese desayuno, una ceremonia de la que Yes no me privó de los detalles más
íntimos. A Montes le gustaba que pasara a la habitación sólo con la ropa interior,
ropa blanca de blonda, de la marca de la Perla, elegida especialmente por él.
Montes resoplaba en la penumbra, ella abría la contraventana para que entrara
algo de luz, dejaba la bandeja sobre la mesilla y se deslizaba entre las
sábanas; ella describía sus maniobras como las «marranaditas que ayudaban a Falín
a despertar», costaba mucho animarle, sobre todo de cintura para abajo, pero de
pronto un jadeo suave y un ronquido profundo anunciaban el fin de la ceremonia.
Él suspiraba: «Yes, mi pequeña Yes, llega la muerte, la pequeña muerte», ella
se colocaba a su lado, sobre la almohada y le acariciaba el pelo mientras
llegaba la recuperación. Montes descabezó un sueño de unos minutos antes de
desayunar. Ella aprovechó la súbita alegría del sábado por la mañana,
culminadas las marranaditas, para recuperar viejas promesas que esperaba que no
cayeran en saco roto. Según contaba desgranó aquellos compromisos mientras con
los la yema de los dedos jugueteaba entre los pliegues de su ropa interior de
su novio.
Rafael le pidió que le
alcanzara uno de los libros que se apilaban debajo de la mesilla, un libro de
tamaño considerable, había muchos desperdigados por la habitación, Montes
utilizaba la alcoba como improvisado despacho en el que alargaba sus lecturas y
trabajos hasta sobremesa. Le pidió que le acercara un bolígrafo y en la primera
de las páginas, completamente en blanco, escribió: «Todo para tí Jessica, mi
amada, a quien dejo todo y a quien quiero dar un hijo que selle nuestra unión».
Yes rezó aquel testamento como si fuera una letanía que hubiera dictado a un
Rafael completamente entregado a sus encantos. Cuando ella comprobó que Montes
había redactado el testamento dejó que su mano se terminara de colara entre los
pliegos de su ropa interior. Aquella escena la convertía en la sospechosa
principal del crimen, sobre todo si teníamos en cuenta que Montes se había
casado dos veces y su herencia la aguardaban tres hijos que estarían deseosos
de disfrutar del patrimonio de aquel padre de la cocina del país.
Le dije a Jessica, como
cliente debía establecer ciertas distancias, que convenía que no diera muchos
detalles cuando hubiera de declarar ante la policía, trance inevitable en
cuanto pasaran unas horas. Ella me sonrió ingenua, le prometí ayudarla a
preparar la declaración y suavizar algunas aristas, convertirla en una viuda
entristecida que encajaba mal con esos pechos de silicona embutidos en un
estrecho traje de Chanel, despojándola de todas las blondas y detalles
escabrosos.
No tenía ni idea de por dónde
empezar mi trabajo como abogado, así que decidí pedirle una provisión de
fondos, le comenté que mis honorarios serían elevados pero que en principio
podría iniciar las labores previas con quince mil euros; lejos de
escandalizarse abrió el bolso y sacó un grueso fajo de billetes de 200 y 500
euros que contó, sin recato, ante las miradas de un camarero que había seguido
con cierto interés el relato de su último encuentro con Montes. Dejó sobre la
mesa mi provisión y, como dijo, quedó en mis manos.
Le pregunté que dónde había
pasado el resto del fin de semana, me comentó que había viajado con unas amigas
a Madrid, para celebrar una despedida de soltera, no sería complicado seguir el
rastro de las chicas por la capital ya que habían comprado, bebido, comido y
bailado sin parar hasta la noche del domingo; me indicó el nombre de sus
amigas, los locales que habían visitado y hasta los billetes de tren, además de
un sinfín de recibos que justificaban todo tipo de gastos y compras. Todos
aquellos papeles estaban ordenados en una carpeta que me dejó sobre la mesa,
junto a los billetes del tren. Una chica ordenada, que llevaba todo preparado.
«Ahora, Marcelino, a trabajar. Y deja de mirarme las tetas, coño, que eres mi
abogado». Aprovechó la regañina para contarme que ella nunca se hubiera «hecho»
los pechos pero que Rafa se había empeñado en regalárselos por su cumpleaños,
meses atrás; fue inevitable imaginar cómo se mantendrían aquellos pechos
inhiestos mientras ella envejecía hasta llegar a ser una anciana de ochenta años
con un busto marmoleo que casi casi le atenazaba la garganta.
De pronto se me quitaron
todos los agobios por el recibo de la consumición, incluso pagué gustoso el
zumo de pomelo que había pedido ella. Miró de súbito el reloj y recordó que
había quedado a almorzar con unas amigas, que llegaba tarde. Me dejó la carpeta
con todos los papeles que justificaban su itinerario del fin de semana y me
citó aquella misma noche, a las once a pocos metros del portal de la casa de
Montes, estaba dispuesta a que entráramos en el piso de Montes para recuperar
el testamento.
Marchó contoneándose como una
gallina clueca, clueca y rosada; puede que también se hubiera retocado las
caderas y elevado un poco las nalgas. Yo tardaría horas en procesar toda la
información recibida, una información que lejos de tranquilizarme me
inquietaron mucho más ya que si Yes no era capaz de moderar su locuacidad se
convertiría en la principal candidata a pagar por la muerte de Rafael Montes y
a mí, si no me andaba con ojo, en encubridor de aquel delirio de marranaditas,
escotes y ropa de marca.
Dejé pasar unos minutos que
dediqué a hablar con mi madre y a explicarle que me había reunido con la hija
de su amiga, amparándome en la relación de confidencialidad con mi defendida me
abstuve de darle detalles, sólo apunté que era un asunto difícil y que sería inevitable el agobio de la
prensa.
Salí del hotel camino de unos
grandes almacenes, dispuesto a comprarme un traje nuevo, una corbata y una
camisa acorde con mis nuevas encomiendas; compré un traje gris oscuro, de
marca, incluso me homenajeé cogiendo una intensa colonia que aseguraban
triunfaba en Hollywood. Yes me mandó un whatsApp para informarme de que me
llamarían los abogados de las ex esposas, sin más detalles.
Inicié mi marcha hacia la
Santina, pese a mi reciente golpe de fortuna pensé que no tenía sentido salirme
de mis hábitos, con el dinero recibido podría ir tirando prácticamente hasta el
verano, convenía ahorrar. Covadonga había preparado un guiso de patatas,
chorizo y berza, un quitafríos garantizado que pasó a golpe de casi un litro de
vino con gaseosa.
A eso de las cuatro y media
de la tarde, cuando estaba ya sumido en el sopor de los carajillos recibí la
llamada del abogado Mateu, Pere Mateu; en realidad hablé con su secretaria, que
me dijo que el Sr. Mateu defendía los intereses de Helena Bofarrull, primera
esposa del Sr. Montes. El objeto de la llamada era convocarme al día siguiente
a una reunión en el despacho del Sr. Mateu con el fin de «pactar» los términos
en los que discurriría el funeral que estaba previsto celebrar esa misma tarde.
Le dije a la secretaria que me gustaría poder hablar personalmente con el Sr.
Mateu, me contestó que estaba reunido y que mañana gustosamente le atendería a
las nueve de la mañana; me indicó que las dos esposas anteriores del Sr. Montes
habían preferido delegar en los letrados y que esperaba que Jessica hiciera lo
mismo, eran momentos dolorosos.
No me quedaba gran cosa que
hacer hasta la cita de la noche, por lo que decidí marchar a mi casa a descabezar
un sueño. Desperté con la boca pastosa y algo desorientado sobre las siete de
la tarde, seguía sin grandes ocupaciones por lo que dirigí mis pasos hacia el
barrio de Montes con el fin de comprobar que no se había puesto vigilancia
alguna entorno al domicilio, había tenido la oportunidad de realizar alguna
actuación con el juez encargado de la instrucción y me constaba que era un tipo
riguroso, es decir, que se gastaba una mala leche de no te menees.
Terminé mi vigila en un bar
no muy lejano, tomé un pincho de tortilla y un par de buñuelos de bacalao
mientras hacía tiempo esperando a Yes.
Como era de esperar hasta
bien pasadas las once y media no llegó, aunque por lo menos tuvo la deferencia
de anunciármelo por medio de un mensaje.
Venía enfundada en una
especie de mono negro, de cuello alto, probablemente era ropa de esquí, se
había recogido el pelo y no se quitaba las gafas de sol por lo que el efecto
que producía era el contrario al de alguien que quisiera pasar desapercibido.
El body de plástico se le adhería al cuerpo remarcándole todas las curvas y
haciéndolas todavía más artificiales. Menos mal que con ese frio tan atroz y a
esas horas nadie circulaba por la calle.
Subimos al piso sin encender
las luces de la escalera, la puerta de la casa no estaba precintada.
Iluminándonos con el resplandor del teléfono móvil nos abrimos paso por la
entrada, directos al salón. Libros, ropa y ajuar doméstico estaban
desperdigados por el suelo, revueltos como si la vivienda hubiera sido
conquistada por un ejército voraz.
Yes me dirigió directamente
al dormitorio de Rafael, las sabanas y la colcha todavía seguían revueltas. Al
caminar casi a oscuras me fui trastabillando con los obstáculos que encontraba
por el suelo. Le pregunté a Yes si recordaba algún detalle del libro en el que
Montes había redactado el testamento, había centenares de papeles y
publicaciones por el suelo, era imposible revisarlos todos. Me contestó
resuelta: «Por suerte en la vida no me ha sido necesario leer mucho. Por eso te
he contratado, de tener controlado el libro en el que había escrito el libro me
hubiera ocupado de recuperarlo sola».
Pese a nuestras cautelas era
inevitable hacer algún ruido, enfoqué con la pantalla del teléfono hacia el
suelo para ver si me ayudaba la fortuna. Se encendió una luz en el patio y es
escucharon unos pasos en el piso de arriba. Nos pusimos nerviosos, le indiqué a
Yes que fuéramos hacia la puerta, que ya tendríamos tiempo de revisar la casa
sin necesidad de actuar como cazadores furtivos. Ella salió del dormitorio en
dirección contraria a la puerta, entró en una estancia que debía ser un
despacho y salió con un cuadro debajo del brazo. «Lo compramos juntos en Los
Ángeles y no dejaré que esas harpías se lo pateen». Le cogí el cuadro de las
manos, al fin y al cabo era su abogado, aguardamos en la entrada a que cesaran
los ruidos del piso superior y se apagara la luz que se reflejaba en el patio.
Ella salió primero, yo dejé pasar unos minutos, cuando llegué a la calle Yes
había desaparecido. Caminé unos minutos por calles oscuras, vacías, frías;
tardé un rato en conseguir un taxi que me llevara de regreso a casa. Era ya de
madrugada, al día siguiente tenía que madrugar. Apoyé el cuadro sobre la pared
del salón y me quedé unos instantes contemplándolo, intentando buscar alguna
clave que me pudiera ayudar a salir de todo aquel lio.
Me tienes enganchada a la novelilla, los personajes hasta ahora son muy peculiares, el abogado como no tenga suerte va a seguir pasándolo mal. La escalibada nunca la he comido, tendrás que hacérmela en alguna ocasión. La terraza de Wren ideal para tomarse ahí la escalibada. Jubi
ResponderEliminarSigo leyéndote con gran interés y agradecimiento, no tanto por la cuestión culinaria que nunca fue una de mis aficiones favoritas, sino por todo lo otro que rodea a éste el tema principal; y me refiero tanto a las observaciones y opiniones en las que enmarcas tus complicados platos que tantas veces me salto al leerte, como a ese “tufillo costumbrista” con el que acompañas las breves descripciones que haces de tu ajetreada y viajera vida… ¿De donde sacas tiempo para familia, escritura, cocina, viajes, lectura, trabajo, compromisos…?
ResponderEliminarPor lo tanto, y como imaginarás, he recibido con gran regocijo y alboroto ésta novela que inicias y que tanto me recuerda a aquella otra donde se viajaba en coche cantando al ritmo de la música del radiocasete por los viales de la complutense.
Es en fin, por éste nuevo "entretenimiento” con el que adornas tu blog por lo que he osado escribirte; escrito que quiero aprovechar también para enviarte muchos recuerdos y un muy cordial saludo.