No creo que haya un
solo paraíso, por suerte. Uno busca los paraísos en función de sus necesidades,
o de sus posibilidades, por eso creo que no hay que magnificarlos, incluso ser
un poco discreto, puede haber quien se moleste o quiera discrepar. Basta dar una
vuelta por Facebook o por Instagram para ver como la gente busca y encuentra
paraísos en casi todas partes, naturales o artificiales – para eso están los filtros
-, paraísos desiertos o llenos de gente, paraísos en playas o entre manteles,
paraísos con cuerpos desnudos – pero pixelados, las redes sociales son bastante
pacatas -, amaneceres y anocheceres de ensueño, lunas entrando o saliendo,
horizontes marinos, montañas, mesas repletas de manjares o llenas de cáscaras,
paisajes al atardecer, bosques brumosos o luminosos… Miles de paraísos que
terminamos compartiendo sin mucho pudor.
En casa hemos
establecido nuestro propio paraíso en las islas griegas, veníamos de paraísos
anteriores y aquí (allí ya pues hemos regresado) hemos fijado nuestra base. En
mi caso hay mucha nostalgia de la infancia, qué le vamos a hacer, también cierta
fascinación por la luz diáfana, por el viento y por los colores limpios. El
nuestro no es un paraíso muy sofisticado, se asienta en tardes ventosas, playas
desiertas, fondos claros y tabernas. También en carreteras estrechas, polvorientas,
llenas de baches. Gente muy amable que se deja seducir por el sol, que vive con
calma ya que ha de soportar más de tres mil años de historia porque en cada
recodo de cualquiera de las islas o del continente hay historias, mitos y
aventuras que han alimentado nuestra cultura desde sus bases. Nada importa en
el año 2018 cuando sobre las espaldas descansa Sócrates, Platón, Pericles,
Homero, Sófocles, Fidias, Alejandro Magno, Aquiles, Ariadna o Teseo. Todo se
relativiza.
Abruma la amabilidad
de la gente, la sencillez con la que te ofrecen lo que tienen, la facilidad con
la que construyen una conversación a partir de un inglés rudimentario y sonoro,
mucho más sonoro que el inglés británico, en el que apenas vocalizan. Los griegos,
como los españoles y los italianos fiamos nuestra fortuna a la vocalización, al
énfasis.
Unos amigos nos
brindaron una cena estupenda, en respuesta a una comida que habíamos tenido en
casa, en Barcelona meses antes, un festín que empezó con Tzaziki, Taramosalata
y humos de lenteja amarilla (colgué una foto en instragram, una foto que
algunos confundieron con un cuadro abstracto), después tomamos musaka casera cocinada
durante horas por la madre de nuestro amigo, esponjosa. De postre, cuando casi
estábamos a reventar, llegó un ravani, un postre griego hecho a base de sémola,
azúcar y frutos secos, porciones densas y sabrosas que nos niños probaron sin
llegar a terminar, su ansias de musaka eran tan grandes que devoraron una
tremenda ración con sus patatas, sus berenjenas, su carne picada, su besamel y
su queso, todo gratinado al horno.
Era una descortesía tremenda
la de dejar el postre a medio comer, los niños no son muy fanáticos de los
dulces y yo, en funciones de papá contenedor, terminé mi porción de sémola y
almíbar, más las dos de mis hijos. Un paseo al anochecer por la playa evitó que
la digestión y la noche se convirtieran en una tragedia.
Al día siguiente
después de una excursión por caminos de cabras hasta dar con playas fantásticas,
casi ajenas al turismo, caímos en una taberna, escondida en una larga playa de
arena abierta al mar, un arenal de dos kilómetros de cuerda casi desierto. La taberna
escondida entre tamarindos, protegida del viento por firmes muros de piedra,
con la terraza abierta al mar, protegida del sol por un cobertizo de paja que
temblaba con las ráfagas de viento. Comimos estupendamente, pescados a la brasa,
pasta de berenjenas aderezada con ajo y sésamo, ensalada de tomate, pepinos y pan,
mucho pan, migoso, ajeno a cualquier tontería moderna.
Me acerqué al
mostrador merodeando hasta dar con algún postre, había una bandeja con baklava
(unos hojaldres rellenos de frutos secos confitados), también kataiki, me
interesé por un bizcocho de almendras y naranjas. Al final me decidí por la
pasta kataifi con nueces y canela. La señora que nos atendía sacó un gran plato
con piezas de cada uno de los tres postres para que los probáramos todos y eso
que era yo sólo el que había pedido postre. Los niños, que se habían comido un
gran plato de albóndigas, el postre ni lo tocaron y me tocó a mi dar cuenta del
postre de los cuatro, las mieles, los hojaldres, los bizcochos regalimando
confitura, los frutos secos. Ni qué decir tiene que me comí todas las porciones,
abrumado por la amabilidad de la señora, incapaz de ofenderla.
Con la cuenta nos
trajo, por cortesía de la casa, cuatro pequeñas raciones de ravani de almendra,
convencida de que los niños apreciaban un buen dulce. En cuanto se dio la
vuelta mi plato estaba colmado de ravanis mientras los niños se partían de
risa.
Finalmente, cuando
apurábamos las últimas horas en Mikonos, esperando a que saliera el avión de
regreso, un camarero filósofo, nacido en Corfú, nos contaba las lindezas y
miserias de las islas, animándonos a no visitar nunca Mikonos, a perdernos por
islas más pequeñas, menos saturadas. El camarero tenía un aire a Roberto Begnini,
hablaba sin parar, de futbol, de baloncesto, de las playas, de las islas, de la
comida… Suplía su inglés de supervivencia con grandes gestos y aspavientos, por
lo que las manos, los brazos, terminaban de construir las palabras que se le
quedaban enganchadas en la garganta. Los niños estaban tan encantados que nos
obligaron a darle la más grande de las propinas, comprometiéndose a pasar a
saludarle el año que viene, pero solo unas horas, porque Mikonos es la antesala
del caos. Antes de marchar nos trajo una bandeja con dulces, esta vez, menos
mal, no había Ravani, ni Kataifi, pero sí unas pastillas de dulce de leche,
también unos caramelos blandos, de un rojo ambarino que estaban hechos a base
de azúcar y esencia de rosas. De nuevo me tocó a mi probar los dulces y notar
como se me enganchaban en las muelas tras deshacerme en agradecimientos.
Eso es Grecia,
generosidad desbordante de todo lo que tienen, aunque sea humilde.
El último de los días
de playa, en que pasamos en un larguísimo arenal que llamamos la playa de las
tortugas porque van allí los galápagos a desovar, decidimos agotar todas las
horas en la arena, jugando con las olas, recopilando cantos rodados de colores
imposibles. Tirados en la arena, ajenos al reloj.
La playa de las
tortugas tendrá seguramente más de tres kilómetros de orilla, una extensión ventosa,
salvaje, marcada por dunas de arena y por algunos matojos que sobreviven como
pueden al viento del norte. Pueden andar centenares de metros sin cruzarte con
nadie.
Aparcamos casi al
final de la playa, tras las dunas, caminamos bastante hasta llegar al final de
los bancales, encontrar un espacio que sólo fuera nuestro y tirarnos sobre la
arena para dejar que el sol y el mar nos empaparan. A lo lejos vimos a un
hombre mayor, muy mayor, vestido con un pantalón largo de tela, una camisa a
cuadros y un pañuelo anudado a modo de improvisado gorro. Calzaba unos
zapatones de cuero y suela de goma que arrastraba por la arena. Acarreaba tres
grandes bolsas de plástico que arrastraba casi a ras de suelo. Cada pocos
metros se detenía para enjugarse el sudor y recuperar el aliento. Vinos su
silueta dibujada desde el inicio de la playa y durante muchos minutos vimos
como se aproximaba lentamente hasta nuestra zona. De vez en cuando se detenía
frente a algún bañista que estuviera reposando al sol, cuando lo tuvimos más
cerca comprobamos que vendía quesos, quesos artesanos de la zona, grandes piezas
de queso curado que desenvolvía y ofrecía al reducido número de turistas que
disfrutábamos de la playa el 31 de agosto. Recorría las distancias casi
agónicamente, sin perder la sonrisa y la amabilidad. Se acercaba a nuestra posición,
varios metros más allá había abordado a una familia inglesa a la que había
mostrado toda la variedad de quesos que ofrecía. Yo, antes de que se terminara
de acercar le hice un leve gesto para indicarle que no estábamos interesados en
su mercancía. Salíamos de regreso en pocas horas y no contábamos con comprar un
queso griego para el camino. El hombre se detuvo a cierta distancia, me sonrió,
se enjugó el sudor y reanudó su paso entre las dunas, le vi perderse en la zona
en la que la arena y el viento dan tregua, empiezan a crecer algunos tamarindos
y pinos. Un camino pedregoso, muy pedregoso que une la playa que llamamos de la
tortuga con otra playa que está dos o tres kilómetros más allá. Hacia esa playa
iba el anciano a la una del medio día arrastrando sus bolsas de quesos.
Cuando casi lo había
perdido de vista me acordé de que Zeus y otros dioses del olimpo acostumbran a
aparecerse a los mortales transfigurados en ancianos, en cabreros o en mendigos.
Puede que haya perdido la oportunidad de recibir los augurios de Zeus para solventar
las dudas de mi incierto futuro. Me arrepentí de no haberle dejado que se
acercara más, seguro que hubiéramos conversado y habría terminado comprándole
quesos y recibimiento sus consejos. Puede que el 31 de agosto de 2018 Zeus
hubiera decidido aparecérseme y yo le hubiera rechazado. Tendré que regresar a
la playa de las tortugas el año que viene para buscarle.
Yo no creo que pruebe
el ravani ni ningún otro postre griego hasta el año que viene, he colmado con
creces mi pasión por los dulces griegos, pero si alguien se anima, ahí le dejo
una receta que creo que aproximadamente se acerca a uno de los ravanis que
probamos.
El ravani es un
pastel rotundo que se hace a base de sémola, en vez de harina. Necesitaremos
200 gramos de sémola, para 4 raciones.
Hay que mezclar la
sémola, en seco, con 120 gramos de almendra picada fina, almendra cruda (puede
utilizarse cualquier otro fruto seco, en función de los gustos). Se mezcla bien
y se reserva.
En otro bol se baten
tres huevos hermosos, hay que batirlos con brío, que espumen bien y crezcan. A
medida que van batiéndose se añade azúcar glas (la receta que estoy
consultando, de Vefa Alexiadou, propone 150 gramos de azúcar, pero yo creo que
con la mitad es suficiente).
Cuando los huevos
estén bien batidos con el azúcar, se añade la sémola con las almendras, un puñadito
de pasas de corinto (las más pequeñas) que pueden haberse remojado un poco
antes en coñac, también la ralladura de medio limón y de media naranja, una cucharadita
de esencia de vainilla también puede ponerse.
Se pasa la mezcla a
un molde metálico previamente engrasado y se cuece al horno a temperatura suave
(120º) durante 35 minutos (ya se sabe que los puntos de cocción no son fiables,
la cuestión es que cuaje bien la masa).
Cuando está ya cocido
se deja atemperar antes de desmoldarlo. En el interín se puede preparar el almíbar
para bañar el ravani. Para el almíbar se necesitan 300 gramos de azúcar glass
(aquí también creo que se puede rebajar el azúcar a la mitad), el zumo de un
limón y 350 ml de agua (un vaso colmado). Hay que poner el agua con el azúcar y
el zumo en una cazuela y dejar que hierva a fuego muy lento (no queremos hacer
caramelo), esperar a que espese, sin removerlo. Cuando veamos que empieza a
tostarse ligeramente el almíbar apagamos el fuego.
Con el almíbar hay
que regar generosamente el ravani, que debe mantenerse templado para que
absorba bien el juguillo. Bien empapado, se deja reposar hasta que termine de
perder temperatura y se sirve en pequeñas porciones.
Quien haya llegado a
leer la receta será consciente de mis titánicos trabajos para terminar
comiéndome los pastelillos de toda la familia.
Cierro la entrada con
un cuadro de Turner, el primero de los modernos, o, mejor dicho, de los
premodernos. Turner cambió su concepción de la luz tras su viaje a Grecia. Este cuadro se titula la partida de Hero y Leandro, una escena de la mitología griega, antesala de Romeo y Julieta.
No tenía yo tan buen recuerdo de mis viajes a Grecia. Me parecieron maleducados, gritones y groseros. Voy a tener que visitar vuestros paraísos escondidos y será tu culpa por escribir tan bien. Hala.
ResponderEliminarMe encantan los dulces.
LSC
Con tus relatos nos haces vivir los sitios como si los hubiésemos disfrutado, al mismo tiempo recordar la época MALLORQUINA (con mayúsculas) de tan grandes recuerdos. Jubi
ResponderEliminarEstuve en Grecia hace tantos años que casi me pierdo en contarlos. Después de leer estas líneas, empiezo a preparar mis próximas vacaciones griegas.
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