1. MARCEL(O), PRIMERA
APROXIMACIÓN.
En mi vida había oído hablar
de Rafael Montes, tampoco de Montiño, ni de Rafel Muntanyes, de hecho la
primera vez que escuché ese nombre no le di la importancia que luego tendría en
mi vida. Recuerdo que era un martes de invierno, tan anodino como cualquier
otro martes, estaba terminando de comer en el restaurante La Santina, una casa
de comidas de barrio no muy lejana de mi apartamento; aunque cerraban la cocina
a las tres y media los clientes habituales teníamos ciertas prerrogativas,
fundamentalmente la de que nos pusieran un plato caliente prácticamente a
cualquier hora del día o de la noche. Estaba terminándome unas lentejas
estofadas, pasaban las cuatro de la tarde, había colocado el teléfono móvil
sobre la mesa a la espera de una llamada que normalmente no solía entrar, era
una época escasa de trabajo, para ser sincero durante toda mi vida el trabajo
había sido escaso por lo que poca cosa podía reprochar a la crisis.
Covadonga, la cocinera de La
Santina, tenía la televisión de la sala con el volumen casi al máximo, así
podía escuchar los programas desde la cocina mientras fregaba las últimas
perolas y organizaba las bandejas que saldrían a la barra a última hora de la
tarde: huevos rellenos, ensaladilla rusa, carne con tomate, calamares rellenos,
tortillas de patata de gran grosor, unas tajadas de pescado rebozado y alitas
de pollo al ajillo, un variado lo suficientemente amplio como para justificar
que también tuviera que pasar por allí para cenar.
Por la televisión daban un
programa de variedades, tres presentadores comentaban en tono más o menos
ligero las principales noticias del día, hacían hincapié en los aspectos más
jocosos de las noticias; este tipo de programas solían cansarme enseguida, los
locutores estaban demasiado afectados y no siempre los diálogos eran graciosos,
sin embargo tenerlos como ruido de fondo me aislaba de otros sonidos de la
sala. Los comentaristas hacían referencia a un crítico de cocina que había
aparecido muerto días atrás, le habían asesinado en su casa mientras merendaba
un tazón de chocolate con melindros, «muerte por chocolate», apuntaba
morbosamente uno de los periodistas, se le escapó una risotada, sorprendido de
su pretendida ocurrencia; por lo visto le había disparado casi a bocajarro en
el estómago y había caído de bruces sobre el tazón de chocolate. El diálogo derivó
enseguida hacia un postre llamado “muerte por chocolate”, «esta sí que ha sido
realmente una muerte por chocolate», apostillaba ese mismo tertuliano frente a
los reproches de sus compañeras de mesa, que le afeaban las bromas cuando el cadáver
todavía «estaba caliente». Superpusieron algunas imágenes del crítico en
diversos momentos de su vida profesional, era un hombre de unos setenta años,
puede que menos aunque los llevaba muy mal, tenía el cráneo y la cara
curiosamente alargados, la barbilla se le confundía con el cuello formando un
bloque de aspecto pétreo pegado a un cuerpo orondo que se ensanchaba sobre todo
al llegar a las caderas, un vientre prominente sujeto sobre unas piernas
escuálidas; parecía una pera trajeada. Tras atender unos segundos a la cadena
de despropósitos que dijeron en torno a las circunstancias de su muerte y a su
paralelismo con un postre hecho con distintos bocados de chocolate, por lo
visto inventado por un fabricante de dulces inglés, un tal Erik Russell,
acudieron a la Wikipedia para describir el postre, podía ser un pastel de
chocolate en capas, con fudge, ganache, o mousse de chocolate entre las capas,
un postre hecho en un recipiente con capas alternativas empapados con brownies,
mousse de chocolate, barras Heath, y crema batida, un pastel de chocolate
fundido o un pastel de chocolate sin harina; incluso sacaron imágenes de un
helado llamado “death by chocolate”.
Tantos comentarios alrededor del
chocolate despertaron a mi yo goloso y, a voces, le pedí a Cova algo de postre.
Con la misma intensidad de mi requerimiento surgió una voz del fondo de la
cocina recriminando mi horario y recordándome que a esas horas sólo se daban
cafés. Pedí un café, salí del salón y me acomodé en la barra del bar para
enfrascarme en la lectura de la prensa, los diarios deportivos estaban en la
mesa de otros parroquianos por lo que hube de contentarme con un diario de los
considerados serios, allí aparecía un obituario mucho más riguroso de la víctima
del crimen, Rafael Montes, escritos especializado en temas gastronómicos, Cruz
de Sant Jordi por su contribución a la gastronomía y a la cultura catalana;
reseñaban sus logros y publicaciones, se entristecían por el trágico suceso que
se encontraba hasta la fecha bajo secreto de sumario, pese a la solemnidad del
artículo la foto que lo acompañaba le hacía un flaco favor al finado ya que
exageraba sus contornos hasta convertirlos en una pera andante, una pera que
recibía del mismísimo presidente de la Generalitat de Cataluña un importante
galardón.
Sonó el teléfono que había
colocado sobre la barra, gracias a las nuevas tecnologías de modo simultáneo a
la llamada apareció en pantalla la imagen de mi madre en una foto tomada años
atrás.« Marcelo, Marcelo», mi madre era de aquellas personas que pensaba que
para hablar por teléfono había que gritar, su tono era además inusualmente
intenso lo que evidenciaba que estaba más alterada que de costumbre. Me
resultaba extremadamente incómodo que me llamara Marcelo, ciertamente había
sido bautizado con ese nombre pero desde la edad escolar me había empeñado en
catalanizar mi nombre hasta conseguir que en el DNI aparecía como nombre de
pila Marçel, sin embargo mi madre me recordaba cuando le recriminaba que me
había puesto ese nombre en recuerdo de Marcello Mastroiani y que cuando me
llamaba Marçel le parecía que estuviera espantando gallinas.
Antes de poder hacer alguna
objeción empezó a contarme la razón de su telefonazo, le costaba ir al grano
así que empezó hablándome de su amiga Mercedes, a quien por lo visto yo debía
recordar del barrio, me dio tres o cuatro detalles de la tal Mercedes que,
lejos de refrescar mi memoria, me desconcertaron más de lo que me imaginaba ya
que llegué a pensar que había pasado la infancia ajeno a la vida de mi madre,
le hice un gesto al camarero para que le diera un golpe de coñac al café.
Por lo visto la señora
Mercedes tenía una hija monísima a quien yo debía recordar aunque seguramente
tenía diez años menos que yo, la chica se llamaba Jessica y rondaba ahora los
30 años; cuando mi madre empezaba con esas derivadas siempre me ponía en lo
peor, la encomienda de algún divorcio ruinoso y violento en el que me tocaba
defender de gratis a la parte más débil. Antes de concretarme lo que
justificaba su llamada me preguntó si había visto las noticias, le contesté que
sí, que siempre lo hacía, me dijo si me había fijado en la muerte de un crítico
gastronómico, le volví a contestar que sí, que justo en ese momento estaba leyéndolo
en la prensa. Tomó aire antes de precisar que Jessica, la chica monísima con
las que habíamos coincidido durante años en el parque, la hija de la señora
Mercedes era la pareja de Rafael Montes; quedé descuadrado ya que las noticias
indicaban que Montes tenía más de sesenta años y aparentaba una docena más de
ellos con su aspecto periforme. «Sí, sí», me confirmó que Jessi era pareja
estable de aquel señor y que tenía algunas dudas jurídicas que quería
consultar, me dijo que se había tomado la libertad de dar el teléfono de mi
despacho a la señora Mercedes y que a lo largo de la tarde recibiría una
llamada; me pidió que no descuidara el teléfono y que atendiera a la señora
Mercedes o a su hija, no sabía quien de las dos me llamaría, como se merecían,
que podía ser un asunto importante, que les había dicho que yo era un abogado
especializado en estos temas, no concretó qué temas, y que tenía mucha
experiencia, nada como una madre para hacer de comercial.
Apuré el café con el chorro
generoso de coñac y busqué en los diarios desperdigados por el bar las referencias
al crimen de Rafael Montes y a su biografía. En uno de los periódicos aparecía
una fotografía mal iluminada del cadáver, robada con un teléfono móvil, boca abajo
el cuerpo sin vida de Montes estaba tendido sobre la alfombra de un amplio
salón, una mancha inmensa de sangre y chocolate, papeles y libros tirados por
el suelo.
No me dio tiempo a especular
mucho, al poco tiempo de colgar sonó de nuevo el teléfono, era Jessica, que se
identificó como Jes de Montes, tenía una voz suave, me dijo que llamaba de
parte de la señora Herminia – mi madre – y que esperaba que tuviera ya algún
antecedente. La conversación fue breve, ella llevó el peso del diálogo, yo
apenas puede convocarla a una cita a la mañana siguiente, quedamos en el
vestíbulo del Hotel Mandarín, mis ingresos me impedían tener un despacho en
condiciones, gestionaba mi trabajo por medio de un teléfono fijo, el de mi
casa, desviado al móvil, normalmente convocaba a los clientes en los halles de
hoteles céntricos, eran lugares cómodos, impersonales en los que no resultaba
complicado encontrar un espacio tranquilo, solía poner como excusa que
justificaba el lugar de la cita en que antes debía visitar a un cliente
extranjero que acudía a Barcelona a realizar una inversión.
La encomienda de doña Jes era
en apariencia sencilla, debía defender sus intereses como heredera de Rafael
Montes, una herencia que debía discutir con las dos esposas que anteriormente
había tenido Rafael, con Jes no le había dado tiempo a casarse, ella
sospechaba, así lo expresó, que la muerte podría tener algo que ver con una
boda que consideraba inminente, al día siguiente me daría más detalles, sólo me
adelantaba que el asunto sería complicado porque las dos ex mujeres eran unas
harpías que, además, tenían que defender los intereses de tres hijos, dos con
la primera, uno con la segunda; Jes no había tenido tiempo de darle
descendencia a Rafael pero al día siguiente me daría los detalles de la
relación «seria, estable y duradera» que le unían con «Falín», como llamaba
cariñosamente a su pareja. No se privó de algún puchero, incluso de un hipido
con el que me transmitía su dolor. Para ella lo importante, la razón de la
llamada, era que la defendieran como heredera, lo de descubrir al asesino le
importaba un «bledo», creía que la policía haría su trabajo con rapidez y
aunque ella tenía algunas sospechas que no podía transmitirme por teléfono su
miedo principal era que aquellas «zorras mal heridas» la desplumaran valiéndose
a artimañas legales. Estaba especialmente preocupada por las obras de arte que
Montes tenía en su casa, me habló de una serie de cuadros de Wren que habían
comprado juntos cuando habían viajado a Los Ángeles un año antes, asentí como
su fuera capaz de apreciar el valor intrínseco de un Wren, fuera quien fuera
aquel tipo. Quedamos a las once de la mañana del día siguiente, le dije que
preguntara por mí en la recepción del hotel, Marçel Ruiz de Manyanet.
Colgó sin apenas darme
posibilidad de iniciar un verdadero diálogo, escuché pacientemente sus
comentarios, Cova me observaba perpleja desde la barra, me puso un chupito de
coñac, a cuenta de la casa, y deseó suerte. Nada más colgar recibí la llamada
de mi madre, no contesté, estaba muy aturdido, no eran las seis de la tarde y
era ya de noche, la calle estaba llena de chiquillos que salían del cole,
abrigados y revoltosos, las madres no paraban de gritar advirtiendo riesgos en
cada recodo de la calle.
Inicié un largo paseo hacia
el centro con el fin de ordenar algunas ideas, estaban a punto de encargarme la
defensa de una viuda que no lo era de verdad, un pleito hereditario con tres
viudas, tres hijos y los medios de comunicación pendientes. Tenía que hacer mi
trabajo con un asesinato de fondo, un suceso que por lo visto no interesaba a
mi cliente, que seguramente engrosaría la lista de sospechosos. Jessica tenía
una voz dulce, parecía una mujer decidida que hacía esfuerzos por parecer una
mujer elegante, culta, refinada, aunque por algunos giros parecía evidente que
seguía siendo la chiquita de Nou Barris que por lo visto había conocido años
atrás.
No tuve duda alguna sobre la
aceptación del asunto, no tenía otros casos pendientes, apenas sobrevivía con
las guardias del turno de oficio que pagaban tarde, mal y nunca, y algunos
procesos judiciales que se prolongaban durante años, hasta el punto de que me
llegaban algunas notificaciones de pleitos de los que no guardaba recuerdo.
Aún no siendo mi tarea la de
indagar sobre el crimen me resultó imposible no pensar que Jessica podría ser
una de las candidatas principales, Jessica y puede que las otras dos viudas,
así como sus hijos, en el caso de que tuvieran edad y pericia para manejar un
arma. Los periódicos afirmaban que el juez había decretado el secreto del
sumario lo que me impediría acceder a información fiable sobre los hechos,
esperaba que Jes me pudiera facilitar alguna documentación útil para saber por
dónde empezar.
Llegué a unos grandes
almacenes, fui a la sección de librería, allí había varios libros de Rafael
Montes, seguramente algún encargado espabilado habría pensado que tendrían
buena salida comercial en esos días, aunque sólo fuera por el morbo de
descubrir si en alguna publicación podían aparecer pistas sobre su muerte. De
entre todas las publicaciones la dependienta me recomendó un libro titulado El
Gusto de Cataluña, su primer libro de éxito, una especie de compendio de la
cocina catalana que tuvo el acierto de anticipar lo que luego sería el boom de
la cocina catalana, la primera edición databa de 1985, en la solapa glosaban la
vida de Rafael Montes, conocido como Montiño por sus críticas gastronómicas en
un diario importante de Barcelona, una de las citas que aparecía en la tapa era
del mismísimo presidente de la Generalitat que aseguraba que Montes era un «hombre
de los que hace país, un visionario capaz de anticipar la que sería revolución
culinaria catalana, un ejemplo de cómo la cultura colarse en los fogones». Compré
una edición de bolsillo, no muy cara; aproveché también para hacerme un hueco
en un punto de acceso gratuito a internet, allí pude buscar alguna información
sobre Wren, Leonard Wren, un paisajista norteamericano que nació a principios
del siglo XX, por lo que pude investigar no era un pintor muy cotizado, sus
cuadros podían comprarse por mail por dos o tres mil euros, tenía una especial
fijación por las terrazas de bares y restaurantes en primavera, acuarelas y
óleos de regusto impresionista, según indicaba la reseña consultada.
Mi madre intentó ponerse en
contacto en varias ocasiones, la imaginaba desesperada, seguro que había
hablado ya con su amiga Mercedes y que habría en sus círculos mi encargo
profesional. Caminé de nuevo hacia mi casa inquieto por lo que me depararía la
entrevista del día siguiente, pasé de largo de la Santina, no tenía mucho
apetito. Mi apartamento estaba helado, me convenía ahorrar en calefacción,
calenté un poco de leche en el microondas antes de ponerme el pijama. No debían
ser las diez de la noche cuando me metí en la cama más por frio que por
cansancio, hice algo de zapping entre sábanas pero no encontré nada que me
enganchara. Empecé a hojear el libro de Montes, una especie de dietario en el
que recorría diversas ciudades y pueblos de Cataluña, iba hilvanando algunas
anécdotas y explicaba el origen de algunos ingredientes, la historia de algunas
recetas, citaba constantemente a Pla y a Vázquez Montalbán.
En la vida había sido capaz
de ir más allá de freírme un huevo frio, sobrevivía a base de congelados y de
los guisos de Cova. Me resultaba extraña la prosa de Montes, excesivamente
elaborada, un punto pedante, sin embargo más me valía empaparme del personaje y
de su entorno si quería asegurar el trabajo. De entre todas las recetas me
llamó la atención un arroz con tripa de bacalao y vieira, Montes aseguraba que
la cocina catalana le debía casi todo al bacalao, puede que tuviera razón. Para
preparar ese plato se necesitaban dos cebolletas, 6 tomates, dos hojas de
laurel, un diente de ajo, 250 gramos de tripa de bacalao desalada, 4 vieiras,
300 gramos de arroz, 50 gramos de piñones, 50 gramos de butifarra negra y
aceite de oliva virgen; jamás hubiera pensado que ingredientes tan dispares
podrían ser capaces de combinarse en una sartén. No tenía de idea ni dónde
podría comprar tripas de bacalao ni cómo podría limpiarlas; me gustaban los
callos que preparaba Covadonga, tripas de vaca, nunca las había guisado de
pescado.
Montes explicaba de la
necesidad de desalar bien las tripas de bacalao, un proceso en el que había que
invertir varias horas ya que se tenían que sumergir en agua fría y reposar
durante horas en la nevera, con cambios de agua cada 8 horas. El proceso de
desalado obligaba a invertir 24 horas, luego había que escurrir bien el
bacalao, cortarlo en tiras no muy finas.
En una cacerola grande se
ponen a hervir agua en abundancia, cuando rompa a hervir se ponen las tripas,
cuando vuelva de nuevo a bullir se retira el bacalao y se escurre al chorro de
agua fría para romper la cocción. El
agua en la que se escaldaron las tripas se tiene que reservar.
En una sartén se pone un poco
de aceite de oliva, se pica la cebolla en juliana – tuve que consultar qué
significaba aquello de la juliana, que no era sino picar en tiras finas la
cebolla -; el ajo, una pizca de sal y otra de pimienta, se rehoga la cebolla
con el fuego suave y cuando queden transparentes se añaden los tomates cortados
en cuartos con las dos hojas de laurel. Hay que dejar cocer durante 10 minutos
antes de empezar a añadir el agua de la cocción del bacalao, por lo que
explicaba el bacalao desprende una especie de grasilla gelatinosa que espesa el
agua, tal vez por eso notaba yo que los dedos me quedaban pegajosos cuando
apuraba los trozos de bacalao con los dedos. No debía añadirse toda el agua,
sólo medio litro.
Se deja cociendo unos minutos
hasta que rompa a hervir y luego se tritura bien el sofrito y se cuela para que
queden las pepitas de los tomates y los restos de la piel. Se pone la salsa de
nuevo en el fuego y se añaden las tripas
escurridas.
Sin dejar de remover se ponen
en el guiso los piñones picados y la butifarra cortada en dados. Por lo que
indicaba era importante lo de remover con una cuchara de palo y «empaparse de
los olores del platillo».
Quedaba en la sartén una
especie de estofado de color rojizo, espeso y humeante; llegaba el momento de
añadir el arroz utilizando una tacita de café, lo de la taza era importante ya
que tras el arroz tenían que poner el doble de cantidad de agua que de arroz.
Tiene que cocer durante 14 minutos, tal vez un poco más; en el inicio de la
cocción se pone el fuego más vivo, cuando hierva se reduce casi al mínimo. En
una sartén a parte se doran las vieiras que se añaden al arroz justo cuando se
lleve la cazuela a la mesa. Recomienda Montes no pasarse con la sal al
principio porque el bacalao de suyo tiene un punto salado, debe rectificarse la
sal y la pimienta antes de llevar el plato a la mesa.
Leí la receta a duras penas,
los últimos pasos dando cabezadas. Aquella noche soñé con bacalao, con tripas,
con Montes y sus periformas, imaginé cómo sería Jessica y si sería capaz de
recordar la niña con la que me había cruzado en el parque. En la casa hacía un
frio horrible y a media noche hube de levantarme para ponerme un chaquetón.
Pronto has empezado tu novelilla, se ve que tienes un verano ajetreado con tanto viaje, espero que Marcelo tenga éxito con su caso que promete estar un poco enrevesado. Eso de la tripa de bacalao la verdad que no lo había oído nunca y eso que el bacalao me gusta, pero nunca pensé en sus tripas. Ya me informé bien sobre Wren y sus cuadros me gustaron mucho. Jubi
ResponderEliminarCuando leí el cambio de fecha tuve sentimientos encontrados. El verano con la novela es más verano y en invierno, se me hacía raro. Una con el prota en NY podría estar bien. En cualquier caso, al tercer párrafo ya estaba enganchado (y eso que éste no sabe cocinar) veremos cómo me las apaño con el arroz y cómo se las apaña Marçel con las harpías y sus respectivos abogados. Enhorabuena.
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