A los puertos de las
islas griegas ya no llegan balandros desde lugares exóticos, casi nadie navega
a vela, a lo sumo alguna romántica familia francesa en catamarán. La vida en
los puertos la marcan los ferris, son el verdadero reloj de las islas.
Nosotros estamos a
poco menos de dos kilómetros del puerto de la isla, no se trata de un pueblo
con puerto, sino de un puerto con una mínima concentración de casas a su
alrededor. Cada vez que llega un transbordador a la isla el pueblo queda
literalmente devorado por el barco, las cubiertas superiores, donde chafardea
el pasaje que no ha de desembarcar, se elevan varios metros por encima de los
tejados de las casas más altas de la población. Cuatro o cinco calles paralelas
a la línea del mar.
Llegan ocho ferris al
pueblo, el primero poco después de las nueve de la mañana, el último al caer la
tarde. Los transbordadores activan el ritmo, agolpan taxis, abren comercios,
encienden los escaparates de las panaderías. Se organiza un enjambre de gente a
la salida del puerto, taxis, coches particulares, algún minibús. Carteles con
nombres extranjeros, miradas expectantes. Antes incluso de amarrar el ferri
empieza a abrir las rampas de salida, allí se agolpan los pasajeros,
arrastrando grandes maletas, mochilas, bolsas de la compra, petates … todo vale
siempre y cuando se pueda coger con ambas manos o colgarse al hombro.
A la isla no llega
mucho turista, pero cada ferri que toca puerto es una fiesta, un alboroto.
Minutos después de partir todo vuelve a su ser, a la pausa. Ya me lo advirtió
la pescadera la primera mañana, cuando llegué poco antes de las nueve, no se
empieza a despachar pescado hasta pasadas las diez. Es imposible encontrar un
bar abierto hasta que no se avista el primer desembarque, sólo en las panaderías
es posible tomar un café, porque los obradores necesitan varias horas de
actividad para tener preparado el género.
En mi caso, como soy
de natural madrugador, he de pulular por el malecón, esperando a que se divise
en el horizonte el primero de los transbordadores que llegan desde Atenas.
Ando enamoriscado de
la pescadera, nada carnal, de momento, difícilmente llegaremos a mayores, ella
apenas habla inglés, yo sólo sé decir tres palabras en griego. Además, a ella
la vigila su marido, un rudo pescadero que pasa la mañana cuchillo en ristre.
Fue ella la que me
afeó llegar temprano a comprar, no dejarles colocar bien el género. Tiene una
tienda muy pequeña, estrecha, con una pequeña parada en la calle, llena de
tomates, de sandías, judías verdes y patatas, todo de la huerta, todo recién
cosechado. Las judías verdes crujen al partirlas y los tomates son muy
aromáticos, casi frutas. No hay ningún glamour en el puesto, sólo lo cogido
durante el día, incluidos unos pequeños calabacines que todavía no han perdido
la flor.
La pescadera me
orienta con el rabillo del ojo, yo voy tanteando, preguntando el nombre de los
peces, de imposible pronunciación, ella contesta amable e indescifrable, pero
con la barbilla me indica si el pescado por el que me intereso es realmente
fresco o no. Resulta paradójico que los pescados de piscifactoría (farm fish en
nuestro lenguaje común) sean sensiblemente más caros que en España y, sin
embargo, el pescado cogido en mar abierto (by sea en nuestro idioma) resulten
obscenamente baratos.
Normalmente con el
pescado del día me vende también hierbas aromáticas, achicoria y una especie de
rúcula salvaje que toman hervida, con aceite y limón.
Durante estos días en
la isla he caído rendido a sus encantos casi todas las mañanas, he comprado
boquerones, calamares de potera, lenguados de estero – que hice al horno -,
doradas, langostinos y hoy, por fin, unos besugos pintureros de casi
cuatrocientos gramos la pieza. Después de hacer el pedido apunta mi nombre con
rotulador permanente en la bolsa de plástico y me manda a tomar un café,
mientras su marido eviscera y desescama el pescado. Me dan escalofríos viéndole
manejar un cuchillo minúsculo, de punta afilada, puedo sentir como se desliza
entre mis costillas para llegar rápidamente al corazón.
Sábado, domingo y
lunes no despacha pescado, mantiene el puesto abierto porque vende bebidas
frescas, helados, fruta y verdura, pero el mostrador de pescado queda vacío
tres días a la semana. No puedo disfrutar de los cajones llenos de boquerones y
de sardinas, ni de los elegantes pescados que tiene la marca del arpón todavía
en el costado. Creo que tiene un hijo que sale a pescarlos. La familia parece
diestra en el manejo de armas blancas.
El pueblo tiene un
horario tan caprichoso que trastoca todas mis rutinas, no puedo llegar a casa
hasta las once, los niños ya están nerviosos y hambrientos, esperando a que
llegue con el pan para las tostadas o con algo de bollería, siempre pico al
pasar por la pastelería aprovechando el interregno entre ferris, el único momento
en el que no se colapsan las cajas de la panadería y el supermercado.
El desayuno se
prolonga, no hay prisa, las playas no se mueven, no cambian de sitio, da lo
mismo llegar a las doce que a la una. Da lo mismo comer a las cuatro o a las
cinco, la cuestión es disfrutar del paso de las nubes, dejar que el tiempo se
quede suspendido en el aire.
Nos guiamos con el
sol y con la luna, resulta curioso que durante el año no nos preocupe a que
hora amanece o anochece en Barcelona y, sin embargo, pasemos todo el verano
pendientes del sol. Yo suelo levantarme antes de que salga, me gusta asomarme a
la terraza y verlo asomar por encima de la montaña. Las puestas de sol en la
isla son solemnes, tienen mucha emoción, creo que nos afecta un mal atávico que
ya afectaba a los hombres primitivos, que creían que al día siguiente no
volvería a salir el sol. Aquí, por las tardes intentamos que la puesta de sol,
que cae a eso de las ocho y media, nos pille junto al mar. Nos detenemos unos
minutos y disfrutamos de la caída del sol, como si fuera la última, como si
aquella tarde se rompiera la rutina de millones de años en los que el sol ha
salido y se ha puesto puntualmente.
Por las noches,
cuando la galerna de viento me despierta, también me asomo a la terraza, antes
de amanecer, cuando la luna ya se ha ocultado y veo las estrellas, todas las
estrellas del mundo se agolpan sobre el cielo oscuro de Grecia horas antes de
que amanezca. Apenas hay focos de luz de contaminen.
El viento no nos ha
dado tregua ningún día, ulula amenazante en nuestra colina, se proyecta a
ráfagas violentas que hacen baquetear todas las puertas y las ventanas. En casa
todos duermen en las habitaciones del piso de abajo, todos menos yo, que subo a
la torre, dejo abiertas las ventanas y me someto a los caprichos de los dioses,
encadenando rachas de sueño y de vigilia sin perder la templanza.
Hoy pasamos aquí la
última noche en la isla, he comprado unos besugos lujuriosos que he preparado
escondiendo entre sus entrañas cascotes de cebolla morada y ramas de eneldo.
Los he salpimentado y engrasado en aceite de oliva de Kalamata, la marca del
aceite Illiada. Con estos antecedentes es imposible fallar.
El horno de la casa
es poco fiable, nada en la casa es fiable, aunque se mantenga en pie de modo
armónico. Calculo que en 20 minutos estarán asados. Cada uno de los tres
besugos pesa poco más de 300 gramos. Mando a los niños a que comprueben si se
desprende bien la aleta del besugo. Cuando han pasado 18 minutos y las caras de
hambre son ya peligrosas saco el pescado del horno.
No tengo batidora,
tampoco mortero, así que la salsa he de improvisarla con dos huevos duros muy
picados, briznas de eneldo fresco, perejil picado y dientes de ajo en láminas,
medio limón exprimido y un buen chorro de aceite Iliada. Bato bien con el
tenedor para que emulsione un poco y la yema del huevo duro trabe la salsa.
He encontrado una
litografía de Miquel Barceló. Supongo que Barceló sería feliz pescando en estas
islas.
Que locura estar de vacaciones y hacer la compra y guisar, eso es un gravísimo pecado. Jubi
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