He estado cinco días fuera de casa, en San
Lorenzo del Escorial, cuestiones de trabajo. En principio estaba previsto que
dispusiera de algo de paz, nos tenían recluidos en una especie de colegio mayor
con todo tipo de comodidades, el horario no era especialmente severo.
Pensaba que acudirían las musas al
diletante, que en alguna de las horas muertas me llegaría la inspiración, tenía
algunas ideas que no terminaban de cuajar.
Sin embargo me organicé una agenda tan complicada
que me he pasado gran parte de la semana subiendo y bajando a Madrid, 50 kilómetros,
y ya en Madrid de la Ceca a la Meca.
De fondo calor, mucho calor, no es normal
que en sierra de Madrid el termómetro no baje de los 20 grados ni siquiera por
la noche.
Con esta planificación era complicado
hacerle un hueco al diletante, ni siquiera tuve tiempo y ánimo para comerme un
cocido en el Charolés, un clásico del cocido madrileño.
El miércoles por la tarde debía ser el día
para el relax, el momento previsto para poner de nuevo frente al teclado al
diletante.
Un grupo de compañeros organizaban una
subida al monte Abantos, poco más de mil setecientos metros de altura. Decían que
era un paseo suave que podría hacerse en poco más de dos horas. A las cinco
menos cuarto quedamos en la recepción del Euro Forum, junto al Monasterio. Mi
idea era asomarme un momento, poner una excusa y regresar a la habitación
después de tres días sin parar, sestear en la habitación y darle una
oportunidad a las musas cocinillas.
Bajé en mangas de camisa, con el pantalón
vaquero y unos zapatos todo terreno. Me encontré a los excursionistas equipados
con bastones de montaña y cortafríos. Hacía una tarde estupenda y yo soy un
tipo fácil de convencer. Así las cosas bajé a excusarme y terminé en un coche
con un desconocido que me llevaba al pie de la excursión. Raúl, Joaquín, Rosa,
Jesús y Miguel era, por lo visto, gente de monte, de los que viajan con un
equipo de montaña en el maletero. Aseguraban que era una excursión suave, un
paseo, entre pinos, hayas, castaños; la luz perfecta.
Enseguida empezaron las primeras rampas, la
conversación ligera, divertida, todos subían con facilidad. En pocos minutos me
fui quedando rezagado, rompí a sudar y me empezó un pinchazo prolongado en la
zona lumbar que hacía que cada paso pareciera que lo diera con una bota de
plomo. Los montañeros más expertos enseguida se me acercaron para animarme,
caminaban a mi ritmo y me aseguraban que lo peor era que dejara de caminar, así
que empezamos una rutina de pasos ralentizados, como si fuera un dibujo animado
pasado en cámara lenta.
“No hables”, me repetían, “nosotros te
vamos dando conversación, tampoco mires muy lejos, no te vayas a desmoralizar,
paso a paso, sin acelerar”. Yo me llevaba las manos a las caderas y, en jarras,
jadeaba como un perro pachón, sin dejar de sudar y con la boca seca,
estropajosa.
Pasaron bien, bien veinte minutos, apunto
estuve de rendirme, de quedarme a un lado del camino y aguardarles a la bajada,
pero me aseguraron que no bajarían por la misma ruta. Seguían intentando
disimular la fatiga, el tremendo mazado que me habían dado en los riñones.
La primera media hora fue un infierno en el
que ni por un segundo me dejaron solo y eso que apenas conocía a mis
acompañantes. Se iban cruzando conversaciones de todo tipo entre luces nítidas
y calor, mucho calor.
Pasado ese primer golpe el camino empezó a
suavizarse y, con la suavidad, yo fui recuperando primer el resuello, después
el ritmo del corazón, dejé de tener la boca pastosa y pude empezar a conversar
con cierta normalidad.
A eso de las seis y media de la tarde
llegamos al primero de los miradores, con el Monasterio de San Lorenzo a
nuestros pies, una tremenda mole de granito gris destacaba en el verde intenso
de los bosques de Madrid. La ciudad al fondo, entre brumas –habían saltado las
alertas por contaminación en algunas zonas de la capital -. Hicimos las
primeras fotos y las mandamos por wasap, hay mucho incrédulo que ni siquiera
con una prueba gráfica de mi proeza podía creer que estaba subiendo Abantos,
como había hecho cuando cumplí los 16 años y fui de acampada con unos compañeros
de institutos, mi única acampada.
Llegamos a la cumbre poco antes de las
siete de la tarde y, ya de bajada, se puso el sol entre los montes de Gredos.
Más fotos en la cumbre, todo eran abrazos y risas, nadie daba un duro por mi
capacidad de sufrimiento, allí estaba yo con unos zapatos de calle, mis
pantalones vaqueros, los faldones de la camisa por fuera, el pelo enmarañado.
Los que conocían la zona nos pidieron que
no nos durmiéramos en los laureles, que la noche caía rápido y que como no
había luna enseguida las sendas quedarían en la oscuridad. Jesús y Joaquín
sacaron de las mochilas unas linternas que había que ajustarse en la frente,
unas lamparillas que yo había visto a los poceros, con las que teníamos que
apuntar a las piedras del camino. Enseguida empezamos el descenso a la carrera,
mis anfitriones eran especialistas en subir y bajar montes a la carrera; al
desmonte fuimos cruzando el bosque, apartando ramas, buscando huecos seguros en
los que apoyar los talones, porque el secreto de un descenso rápido y seguro es
clavar los talones. Culetazos, resbalones y algún que otro susto. Tensión en muslos
y gemelos. Rápidamente llegó la noche cerrada y sólo la seguridad de nuestros
guías nos hacía pensar que aquello no era una insensatez, aunque la imagen de
cuatro hombretones y una chica escurriéndose por los canchales de Abantos con
una lucecilla enganchada a la frente no dejaba de ser ridícula.
Finalmente llegamos al coche; el diletante
les debía una cena, me habían aguantado toda la excursión, se habían parado a
hacerme compañía. Espero tener la oportunidad de resarcirles con una buena
comida, pero mientras llega ese día cuando menos he de brindarles una receta,
la del cocido que no me pude tomar en el Charolés.
El cocido, por definición, no responde a
ingredientes y cánones ortodoxos, en cada casa se hacía con las piezas menos
nobles del cerdo y de la vaca.
Un cocido tiene que hacerse con vocación de
alimentar a un regimiento, aunque las medidas de mi cocido están calculadas
para seis raciones generosas.
Para preparar un cocido se necesitan 500
gramos de carne de vaca – morcillo a poder ser -, un par de huesos de caña, 125
gramos de magro de cerdo, 125 gramos de chorizo, 125 gramos de jamón magro y 50
de tocino, un cuarto de gallina, 300 gramos de garbanzos, 3 puerros, 2
zanahorias, una cebolla, un nabo, una rama de perejil y sal gorda – estos son
los ingredientes que propone la Marquesa de Parabere, a estos ingredientes yo
le añadiría un cuarto de col o de berza, cuatro tomates maduros pelados y
despepitados, comino y pimienta.
Los garbanzos – si puede ser de
pedrosillano – se ponen a remojo un día antes, en abundante agua fresca, un
puñado de sal gorda y una cucharada de
bicarbonato.
Pasadas 24 horas se escurren bien los
garbanzos y empieza la ceremonia.
Hay que buscar un recipiente amplio, un
puchero con capacidad por lo menos para 8 ó 10 litros.
Se ponen las piezas de carne – enteras –los
huesos y la gallina; si alguien se anima puede ponerle también una manita de
cerdo abierta por la mitad. Se cubre de agua fría y se añade una pizca de sal. Se
enciende el fuego y se deja que hierva a fuego alegre durante una hora.
Cuando pase esa primera hora se echan los
garbanzos – la Marquesa los mete en una malla para que no se rompan ni
descascarillen; ella recomienda que antes de sumergir los garbanzos se laven en
abundante agua caliente para que no se rompa el hervor, así se evita que los
garbanzos queden duros.
Se espuma con cuidado el guiso para quitar
impurezas, pasada una hora se baja el fuego y se añaden las zanahorias, los
nabos, los puerros, la cebolla y el perejil, dejándolos cocer hasta que los
nabos queden blandos – los nabos pueden sustituirse por patatas -. Si queremos
que el caldo quede de color un poco más tostado se pueden hervir los cascos de
la cebolla, que son un tinte natural.
Cuando el caldo esté hecho se retira hasta
dejar escurridas y casi secas la carne, los garbanzos y la primera tanda de
verdura.
En un puchero a parte se ponen las verduras
complementarias – col, judía verde, cardo, acelga -, si acaso hay que cuidar
que la verdura no sea de la que amargue. En ese segundo puchero se hierven la
morcilla, el chorizo, jamón y tocino, así el guiso queda mucho más ligero y el
sabor del caldo no queda mediatizado por las grasas del embutido. Las verduras
y los embutidos se añaden al puchero principal antes de servir el cocido para
que terminen de integrarse todos los sabores.
Luego con el puchero principal y el del
caldo a fuego suave se aguarda a los volcados en los que se sirve el cocido.
Para hacer el relleno o la pelota se pica
fino el magro de cerdo, ajo, perejil, sal, pimienta, miga de pan y un huevo
batido. Se forma un rollo, se pasa por harina y se fríe para dorarlo – puede hacerse
en rollo o en redondo, como si fueran albóndigas.
Para servir el cocido en el primer vuelco
va el caldo; hay a quien le gusta con un puñado de fideos.
El segundo vuelco es para los garbanzos, la
patata, la zanahoria, el puerro, la cebolla, el nabo, la col o la berza.
El tercer vuelco es para las carnes y la
pelota.
En casa yo suelo poner en un cacillo con
abundante aceite, los tomates pelados, abundante comino, una pizca de sal, otra
de azúcar y una pulgada de pimienta. Se deja a fuego muy suave para que
confiten hasta quedar una salsa de tomate de rojo intenso que adereza los
garbanzos y la carne.
Este es el cocido que me gustaría poder preparar
a mis guías de Abantos, con San Lorenzo al fondo y Felipe II en todo su
esplendor, aunque yo de entre todos los posibles Felipes Segundos me quedo con
los de Antonio Saura.
Buen cocido el que nos ofreces, no le falta de nada, aquí el que nos ponen está comestible, pero nada que ver con el que nos presentas. Tu subida al monte Abandos y con tu atuendo, imagino como terminarías, eres decidido, yo solo lo he visto de lejos y me ha sobrado y pensar en tu excursión, hasta me he cansado solo de pensarlo. Jubi
ResponderEliminarEstupendo cocido de gran parecido a la escudella catalana. Cada casa tiene su receta, creo. Y cómo empieza a apetecer a medida que se va acercando el invierno, a pesar de los calores que no quieren acabar de irse!
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