Hace unas semanas que cambié de lugar de
trabajo, ahora voy en transporte público y puedo dar un paseo no muy largo
hasta mi nueva ubicación. Paseo por la zona céntrica de Barcelona, nuevas sensaciones
y personajes. Voy aprendiendo y descubriendo cosas nuevas.
Frente a mi nuevo despacho hay un arco
modernista y, a un lado, levantaron una estatua en honor de Pau Clarís, un eclesiástico
del Alto Urgell que fue presidente de la Generalitat a mediados del siglo XVII,
durante su mandato declaró la República Catalana y se sometió al vasallaje de
la corona francesa – está claro que no hay problemas nuevos sobre estas tierras
-.
Hace ya más de un siglo, concretamente en
1881, decidieron levantar una estatua en honor a Pau Clarís. La esculpió Rafael
Atché, la estatua estuvo instalada primero en la Sala de San Juan del Palacio de
la Generalitat, tras la guerra civil la retiraron y durmió durante décadas en
los almacenes municipales hasta que en 1977 fue repuesta.
La estatua acumula distintos elementos que
pretenden darle heroicidad al prócer primero vistiéndole con una larga toga que
se pliega sobre su pecho. Con la mano izquierda en el corazón recoge los pliegues
sobre el pecho. Parece un senador romano.
La mano derecha le eleva con brío, como si
arengara a una multitud que, hoy por hoy, se compone básicamente de turistas
coreanos y parados pakistaníes y subsaharianos que aprovechan este cálido invierno
para tocar música y recoger alguna limosna. En mi trabajo somos poco dados a
los esparcimientos en espacios públicos y nuestras togas serían excesivamente
estridentes en este entorno.
Dobla ligeramente la mano sobre la cabeza.
Tiene el gesto tenso, la cara enjuta y expresión crispada, como si estuviera advirtiendo
de alguna cuestión sumamente importante. Tiene todos los ingredientes como para
exaltar a enardecidas huestes de patriotas frente a vaya saber qué amenazas.
Solemne, rotundo y emocionante.
Yo todas las mañanas paso por su lado, me
paro para ver cómo va influyéndole la luz del día, la intensidad de los rayos
del sol; incluso alguna mañana me animo a hacerle una fotografía. En casa
empiezan a asustarse porque piensan que estoy adquiriendo costumbres de “yayete”,
incluso me piden que no comente en público mi nueva afición.
Resulta curioso ver como un nuevo
ingrediente, un ingrediente complementario trastoca por completo la imagen de
Pau Clarís, que deja de ser uno de los padres de vaya usted a saber qué patrias
y se convierte en un orate. Desde hace varias semanas algún cachondo ha
acertado a colarle sobre la cabeza la yanta vieja de una rueda de bicicleta, le
queda como si fuera una gola impostada y, de repente, todos aquellos gestos
crispados y la yanta a modo de toisón de oro no aleja al bueno de Pau Claris de
otros locos o indigentes que trasiegan por esa zona, los que se desperezan y
salen de los cajeros automáticos cuando yo voy a trabajar.
(La foto la compartiré en Facebook ya que no me dejan pegarla aquí).
Un solo ingrediente convierte de golpe una
imagen impresionante en un mamarracho. Qué nadie vea lecturas políticas en mi
comentario ya que como buen diletante esta reflexión tiene más que ver con la
gastronomía que con la política. Cuantos platos no se malogran en el último
minuto porque nos animamos a incorporar un ingrediente más, una última briza de
una especia que desdibuja por completo el guiso. Eso pasa con la cocina.
Quizás por eso cada vez me gustan más los
platos simples y cada vez me cuesta más escribir porque tengo pavor al
barroquismo en la cocina – no en la escritura.
La semana pasada, fruto de una obsesión/ilusión
de hace unos años, conseguí por fin acudir a comer a Asador Etxebarri, en Axpe,
una aldea a medio camino entre Bilbao y San Sebastián. Lo catalogan como el
mejor asador del mundo, un templo de los sabores sencillos y rotundos, pasados
casi en su integridad por brasas de distinta intensidad y origen. Probé una
docena de platillos, bocados de mantequilla de cabra con sal ahumada, por un rodaballo
salvaje con verduras braseadas, incluso un txuletón con su lechuga y cebolleta.
De todos aquellos platos y platillos, todos mágicos, hubo uno que me recordó a Pau
Claris y mi obsesión por las estructuras sencillas. El cocinero del Asador –
Vitor – consiguió un plato que, a mi juicio, es la cubre de la sencillez y, a
la vez, la cumbre de la sofisticación.
Son unas yemas de huevo espesadas a baja
temperatura y coronadas con unas virutas de trufa. Las yemas de huevo son del
caserío que hay a unos metros del restaurante, gallinas que, en expresión de la
jefa de sala que me atendió, son el ejemplo claro del concepto de alimento puro
criado con mimo y sin imposturas. Los huevos se recogen esa misma mañana, se
separa la yema de la clara y se colocan sobre un plato hondo dos o tres yemas, se
dejan al baño maría controlando con mimo la temperatura ya que las yemas cuajan
a partir de los 65 grados centígrados, hay que removerlas con mimo, para que no
espesen, aderezarlas con una pizca de sal, comprobar que toman algo de cuerpo y
poco antes de servirlas rallar una trufa blanca del Alba, del Piamonte, láminas
finas, casi transparentes que quedan depositadas sobre el huevo. Hay que tapar
el plato con una tapa de cristal y llevarlo a la mesa de inmediato para que el
comensal disfrute primero con el oído – anuncian un revuelto de trufa que da
pavor -, después con la vista – las tonalidades naranjas luminosas de la yema a
punto de solidificarse -, de inmediato el olfato al destapar la cobertura de
cristal. La camarera recomienda que no se deje enfriar el plato para que la
yema no se solidifique, hay que atacar rápidamente con la cuchara, por lo que
el gusto va inmediatamente después del olfato. Los últimos restos de la yema y
las briznas de trufa se vinculan al tacto, la camarera se despistó y pretendió
retirarme el plato antes de que rebañara los trazos finales, hube de detener su
mano con mi mano, me pidió disculpas de inmediato cuando vio que quedaba
todavía por disfrutar; pellizque una miga de pan – hecho en el caserío con masa
madre horas antes – y la deslicé sobre el plato pringándome un poquito con el
huevo. Me tomé la miga e instintivamente me chupé los dedos.
Miré hacia el ventanal que daba al monte y di
un trago de vino.
Después de aquella experiencia no descarto
que alguna de las mañanas próximas busque una escalera y le quite a Pau Clarís
su gola de yanta de bicicleta vieja y le devuelva a las esencias, lo aviso más
que nada porque una decisión como esta puede llevarme de cabeza al calabozo, espero
que algún lector del diletante me ayude a explicar las razones de mi acción o,
por lo menos, me lleve unos huevos con trufa a presidio.
Es genial la entrada, no puedes dejar de escribir, te leemos y admiramos en silencio!! Un crack Mr. Pau Claris
ResponderEliminarMuy buena la descripción de las yemas con trufa, casi se me saltan las lágrimas, gracias, me has hecho disfrutar y además me he reído un montón con la historia del pobre Pau Claris
ResponderEliminarVaya pinta las yemas, con los niños habría que correr en comérselo porque, en mi caso, peligrarían.
ResponderEliminarLo de explicar lo de la estatua, sin duda, aunque igual acabamos los lectores también en el calabozo, cualquiera que éste sea.
Que buen rato he pasado leyendo tu blog, pero por favor tu pasa por delante de la estatua y "quietecito". Tu cambio de ubicación en el trabajo me alegra ya que te permite un poco de relajo y esas yemas con trufa tienen que estar deliciosas. Jubi
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