jueves, 4 de agosto de 2022

Capítulo DLXXXV.- Obras.

Los neurólogos aseguran que lo más peligroso para un enfermo mental es romper sus rutinas, cualquier alteración, por leve que sea, puede desatar una tormenta. Mover un jarrón, cambiar un cuadro de sitio, recoger la alfombra en verano… Puede parecer una tontería para una persona normal, pero en el frágil equilibrio de un convaleciente es la antelasa del caos. Puede que mi aversión a las obras sea el síntoma de una futura demencia senil, aunque creo que ya no se llama así a las demencias seniles. Llevamos más de un mes de obras en casa. El plan era sencillo, largamente meditado, estudiado en sus más mínimos detalles, asesorado por profesionales y expertos. Se trataba de tirar un par de tabiques inútiles para dar un poco más de espacio al salón, reducir las dimensiones del recibidor, que es una pieza que ha perdido su prestigio en el mundo moderno. El reajuste afectaba también a la cocina, que pierde/gana terreno, en función de cómo se mire. Mi cocina era un espacio funcional, estrecho, en forma de ele. Hace algunos años, cuando programamos la reforma, conseguí disponer de espacios amplios para manipular todo tipo de alimentos, para desplegar toda mi maquinaria con comodidad. Conseguí también colocar unas baldas para guardar casi todos mis libros de cocina, convirtiendo la parte no útil de la ele en una biblioteca de referencias vistosas, porque la mayor parte de los modernos libros de cocina son pequeñas obras del perdido arte de la edición. La dictadura de internet hace que las bibliotecas de cocina se hayan convertido en espacios de saber inútil, reliquias de un pasado glorioso. San Google recupera una receta en una décima de segundo, por complicada que sea, sin embargo, localizar la página del libro en la que recordaba que se explicaba la temperatura que necesita una pieza de carne para el asado puede ser una tarea para la que haya que invertir horas, sin certeza del éxito. Las obras de casa afectaban/afectan también al salón, que no sólo gana espacio, sino que cambia su configuración. Mantenemos los dos ambientes, el destinado a comedor y la zona de estar, pero los metros se distribuyen de otra manera, con mayor sensación de amplitud pues desaparece el gran mueble vitrina, la televisión cambia de lugar, llega un nuevo sofá, quitamos el viejo y desgastado mármol, sustituido por suelo de madera en espiga, mucho más cálido. Con las obras las incertidumbres vitales se convierten en abismos. Se instala la filosofía del yaque. Ya que modificamos el salón, se puede pintar toda la casa. Ya que entraran los operarios en breve, hemos de aprovechar para hacer limpieza de trastos viejos. Ya que hay que desmontar las baldas, podríamos … Y con los yaques llegan las incidencias, fatales durante el mes de julio, irreparables a medida que se aproxima el inicio de agosto. Si se retrasa la llegada del parqué del salón porque se ha producido un error en la elección del barnizado de la madera, o si los técnicos piensan que era poco operativo el suelo en espiga, se desencadenan una serie de fatalidades que hacen que el objetivo inicial de que la obra esté acabada para la primera semana de agosto se convierta en una quimera. Una obra no es sólo una obra, es un ritual que puede durar meses en los que todo es provisional. Semanas antes de que entraran los operarios había que recoger libros, desmontar espacios que hasta ahora cumplían su función, perder de vista revistas que puede que nunca hubiera hojeado pero que aportaban su referencia zen apiladas junto al viejo sillón. Una obra supone un traslado provisional porque durante unos días/semanas/puede que meses el olor a pintura o a barniz puede ser insano. Se instala una capa de polvo que invade cada rincón de la casa y que hace que el cuerpo entre en estado de irritación permanente, acentuado por las olas de calor que son inevitables cuando se inicia una obra. Es suelo está lleno de costrones de yeso o de pintura que parecen indelebles, hay eco en el pasillo, los enchufes han desaparecido y en su lugar quedan haces cables de colores, descubres que el techo era falso, que los viejos puntos de luz son ahora zonas umbrías. Tienes la secreta esperanza de que todo vuelva a su ser, no el viejo ser, ya desterrado, sino un ser nuevo, mucho más confortable. Una parte importante de los muebles reposan en un almacén, quedarán allí desterrados esperando a un septiembre que parece lejano. Yo he ido trasladando gran parte de mis aperos de cocina a la residencia provisional, cuando decidí llevarme el Thermomix asumí que la provisionalidad no era de unos pocos días, sino de un lapso más grande. Con la máquina viajó también el cajón de las especias. Estas semanas/meses de provisionalidad colocan todas mis artes culinarias en posición defensiva, en modo supervivencia. Pasar por la plancha un lomo de pescado es mi máxima aspiración. Picar un poco de lechuga o aliñar una ensalada decentemente es mi máxima aspiración estival. Además, en unos días iniciamos un largo viaje, un viaje soñado durante años. Abriremos así un paréntesis de tres semanas en medio de nuestras incertidumbres actuales, nos darán igual nuestras dudas, incluso perdonaremos que el comercial que nos vendió el sofá nos avise de que la entrega se ha de demorar más allá de la primera quincena de septiembre. Cuando regresemos una parte importante de los enseres de casa seguirán exiliados en un ignoto almacén, todavía no habremos decidido qué cuadros vestirán las relucientes paredes. A partir del martes que viene todo dará lo mismo. Nuestra casa estará vacía, desnuda. Situado en modo supervivencia, me ha resultado muy complicado pensar en cocina. He cocinado todos estos días, pero con una sensación de interinidad que me ha dificultado el proceso de sedimentación que normalmente necesito para escribir sobre cocina. Durante estos días he tenido que reconfigurar mi relación no sólo con los espacios de cocina, sino también con los tiempos. Se agolpaban las horas sin mucha armonía, todo lo que he pensado me ha parecido vulgar, he empezado algunos capítulos que, en pocos párrafos, han terminado en el cubo de basura virtual. Cada idea que durante un instante me parecía brillante o, por lo menos, interesante de compartir, ha caducado de inmediato. Me ha entrado el vértigo de no ser capaz de volver a escribir sobre cocina, de no volver a escribir, en general. Sin embargo, a medida que se acerca el día del inicio de las verdaderas vacaciones, las piezas del puzzle han empezado a encajar de nuevo. Mientras despellejaba un limón buscando conseguir tiras de piel impolutas que me sirvieran para preparar una mayonesa me he dado cuenta de los cambios en el olor del limón. Al quedar desnudo, envuelto en una capa blanca, el cítrico desprende nuevos matices que se pierden enseguida ya que rápidamente se empieza a secar la superficie formando una nueva coraza porque el albedo (así se llama esa capa blanca y amarga) se endurece para asumir su nueva función de protección y evitar así que la pulpa se seque. He conseguido hacer en varias ocasiones una mayonesa muy sabrosa a base de piel de limón, wassabi y mostaza de Dijón. La base principal de una futura ensaladilla rusa que me reconcilie con el mundo, después de haber sufrido los rigores de la ensaladilla rusa nefanda del bar del mercado. También conseguí preparar una sopa fría de melón partiendo de una pieza de melón insípida que compré hace unos días en un supermercado. Pocos sabores hay más tristes que el de un melón apepinado, sin embargo, puede convertirse en la antesala de un gazpacho fresco y veraniego (asumiendo que hemos terminado por llamar gazpacho a cualquier sopa o crema fría, aunque no lleve tomate (aunque, por cierto, en el gazpacho original no hubiera rastro de tomate)). Para una sopa fría de melón se necesita medio melón triste, sin dulzor; un primo cercano del pepino. Hay que despepitarlo bien (se podrían dejar al sol las pepitas y luego sofreirlas con un poco de sal para conseguir un aderezo de pipas de melón (es ingrata la tarea de secar las pepitas y pelarlas, pero las pipas de melón son sabrosas)). Despepitado el melón, de corta en trozos no muy grandes, despreciando la piel. Se añade un diente de ajo previamente atontado durante 30 segundos en el microondas, abundante hoja de menta, una pizca de sal, la ralladura de la piel de medio limón y un chorro generoso de vinagre de jerez. Se procesa la mezcla con la batidora hasta que quede una sopa de ligero tono verdoso (gracias a la menta). A mí me gusta incorporar poco a poco el aceite de oliva, para que quede cremoso y espese un poco (si no se traba bien el melón con el aceite, la sopa queda un poco granulosa, mal integrada). Se rectifica del punto de sal y el del vinagre. Se busca el espesor deseado añadiendo un poco de agua o un poco más de aceite (el mundo de las texturas de las sopas frías es tan subjetivo que resulta imposible establecer un canon respetable (a mí me gustan las sopas frías cercanas a la textura del salmorejo y no me duelen prendas por añadir un poco de miga de pan de molde o incorporar el aceite a gotas, como para una mayonesa). La sopa fría por definición debe servirse muy fría. La sal, el vinagre, la menta abundante, la ralladura de limón y el ajo han ennoblecido mi insípido melón. Unos taquitos de jamón y un manojo de pipas tostadas (si no hay paciencia para conseguir las pipas de melón, las de girasol o las de calabaza hacen su función) terminan de arreglar la receta. Para mi primera entrada en varias semanas creo que nada mejor que un cuadro de Helene Schjerfbeck, una pintora finlandesa realista, pero marcada por los Istmos de finales del Siglo XIX. La obra que he elegido: El convaleciente. Como dirían mis hijos, “ahí lo dejo”. Como sigo sin poder colgar cuadros en el blog, los dejo en Instagram (#undiletanteenlacocina).

1 comentario:

  1. Ánimo! Al final de tan agobiante proceso vuestra casa relucira. Las obras son, cierto, una enfermedad. Que se cura. Nuestra casa está como siempre. La de nuestros vecinos, no. Hace 5 semanas empezaron unas obras que debían durar 3...La sinfonía de ruidos, rugidos, berridos, golpecitos es inacabable. Eso sí, podemos cocinar. Ellos no. Casi una venganza. Seguro que la inspiración culinario-literaria volverá.

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