martes, 2 de febrero de 2021

Capítulo DLIX.- Vender el alma al diablo.

Estoy descubriendo la comodidad de cocinar monitorizado, la conexión de algunos aparatos de cocina con la red virtual permite seguir por la pantalla las indicaciones para cualquier guiso, instrucciones que en muchas ocasiones son milimétricas ya que te recuerdan incluso cuando has de cerrar la tapa del robot, o cuando hay que lavar un artilugio antes de dar un nuevo paso. Este sistema automatizado evita sobresaltos, permite planificar recetas que, en circunstancias normales serían mucho más complicadas. Estos días estoy comparando viejas recetas del Diletante con su homóloga del robot de cocina, el cotejo puede llegar a ser demoledor porque la máquina simplifica al máximo los pasos, reduce tiempos y maniobras, con un resultado a veces mejor que en la receta original, sobre todo si das con la aplicación o con la web adecuada. Sigo cocinando mucho, más que nunca, sin embargo tengo la sensación de haber vendido mi alma al diablo por lo que, superado el frenesí inicial, de cuando estrené las nuevas herramientas, estoy volviendo poco a poco a recuperar el ritmo cadencioso de los pucheros y a no dejar que la máquina se ocupe de picarme la cebolla. Parte del encanto de la cocina se encuentra en buscar una tabla grande, afilar el cuchillo, pelar la cebolla y picar ceremoniosamente, retirando las lágrimas con el antebrazo. El tiempo ganado por el uso de la tecnología lo he dedicado a leer y a estudiar, siempre materias y campos inútiles claro está, y he ido dándole vueltas a la pintura de William Adolphe Bouguereau, un pintor francés de segunda fila que se vio devorado, a finales del siglo XIX, por el impulso de los impresionistas y postimpresionistas. Entre sus cuadros más conocido está el de Dante y Virgilio paseando por el infierno; los dos escritores se detienen ante una violenta pelea entre dos delincuentes, contemplan la escena entre horrorizados y curiosos, sin capacidad para reaccionar, son demasiado arrogantes para decidirse a intervenir. Imagino que todavía no están seguros de que su estancia en el infierno será para toda la eternidad. Lo mejor del cuadro es la cara pícara del diablo que sobrevuela la escena y disfruta. El diablo tiene los brazos cruzados, como si ya hubiera terminado su tarea y sólo le quedara disfrutar. No se trata de uno de esos diablos atormentados que aparecen en los cuadros de otros pintores, sino un diablo feliz y satisfecho de su trabajo, de los tiempos que corren y del resultado de sus trapacerías (como no he descubierto cual es el nuevo modo de bajar imágenes, dejo el enlace:https://en.wikipedia.org/wiki/William-Adolphe_Bouguereau#/media/File:William_Bouguereau_-_Dante_and_Virgile_-_Google_Art_Project_2.jpg). Hace algunos años titulé un blog con la canción de los Rolling Sympathy for the Evil (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/11/cap-lxxix-sympathy-for-devil.html) para hacer una receta de repostería, con mucho chocolate. Ahora me doy cuenta de que puede que el diablo no sea tan goloso, que tampoco se decante por los picantes, que se contente con colarse en la realidad, al fin y al cabo aseguraba Baudelaire que el mayor logro del diablo es hacernos pensar que no existe. Seguramente tendrá razón. Con el fin de intentar recuperar mi alma perdida, la semana pasada, aprovechando un mediodía que estaba solo en casa (algo inusual en estos tiempos), me preparé un arroz muy sencillo, un arroz con alitas de pollo. Cogí una paellera grande, cocinaba solo para mí, pero quería que el arroz quedara seco, extendido en una capa fina de granos en contacto directo con el metal. Encendí el horno, a temperatura máxima (220º, el mío no da más de sí). Puse la paellera sobre los fogones, a fuego suave, y puse 150 gramos de jamón serrano picado, no me importó que tuviera un poco de grasa, la cuestión es que empezara a sudar. Cuando la paella cogió temperatura y los tacos de jamón empezaron a crepitar discretamente, eché un chorro mínimo de aceite de oliva, lo justo para engrasar la superficie, dejé que tomara un poco de temperatura y fui a por las alitas de pollo, diez alitas que corté en tres partes, incluyendo las puntas, que no se pueden comer. Las alitas son las partes del pollo más agradecidas, rehogadas a temperatura suave, para que no se arrebaten, sueltan una grasilla muy sabrosa, viscosa, gelatinosa, ligeramente brillante, pegajosa. Mientras las alitas se doraban sin mucha prisa, acompañando al jamón en sus chasquidos, piqué una cebolla dulce, no muy grande, una zanahoria y una rama de apio. Piqué los vegetales muy finos, casi como briznas. Hice un hueco en el centro de la paella para atontar la verdura. Antes de añadir la sal, dejé que sudaran un poco. Después vino una cucharadita de sal (no conviene pasarse porque el jamón ya aporta la suya), un golpe de pimienta blanca, otro de comino y una hojas de tomillo y de romero que tenía despistadas por la cocina; también le puse unas hebras de azafrán. Removí bien para que se mezclara todo y le puse al guiso una cucharada generosa de salsa de tomate frito. No se notaba el sabor del tomate en el resultado final, pero le da un sabor mucho más profundo al plato. Puse tres tazas de arroz tipo bomba en la paella, las incorporé al sofrito. Puse un poco más de arroz del que me iba a comer porque pensé que sobraría para la cena de los niños. Las tazas de café, puede que en total fueran 150 gramos de arroz, o un poco más, la medida por tazas despista un poco ya que depende del tamaño de la taza. Subí un pelín el fuego, dejé que los granos de arroz empezaran a brillar antes de añadir el aceite. 5 tazas y media de caldo, rompiendo el canon de aplicar el doble de agua que de arroz, me quedé un poco corto a posta, primero porque la verdura ya deja un poso de humedad que empieza a trabajar con el arroz; segundo, porque quería que quedara un poco seco. Como la paella era grande, quedaba una capa muy fina de arroz y, sobre ella, las alitas doradas. Retoqué levemente el orden de los ingredientes, distribuyendo con cierta armonía las piezas de pollo. Meneé un pelín la paella usando las asas y después subí el fuego casi al máximo para que el caldo empezara a hervir. En cuanto empezaron los borbotones bajé de nuevo el fuego, para que el proceso fuera calmado, más cercano a un réquiem que a una marcha militar. Tras diez minutos (puede que dos más) de hervor en los fogones, pasé la paella al horno, que estaba echando chispas. La maniobra tiene que ser rápida, para que el guiso no pierda temperatura, y precisa, hay que tener cuidado de que no caiga arroz o caldo en el horno y que no se apelotone el arroz en una parte de la superficie con los meneos. Dejé el guiso 5 minutos más en el horno, lo justo para ver cómo se terminaba de tostar el pollo y secar el arroz. Volví a sacar la paella y la dejé sobre una tabla de madera, cubierta con papel de periódico, para que se terminara de asentar. Mientras tanto puse la mesa en el salón. Mantel, sobremantel, los mejores cubiertos, la mejor vajilla y una copa de vino. Cuando uno está solo no conviene comer en la cocina, genera melancolía. No encendí la tele, puse un poco de música y me serví la primera tanda de arroz. Dos cucharones, el arroz sabe mejor cuando se repite. Hacía tiempo que no conseguía un arroz tan en su punto, tan sencillo y tan sabroso a la vez. Después de comer y de apurar una segunda copa de vino (entre semana no convienen los excesos), encendí la televisión y me dispuse a sestear. No hacía falta una sesión de bata y orinal, bastaba con una cabezada de 20 minutos, con el telediario como ruido de fondo. A medida que me invadía el sueño veía como mi alma iba recuperando el color, aunque no descarto que algún diablo contemplara satisfecho las noticias.

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