Buñuelos de viento.
Se necesitan 200
gramos de harina de fuerza, 50 gramos de mantequilla, 4 ó 5 huevos (según
tamaño), medio litro de leche, una pizca de sal, media corteza de limón rallada
y aceite en abundancia. Luego azúcar glas para espolvorear.
Hay que preparar la
masa un par de horas antes de freírla.
Se pone al fuego un
cazo con el agua, la leche, la pizca de sal, la mantequilla y el limón rallado.
Fuego vivo esta vez.
Cuando hierva a
borbotones, se incorpora de golpe la harina. Se separa el cazo del fuego y se
mezcla rápido con una cuchara de madera hasta que quede fina la masa.
Cuando la masa está
bien amalgamada, se vuelve a poner al fuego, muy suave, así no se pega. Se va
formando una bola que no se pegue en el fondo de la cacerola (así saldrán más
ligeros y huecos).
Se remira del fuego
y se deja enfriar un poco.
Se cascan los 4 ó 5
huevos en un tazón, se bate sin parar, hasta que la mezcla toma aire (se nota
porque va apareciendo espumilla que se mantiene). Se van añadiendo poco a poco
a la masa, batiendo sin parar hasta que se integren completamente los huevos en
la masa. Se deja reposar también un rato.
Se pone en una
sartén no muy grande (o en un cazo) una cantidad grande de aceite (los buñuelos
han de quedar completamente cubiertos de aceite).
Se forman los
buñuelos con una cuchara, son bocados irregulares, redondeados, de masa que no
deben ser muy grandes. Se dejan caer desde la punta de la cuchara para que
cojan esa forma de gota grande, con su rabillo refrito.
Cuando el aceite
empiece a humear se echan un par de buñuelos. Si se hinchan bien, si se quedan
apelmazados, se añade otro huevo a la masa.
Han de quedar
hinchados y dorados. Cuidando que no se quemen.
Se colocan sobre
papel absorbente y, cuando se templen, se espolvorea canela en polvo o el
azúcar glas reservado.
Reviso las casi
cincuenta recetas reproducidas durante estos días, salvo algunas excepciones
que tienen que ver con mermeladas, siropes y jaleas, lo cierto es que todo se
reduce a tres ingredientes principales: Harina, huevos, azúcar; después va la
mantequilla y, de remate, algún adorno, el complemento de una fruta, algo de
cacao, café, vainilla o canela, quizá
una pizca de levadura para que levante la masa, poco más.
Parece mentira que
cuando uno entra en una pastelería piense que la habilidad y la maestría del
obrador permita una variedad casi infinita de bocados.
Con tres o cuatro
elementos comunes se abre un mundo de inabarcable en el que todo depende de la
temperatura (del horno, de la cocina en la que trabajas, del fuego en el que
cueces, de los ingredientes que utilizas). También depende del aire, porque el
aire es esencial, por eso no hay que dejar de batir en ningún momento, batir
con brío, con tesón, escuchando música para que el tiempo no se haga eterno.
Cuenta también el
orden en el que se combinan los ingredientes, poner los huevos batidos antes o
después puede ser una tragedia. También tiene su ciencia determinar si hay que
separar las yemas de los huevos o mezclarlas conjuntamente.
Toda una ciencia
escondida bajo la apariencia de tres o cuatro ingredientes sencillos. La
pericia del cocinero también es fundamental, por eso la repostería, la bollería
especialmente, exige mucha prueba, también mucho error.
Intento no escuchar
las noticias, sobre todo las políticas, pero cuanto menos quiero escuchar más
me afecto lo que escucho. Quizás los políticos y las políticas tendrían que
hacer un largo curso de repostería, no quedarse sólo en el tamaño de los
huevos, aun asumiendo que en pastelería el tamaño de los huevos puede ser, en
raras ocasiones, importante.
Boccacio ha
encontrado el aliento lírico en sus relatos finales de la quinta jornada. El de
hoy era un amor imposible que lleva a Federigo de los Alberighi a la ruina casi
absoluta. Durante años vive con el sustento que le da un halcón, el mejor de
los halcones, con el que caza y así se mantiene. Al final su amada Giovanna va
a verle para comprar el halcón, del que se ha encaprichado su hijo. Federigo,
ajeno a la razón de la visita, le ofrece un guiso de pichón, en realidad, del
halcón, entregándole con ello su última pertenencia.
Como en el ciclo de
la quinta jornada viene impuesto el final feliz, Federigo y Giovanna finalmente
se casan, ya en el tramo de la senectud, y Federigo queda como mantenido por la
inmensa riqueza que Giovanna había heredado de su primer marido. Un final
impostado, pero final al fin y al cabo.
Hoy, con Hopper,
homenajeo al primero de mayo. “Qui non
Lavora non fa l’amore”.
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