Llevo doce días sin
actualizar el blog. Llegué a la jornada 50 del diario, décimo relato del quinto
día del Decamerón. Nunca pensé que llegaría tan lejos. En cierto modo, nunca
pensé que el confinamiento llegaría tan lejos. Confinamiento/cocinamiento,
cincuenta recetas golosas más soñadas que realizadas.
Durante estos
catorce días he escrito mucho. Escritos vinculados a mi trabajo. Escritos
también frenéticos que en ocasiones me han despertado de madrugada para no
perder el hilo del comentario de un artículo de una ley, de una sentencia
dictada en situación infausta, de una opinión errática de un cátedro trasnochado.
La cuestión era escribir para no perder el hilo.
No he dejado de
cocinar estos días, la rutina de estar en situación de semiaislamiento está
conectada con la rutina de cocinar mañana, tarde y noche para la familia.
Cocinar es una ruptura que te permite cambiar el ritmo. Hacer alguna actividad
manual, aunque sea la simple de cortar cebollas y rehogarlas.
He avanzado también
en el Decameron, Boccaccio también ha tenido un vaciado de inspiración en el arranque
del capítulo sexto, su primera novela apenas tiene una levísima línea
argumental, es una ligera anécdota de una mujer, Oretta, a quien recogió en el
bosque un caballero incapaz de contarle una sola historia, de mantener una sola
conversación. Oretta, aburrida, decide seguir a pie su camino y renunciar a las
comodidades del viaje a caballo, tan monótona era la compañía que prefirió
seguir sola y cansada.
Elijo de Hopper un
dibujo, un apunte de un viajero leyendo en un vagón de tren. Viajar todavía queda
lejos, no imagino en qué momento podremos reanudar los viajes de placer, los
viajes en los que podamos perder la noción del tiempo y del espacio, dejarnos
llevar plácidamente, leyendo a la espera de llegar al destino. De momento todo
son barreras, obstáculos y dudas.
Vuelvo también a la
marquesa y a sus reposterías, hoy las faramallas, unos bollos de masa frita que
se hacen con 500 gramos de narina, 100 de mantequilla, cien más de azúcar, 4
yemas de huevo, una copita de coñac, ralladura de la corteza de un limón, medio
vaso de agua y abundante aceite para freír, como si fuera un buñuelo.
Se tamiza la harina
sobre la mesa de mármol, se ahueca el centro y allí se añade el azúcar, la
ralladura de corteza de limón, las yemas de huevo y la mantequilla en punto de
pomada, la copita de coñac y el agua tibia. Se amasa con cuidado. No es
necesario que el amasado sea vigoroso, la masa no ha de ganar en flexibilidad,
sólo ha de quedar una bola compacta, sin grumos.
Se envuelve en
papel film y se deja reposar tres o cuatro horas en un rincón no muy frio de la
cocina.
Se vuelve a colocar
la masa sobre el mármol, se extiende hasta que quede una masa del grosor de un
par de monedas de dos euros. Porciones no muy pequeñas, del tamaño de un dedo
pulgar. Se tapan con una servilleta humedecida para que no se sequen, se dejan
reposar media hora más ya formadas las faramallas y se van friendo por tandas,
con abundante aceite, a fuego vivo, que chisporroteen y se doren.
Se escurren bien y
se sirven con un poco de azúcar glass o de canela por encima.
Esperemos que poco
a poco vaya recuperando el ritmo del Diletante, el placer por las pequeñas
historias de cocina, que siga adelante con el Decamerón, una vez que he doblado
el Cabo de Hornos. Parece que voy a seguir teniendo mucho tiempo por delante
antes de regresar al ritmo pre-Covid.
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