domingo, 12 de febrero de 2012

CAP.CXIII.- Casas.


Los neurólogos afirman que una de las circunstancias que más altera el equilibrio de las personas, sobre todo de las enfermas, es la alteración de su entorno cotidiano, ya decía San Ignacio de Loyola que en tiempo de crisis es mejor no hacer mudanza. En 46 años he vivido en 9 casas distintas, no está mal, probablemente haya desquiciado mis neuronas aunque mi generación quedó marcada por la canción where ever I lay me hat that’s my home de Paul Young (http://www.youtube.com/watch?v=e7Wtx5Q_jJ4).

En unos días mi casa de Madrid, donde viví de los 13 a los 24 años, dejará de ser mi casa; son, por lo tanto, días confusos en los que la mala conciencia se mezcla con muchos recuerdos e imágenes. Estar a más de 600 kilómetros de los paquetes, de los libros abandonados, de las últimas fotografías, de los papeles que aparecen en sobres olvidados, puede dar mucha perspectiva pero también mala conciencia.

Con el paso de los años he conseguido tener algunas “mi casa” de manera simultánea, en cada una de las “mi casa” podía guardar cosas con el único objeto de evitar que se me desestructurara la memoria.

Mi casa de Madrid, de la que llevo fuera más de 20 años, era una casa de las llamadas de batalla, una casa grande, con dos largos pasillos en forma de ele; una casa de alquiler en la que daba cierta pereza invertir dado que pocos beneficios de esos gastos revertían a la familia. De aquella “mi casa” fuimos saliendo uno a uno cada uno de los hermanos dejando los armarios con restos de cuatro adolescencias diversas, de las que ahora quedan discos, libros, algunos cuadros, las notas de los finales de curso y fotografías dispersas.

Mi casa de Madrid no destacó nunca por su olor a comida aunque como buena casa de batalla los sábados inexorablemente tocaba comer arroz con tomate y huevo frito – arroz a la cubana -, los lunes solían ser días de sopas de sobre – pollo con fideos o crema de champiñones – con filetes de ternera blanca a la plancha; eran también memorables las tremendas perolas de spaguettis con tomate, donde libramos una larga batalla con mi padre para que no nos cortara la pasta y poderla sorber de modo ruidoso, quedando los morros pringados de salsa. Los macarrones gratinados con un sofrito de cebolla, tiras de jamón y de chorizo, con el queso rallado endurecido por el calor del horno – un plato que todavía reivindicaba mi hija hace unos meses cuando pasó por la casa -. Para las grandes ocasiones tocaba cordero o cochinillo asado con patatas, un asado que arrancaba a primera hora de la mañana y que hacía que toda la casa oliera a fiesta.

Cuando empezamos a poder beber vino en la mesa llegaron las primeras botellas de Pesquera, un vino que todavía me emociona, o las de Protos si el festejo era de menos postín.

Tanto o más divertida que la cocina era la compra porque sabíamos que quien acompañaba a mi madre podría conseguir algún regalito – le llamábamos un “y”, porque junto con el pollo, las patatas, la leche, el aceite… llegaba el “y” que tocaba en forma de pastelito.

En la cocina de casa había un gran vaso de cristal lleno de monedas que rellenaba mi madre casi todos los días, institucionalizando la sisa, había que tener el equilibrio de no dejar el vaso nunca vacío.

De adolescentes éramos unos tragones llenos de manías, habíamos prohibidos guisos con salsas blancas ya que nos daba un asco horrible todo lo que pudiera llevar leche, nata o bechamel; pocas verduras, a lo sumo judías verdes rehogadas con ajo, cebolla y jamón; las sopas y caldos siempre de sobre, las legumbres – sobre todo lentejas y garbanzos en salsa – guisados de modo poco pesado. A uno de mis hermanos le gustaban las truchas escabechadas, a otro los contundentes redondos de ternera o de lomos de cerdos con salsas que había que pasar bien por el túrmix para evitar los restos de verduras que incomodaban.

Mi casa de Madrid estaba en un barrio estupendo, cerca de un parque grande, junto a la universidad, un barrio ruidoso, lleno de bares; ni la casa, ni la fachada era especialmente bonita pero el recuerdo que guardo es el de las casas soñadas de Paul Klee.


Entre los platos paradigmáticos puede que el que nos definiera como familia fuera el de los canelones de atún con huevo duro y aceitunas picadas, cubierto de salsa de tomate – Orlando por supuesto -, sin queso rallado. Podíamos comernos 8 ó 10 de aquellos canelones de una sentada antes de enfrentarnos a un segundo plato y a un postre – el de las fresas con la nata de la Oriental que comprábamos minutos antes de empezar a comer.

La verdad es que con el paso de los años me he acostumbrado a las comidas de color blanco y ahora hago una bechamel más que aceptable aunque no suelo cocinar canelones, prefiero las lasañas.

El recuerdo de las anchas bandejas de horno cubiertas de canelones rojo me animan a manipular esa vieja receta intentando adecuarla a un paladar un poco más sofisticado. Puede que todavía sea capaz de tomarme de una sentada 8 ó 10 canelones.

Para transformar esas vieja receta en vez de la masa de canelón habitual utilizaré finas tortillas. Hay que batir un huevo con un chorrito de leche, una pizca de sal y otra de pimienta. Hay que cuajar bien las tortillas en una sartén, como si fueran crepes e ir amontonándolas. Si la sartén que empleamos no es muy grande con cada tortilla podemos hacer un canelón.

La farsa, el relleno, habrá de ser de pescado, unos langostinos pelados y rehogados con un poco de aceite, una pizca de jengibre y cebollino que habrá que incorporar una vez hechos y pelados los langostinos. Todo bien picado.

Como pescado el atún podría ser una buena idea pero prefiero utilizar lomos de lubina. Si encuentro una lubina hermosa asada con calor suave, cuidando que no quede el corazón crudo. Hecha la lubina hay que limpiarla bien de espinas y aprovechar las lascas de carne blanca para desmigarla, mezclándola con los langostinos.

Sustituiré las aceitunas por unas alcaparras, no muchas, picadas al milímetro.

Para terminar de ligar la farsa podría rallarse un poco de tomate, mezclándolo todo en frio, permitiendo que el cebollino y el jengibre resalten el sabor.

Hechos los canelones con las tortillas y la farsa queda colocarlos en una bandeja, cubrirlas con un sofrito hecho con cuatro chalotas, dos zanahorias en dados, una caja de tomates cherry y abundante albahaca fresca. En recuerdo de mis hermanos pasaré el sofrito por la batidora, para que quede una salsa fina, sin tropezones, la zanahoria permitirá que engorde un poco la salsa.

Cubiertos los canelones con un poco de salsa – no hay que pasarse – queda darle un golpe de calor, con cuidado, lo justo para templarlos. En vez de queso rallado pueden presentarse con manzanas starsky también rallado.

Lo serviremos en la mesa con una copa de champagne, de la Viuda de Clicquot.

6 comentarios:

  1. Me encantan los canelones.Casi no saben a carne y si son de pollo o atùn.... mmmmmmm

    Mi mamá los hace estupendos pero casi tarda dos dias en hacerlos, entre la preparación del relleno, reposo, encofrado y bechamel.

    Yo no tengo tanta paciencia pero me ofrezco voluntaria para tomarnos unas copas de champagne con tu señora, mientras esperamos que acabes de hacerlos y servirlos. Incluso te ayudo a poner la mesa, que no a presentarlos (Dios me libre)

    Diletante, mejoras cada dìa.

    LSC

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  2. ¡¡¡Qué recuerdos¡¡¡ Me alegra ver que no estás porque esto resulta muy duro y no quiero que a los que estáis fuera os duela. Ver una casa vacía de vida es muy tétrico pero son etapas que hay que ir resolviendo sin mirar para atrás y siempre con compostura. Los recuerdos se llevan en el corazón y os aseguro que en el mío caben muchísimas cosas. Hoy descorcharé media botella de "la viuda" y brindaré en soledad por todos los que habéis hecho que mi vida sea tan maravillosa. Gracias. Jubi

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  3. Enhorabuena diletante!!! sigues haciendo gala de tu sensibilidad, y nos regalas unas recetas y relatos preciosos. Gracias, seguiremos contigo, disfrutando....Jubi, me encantaria brindar contigo y con la Viuda cuánto antes..
    ..M.M.M.

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  4. Me has hecho reir, por lo cierto de lo que describes y por hacer que mis recuerdos sean más especiales de lo que yo pensaba. Gracias.

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  5. Canelones......mmmmmm

    Lasaña....mmmmmmmmm

    Me encantan. Me puedo comer 6 o 7 sin problemas.

    A mi padre le encantan los canelones que hace mi madre, rellenos de solomillo de cerdo y pollo rustido, con bechamel tradicional casera.

    Siempre recordaré cuando una de mis ex suegras nos invitó a comer en su casa y nos sirvió canelones.

    Había que ver la cara de mi padre cuando le pusieron el plato delante y comprobó que la bechamel estaba algo mezclada con una salsa de tomate casera....

    Indescriptible !, la cara de papá,digo.

    Pero lo mejor vino cuando, apartando la salsa de tomate como podía llego al relleno del canelón. Era de "choclo", o sea maíz y espinacas.

    Que gran actuación la mía intentando que las quejas enérgicas de papá no mellaran el ánimo de la anfitriona.

    Buf. Vaya comida que pasé.


    LSC

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  6. Canelones, fantásticos a mí también me encantan rellenos de espinacas y ricotta
    Con atún hago tortillas de huevo rellenas, como si fuera canelones con bechamel y tomate, quedan muy buenas
    Se desprende del cuadro que adjuntas la alegría que evoca tu casa pues el colorido y forma es muy alegre

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