domingo, 17 de mayo de 2020

Capitulo DXLVI.- Diez Jornadas (6.1) Seco.

Llevo doce días sin actualizar el blog. Llegué a la jornada 50 del diario, décimo relato del quinto día del Decamerón. Nunca pensé que llegaría tan lejos. En cierto modo, nunca pensé que el confinamiento llegaría tan lejos. Confinamiento/cocinamiento, cincuenta recetas golosas más soñadas que realizadas.
Durante estos catorce días he escrito mucho. Escritos vinculados a mi trabajo. Escritos también frenéticos que en ocasiones me han despertado de madrugada para no perder el hilo del comentario de un artículo de una ley, de una sentencia dictada en situación infausta, de una opinión errática de un cátedro trasnochado. La cuestión era escribir para no perder el hilo.
No he dejado de cocinar estos días, la rutina de estar en situación de semiaislamiento está conectada con la rutina de cocinar mañana, tarde y noche para la familia. Cocinar es una ruptura que te permite cambiar el ritmo. Hacer alguna actividad manual, aunque sea la simple de cortar cebollas y rehogarlas.
He avanzado también en el Decameron, Boccaccio también ha tenido un vaciado de inspiración en el arranque del capítulo sexto, su primera novela apenas tiene una levísima línea argumental, es una ligera anécdota de una mujer, Oretta, a quien recogió en el bosque un caballero incapaz de contarle una sola historia, de mantener una sola conversación. Oretta, aburrida, decide seguir a pie su camino y renunciar a las comodidades del viaje a caballo, tan monótona era la compañía que prefirió seguir sola y cansada.
Elijo de Hopper un dibujo, un apunte de un viajero leyendo en un vagón de tren. Viajar todavía queda lejos, no imagino en qué momento podremos reanudar los viajes de placer, los viajes en los que podamos perder la noción del tiempo y del espacio, dejarnos llevar plácidamente, leyendo a la espera de llegar al destino. De momento todo son barreras, obstáculos y dudas.
Night on the El Train, 1918 - Edward Hopper
Vuelvo también a la marquesa y a sus reposterías, hoy las faramallas, unos bollos de masa frita que se hacen con 500 gramos de narina, 100 de mantequilla, cien más de azúcar, 4 yemas de huevo, una copita de coñac, ralladura de la corteza de un limón, medio vaso de agua y abundante aceite para freír, como si fuera un buñuelo.
Se tamiza la harina sobre la mesa de mármol, se ahueca el centro y allí se añade el azúcar, la ralladura de corteza de limón, las yemas de huevo y la mantequilla en punto de pomada, la copita de coñac y el agua tibia. Se amasa con cuidado. No es necesario que el amasado sea vigoroso, la masa no ha de ganar en flexibilidad, sólo ha de quedar una bola compacta, sin grumos.
Se envuelve en papel film y se deja reposar tres o cuatro horas en un rincón no muy frio de la cocina.
Se vuelve a colocar la masa sobre el mármol, se extiende hasta que quede una masa del grosor de un par de monedas de dos euros. Porciones no muy pequeñas, del tamaño de un dedo pulgar. Se tapan con una servilleta humedecida para que no se sequen, se dejan reposar media hora más ya formadas las faramallas y se van friendo por tandas, con abundante aceite, a fuego vivo, que chisporroteen y se doren.
Se escurren bien y se sirven con un poco de azúcar glass o de canela por encima.

Esperemos que poco a poco vaya recuperando el ritmo del Diletante, el placer por las pequeñas historias de cocina, que siga adelante con el Decamerón, una vez que he doblado el Cabo de Hornos. Parece que voy a seguir teniendo mucho tiempo por delante antes de regresar al ritmo pre-Covid.

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