NAUFRAGIOS.
Estas últimas semanas, durante las horas
muertas, estoy leyendo la Odisea. Seguramente no esté a la moda, pero me
resulta muy entretenido revisar las aventuras y desventuras de Ulises para
regresar a su casa. Ulises tras la guerra de Troya naufragó en la isla de
Ogigia y estuvo varios años retenido por la diosa Calipso.
La Odisea es una historia de náufragos, el
diccionario de la Real Academia de la Lengua es poco agradecido con la palabra
náufrago, se contenta con decir que náufrago es quien ha padecido un naufragio.
Naufragar, romper las naves (navis frangere),
de ahí que en ocasiones se utilice como metáfora de fracasar (fracasar también
tiene su origen en el verbo latino frangere).
Supongo que para muchos de mi generación la
palabra naufragio no tendrá ese componente peyorativo, muy al contrario, los que
aprendimos a vivir con Robinson Crusoe identificamos naufragio con aventura.
Por eso hay que reivindicar que el naufragio no es sino una salida de la
rutina, en ocasiones no está mal lo de verse arrojado a una isla desierta.
El AVE está lleno de náufragos, sobre todo el
AVE que sale de Barcelona a las 6’30 de la mañana, también el que regresa a
Barcelona a última hora de la tarde, el que parte a las 20’30 y llega a la
ciudad más allá de las once, después de haber parado en varias estaciones.
Los usuarios del AVE a esas horas límite
caemos derrumbados como náufragos sobre las butacas. A las 6’30 de la mañana no
es hora de andar llamando por el móvil ni a la familia, ni a los amantes, ni a
clientes, ni a compañeros de trabajo. A partir de las ocho y media de la tarde
ya no quedan baterías en el móvil y, con suerte, el vagón es de los que no
lleva enchufes, aunque algún sociópata coloniza el cuarto de baño con su
cargador para rapiñar unos minutos de carga.
Me gustan estos viajes de náufrago en el AVE,
aprovecho para dormitar, para leer un poco, para ordenar algunas ideas que no
siempre cuajan en algo concreto. Casi disfruto más del trayecto de ida y vuelta
que de la estancia en la ciudad, la que en otro tiempo fue mi ciudad y ahora es
un lugar cada vez más extraño. No es que en Barcelona tenga una sensación
mejor, sigo pensando que es una ciudad de paso, lo que me convierte en un
apátrida, cosa que no va nada mal con la que está cayendo dentro y fuera.
Mi último viaje a Madrid funcionó como un gran
relato de náufrago, llevaba en la cartera un libro de cocina que no pude abrir
ni a la ida ni a la vuelta, aún y así al final del naufragio surgió una receta.
Me levanté a eso de las cinco y cuarto de la
mañana, no hizo falta que sonara el despertador, casi nunca escucho sonar el
despertador, despierto siempre antes de tiempo. Había quedado para viajar con
un compañero al que le tocaba ir a Madrid por razones distintas a las mías, de
hecho, mi amigo tenía que viajar tres veces en aquella semana a Madrid lo que
le convertía en un náufrago de mayor categoría que la mía.
Charlamos un rato sobre el modo de arreglar
el mundo, por lo menos el modo de mejorar nuestro mundo, que no deja de ser un
espacio pequeño, poco trascendente. Mi compañero acababa de ver la película
Juventud y me contaba, frustrado, que él nunca dispondría del tiempo y de la
estabilidad para confinarse en un viejo hotel suizo para pensar y escribir, se
había dado cuenta de que nunca dispondría de tiempo para pensar, escribir y
rellenar sus cuadernos azules con ideas y pensamientos brillantes, tendría que
seguir “picando piedra” hasta jubilarse, “privando al mundo de su inteligencia”.
La verdad es que se puso un poco trascendente, antes de llegar a Zaragoza se
tomó medio lexatin y dormitó hasta que llegamos casi a las puertas Madrid. Yo
dormité también.
No eran las ocho y media de la mañana cuando
llegamos a Madrid. En el AVE, como no podía ser de otra manera, coincidimos con
otros náufragos a los que vagamente conocíamos y a los que intentamos, sin
suerte, eludir. No hay nada más pesado que coincidir con un conocido que se ve
en la obligación de ser locuaz.
Tomé rumbo hacia mi destino en Madrid, me
despedí de colegas y conocidos en la estación y pedí en información un mapa del
metro, signo inequívoco de ser ya un extraño.
Me habían invitado a dar una charla en una institución
pública. En Madrid los días fríos y luminosos de invierto son una maravilla,
bajé dos paradas antes de mi estación de destino para poder disfrutar del día y
repasar mentalmente las cuatro ideas que quería contar. Llegué a un edificio
laberíntico, como laberínticos son todos los edificios institucionales, allí me
esperaba una directora general de no sé muy bien qué, la cuestión es que había
sido compañera mía de instituto, así me lo había hecho saber en los correos
electrónicos que nos cruzamos para preparar la sesión. Cuando surgen este tipo
de coincidencias entro en pánico porque yo me recuerdo un adolescente bastante
engreído y petulante, por lo que normalmente tiempo que quienes fueran
compañeros míos de colegio, instituto o universidad pensarían y piensan que era
y soy un cretino. He huido siempre de las nostalgias.
Tuve suerte, mi anfitriona guardaba un buen
recuerdo del tiempo que coincidimos, o por lo menos era una persona educada.
Enseguida recordé su cara, uno ve el paso del tiempo en el rostro de los demás,
no en el suyo. Tomamos un café y cruzamos agradecimientos, parabienes y
referencias de conocidos cruzados.
A eso de las doce de la mañana me liberé de
mis obligaciones profesionales, de la excusa que me había llevado a naufragar
en Madrid. Era miércoles y tenía la opción de ir al Prado a ver la exposición
de Ingres o dejarme caer por la Thyssen donde había una exposición de realistas
españoles, pintores que giraban en torno a Antonio López.
Empecé a caminar y enseguida descarté pasar
por los museos. Había quedado a la una y media para comer con mi madre y decidí
pasar el tiempo caminando por Madrid hasta llegar a la librería de debajo de mi
casa, de mi antigua casa, donde había comprado 35 años atrás una edición
revisada del Robinson Crusoe. Sigo manteniendo cuenta de librería allí, una
cuenta millonaria porque pasan los años sin que haya encontrado un momento para
gastar. Me recibieron con abrazos, enseguida nos pusimos a hablar de futbol,
porque a mi librero en realidad lo que le gusta el futbol, somos del mismo
equipo. Mientras comentábamos las hazañas de las últimas temporadas yo iba
cargando con libros de todo tipo elegidos casi al azar.
Mi librero es editor de poesía y aprovechó la
ocasión para colocarme alguno de sus últimos descubrimientos.
A media charla sobre cuitas futbolísticas
entró en la librería José Mª Guelbenzu, un prestigioso editor y escritor ya
septuagenario al que leía y leo desde casi la infancia, un tipo que ha escrito
casi de todo en estos cincuenta años. Me dio cierto rubor saludarlo pero mi
amigo librero le introdujo en la conversación que llevábamos sobre nuestras
penas lisboetas – allí perdimos nuestra segunda final de la copa de Europa, o
puede que la ganáramos y no nos diéramos cuenta -. Guelbenzu y yo tenemos conocidos
comunes, creo que podría llegar a tener conocidos comunes con casi todo el
mundo. Yo llevaba en mi montón de libros su última novela, sin embargo le
pregunté por una serie de novelas que tenía escrita sobre una juez que resuelve
asesinatos, la jueza de Marco, un trasunto de heroína de novela inglesa.
Guelbenzu nos adelantó que estaba corrigiendo las galeradas de la que sería
nueva aventura de la jueza de Marco, además confesó que tenía ya en mente otras
dos novelas de la serie, novelas en las que incluso disponía ya de título, pero
que no nos los podía revelar porque tenía miedo de que le robaran los títulos,
nos confesó que él no era buen escritor pero que tenía un talento especial para
elegir títulos, hasta el punto de que un escritor muy laureado le consultaba
para elegir los títulos de las novelas, siempre con éxito, de hecho parte del
éxito de las novelas de este escritor laureado se debía al título de sus obras.
Poco antes de la una y media fui dando un
paseo a recoger a mi madre, cargado de libros que tardaría meses en leer. La
comida con mi madre perfecta, sin complicaciones de ningún tipo: una crema de verdura
de aperitivo, alcachofas fritas, unas borrajas guisadas, besugo a la espalda
con majada de ajetes y un par de torrijas con helado de turrón, todo aderezado
de una botella de vino tinto de la Comunidad de Madrid que apuramos hasta la
última gota.
A eso de las tres y media me encaminé otra
vez a la estación, intenté adelantar mi regreso media hora pero fue imposible,
en la estación volví a coincidir con otros náufragos conocidos, náufragos con
la necesidad de ser locuaces. Hui hacia la sala vip de la estación, una
prerrogativa que tengo gracias a los puntos acumulados con mis múltiples viajes,
en la sala puedo leer los periódicos, cargar las baterías de móvil y ordenador,
tomarme un agua y robar unas bolsas de cacahuetes. Cinco minutos antes de la
salida de mi tren abandoné mi confinamiento y conseguí eludir otros encuentros
casuales con náufragos que regresaban a Barcelona.
Me derrumbé sobre mi asiento en el vagón, el
tren viajaba atestado. Un par de butacas más adelante viajaba Antonio Muñoz Molina,
también escritor, me hubiera gustado acercarme para agradecerle todo lo que ha
escrito, contarle que gracias a un libro suyo, Ardor Guerrero, recuperé hace
muchos años el placer de la lectura después de haber pasado mucho tiempo sin
haber sido capaz de leer una sola página de ficción.
El sopor del vino de la comida y mi natural
timidez me impidieron abordarle. Enseguida me alcanzó el sueño. Desperté cuando
paramos en la estación de las Delicias, en Zaragoza. Muñoz Molina abandonó el
vagón y yo fui rápidamente a ocupar su asiento. No había sido capaz de
abordarle, pero me quedaba la satisfacción de viajar sentado en la que había
sido su plaza.
Estaba ya despejado, hojeé uno de los libros
que había comprado por la mañana, la poesía completa de Manuel Vilas, Gran
Vilas. No todos los días descubre alguien a un nuevo poeta. Vilas raspa un poco
cuando lo lees, yo no le conocía, elegí varios poemas al azar y quedé encantado
como hacía años que no me encantaba. Marqué algunos versos e intenté memorizar
otros, me reí, es raro reírse con la poesía, pero yo me reí. Muy pocos poetas
se atreven a escribir un poema en el que digan
“El expresidente
González
se divorció y se fue con una más joven.
Sale de vez en cuando en las televisiones.
Parece un hombre bueno,
pero solo es un hombre envejeciendo.
Da consejos y opina de economía y de mercados”.
Manuel Vilas está lejos de la poesía lírica
de Becquer y de los versos hinchados de Rubén Darío, tal vez por eso me gusta.
A pocos minutos de llegar a Barcelona revisé
el correo electrónico y una de mis cuentas de Facebook, allí un conocido, otro
conocido más, había colgado las fotos de su último descubrimiento gastronómico,
un restaurante llamado Disfrutar, una delicia. Yo había estado en ese restaurante
días antes, una gozada, recuperan el viejo espíritu de El Bulli y lo hacen
jugando con el comensal.
Este conocido compartió fotos de casi todos
los platos, revisando las fotografías recordé que yo además de náufrago era un
diletante, un diletante en la cocina, a quien tenía un poco abandonado.
De entre todos los platos, casi una treintena
de bocados, decidí evocar uno de los que consideraba más sencillo, más
sorprendente, un plato no principal, un trampantojo de polvorón de tomate.
Llegué a Barcelona sobre las siete de la
tarde, había evitado el tres de las ocho y media, el que vuelve a llenarse de náufragos
y arriba a puerto casi a media noche.
Antes de llegar a casa pasé por el supermercado,
mi mujer me wassapeó para recordarme que había que comprar agua y nocilla para
los niños. Aproveché para comprar los ingredientes de mi receta, los polvorones
de tomate con caviar de aceite de oliva.
No fui capaz de encontrar la receta original
en internet, por lo que he pasado varios días ensamblando ideas recogidas en
distintos sitios, de distintos libros.
Preparé primero un polvo de tomate. Para el
polvo de tomate es necesario pelar varios tomates y guardar las pieles. Se
extienden las pieles sobre papel de horno, se salpimentan y especian – yo le
puse un poco de orégano y comino -, hay que conseguir que la piel del tomate
quede completamente seca horneada a baja temperatura – yo lo conseguí con el
horno a 110º y el ventilador puesto durante más de dos horas, si se aumenta la
temperatura se corre el riesgo de que la piel se queme y se jorobe el invento.+
Cuando las pieles están totalmente secas, una
vez enfriadas, se muelen hasta convertirlas en polvo. 6 tomates hermosos apenas
dan para 100 gramos de polvo de tomate.
Reservé el polvo de tomate en un recipiente
hermético.
Para los polvorones utilicé 100 gramos de
harina, 60 gramos de manteca de cerdo, 40 gramos de almendra molida, sal,
pimienta, orégano, comino y 50 gramos del polvo de tomate que tenía conservado.
(La receta la organicé a partir de una receta de polvorones dulces sevillanos).
No hay grandes complicaciones en hacer los
polvorones. Las recetas tradicionales recomiendan poner en una tartera la
harina tamizada, la almendra molida y las especias. Hay que evitar que se
tueste la harina y la almendra, se trata de secarlas del todo y que con el
calor tomen un punto de sabor. De nuevo puse el horno a 110º y tuve la harina
más de una hora ocupándome de removerla de vez en cuando.
Una vez seca y atemperada pasé la harina, la
almendra y las especias por un tamiz, mezclé todo con la manteca de cerdo – hay
que tener la previsión de sacar la manteca de la nevera con tiempo suficiente como
para que quede blanda y se pueda trabajar con ella.
Mezclé bien todos los ingredientes hasta que
quedó una masa homogénea. La receta recomienda que la masa repose media hora en
un lugar fresco, yo la dejé en la nevera media tarde.
Di forma a los polvorones, utilicé unos
moldes muy pequeños que me permitieron hacer unos minipolvorones con forma de
botón.
En la receta aseguraban que el polvorón hay
que hornearlo a fuego fuerte durante unos minutos. Aquella operación fue casi
trágica porque la manteca se deshizo y la almendra se tostó. Menos mal que
estuve hábil y pude pasar la pasta licuada a unas cubiteras de hielo vacías que
dejé enfriando sobre el mármol de la cocina.
Pude limpiar los restos grasos de mi
experimento sin que la tragedia fuera a mayores. Cuando enfrió la grasa líquida
llevé las cubiteras a la nevera. Al cabo de unas horas los polvorones habían recuperado
nuevamente su forma y textura original, eso sí más tostados.
Los coloqué sobre papel de seda, esta vez con
forma de cubitos de hielo en vez de botones, espolvoreé el resto de polvo de tomate
sobre ellos para que quedara una capa exterior rojiza.
El domingo pasado saqué los polvorones de
aperitivo, cada polvorón coronado con una perla de aceite de oliva – aceite esferificado
con agar-agar -. El bocado tiene la textura del polvorón y el sabor del tomate,
un experimento divertido. He descubierto que tanto el tomate en polvo como las
perlas de aceite de oliva se venden en algunos supermercados.
El experimento mereció la pena aunque ahora
tengo en la nevera una plancha entera de polvorones de tomate a los que no
termino de darle salida. La manteca de cerdo tiene muy mal mercado en un mundo
tal Healthy como el actual.
Aquí termina mi relato de un náufrago. Lo
termino con un cuadro de Antonio López que finalmente no pude ver en mi
escapada a Madrid, una vista de la Gran Vía.
Leí tu entrada hace un par de días, he intentado escribir pero mi "clientela" me lo ha impedido, no sabes la de paseos que doy y como yo digo, tener trabajo es un lujo en estos tiempos, me conozco todas las farmacias, supermercados, mercerías y chinos de la calle Princesa, me saludan los porteros de la zona y no te digo los camareros, mi única ganancia es el aperitivo que me ponen con mi vinito de Ribera o un buen Gin-tonic, también me encuentro con personas conocidas que ya se me había olvidado que existían y lo único que me alegra es que a pesar del tiempo transcurrido puedan reconocerme, eso me da mucha moral. Trabajo entretenido esos polvorones de tomate, lástima estar un poco lejos para que no puedas mandarme las sobras. El cuadro del de Tomelloso es precioso, yo tengo debilidad por ese pintor a quién he tenido la ocasión de poder hablar con él en el defenestrado Ríofrío. Jibi
ResponderEliminarExperimento interesante pero muy laborioso, no? Tu crees que se podrían hacer los polvorones con mantequilla en lugar de manteca?
ResponderEliminarEstoy pensando en que otras delicatessen podría emplear el polvo de tomate y ya se me van ocurriendo algunas, así que voy a poner el tema en marcha. Gracias.