«Caro Grilli,
Ricordi quell’estate a Mallorca?
Furono vere vacanze, erevamo
Giovani e belli, mettiamo, tutti,
Els grans i sobretot les nenes,
adolescents,
La teva Guglielmina i la Laura, la
nostra
Neboda, les dues una mica somnàmbules,
Absents dins del sol que cremava
I dins de la boira de la seva edat
Tan incerta. Che sarà, che sarà…
cantava jo en silenci, mentre les
mirava
mig nues a la platja, les seves pells
de pètal,
els pits incipients, les natges
torbadores,
tot el cabdell d’infinites,
merevelloses, falses,
promeses de futur…
¿Recordes Felanix, sec i silenciós,
amb totes les persianes tancades
als migdies
i aquella olor de pa calent i de
saïm
que sortia del forn del carrer del
mercat?
¿Recordes el batec del mar a s’Arenal
i aquella sorra fina enganxada a la
pell
i els tamarells polsosos?
¿Recordes la cuineta de la casa del
Port on preparaves “menjar de gallina”
Un vespre, i l’endemà, per venjar-te
De les critiques de la Dolors i de
les nenes,
Ens vas sorprendre amb un pastís
de melanzane inoblidable?
Giovani e belli eravamo, Giuseppe,
E la vita ci guardava ancora
con una confortevole pietà.
Quella pietà aveva un nome,
illusione.»
Estos versos son parte de un poema de
Narcís Comadira, una carta homenaje a su amigo Giuseppe Grilli en el poemario
Manera Negra (edicions 62, Barcelona 2018). Estos párrafos condensan todo lo
que debiera ser un verano en el Mediterráneo.
Estoy a más de siete mil kilómetros de
casa, unos pocos más de las playas de Felanix, de las de Mallorca, que fueron
las playas de gran parte de mi vida. Sin embargo, todas y cada una de las sensaciones,
imágenes y olores son idénticos.
Estamos en una casa en mitad de un
olivar, una casa de dos plantas en un cercado con algunos olivos, perales, un
laurel incipiente y matojos de albahaca. Los niños han cogido erizos de mar que
se están secados apoyados en un murete al que le da el sol gran parte del día.
Abrimos todas las puertas y ventanas de
la estancia para que nos sacuda la brisa. Aquí no hace calor, tampoco frio,
sólo el viento suave que hace que las mañanas y las tardes sean llevaderas, muy
llevaderas.
Normalmente me levanto antes de que
amanezca, bajo al salón y me lanzo sobre un sofá que es mucho más cómodo que mi
cama; allí leo un rato, también escribo y, si los dioses me son propicios, en
un rato vuelvo a enganchar la ola de sueño y descanso hasta pasadas las nueve.
Si el azar no me es propicio, que no suele serlo, bajo a la playa a ver
amanecer y luego me tomo un café en la panadería, que abre a las siete. Todos
los badulaques de la zona abren a esa hora: el frutero rastafari que ordena los
tomates y los melocotones, el supermercado que hay a pie de carretera y que
recibe a los proveedores que llegan de la capital y descargan de pequeñas
furgonetas frigoríficas. Las dos pescaderías de un puerto cercano a las ocho
están en marcha, colmados a pie de calle con los pescados expuestos en cajones
de polispán, sobre camas de hielo picado. Muchos de los pescados tienen todavía
el escorzo de la muerte reciente y boquean. Las sardinas y los boquerones
brillan como joyas, los pargos, los dentones, las corvinas, los besugos y los
meros son una bendición, como lo son los verdeles, las caballas, los cabrachos
y tras especies que me cuesta identificar.
Nuestra casa está a diez minutos de
cualquiera de estos puntos, también de la playa, de una gran playa de arena
fina en la que nunca cubre que está orientada a un monte sagrado que enfada
sobremanera a las chicas, a nuestras chicas, que amenazan con invadir la
península cercana y romper con la disciplina misógina que el monte arrastra
desde hace más de un milenio; yo les digo que tienen razón, pero que no tiene
sentido que para quince días rompamos con las reglas de varios siglos, que
tiempo tendremos de enderezar las cosas.
Aquí, a siete mil kilómetros de nuestra
casa, de las playas que fueron nuestras, nos sentimos como en casa, mejor que
en el hogar, con el que hablamos de vez en cuando gracias a la precisión de
internet que me permite leer todos los días los periódicos y comprender lo ajeno
y banal que resultan muchas de las noticias que hace algunas semanas me
agobiaban.
Hemos viajado con un cargamento de
medicamentos que no utilizamos, aquí no duele la cabeza, no hay acidez de
estómago, no es necesario tomar otra cosa que no sea el sol, el mar y la brisa.
Viajar con medicinas que no utilizamos nos da tranquilidad, nos hace sentir
sanos y fuertes, incluso más jóvenes de lo que somos. Sólo necesitamos tiritas
y Betadine porque los niños tienen los pies llenos de cortes y llagas de explorar
sobre las rocas.
Casi por casualidad, sin haberlo
concertado, hemos coincidido con amigos queridos, con los que hemos compartido
atardeceres, puestas de sol maravillosas. Hemos bebido vinos baratos, de menos
de tres euros, que sonrojarían al mejor de los gourmets y que aquí, a pie de
arena, nos saben a gloria. Hacemos las excursiones con un cuchillo, un sacacorchos,
vasos de papel y platos de plástico. Cualquier recodo nos sirve para hacer un
parón y dar unos bocados. Uno de los días tuvimos durante horas semisepultado
un melón a merced de las olas para que refrescara y, cuando cayó la tarde, los
niños se lanzaron sobre la fruta como si hubiera sido regalada por los dioses.
El poema de Comadira juega con todas
las sensaciones y sentimientos de estos plácidos días, nos quedan pocos veranos
con niños dóciles, los nuestros están en edades en las que todavía nos quieren,
luego vendrán tiempos distintos en los que marcarán distancias y dejaremos de
ser maravillosos. Ayer, sin embargo, seguimos siendo felices pescando pulpitos,
mientras unos veraneantes del pais nos increpaban y nos llamaban sádicos porque
los queríamos dejar secando al sol. Las madres se enzarzaron en un conflicto
internacional porque una señora cogió a los niños de espaldas y lanzó uno de
los pulpos al mar entre insultos indescifrables. Después pescamos otros tres pulpos
que hoy habré de cocinar.
A veces comemos en una taberna de las
que sirven pescado y ensaladas a pie de arena, otras veces vamos con una bolsa
frigorífica en la que guardamos bocadillos y sandía cortada, la sandía que nos
vende el rastafari, que pesa más de diez quilos y que es dulce como un
atardecer. No quiere vendernos medias sandías porque considera que es un
desperdicio, así, los días transcurren a bocados de sandía y a caricias de
tomates que huelen dulces y sabrosos, aunque lleven cuatro días descansando en
el frutero que hay en el salón, porque los tomates nunca deben ir a la nevera.
De hecho, escribo con un tomate a mi lado que me sirve de inspiración.
Yo lucho por cocinar en la casa,
dispongo de horas de sobra durante la mañana para comprar y para cocinar. Voy
colgando algunas de mis incursiones en la cocina en Instagram. De vez en cuando
escalivo unas berenjenas que, antes, han reposado durante media hora en agua
con sal. Las berenjenas son maravillosas si las rellenas con carne picada y una
pizca mínima de nuez moscada, mezcladas con su propia pulpa y un sofrito de
cebolla.
La señora de la casa nos ha dejado unos
botes de mermelada casera, miel y una botella con litro y medio de aceite de
oliva, de las olivas de la zona. Nos ha advertido que las vallas de la casa
tienen que estar siempre cerradas para que no se cuelen las cabras que pacen
por la zona y que transitan a mediodía, cuando más golpea el sol.
Las cabras más atrevidas se encaraman a
la valla y comen los brotes tiernos de los arbustos de nuestro jardín. El padre
de la casera riega el césped dos veces al día, al amanecer y al anochecer, cuesta
que la hierba enganche y el jardín es irregular, lleno de calvas y accidentes.
El camino que hay desde la puerta de entrada hasta la de la casa es una
aventura de hormigas laboriosas y gordas como aceitunas negras, hay alguna
avispa, pocas moscas y un ejército de pequeños saltamontes que se escabullen a
nuestro paso y nos dan escolta.
En el jardín hay un cenador que nos
niños utilizan para jugar a las cartas, pasan horas jugando y voceando. Yo me
he empeñado en preparar una fideua, tarea imposible a tanta distancia, pese a
que los productos aquí y allí son los mismos. Me sorprende que con ingredientes
y culturas comunes haya algunos escalones gastronómicos insalvables.
Yo he viajado con un botecito lleno de
azafrán, no descarto hacer otra paella o guiso similar en los próximos días.
Aquí es imposible encontrar fideos finos, he conseguido una pasta italiana que
puede hacer las veces del fideo grueso y pequeño.
Compré gamba fresca, de la blanca, que
aquí casi regalan, un par de calamares pescados unas horas antes y unas
rascasas, cuatro, que todavía boqueaban. He preparado el caldo hirviendo unos
tomates, unas cebollas y una especie de apio salvaje, mucha zanahoria y unas
hojas de laurel que he robado del huerto.
45 minutos hirviendo, me ha quedado
caldo para hacer una sopa de arroz esta noche.
Hice el sofrito tradicional, a base de
cebolla, tomate y zanahoria que he dejado pochar hasta que quedó como una
mermelada. Le puse los dos calamares cortados en tiras para que se rehogaran
con la verdura.
En una cazuela a parte rehogué durante
un par de minutos las gambas, luego las pelé, reservé los cuerpos y utilicé
cabeza y cáscaras para enriquecer el caldo.
Nacaré los fideos en una sartén, con un
chorro de aceite, y luego los añadí al sofrito.
El primer golpe de caldo, templado, lo
puse con unas hebras de azafrán infusionadas. A fuego medio, aquí las cocinas
son eléctricas y es un suplicio, fue incorporando el caldo caliente a los
fideos, como si fuera un risotto. No he encontrado almejas en ningún sitio y
los mejillones son tristes y deslucidos, así que mi guiso no lleva concha.
En el tramo final puse unas judías
verdes de las que me había encaprichado y las gambas peladas. Dejé que cocieran
dos minutos y llevé la olla la mesa.
Aquí no hay paelleras, tampoco hay
morteros, así que guisé con lo que pude, sin posibilidad de majadas ni de
aliolis, tampoco pude extender los fideos, más de un kilo, sobre la paella para
que se cuezan in extenso.
Preparamos una ensalada de tomate con
un queso local y con pepinos. También unas berenjenas asadas y el vino barato y
fresquito. De postre una gran bandeja de sandía y unos helados que compraron en
un badulaque de carretera. También asomó alguna tableta de chocolate. A eso de
las cinco de la tarde marchamos hacia la playa para ver caer el sol.
Caro Grilli erevamos giovani e belli,
sobre todo los pequeños.
España, Francia, Italia y Grecia tienen una conexión muy especial, aunque no en todos estos países sea posible hacer una fideua. Matisse ha sido quien mejor ha captado la luz y el color en común de estos países.
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