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martes, 7 de marzo de 2023

Capítulo DXCII.- Comer solo/Sólo comer.

Comer solo. Sólo comer. Parece que regresa la discusión académica sobre la necesidad de acentuar en algunas ocasiones la palabra solo, en función de que se utilice como adverbio o como adjetivo. Hace algunos años la RAE decidió que dejara de acentuarse en cualquier caso y, por lo que indican los diarios, ahora vuelve a acentuarse en algunos casos. He de decir que, en mi caso, ajeno a peleas, había seguido con las tildes en los términos que aprendí en la escuela, más que nada por inercia y, con la misma inercia, seguiré con mis acentos, asumiendo que nunca terminé de curar mi dislexia infantil, entre otras razones porque en mis tiempos de escuela no se había diagnosticado la dislexia, éramos simplemente del pelotón de los torpes o despistados. Creo que ya he tenido la oportunidad de escribir sobre el placer de comer solo, tanto en casa como fuera de ella. Comer solo es un placer del que no conviene abusar porque, si se convierte en hábito, deja de ser un placer y se convierte en rutina. A los que nos gusta comer la comida tiene una indudable dimensión social. Reunir entorno a una mesa a un grupo de amigos, a la familia o a simples conocidos para que disfruten de un buen menú, de buenos vinos y de un rato de tertulia es una satisfacción grande, puede que de las más grandes. Pero despistarse algún día para terminar sentado y solo para tomar un nuevo plato o para volver a enfrentarse a una receta soñada, elegir el vino sin tener que preguntar a nadie y dejar que transcurra el tiempo frente a un plato también puede dar alegría. Conozco a mucha gente a la que le incomoda comer solo, amigos y familiares que cuando llegan a casa y no tienen con quien compartir la mesa convierten el momento de la comida o la cena en una rutina triste, se contentan con lo primero que pillan en la nevera, encienden la televisión para que les acompañe cualquier ruido o revisan maquinalmente las redes sociales mientras apuran un platillo pocho y normalmente frio. No es mi caso, comer solo no es nunca sólo comer. En alguna ocasión voy al mercado para elegir la mejor pieza de carne o pescado, me preparo un arroz a mi gusto, elijo los mejores quesos y no me genera ningún remordimiento buscar en la bodega la última de las botellas de un vino que me satisfaga. Tampoco tengo problema en reservar en un buen restaurante, mesa para uno (lo hago sobre todo cuando me toca viajar). Me siento tranquilamente, reviso la carta y dejo que mis caprichos gastronómicos, los más íntimos, se hagan realidad. Hace unas semanas pude reservar en un restaurante clásico de mi ciudad (no tengo el hábito de dar nombres, no soy un crítico gastronómico ni me gano la vida como influenciante). A principios de febrero terminaba la temporada de caza y se reducían las opciones de tomarme una liebre a la royal, uno de mis bocados preferidos. Hay en Barcelona algún restaurante que anuncia la royal de liebre, pocos, suele ser un plato del menú restaurantes cercanos a zonas de caza y probarlo ha sido en ocasiones un peregrinaje. Reservé para un viernes a mediodía, aprovechando que mi mujer estaba de viaje. Llamé antes para confirmar que quedaba liebre, me dijeron que todavía tenían en carta unos raviolis rellenos de la royal, noticia más que suficiente para empezar a salivar. Reservé pronto, horario casi europeo, a la una y media. Dejé mi teléfono como referencia y, poco antes de la hora prevista, me presenté en el restaurante. Yo también había regresado esa misma mañana de viaje y no había podido deshacerme de la mochila cargada con todos mis pertrechos. No soy habitual de ese restaurante, por lo que no supieron muy bien si era un turista o un crítico gastronómico camuflado. Los comedores solitarios generan inquietud en muchos restaurantes, sobre todo si llegan pronto y se dedican a contemplar los más mínimos detalles. No suelo quejarme cuando salgo a comer o a cenar fuera, pero me molesta mucho si, como comedor solitario, me colocan en una mesita apartada, cercana a la cocina o a los baños, como si fuera una presencia incómoda. En esta ocasión tuve suerte, me colocaron en la sala principal, en una esquina desde la que dominaba una gran parte del resto de mesas. Elegí un restaurante clásico de mesas amplias, sillas pesadas, maderas nobles en las paredes, manteles y servilletas de hilo, luz natural (el restaurante tiene un patio ajardinado que estaba en obras. Durante la comida los operarios siguieron trabajando, lo que llevó a que hubiera más ruido del deseable, compensado con la excelsa imagen de un orondo albañil en cuclilla permanente, intentando fijar unas losas modernistas en el suelo de la terraza a base de martillazos y lija; en su posición semiinclinada ofrecía a la clientela del restaurante una visión nada salaz de sus lorzas y del canal de acceso a la zona del nalgamen, señalizado con algo de vellosidad que quedaba expuesta dado que la camiseta no terminaba de cubrir la franja de frontera entre la espalda y lo que dejaba de ser espalda. Toda la pretendida elegancia burguesa del restaurante quedaba frustrada por aquella visión perturbadora del trabajador manual. Como no tenía otra cosa que hacer, fui controlando sus maniobras y mirando de reojo a los comensales que iban llegando al salón y que, como en mi caso, no podían apartar su atención del canal de la mancha). Estuve un buen rato solo. Llegué a pensar que el restaurante había pasado de moda y que sería el único cliente de aquel soleado viernes de febrero. Pedí una cerveza pequeña y me identifiqué, era el de la liebre royal que había llamado a media mañana. Me trajeron la carta, unas patatas fritas (cuatro o cinco en un bol) y unas aceitunas gruesas muy bien aliñadas. Una de las ventajas de la soledad en esos momentos es que no hay ninguna cortapisa a la hora de elegir. No hay que compartir plazos, ni escrutar precios, ni buscar equilibrios de ningún tipo. Podía elegir los raviolis de liebre como primer plato y buscar un segundo más suculento o al revés, dejarme la liebre como plato principal y encontrar un entrante de mi gusto. Le di varias vueltas a la carta antes de elegir. Viernes a mediodía, hambriento y solo. Mediodía luminoso, templado. Sala llena de contrastes. Camareros correctos y atentos a mis requerimientos, no tenían otra cosa que hacer hasta ese momento. Pedí como entrante una crema de erizos, era también temporada, y pregunté sobre el tamaño de la ración de la liebre royal, tres raviolis con su salsa, un pequeño bocado para un tragón. Después de la crema de erizo vino el ravioli, también como primer plato, me dejé como plato principal unos pies de cerdo rellenos de boniato. Llegó el sommelier con la carta de vinos. Aunque suelo ser pantagruélico, moderé mis impulsos (más que nada porque a media tarde tenía que llevar a uno de los niños a un partido de baloncesto y no quería quedarme dormido y babeante en la grada). Me ofrecieron vino por copas y opté por un borgoña tinto, el precio de la copa rozaba lo prohibitivo, pero no había nadie para discutir conmigo. Tuve, además, la suerte de que abrieran la botella para mí. El responsable del vino, todo un profesional, trajo dos copas, la primera para la cata inicial y la segunda, de borgoña (como mandan los cánones) para disfrutar de aquel vino de estructura perfecta. Mientras llegaba mi comanda me pusieron, detalle de la casa, un vasito con una crema de verduras (mandaba el puerro y la chirivía), coronada con perlas de aceite. La copa de borgoña me acompañó con los dos primeros bocados, para los pies de cerdo llamé de nuevo al sommelier y le pedí que me pusiera una copa de Aalto, un vino de la ribera del Duero con un poco más de cuerpo y más intensidad. De nuevo me acompañaron los hados y empecé botella. Los ravioli de liebre royal eran correctos, una pena que hubieran tenido que congelar las piezas para conservarlas durante días y quedara en la carne guisada ese rastro aguado de viudo triste que guardan los guisotes cuando pasan con el congelador. La salsa que cubría la pasta era una salsa española de las de pedir pan para no dejar rastro en el plato. Los pies de cerdo deshuesados y rellenos eran maravillosos, perfectos. Los acompañaban con una pieza pequeña de boniato braseado. El Aalto y los pies de cerdo guisados se entienden a las mil maravillas, yo dejé que se armonizaran. Empezó a llegar gente al restaurante. Las primeras conversaciones robadas, las primeras discusiones sobre la elección del vino o sobre la necesidad/oportunidad de compartir los primeros. Aquel viernes el restaurante estaba poblado de parejas entradas en años (los viernes ya no hay comidas de negocio). Alguna pareja se quejó del ruido de la obra. De mi evaluación precipitada del contexto de aquellas parejas puedo asegurar que pocos se aventuraban a llevar al amante a un local consolidado y frecuentado por la cada vez más agotada burguesía catalana. Todo parejas estables, no muy ruidosas, nada de arrumacos o de besos que anuncian tardes más carnales. Quedaba un poco de vino en mi copa y ese último trago marcó mi opción de postre. Primero una combinación de tres quesos, el primero de lo que llaman “del país”, el segundo un francés y de cierre un inglés contundente, a mi juicio el mejor. El vino no sólo superó su partida con los pies de cerdo, sino también con el Stilton. Todavía me quedaba hueco para un sorbete de naranja sanguina y para un café. Molesté de nuevo al responsable de vinos y licores. Dejé que me cantara la propuesta de espirituosos. Opté por un whisky escocés con un punto ahumado. Por suerte con los licores no fueron tan generosos como con los vinos y eso evitó que llegara perjudicado a casa. Pedí la cuenta y pagué con la misma diligencia y satisfacción que había comido. Dejando en el restaurante la duda de si era, en realidad, un inspector camuflado de una guía de prestigio. Caminé hacia la boca del metro, todavía no habían dado las tres de la tarde. Podría descabezar un sueño y recuperarme para la sesión deportiva. Pensaba que como receta de referencia de este capítulo de mi diletancia solitaria escribiría sobre los pies de cerdo, pero al salir de la boca del metro me encontré con el mercado todavía abierto y en uno de los puestos de pescado unas relucientes huevas de merluza. No pude evitar la tentación y entré en casa con mis huevas de merluza. Al día siguiente prepararía una ensaladilla. En casa la hueva de merluza no genera ni pasiones ni emociones, por lo que podría disfrutar de ellas de nuevo solo. Guardé las huevas en la nevera, me quité el abrigo y me derrumbé en el sofá, con una vieja película en marcha de las que hacen compañía sin molestar. Descabecé un sueño de casi cincuenta minutos y desperté en perfecto estado de revista. A la mañana siguiente saqué las huevas de la nevera, dejé que se atemperaran unos minutos antes de escaldarlas en el agua en la que había hervido poco antes unas judías verdes. El agua tenía una pizca de sal, las hebras de las judías, unas bolas de pimienta y un par de hojas de laurel. Apenas estuvieron las huevas tres minutos en el agua hirviendo. Rápidamente las saqué y las sumergí en agua con hielo. Después las escurrí y las sequé bien. En un bol piqué una zanahoria pelada, en pequeños dados, media cebolleta, unas aceitunas carnosas, un puñado de alcaparras gruesas, unas tiras de tomate seco y unas ramitas blancas de apio. Quedaba un resto generoso de mayonesa casera que ligó, con un poco de sal y un golpe de eneldo, las huevas en rodajas no muy gruesas y una lata de cangrejo (del bueno) para terminar de rematar. Preparada la ensaladilla para mí, dejé también preparada la comida para el resto de la familia y así pasó aquel fin de semana, plácido y tranquilo, con el recuerdo de mi comida solo, no que no había sido sólo una comida. Había elegido inicialmente el cuadro para acompañar mi experiencia en alguna esquina olvidada de mi memoria, en concreto, había elegido un bodegón de Helena Sofia Schjerfbeck, parece una artista costumbrista, pero de mirada borrosa, a un paso corto de la abstracción sin estridencias. Pero en el último momento he cambiado de opinión (capricho de un comedor solitario) y he encontrado un paisaje urbano de Fidelia Bridges, una pintora norteamericana a caballo entre el siglo XIX y el XX. Ligera y sensible, reina de las flores y ramas quebradizas.

lunes, 9 de enero de 2012

CAP.CI.- Mi memoria me ha dado un bocado de liebre royal.

Hace poco menos de un año que acudí con unos amigos a tomar una liebre royal al Motel Ampurdán, cuando el año anterior intentamos reservar en el Motel para probar ese mismo plato a finales de febrero el jefe de sala nos recordó que la temporada de liebre había acabado y que los últimos platos se habían servido justo unos días antes. Este año no hemos podido reservar para tomar la liebre royal, tendremos que esperar hasta el año que viene para intentar repetir ese mismo ritual
A lo largo de estos meses me he referido en varias ocasiones a la fascinación que ha producido el Motel Ampurdán en muchos amantes de la buena mesa, seguramente habrá mejores restaurantes en Girona, en España o en el mundo, no dudo que en muchos restaurantes prepararán una liebre royal tanto o más exquisita que la que pude probar en el Motel, sirva como referencia la de C'al Enric o la descrita en el blog No se le puede llamar cocina (http://www.noselepuedellamarcocina.com/2010/11/07/la-liebre-al-estilo-del-senador-aristide-couteaux/) atribuida a Jöel Robuchon.
Hoy, un día soleado y frio, usual para las calmas de enero, la memoria me ha dado un bocado de liebre royal. Podría ir mañana al mercado y encargar una liebre de entre 3/4 kilos para este fin de semana y embarcarme en la titánica tarea de reproducir la receta - exige una dedicación casi exclusiva durante más de 10 horas -.
La receta tiene su origen en un civet de liebre típico de la cocina francesa del Siglo XV, una receta reinterpretada por un senador marmitón frances llamado Aristide Couteaux que pensó que pasaría a la historia como autor de un libro titulado "Derecho Popular y Derecho Divino", pero que sin embargo habrá de contentarse con ser citado como referente de una mítica receta de la cocina francesa.
El bocado que me ha dado la memoria al evocar la liebre royal lo ha aliviado René Magritte, pintor surrelista belga, que ha permitido una de las noticias más paradójicas de estas navidades, la de unos ladrones que robaron un cuadro de Magritte en Bruselas en el año 2009 a punta de pistola y que 2 años después no les ha quedado otro remedio que devolverlo al no encontrar comprador, el cuadro era una sensual respresentación de la esposa del pintor recostada y desnuda con una caracola sobre el vientre. La noticia de la devolución seguro que ha despertado la codicia de muchos coleccionistas clandestinos y la frustración de los ladrones que han visto como la noticia les habrá abierto un mercado que consideraban imposible. Paradojas del enigmático René Magritte, recomiendo a los ladrones que intenten robar el cuadro otra vez para ver si mejora su fortuna, si son apresados tendrán el dudoso honor de convertirse en los ladrones de arte más tontos de la historia.
Podría reproducir aquí el cuadro de Magritte, ya he reproducido otros cuadros de este autor, sin embargo el apetecible desnudo no me ha producido bocado alguno en la memoria, aunque sí lo ha hecho otro cuadro de Magritte depositado en una galería virtual de la fundación; el cuadro se titula "esto es un bocado de queso", título que evoca un título mítico del surrealismo alrededor de una pipa.
El bocado de queso que propone Magritte es equivalente al que he sentido de liebre royal.
Para calibrar la intensidad del bocado que la liebre ha dado a mi memoria sirva como referencia el arranque de la receta de Bocuse en su cocina de mercado: Liebre "a la royale" del senador Couteaux: Ingredientes: Hacerse con una liebre macho, proviniente a ser posible de una región montañosa o de berzales, que pese entre 2'500 a 3 kilogramos, es decir, que haya rebasado la edad de un lebrato, pero cuando aún adolescente. Condición "sine qua non": haber sido cazado limpiamente, de forma que no haya perdido ni una gota de sangre. Además de la liebre debe destacarse el vino: dos botellas de vino de Chambertín, que lleve al menos cinco años embotellado (o un gran vino tinto, con edad, fuerza y delicadeza).
La lectura de la enrevesada receta de Bocuse es ya un ejercicio evocativo que alimenta casi tanto como el propio plato. La receta del Motel, más sencilla, también resulta un ejercicio de buena literatura gastronómica que arranca con una referencia de Josep Pla a los platos de caza y al punto de cocción. La liebre de la receta del Motel ha de pesar más del doble que la de Bocuse, ha de conservar en todo caso las entrañas y la sangre, ya que servirá para ligar la sangre.
Para la salsa se utilizan los pulmones, el corazón, el hígado, los sesos y las carrilleras, que deben flambearse con armagnac y pasarse por una picadora, junto con un trozo de solomillo de cerdo de 350 gramos y 75 gramos de piñones.
La liebre ha de quedar deshuesada, abierta en canal y eviscerada sobre una tabla, rellenándola con la farsa de los menudillos recien picada y entreverando en el picadillo 500 gramos de hígado fresco de oca cortado en finos filetes.
Se cierra la liebre para que vuelva a recuperar su forma natural, se envuelve la liebre con finas capas de panceta de cerdo (Bocuse recomienda utilizar redaños de cerdo), y se ata con cuerda fina.
Se rehoga la pieza de liebre sobre un fondo de caldo de ternera (1 litro) y otro litro de buen vino tinto, dos cebolletas y una ramita de hierbas (perejil, laurel, tomillo ...), los huesos de la liebre. A fuego muy lento hay que dejarla cocer durante al menos cuatro horas.
Una vez cocida se retira la liebre y se cuela el fondo de cocción que debe ligarse con la sangre guardada, cuatro yemas de huevo y 100 gramos de foie-gras.
En la receta tradicional la liebre se presenta entera, lo cierto es que cuando yo la probé la servían deshilachada, como si fuera un pastel de oscura carne. Con un sabor tan profundo como el que evoca cualquier cuadro de Magritte en el que una receta de liebre royal puede ser casi tan sabrosa como la propia liebre. Un plato al que a lo mejor le convendría una relectura a partir de una cocción al vacío a temperaturas más bajas y un relleno más ligero, con otros matices. Retos de futuro para el diletante.