Cuando arranca el mes de febrero en
Cataluña se produce una especie de delirio colectivo que lleva a miles de
personas a consumir de modo compulsivo una cebolletas requemadas untadas en una
salsa espesa de color naranja hecha a base de ñora, ajo y almendra picada.
Febrero habitualmente suele ser el mes más
frio y húmedo en Cataluña por lo que la obsesión por hacer a fuego vivo las
cebolletas obliga a comer este plato a campo abierto con el consiguiente riesgo
de congelarse y empaparse hasta los huesos.
Pese a los múltiples riesgos físicos que
conlleva esta tradición lo cierto es que miles de catalanes peregrinan durante
los fines de semana más gélidos del año hacia la zona de la Conca del Barberá y
Valls para someterse al ritual del Calçot, así se llama esta cebolleta,
Los más valientes y aguerridos en vez de
acudir a restaurantes especializados en estos festejos se atreven a prepararlos
en el campo, acometiendo con ello una de las actividades de mayor riesgos físico
y espiritual que conozco en la cocina; una ceremonia que pone a prueba el
verdadero ADN catalán, un ADN sólo al alcance de personas con una fortaleza física
y emocional de la que yo carezco pese a llevar más de 20 años varado en tierras
catalanas.
Las calçotadas para que sean auténticas han
de ser masivas, no merece la pena organizar un festejo de este calibre sin, por
lo menos, 10/12 comensales; es imprescindible contar con un número amplio de
niños pequeños a los que habitualmente no les gusta el calçot ni el ritual que
conlleva, sin embargo son fundamentales como pieza de correteo alrededor de las
llamas, como pisadores profesionales de charcos y condensadores de barro.
Mientras los niños saltan y brincan
hambrientos los maestros calçotaires preparan los puerros quitándoles los
trozos de tierra enganchazdos a las raíces, los alinean sobre planchas y
parrillas mientras se aviva el fuego con ramas de olivo tiernas que generan
gracias a su verdor y a la humedad. En esta fase preparativa es fundamental que
llueva para que los maestros hayan de ingeniárselas para que prenda la leña y
no se malogren los calçots.
Como los calcots se hacen a fuego vivo el
modo en el que se establece el punto de cocción no es otro que el de conseguir
que se carbonice su capa exterior, carbonizar quiere decir que ha de quedar
completamente chamuscada, negra.
Conseguido ese primer objetivo se retiran
de la llama y se agrupan envueltos por abundante papel de periódico que cumple
la doble misión de preservar el calor y terminarlos de hacer por dentro.
Hay que preparar varias tandas de calçots
porque la ceremonia, en su paroxismo, lleva a los congregados a consumir cuanto
menos una veintena de cebolletas por cabeza.
Envueltos en papel de periódico cada
hatillo se guarda en una bolsa de plástico que ayuda a que se conserve el calor
y se preserven de la humedad.
Terminadas todas las tandas se llama a los
comensales a una rudimentaria mesa colocada en el exterior, allí se depositan
los hatillos sobre tejas, se colocan grandes baberos a los invitados y se les invita
a coger uno a uno los calçots, con una mano las hojas verdes del interior, con
otra la base o raíz del calçot; se tira ligeramente de la raíz hasta conseguir
que se desenfunde la parte no requemada, normalmente blanca, una parte que
milagrosamente ha sobrevivido a la quema, aunque sólo sea una hebra. Se
deshecha la parte requemada y con un movimiento circular se empapa la parte
útil, comestible, en una sala de origen incierto, aunque con elementos
mozárabes; una salsa cuya fórmula original es un enigma ya que normalmente los
maestros calçotaires, los que arriesgan su vida ante las brasas, suelen ser
hombres dotados de gran fortaleza física y espiritual – de otro modo no se
entiende que se atrevan a esto del calçot – pero la salsa es tarea o cometido
femenino.
En cada calçotada suelo investigar los
componentes de la salsa y año tras año
voy incorporando nuevos ingredientes, descartando otros; llevándome severas
regañinas cuando comparo esta salsa con la del xató y la llamo romesco.
Mientras se comen los calçots, a pie firme
y a la intemperie; los maestros calçotaires aplacan las llamas hasta reducirlas
a brasas sobre las que preparan carne de cordero, butifarras y chorizo que se
sirven ya en el interior, sentados y con vino. La carne y las butifarras se
acompañan de salsa de alioli, con una guarnición de judías blancas rehogadas
con ajo y panceta picada. De postre lo tradicional es el llamado postre del
músico, un plato de frutos secos, higos secos, pasas y moscatel.
Los foráneos se incorporan al ritual del calçot
con devoción, disfrutan con las manos tiznadas y con los manchurrones de salsa
sobre pantalones y camisas, mojan pan tostado en las salsas varias, beben vino
sin moderación para aplacar el frio.
Uno piensa que ha conseguido integrar en su
ADN ese fulgor calçotaire cuando consigue zamparse con habilidad un par de
docenas de cebolletas torradas, cuatro o cinco costillas, dos o tres trozos de
las butifarras varias, algo de pan con tomate y ajo, las avellanas y almendras
del postre; cuando es capaz de manejar con destreza el porrón, evitando que las
últimas gotillas impacten sobre la barbilla y se cuelen por la abertura de la
camisa. Siendo importante ese esfuerzo integrador lo cierto es que la madera
del héroe, su verdadera dimensión mitológica no se logra durante la comida,
sino en la noche, a la hora de culminar la digestión, sólo entonces uno es
consciente de los altos riesgos asumidos, convertidos de repente en una gran
bola de gas que se condensa en los intestinos.
A las cuatro de la mañana el calçot se
encuentra en todo su esplendor y sólo los verdaderos héroes son capaces de conciliar
el sueño. En mi caso pese a mis años y esfuerzos por integrarme en el entorno,
lo cierto es que a las cuatro de la mañana, sumido en los demoledores efectos
del fracking, he de levantarme en busca de un buen antiácido y buscar los
espacios más apartados de la casa para culminar la digestión con cierta
dignidad.
Este año llevo dos calçotadas de nivel 6,
una de ellas en restaurante con niños, la otra a campo abierto; todavía no hay
daños irreparables ni internos, ni externos. He sobrevivido con dignidad,
aunque he de reconocer que en la calçotada de este domingo descabecé un
sueñecito furtivo en el salón entre el calçot y la carne a la brasa.
Al no tener raíces catalanas no me atrevería
a indicar a ningún cocinilla que no fuera de la zona las bondades de la
calçotada aunque he de reconocer que la cebolleta requemada desprovista de sus
elementos más salvajes e incómodos tiene cierto encanto gastronómico.
Como primer paso en vez de hacerlos a las
brasas – actividad de alto riesgo y muy sacrificada – yo los preparo al
microondas en un tupper de los que tiene válvula para que no se condense mucho
el vapor.
Se eligen 12/15 calçots que sean más o
menos del mismo tamaño, se quitan las capas exteriores y se colocan en un
tupper amplio con un chorrito de aceite de oliva y una pizca de sal. Se tapa el
recipiente, con la válvula abierta, y se programa el micro durante 6 minutos a
máxima potencia.
Es importante que los calçots sean más o
menos todos ellos de la misma medida para que se hagan todos de modo uniforme.
Cuando terminen los seis minutos se pasan
los calçots sobre harina disuelta en agua bien fría, de ese modo se prepararán
como un tempura, friendo individualmente cada pieza en aceite muy caliente.
Se reservan los calçots sobre una rejilla
para que escurra bien el aceite de sobra.
Para la salsa de esta tempura de calçot una imitación de la salsa rústica de ingredientes
indescifrables. Yo la preparo con 75 gramos de almendra tostada pelada, 75
gramos de avellanas tostadas y peladas, una cabeza de ajos asada, 250 gramos de
tomates maduros y pasados por el horno. La carne de seis ñoras, sal, pimienta
negra, pimentón, una pizca de guindilla y un chorrito de vinagre. Se pasan
todos los ingredientes por la batidora, trabándolos con un poco de aceite de
oliva hasta conseguir la textura deseada. En función de los paladares la salsa
se puede complementar con un poco de hierbabuena picada o con dos o tres
galletas maría o carquiñolis que le den un punto o más fresco o más dulce a la
salsa.
Por descontado que si preparé los calçots
en microondas y los freí en tempura, la salsa me debería quedar muy fina, casi
emulsionada, para servirla en una salsera, no quisiera volver a mancharme la
camisa.
He encontrado un bodegón un tanto mortecino
de un pintor casi olvidado del siglo XIX, José Mª Corchón, allí aparece un
manojo de calçots.
Espero no me pongáis nunca en el compromiso de asistir a una calçotada pues además de no convencerme mucho, eso de pringarme tampoco es lo mío, me ha divertido leer tus comentarios pero al mismo tiempo sufría de pensar en el pringue. Jubi
ResponderEliminarDiletante, me he reído bastante con tu relato de las calçotades, és realmente pintoresco el asunto, aunque los autóctonos no somos muy conscientes de esta parte jocosa y quizás algunos lo toman incluso, demasiado en serio.
ResponderEliminarCreo que con toda esta explicación puedes haber asustado a los foràneos. El pringarte o no depende un poco de la habilidad de cada uno y puedes salir del trance solamente con las manos untadas o puede que salgas con salsa en el flequillo. Será cuestión de practicar unos años más?
La gracia de la cosa està en la salsa, por que los calçots por si solos són muy aburriditos.
Uno nace donde nace y acarrera las tradiciones que le tocan. Con humor y dignidad se puede sobrellevar casi todo.
Mari Carmen
Como me he reído!!
ResponderEliminarMuy buen relato y muy buena descripción.
Es como si lo viera.
Además, como sabes, este finde tengo un evento idéntido a esos que describen y muuuuuuy duro.
Me gusta como escribes y más cuando te pones simpático-cómico.
LSC
Pd. (A mi no me gustan demasiado los calçots ni todo el ritual. El pringue menos )
:-D
Ja, ja, ja, pues después de dos "calçotades" en un año - y si no recuerdo mal te queda, por lo menos, una - no te veo negando tu ADN catalán..., aunque sea por empatía con tu consorte.
ResponderEliminarUn beso,