viernes, 23 de agosto de 2019

Capítulo CDLXXXIII.- Caro Grilli


«Caro Grilli,

Ricordi quell’estate a Mallorca?

Furono vere vacanze, erevamo

Giovani e belli, mettiamo, tutti,

Els grans i sobretot les nenes, adolescents,

La teva Guglielmina i la Laura, la nostra

Neboda, les dues una mica somnàmbules,

Absents dins del sol que cremava

I dins de la boira de la seva edat

Tan incerta. Che sarà, che sarà…

cantava jo en silenci, mentre les mirava

mig nues a la platja, les seves pells de pètal,

els pits incipients, les natges torbadores,

tot el cabdell d’infinites, merevelloses, falses,

promeses de futur…

¿Recordes Felanix, sec i silenciós,

amb totes les persianes tancades als migdies

i aquella olor de pa calent i de saïm

que sortia del forn del carrer del mercat?

¿Recordes el batec del mar a s’Arenal

i aquella sorra fina enganxada a la pell

i els tamarells polsosos?

¿Recordes la cuineta de la casa del Port on preparaves “menjar de gallina”

Un vespre, i l’endemà, per venjar-te

De les critiques de la Dolors i de les nenes,

Ens vas sorprendre amb un pastís

de melanzane inoblidable?

Giovani e belli eravamo, Giuseppe,

E la vita ci guardava ancora

con una confortevole pietà.

Quella pietà aveva un nome, illusione.»

Estos versos son parte de un poema de Narcís Comadira, una carta homenaje a su amigo Giuseppe Grilli en el poemario Manera Negra (edicions 62, Barcelona 2018). Estos párrafos condensan todo lo que debiera ser un verano en el Mediterráneo.

Estoy a más de siete mil kilómetros de casa, unos pocos más de las playas de Felanix, de las de Mallorca, que fueron las playas de gran parte de mi vida. Sin embargo, todas y cada una de las sensaciones, imágenes y olores son idénticos.

Estamos en una casa en mitad de un olivar, una casa de dos plantas en un cercado con algunos olivos, perales, un laurel incipiente y matojos de albahaca. Los niños han cogido erizos de mar que se están secados apoyados en un murete al que le da el sol gran parte del día.

Abrimos todas las puertas y ventanas de la estancia para que nos sacuda la brisa. Aquí no hace calor, tampoco frio, sólo el viento suave que hace que las mañanas y las tardes sean llevaderas, muy llevaderas.

Normalmente me levanto antes de que amanezca, bajo al salón y me lanzo sobre un sofá que es mucho más cómodo que mi cama; allí leo un rato, también escribo y, si los dioses me son propicios, en un rato vuelvo a enganchar la ola de sueño y descanso hasta pasadas las nueve. Si el azar no me es propicio, que no suele serlo, bajo a la playa a ver amanecer y luego me tomo un café en la panadería, que abre a las siete. Todos los badulaques de la zona abren a esa hora: el frutero rastafari que ordena los tomates y los melocotones, el supermercado que hay a pie de carretera y que recibe a los proveedores que llegan de la capital y descargan de pequeñas furgonetas frigoríficas. Las dos pescaderías de un puerto cercano a las ocho están en marcha, colmados a pie de calle con los pescados expuestos en cajones de polispán, sobre camas de hielo picado. Muchos de los pescados tienen todavía el escorzo de la muerte reciente y boquean. Las sardinas y los boquerones brillan como joyas, los pargos, los dentones, las corvinas, los besugos y los meros son una bendición, como lo son los verdeles, las caballas, los cabrachos y tras especies que me cuesta identificar.

Nuestra casa está a diez minutos de cualquiera de estos puntos, también de la playa, de una gran playa de arena fina en la que nunca cubre que está orientada a un monte sagrado que enfada sobremanera a las chicas, a nuestras chicas, que amenazan con invadir la península cercana y romper con la disciplina misógina que el monte arrastra desde hace más de un milenio; yo les digo que tienen razón, pero que no tiene sentido que para quince días rompamos con las reglas de varios siglos, que tiempo tendremos de enderezar las cosas.

Aquí, a siete mil kilómetros de nuestra casa, de las playas que fueron nuestras, nos sentimos como en casa, mejor que en el hogar, con el que hablamos de vez en cuando gracias a la precisión de internet que me permite leer todos los días los periódicos y comprender lo ajeno y banal que resultan muchas de las noticias que hace algunas semanas me agobiaban.

Hemos viajado con un cargamento de medicamentos que no utilizamos, aquí no duele la cabeza, no hay acidez de estómago, no es necesario tomar otra cosa que no sea el sol, el mar y la brisa. Viajar con medicinas que no utilizamos nos da tranquilidad, nos hace sentir sanos y fuertes, incluso más jóvenes de lo que somos. Sólo necesitamos tiritas y Betadine porque los niños tienen los pies llenos de cortes y llagas de explorar sobre las rocas.

Casi por casualidad, sin haberlo concertado, hemos coincidido con amigos queridos, con los que hemos compartido atardeceres, puestas de sol maravillosas. Hemos bebido vinos baratos, de menos de tres euros, que sonrojarían al mejor de los gourmets y que aquí, a pie de arena, nos saben a gloria. Hacemos las excursiones con un cuchillo, un sacacorchos, vasos de papel y platos de plástico. Cualquier recodo nos sirve para hacer un parón y dar unos bocados. Uno de los días tuvimos durante horas semisepultado un melón a merced de las olas para que refrescara y, cuando cayó la tarde, los niños se lanzaron sobre la fruta como si hubiera sido regalada por los dioses.

El poema de Comadira juega con todas las sensaciones y sentimientos de estos plácidos días, nos quedan pocos veranos con niños dóciles, los nuestros están en edades en las que todavía nos quieren, luego vendrán tiempos distintos en los que marcarán distancias y dejaremos de ser maravillosos. Ayer, sin embargo, seguimos siendo felices pescando pulpitos, mientras unos veraneantes del pais nos increpaban y nos llamaban sádicos porque los queríamos dejar secando al sol. Las madres se enzarzaron en un conflicto internacional porque una señora cogió a los niños de espaldas y lanzó uno de los pulpos al mar entre insultos indescifrables. Después pescamos otros tres pulpos que hoy habré de cocinar.

A veces comemos en una taberna de las que sirven pescado y ensaladas a pie de arena, otras veces vamos con una bolsa frigorífica en la que guardamos bocadillos y sandía cortada, la sandía que nos vende el rastafari, que pesa más de diez quilos y que es dulce como un atardecer. No quiere vendernos medias sandías porque considera que es un desperdicio, así, los días transcurren a bocados de sandía y a caricias de tomates que huelen dulces y sabrosos, aunque lleven cuatro días descansando en el frutero que hay en el salón, porque los tomates nunca deben ir a la nevera. De hecho, escribo con un tomate a mi lado que me sirve de inspiración.

Yo lucho por cocinar en la casa, dispongo de horas de sobra durante la mañana para comprar y para cocinar. Voy colgando algunas de mis incursiones en la cocina en Instagram. De vez en cuando escalivo unas berenjenas que, antes, han reposado durante media hora en agua con sal. Las berenjenas son maravillosas si las rellenas con carne picada y una pizca mínima de nuez moscada, mezcladas con su propia pulpa y un sofrito de cebolla.

La señora de la casa nos ha dejado unos botes de mermelada casera, miel y una botella con litro y medio de aceite de oliva, de las olivas de la zona. Nos ha advertido que las vallas de la casa tienen que estar siempre cerradas para que no se cuelen las cabras que pacen por la zona y que transitan a mediodía, cuando más golpea el sol.

Las cabras más atrevidas se encaraman a la valla y comen los brotes tiernos de los arbustos de nuestro jardín. El padre de la casera riega el césped dos veces al día, al amanecer y al anochecer, cuesta que la hierba enganche y el jardín es irregular, lleno de calvas y accidentes. El camino que hay desde la puerta de entrada hasta la de la casa es una aventura de hormigas laboriosas y gordas como aceitunas negras, hay alguna avispa, pocas moscas y un ejército de pequeños saltamontes que se escabullen a nuestro paso y nos dan escolta.

En el jardín hay un cenador que nos niños utilizan para jugar a las cartas, pasan horas jugando y voceando. Yo me he empeñado en preparar una fideua, tarea imposible a tanta distancia, pese a que los productos aquí y allí son los mismos. Me sorprende que con ingredientes y culturas comunes haya algunos escalones gastronómicos insalvables.

Yo he viajado con un botecito lleno de azafrán, no descarto hacer otra paella o guiso similar en los próximos días. Aquí es imposible encontrar fideos finos, he conseguido una pasta italiana que puede hacer las veces del fideo grueso y pequeño.

Compré gamba fresca, de la blanca, que aquí casi regalan, un par de calamares pescados unas horas antes y unas rascasas, cuatro, que todavía boqueaban. He preparado el caldo hirviendo unos tomates, unas cebollas y una especie de apio salvaje, mucha zanahoria y unas hojas de laurel que he robado del huerto.

45 minutos hirviendo, me ha quedado caldo para hacer una sopa de arroz esta noche.

Hice el sofrito tradicional, a base de cebolla, tomate y zanahoria que he dejado pochar hasta que quedó como una mermelada. Le puse los dos calamares cortados en tiras para que se rehogaran con la verdura.

En una cazuela a parte rehogué durante un par de minutos las gambas, luego las pelé, reservé los cuerpos y utilicé cabeza y cáscaras para enriquecer el caldo.

Nacaré los fideos en una sartén, con un chorro de aceite, y luego los añadí al sofrito.

El primer golpe de caldo, templado, lo puse con unas hebras de azafrán infusionadas. A fuego medio, aquí las cocinas son eléctricas y es un suplicio, fue incorporando el caldo caliente a los fideos, como si fuera un risotto. No he encontrado almejas en ningún sitio y los mejillones son tristes y deslucidos, así que mi guiso no lleva concha.

En el tramo final puse unas judías verdes de las que me había encaprichado y las gambas peladas. Dejé que cocieran dos minutos y llevé la olla la mesa.

Aquí no hay paelleras, tampoco hay morteros, así que guisé con lo que pude, sin posibilidad de majadas ni de aliolis, tampoco pude extender los fideos, más de un kilo, sobre la paella para que se cuezan in extenso.

Preparamos una ensalada de tomate con un queso local y con pepinos. También unas berenjenas asadas y el vino barato y fresquito. De postre una gran bandeja de sandía y unos helados que compraron en un badulaque de carretera. También asomó alguna tableta de chocolate. A eso de las cinco de la tarde marchamos hacia la playa para ver caer el sol.

Caro Grilli erevamos giovani e belli, sobre todo los pequeños.
España, Francia, Italia y Grecia tienen una conexión muy especial, aunque no en todos estos países sea posible hacer una fideua. Matisse ha sido quien mejor ha captado la luz y el color en común de estos países.
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