lunes, 3 de septiembre de 2018

Capítulo CDLV.- Paraísos.


No creo que haya un solo paraíso, por suerte. Uno busca los paraísos en función de sus necesidades, o de sus posibilidades, por eso creo que no hay que magnificarlos, incluso ser un poco discreto, puede haber quien se moleste o quiera discrepar. Basta dar una vuelta por Facebook o por Instagram para ver como la gente busca y encuentra paraísos en casi todas partes, naturales o artificiales – para eso están los filtros -, paraísos desiertos o llenos de gente, paraísos en playas o entre manteles, paraísos con cuerpos desnudos – pero pixelados, las redes sociales son bastante pacatas -, amaneceres y anocheceres de ensueño, lunas entrando o saliendo, horizontes marinos, montañas, mesas repletas de manjares o llenas de cáscaras, paisajes al atardecer, bosques brumosos o luminosos… Miles de paraísos que terminamos compartiendo sin mucho pudor.

En casa hemos establecido nuestro propio paraíso en las islas griegas, veníamos de paraísos anteriores y aquí (allí ya pues hemos regresado) hemos fijado nuestra base. En mi caso hay mucha nostalgia de la infancia, qué le vamos a hacer, también cierta fascinación por la luz diáfana, por el viento y por los colores limpios. El nuestro no es un paraíso muy sofisticado, se asienta en tardes ventosas, playas desiertas, fondos claros y tabernas. También en carreteras estrechas, polvorientas, llenas de baches. Gente muy amable que se deja seducir por el sol, que vive con calma ya que ha de soportar más de tres mil años de historia porque en cada recodo de cualquiera de las islas o del continente hay historias, mitos y aventuras que han alimentado nuestra cultura desde sus bases. Nada importa en el año 2018 cuando sobre las espaldas descansa Sócrates, Platón, Pericles, Homero, Sófocles, Fidias, Alejandro Magno, Aquiles, Ariadna o Teseo. Todo se relativiza.

Abruma la amabilidad de la gente, la sencillez con la que te ofrecen lo que tienen, la facilidad con la que construyen una conversación a partir de un inglés rudimentario y sonoro, mucho más sonoro que el inglés británico, en el que apenas vocalizan. Los griegos, como los españoles y los italianos fiamos nuestra fortuna a la vocalización, al énfasis.

Unos amigos nos brindaron una cena estupenda, en respuesta a una comida que habíamos tenido en casa, en Barcelona meses antes, un festín que empezó con Tzaziki, Taramosalata y humos de lenteja amarilla (colgué una foto en instragram, una foto que algunos confundieron con un cuadro abstracto), después tomamos musaka casera cocinada durante horas por la madre de nuestro amigo, esponjosa. De postre, cuando casi estábamos a reventar, llegó un ravani, un postre griego hecho a base de sémola, azúcar y frutos secos, porciones densas y sabrosas que nos niños probaron sin llegar a terminar, su ansias de musaka eran tan grandes que devoraron una tremenda ración con sus patatas, sus berenjenas, su carne picada, su besamel y su queso, todo gratinado al horno.

Era una descortesía tremenda la de dejar el postre a medio comer, los niños no son muy fanáticos de los dulces y yo, en funciones de papá contenedor, terminé mi porción de sémola y almíbar, más las dos de mis hijos. Un paseo al anochecer por la playa evitó que la digestión y la noche se convirtieran en una tragedia.

Al día siguiente después de una excursión por caminos de cabras hasta dar con playas fantásticas, casi ajenas al turismo, caímos en una taberna, escondida en una larga playa de arena abierta al mar, un arenal de dos kilómetros de cuerda casi desierto. La taberna escondida entre tamarindos, protegida del viento por firmes muros de piedra, con la terraza abierta al mar, protegida del sol por un cobertizo de paja que temblaba con las ráfagas de viento. Comimos estupendamente, pescados a la brasa, pasta de berenjenas aderezada con ajo y sésamo, ensalada de tomate, pepinos y pan, mucho pan, migoso, ajeno a cualquier tontería moderna.

Me acerqué al mostrador merodeando hasta dar con algún postre, había una bandeja con baklava (unos hojaldres rellenos de frutos secos confitados), también kataiki, me interesé por un bizcocho de almendras y naranjas. Al final me decidí por la pasta kataifi con nueces y canela. La señora que nos atendía sacó un gran plato con piezas de cada uno de los tres postres para que los probáramos todos y eso que era yo sólo el que había pedido postre. Los niños, que se habían comido un gran plato de albóndigas, el postre ni lo tocaron y me tocó a mi dar cuenta del postre de los cuatro, las mieles, los hojaldres, los bizcochos regalimando confitura, los frutos secos. Ni qué decir tiene que me comí todas las porciones, abrumado por la amabilidad de la señora, incapaz de ofenderla.

Con la cuenta nos trajo, por cortesía de la casa, cuatro pequeñas raciones de ravani de almendra, convencida de que los niños apreciaban un buen dulce. En cuanto se dio la vuelta mi plato estaba colmado de ravanis mientras los niños se partían de risa.

Finalmente, cuando apurábamos las últimas horas en Mikonos, esperando a que saliera el avión de regreso, un camarero filósofo, nacido en Corfú, nos contaba las lindezas y miserias de las islas, animándonos a no visitar nunca Mikonos, a perdernos por islas más pequeñas, menos saturadas. El camarero tenía un aire a Roberto Begnini, hablaba sin parar, de futbol, de baloncesto, de las playas, de las islas, de la comida… Suplía su inglés de supervivencia con grandes gestos y aspavientos, por lo que las manos, los brazos, terminaban de construir las palabras que se le quedaban enganchadas en la garganta. Los niños estaban tan encantados que nos obligaron a darle la más grande de las propinas, comprometiéndose a pasar a saludarle el año que viene, pero solo unas horas, porque Mikonos es la antesala del caos. Antes de marchar nos trajo una bandeja con dulces, esta vez, menos mal, no había Ravani, ni Kataifi, pero sí unas pastillas de dulce de leche, también unos caramelos blandos, de un rojo ambarino que estaban hechos a base de azúcar y esencia de rosas. De nuevo me tocó a mi probar los dulces y notar como se me enganchaban en las muelas tras deshacerme en agradecimientos.

Eso es Grecia, generosidad desbordante de todo lo que tienen, aunque sea humilde.

El último de los días de playa, en que pasamos en un larguísimo arenal que llamamos la playa de las tortugas porque van allí los galápagos a desovar, decidimos agotar todas las horas en la arena, jugando con las olas, recopilando cantos rodados de colores imposibles. Tirados en la arena, ajenos al reloj.

La playa de las tortugas tendrá seguramente más de tres kilómetros de orilla, una extensión ventosa, salvaje, marcada por dunas de arena y por algunos matojos que sobreviven como pueden al viento del norte. Pueden andar centenares de metros sin cruzarte con nadie.

Aparcamos casi al final de la playa, tras las dunas, caminamos bastante hasta llegar al final de los bancales, encontrar un espacio que sólo fuera nuestro y tirarnos sobre la arena para dejar que el sol y el mar nos empaparan. A lo lejos vimos a un hombre mayor, muy mayor, vestido con un pantalón largo de tela, una camisa a cuadros y un pañuelo anudado a modo de improvisado gorro. Calzaba unos zapatones de cuero y suela de goma que arrastraba por la arena. Acarreaba tres grandes bolsas de plástico que arrastraba casi a ras de suelo. Cada pocos metros se detenía para enjugarse el sudor y recuperar el aliento. Vinos su silueta dibujada desde el inicio de la playa y durante muchos minutos vimos como se aproximaba lentamente hasta nuestra zona. De vez en cuando se detenía frente a algún bañista que estuviera reposando al sol, cuando lo tuvimos más cerca comprobamos que vendía quesos, quesos artesanos de la zona, grandes piezas de queso curado que desenvolvía y ofrecía al reducido número de turistas que disfrutábamos de la playa el 31 de agosto. Recorría las distancias casi agónicamente, sin perder la sonrisa y la amabilidad. Se acercaba a nuestra posición, varios metros más allá había abordado a una familia inglesa a la que había mostrado toda la variedad de quesos que ofrecía. Yo, antes de que se terminara de acercar le hice un leve gesto para indicarle que no estábamos interesados en su mercancía. Salíamos de regreso en pocas horas y no contábamos con comprar un queso griego para el camino. El hombre se detuvo a cierta distancia, me sonrió, se enjugó el sudor y reanudó su paso entre las dunas, le vi perderse en la zona en la que la arena y el viento dan tregua, empiezan a crecer algunos tamarindos y pinos. Un camino pedregoso, muy pedregoso que une la playa que llamamos de la tortuga con otra playa que está dos o tres kilómetros más allá. Hacia esa playa iba el anciano a la una del medio día arrastrando sus bolsas de quesos.

Cuando casi lo había perdido de vista me acordé de que Zeus y otros dioses del olimpo acostumbran a aparecerse a los mortales transfigurados en ancianos, en cabreros o en mendigos. Puede que haya perdido la oportunidad de recibir los augurios de Zeus para solventar las dudas de mi incierto futuro. Me arrepentí de no haberle dejado que se acercara más, seguro que hubiéramos conversado y habría terminado comprándole quesos y recibimiento sus consejos. Puede que el 31 de agosto de 2018 Zeus hubiera decidido aparecérseme y yo le hubiera rechazado. Tendré que regresar a la playa de las tortugas el año que viene para buscarle.

Yo no creo que pruebe el ravani ni ningún otro postre griego hasta el año que viene, he colmado con creces mi pasión por los dulces griegos, pero si alguien se anima, ahí le dejo una receta que creo que aproximadamente se acerca a uno de los ravanis que probamos.

El ravani es un pastel rotundo que se hace a base de sémola, en vez de harina. Necesitaremos 200 gramos de sémola, para 4 raciones.

Hay que mezclar la sémola, en seco, con 120 gramos de almendra picada fina, almendra cruda (puede utilizarse cualquier otro fruto seco, en función de los gustos). Se mezcla bien y se reserva.

En otro bol se baten tres huevos hermosos, hay que batirlos con brío, que espumen bien y crezcan. A medida que van batiéndose se añade azúcar glas (la receta que estoy consultando, de Vefa Alexiadou, propone 150 gramos de azúcar, pero yo creo que con la mitad es suficiente).

Cuando los huevos estén bien batidos con el azúcar, se añade la sémola con las almendras, un puñadito de pasas de corinto (las más pequeñas) que pueden haberse remojado un poco antes en coñac, también la ralladura de medio limón y de media naranja, una cucharadita de esencia de vainilla también puede ponerse.

Se pasa la mezcla a un molde metálico previamente engrasado y se cuece al horno a temperatura suave (120º) durante 35 minutos (ya se sabe que los puntos de cocción no son fiables, la cuestión es que cuaje bien la masa).

Cuando está ya cocido se deja atemperar antes de desmoldarlo. En el interín se puede preparar el almíbar para bañar el ravani. Para el almíbar se necesitan 300 gramos de azúcar glass (aquí también creo que se puede rebajar el azúcar a la mitad), el zumo de un limón y 350 ml de agua (un vaso colmado). Hay que poner el agua con el azúcar y el zumo en una cazuela y dejar que hierva a fuego muy lento (no queremos hacer caramelo), esperar a que espese, sin removerlo. Cuando veamos que empieza a tostarse ligeramente el almíbar apagamos el fuego.

Con el almíbar hay que regar generosamente el ravani, que debe mantenerse templado para que absorba bien el juguillo. Bien empapado, se deja reposar hasta que termine de perder temperatura y se sirve en pequeñas porciones.

Quien haya llegado a leer la receta será consciente de mis titánicos trabajos para terminar comiéndome los pastelillos de toda la familia.

Cierro la entrada con un cuadro de Turner, el primero de los modernos, o, mejor dicho, de los premodernos. Turner cambió su concepción de la luz tras su viaje a Grecia. Este cuadro se titula la partida de Hero y Leandro, una escena de la mitología griega, antesala de Romeo y Julieta.

3 comentarios:

  1. No tenía yo tan buen recuerdo de mis viajes a Grecia. Me parecieron maleducados, gritones y groseros. Voy a tener que visitar vuestros paraísos escondidos y será tu culpa por escribir tan bien. Hala.
    Me encantan los dulces.

    LSC

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  2. Con tus relatos nos haces vivir los sitios como si los hubiésemos disfrutado, al mismo tiempo recordar la época MALLORQUINA (con mayúsculas) de tan grandes recuerdos. Jubi

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  3. Estuve en Grecia hace tantos años que casi me pierdo en contarlos. Después de leer estas líneas, empiezo a preparar mis próximas vacaciones griegas.

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