«De derrota en derrota hasta la
victoria final».
Es una
frase de Winston Churchill para intentar infundir ánimo a la población civil en
la época más dura de la Guerra Mundial.
A lo
largo del pasado 9 de mayo me acordé varias veces de esta frase, con la secreta
esperanza de la victoria final.
El pasado
miércoles viajé a Madrid, era el día de Europa y me habían invitado a
participar en un seminario sobre jurisprudencia europea, organizado por
distintas universidades y a celebrar en la Universidad Complutense de Madrid,
mi facultad.
Tomé el
Ave de las 7:40 de la mañana, con tiempo suficiente para poder llegar a la inauguración
y participar en las distintas mesas redondas que se celebraban a lo largo de la
tarde. Me habían propuesto hacer la intervención final para despedir el acto.
Mi billete de regreso a Barcelona era en el tren de las 21:25 horas, el último
del día, en principio tenía una cena importante en Barcelona a la que no
llegaría en ningún caso.
La
puntualidad ha dejado ya de ser una virtud, mi intervención final estaba
prevista a las 20:15 horas, disponía de poco más o menos 10 minutos para cerrar
la jornada con una intervención en la que hablaría de la película Sin Perdón,
de Clint Eastwood, mi idea era utilizar la película para intentar desmitificar
la función de los jueces.
A las
20:30 horas el salón de actos no se había abierto, se iban agolpando
tranquilamente los asistentes a la jornada, salían de las distintas mesas
redondas y talleres, gente venida de casi todas las universidades españolas.
Abrazos, saludos y ganas de marchar a cenar. No me quedó mas remedio que
advertir a los organizadores que mi tren salía en poco menos de una hora, no
quería ser descortés, ni mucho menos, con mis anfitriones, pero la situación
estaba empezando a ser angustiosa.
Por
fin se abrió el salón de actos y se fueron sentando los asistentes. Yo había
colocado mi reloj sobre la mesa. La ventaja de un auditorio ya cansado es que
una intervención breve y con un punto frívolo se agradece, así que empecé a
contar las aventuras de los pistoleros en Big Whiskey, su mala puntería, sus
lloros en el cuarto de baño, su falta de principios, el choque entre ley y
justicia… Los minutos pasaban sin piedad.
A las 20:48
concluí mi intervención y salí como alma que lleva el diablo, sin quedarme a
recibir los aplausos de cortesía. Mientras abandonaba el edificio tecleaba
nervioso el encargo de un Cabify, quien conozca la zona de la complutense sabe
que no es fácil encontrar taxi en Madrid a esa hora y por aquellos lugares,
además en Cabify te cargan el trayecto directamente a la tarjeta, un precio
cerrado antes de iniciar el viaje, mucho más económico que el taxi
convencional.
En la
pantalla de mi teléfono indicaban que el vehículo llegaría en 5 minutos, al
final fueron tres. Salí a la carretera a recibirlo con el reloj al filo de las
nueve de la noche.
En el
navegador del vehículo indicaban que llegaría a mi destino a las 21:35, 10
minutos después de la hora de salida. Catastrófico.
El
conductor preguntó: ”Prisa”. Contesté: ”Un poco”. Continuó: “pues esta Madrid
fatal”. Me infundió ánimos.
Mientras
el coche enfilaba en dirección contraria a la que pensaba correcta, empecé a
navegar por internet buscando una alternativa en avión. Catastrófico, ya no hay
vuelos nocturnos a Barcelona, el único avión disponible salía a las 21:45 horas,
imposible llegar al aeropuerto.
El
conductor entró en un puente de nueva planta, lleno de limitaciones de
velocidad y de advertencias de radares. El conductor no subía ni un kilometro
del límite indicado. Ambos en silencio.
Sin
embargo, obró lo que parecía un principio de milagro ya que la hora estimada de
llegada se fue reduciendo y estaba ya sobre las 21:25 horas. Pequeña alegría
pues el control del tren cierra dos minutos antes.
Salimos
del centro por la plaza de Pirámides, yo empecé a halagar al conductor y las
bondades del servicio. El chico, seco pero correcto, me dijo que era bueno para
el cliente, pero que para el conductor era un suplicio, horarios infinitos,
poca cobertura económica, jefes tiránicos. Él estaba estudiando para pasar las
pruebas del taxi y comprar una licencia.
Hilvanamos
varios semáforos en verde. Arañamos unos minutos más al reloj. A las 21:20
horas estábamos en la entrada de Atocha. Salí disparado del coche, arranqué un
largo sprint hacia la puerta de entrada, las rampas de descenso al control de
equipajes. En la primera curva salieron despedidos varios papeles de mi
mochila, mal cerrada. Me revolví sobre mí mismo y cogí al vuelo carpetas y
documento.
No
había cola en el control, de hecho, no salían más trenes. Lancé la mochila dentro
del scaner. Las 21:22, había batido algún record mundial de la distancia. Pese
a ello la puerta de entrada del Ave era la tercera, es decir, al final del largo
hall. Menos mal que la azafata que controlaba el acceso final mi hizo un gesto
que tomé como de esperanza. Me indicaba que ralentizara mi paso, no sé si
porque ya no había remedio o si se apiadaba de mí.
Pasé
el control final con cierta calma, el tren estaba esperándome y todavía tras de
mi llegaban un par de viajeros todavía más rezagados.
Entré por
el primero de los vagones, dispuesto a recorrer el pasillo con la tranquilidad
de saber que no había perdido el tren, había evitado la catástrofe de tener que
dormir en un hotel cerca de la estación y coger el primer Ave de la mañana
siguiente, que salía a las 5:30 de la mañana. Si eso era poco, peor era decir
en casa que había perdido el último tren.
El
último Ave estaba atestado. Yo caminaba victorioso por el pasillo, buscando mi
vagón y mi asiento. El titánico esfuerzo empezaba a pasar factura y rompí a sudar,
una catarata de sudor.
Paré
en el vagón bar y compré dos botellas de agua de las de medio litro, del primer
trago agoté la primera de ellas, eso acentuó el ritmo del sudor.
El
último Ave del día normalmente va lleno de derrotados, muchos de ellos habían
viajado conmigo por la mañana. Ahora estaban ojerosos, las camisas desenfaldadas,
los cuellos desbocados, las chaquetas como acordeones. Las mujeres con el
maquillaje que las convertía ya en un pingajo.
Los
más atrevidos se aflojaban el nudo de la corbata, otros incluso se la habían
quitado ya. Yo soy de los que al entrar en el tren ajusto el nudo un poco más e
intento que los faldones de la camisa vuelvan a su ser. Si el nudo se afloja me
derrumbo.
En ese
último Ave es esencial no dormirse, porque si te das una cabezada te juegas la
noche. Hay que mantenerse firme, erguido, en guardia.
El
último Ave de la noche es el Ave de los derrotados, de los que no tienen muchas
más opciones. Gente ya sudada, sobre todo con los primeros calores, sometida al
malcomer de un día fuera de casa, llegan efluvios a embutido barato, a
tortillas de patata hechas con huevo artificial y sándwiches con queso industrial.
El café huele ya amargo y la fatiga convierta a todos en zombis irritables.
La
gente ya no se preocupa de escuchar música con auriculares, las conversaciones
por teléfono son ya indiscretas, nadie acude a la plataforma para llamar.
Los
vagones atestados. Avancé a duras penas, mandé un mensaje a casa diciendo que
había cogido el tren en hora. Me acomodé en mi asiento, a mi lado una chica
china tecleaba frenética el teclado de un teléfono de gran envergadura, el
texto que escribía era en grafía oriental. El contacto físico codo con codo en
el tren nos convierte en comadres involuntarias. Tenía el cargador del teléfono
enchufado, un cargador con adaptador que impedía que yo pudiera conectar mi
ordenador o mi móvil.
A
duras penas pude sonreírla y gesticular que debía conectar alguno de mis
aparatos. La chica, todo amabilidad, desconectó su aparatoso cargado y dejó que
colocara el mío, luego encajó como pudo sus instrumentos y, sin dejar de sonreír,
me preguntó que de dónde era. Le contesté en inglés. Ella quedó sorprendida de
mi buen nivel de inglés, lo que evidenciaba que su inglés era nefasto ya que el
mío es de mera supervivencia.
Mantuvo
el interrogatorio, sobre mi profesión, el motivo de mi viaje y sobre lo que
escribía en la pantalla. Yo lucía mi anillo de casado como escudo protector e
intentaba responder con frases vagas pero cordiales. Ella me dijo que trabajaba
en una fábrica de gafas en chica, como diseñadora y que viajaba a Barcelona para conocer el
funcionamiento de Inditex, tenía programada varias visitas en Barcelona. Me
indicó que la gran maleta que se mantenía milagrosamente suspendida sobre la
bandeja que había encima de nuestra cabeza era suya. Recé para que no nos descalabrara.
Me
ajusté los cascos para intentar desconectarme de mi acompañante accidental.
Ella se hizo un ovillo imposible con la intención de descabezar un sueño,
consideré que no era conveniente advertirla de su error, pero aquella ráfaga de
sueño me daba tranquilidad.
Yo me
sumí en meditaciones profundas, no había dejado de sudar, mi camisa Oxford azul
estaba empapada y yo me preguntaba porqué seguían de moda los pantalones de
tiro bajo, los que hacen que quienes somos de natural robusto no podamos
disimular nuestras carnes tolentas, que se precipitan por encima del cinturón.
Si optamos por los pantalones de tiro alto corremos el grave riesgo de parecer
paletos o anticuados, así que, mientras imperen las modas, nuestras lorzas
asoman sin rubor.
Fruto
de esa reflexión decidí no someterme a los riesgos de los bocadillos gomosos y
caros del Ave. Me conformaba con dar traguitos cortos a la botella de agua.
Es
difícil no sucumbir a las oleadas de sueño que circulan por los vagones.
Resistí como pude, primero trabajando, después leyendo El Coloso de Marusi, un
libro de viajes por Grecia de Henry Miller. Era complicado resistir, sobre todo
cuando la compañera de mi derecha, que seguía aovillada, resoplaba feliz y
ajena al tiempo.
La cobertura
de internet fallaba, además me había dejado el pincho en casa y sólo podía
valerme de la red intermitente del móvil. En estas condiciones también se
complicaba lo de sacar a pasear al diletante.
Entorné
los ojos para concentrarme, bien es verdad que estaba a punto de vencerme el
sueño, pasaban ya de las 22:00 horas y hay que ser un animal mitológico para
resistir.
Llevaba
días pensando en escribir sobre el orégano, creía que obtendría mucha
información. Había revisado en vano los libros de cocina de casa, incluso los
libros sobre especias que había comprado últimamente. Miles, millones de
recetas llevan orégano, hay cientos de referencias puntuales en los libros,
pero poca información articulada.
Intentaba
recordar a qué olía y a qué sabía el orégano, que me aportaba cuando cocinaba
con él.
Es muy
complicado describir sabores y olores, siempre hay que referenciarlos a sabores
y olores que estén el acervo común de quien pueda leerte o escucharte.
Describes poniendo en referencia con algo.
El
orégano es una planta aromática compuesta por un estearopteno y dos tipos de
fenoles, principalmente carvacrol y en menor proporción timol.
Las raíces contienen
estaquiosa y los tallos sustancias tánicas
(Wikipedia dixit).
Los
fenoles consumidos en altas cantidades pueden llegar a ser tóxicos, no en vano se
liberan fenoles con la combustión de la gasolina.
Los fenoles
son volátiles, cualidad de lo aromático. Antiguamente el orégano se utilizaba
como un potente desinfectante, los ácidos aromáticos tienen gran capacidad
destructora de las bacterias. También hay referencias al orégano como sustancia
fumable.
Cuando
es complicado describir un elemento de cocina los recetarios dicen que su uso
aporta personalidad, y se quedan tan anchos.
El
orégano suele utilizarse en su versión seca, de hecho, es mas conocido, o por
lo menos reconocible, su sabor y olor cuando se utiliza seco. He tenido muy
pocas ocasiones de probar orégano fresco. Tiene cierto sentido no usarlo fresco
ya que la presencial de fenoles es más intensa en las hojas frescas lo que puede
llevar a que las comidas amarguen.
En el
blog Diario de un Brocheta aseguran que su sabor es cálido y aromático,
ligeramente amargo y con un toque acre.
Normalmente
el orégano se utiliza con otras especias (pimienta, albahaca) y entre todas sirven
para amalgamar un guiso, o para eliminar el punto ácido del tomate o del queso.
El uso
del orégano garantiza a quien cocina cierto poder evocador, quien pruebe un
plato condimentado con orégano inevitablemente se hundirá en el recuerdo de las
salsas italianas (sobre todo la salsa al ragú – lo que aquí llamamos boloñesa)
y las pizzas más sencillas. Conseguir ese influjo evocador es garantía de
éxito.
Mis
disquisiciones sobre el orégano me llevaron a plantearme un reto sencillo, del
de cocinar un plato donde el elemento predominante fuera el orégano, así sería
capaz de sintetizar sus virtudes, de describirlo con mayor precisión.
Puede
que me venciera el sueño y diera, al final, alguna cabezada.
Pocos
minutos antes de llegar a la estación de Sans en Barcelona, las ánimas que vagaban
tristes por los vagones se incorporaron, reconstruyeron sus ruinas, engancharon
sus maletines y bolsas de viaje y acudieron hacia las salidas. Las colas
reconfortan a los moribundos. A todos nos conducía la voluntad de huir del
tren, como si fuera a precipitarse al vacío en unos segundos.
Hombres
y mujeres inquietos, viendo como el tren avanza por largos andenes que desde
minutos antes de llegar a la estación flanquean su ruta. El contacto humano se
comprime y con él el intercambio de olores, no muy agradables al filo de la
medianoche.
No
salí de entre los primeros, mis hábitos corteses me impiden dar empellones y
suelo ayudar a los turistas que viajan cargados, son los únicos joviales en el
Ave de la medianoche.
Mi
cortesía hace que llegue rezagado a la fila de los taxis, aunque la posibilidad
de respirar al aire libre unos minutos me reconforta.
El recorrido
en coche hasta casa se hace pesado, sobre todo si el taxista es inexperto y te
pide indicaciones. Mi barrio está en obras y hay un pequeño laberinto, nada mitológico,
para conseguir llegar a la puerta de mi casa.
Llegué
pasadas las doce, la casa en silencio, todo el mundo dormido. Hay un pequeño
código no escrito que me obliga a hacer el mínimo ruido posible, a no perturbar
el sueño de la familia. Romper ese primer golpe de sueño está castigado con la
ira.
Me
desnudé a oscuras, en el salón, dejando las prendas colgadas sobre los
respaldos de las sillas. Por fin me quité la corbata. Entré a tientas en la cocina, di un bocado a
unos filetes de lomo de cerdo con queso que habían sobrado de la cena de los
niños (es imposible domeñar al devorador que llevo dentro). Abrí el cajón de
las especias, encontré el bote con orégano y dí una profunda bocanada, un
festival de fenoles y taninos que esperaba me condujera al sueño.
No
pude encender la luz para leer, me costó conciliar el sueño. Las noches que
llego de viaje quedo en una duermevela intelectualmente creativa (llegan
pequeñas oleadas de sueño que te colocan al borde de la ficción, consigues
tener ideas muy brillantes que se han olvidado antes del amanecer). Lo cierto
es que el orégano estuvo rondándome toda la noche, por lo menos hasta las 6 que
me levanté, cansado de dar vueltas.
Volví
a inspirar otra bocanada de orégano. Ordené la ropa dispersa por el salón.
Pasé
la mañana como buenamente pude y, al llegar el mediodía, compré calabacines y
champiñones. Puse a hervir abundante agua para cocer unos spaguetis.
Piqué
primero los calabacines en pequeños dados, los coloqué en un tupper de cristal de
esos que tienen la tapa con una pequeña válvula para que respiren los
alimentos. Salé ligeramente los calabacines picados y les añadí un chorro
generoso de aceite. Programé el microondas a máxima potencia y dejé que se
cocieran en su propio jugo. Pasados los primeros 2 minutos espolvoreé sobre
ellos una pizca generosa de orégano, otra pizca mucho más generosa fue al agua
donde se cocinaría la pasta.
Lavé y
limpié los champiñones, los corté en cuartos y los incorporé al tupper con los
calabacines ya medio cocinados (llevaban poco más de 5 minutos en ese proceso
que cabalga entre el hervido y el sofrito). Añadí un poco más de sal y otra
pizca, más comedida, de orégano. Reprogramé cinco minutos.
Mientras
aquello se cocinaba piqué una cebolla hermosa, las cebollas tienen que ser
hermosas y tersas. También fue al tupper y también se sometió a unos minutos de
radiación.
Creo
que al final la verdura no estuvo más de doce
o trece minutos en guiso, me gusta que quede un poco entera.
Los
espagueti estaban ya cocidos. Los escurrí, apartando un poco de agua de
cocción, los había dejado al punto.
Una
vez escurridos aproveché la olla en la que los había preparado para voltear el
contenido del tupper, antes engrasé el fondo de la olla con un chorro de aceite
de oliva. A fuego muy suave reanimé a las verduras y añadí la pasta recién cocida
con un cuartillo del caldo de cocción. En la nevera había unos tomates cherry que también fueron
al guiso.
Añadí
una nueva pizca de orégano al combinado, no en vano el platillo era un homenaje
a este condimento. Dejé que cociera todo tres minutos y luego alagué el fuego
sin levantar la tapa. Ya estaba preparado el guiso que me permitiría
reivindicar al orégano.
Ni
decir tiene que me supo a gloria, puede que porque el día anterior había
malcomido y el desayuno tampoco había sido ejemplar. Un plato de pasta siempre
es un plato de pasta.
Para
acompañar al plato he elegido un cuadro de Turner, una explosión de luz.
Turner, sobre todo en su última época, fue un genio de la luz. Se sintió
fascinado por los trenes, como yo.
Me he reído con ganas...
ResponderEliminarY la receta me encanta. La pasta es uno de mis fuertes.
LSC
Leyendo tu entrada me he agotado de la paliza de viaje, admiro tu aguante, y no olvido las tres porras de tu desayuno que eran de "reglamento". Hoy tengo pasta para comer, pero nunca será parecida a esa tan rica con la que nos has deleitado, es nuestro santo patrón. Jubi
ResponderEliminarUfff. Vaya velocidad de relato y encima al final yo sin esos súper espaguetis. He descubierto que comiendo nueces te duermes muy deprisa. Ya sabes, no te quedes en vela respirando orégano. Cl.
ResponderEliminarLeerte siempre es un placer. Solo espero que ningún italiano se ofenda por tu comparativa. Este año ha aparecido una pareja entreñable en la vida que comparto con mi marido. Viven en Bolonia, ciudad pequeña, con historia y carismática, a la que visitamos en cuanto nos lo permiten (las circunstancias). Bien, el tema del ragú es una tradición casi religiosa en Bolonia. Su cocción necesita cerca de tres horas, información que he obtenido de diversas fuentes fidedignas (camareros, cocineros aficionados y otros). En mi total desconocimiento cuando pregunte sobre el “ragú” que refería la carta del restaurante y obtuve una breve exposición cometí un grave error al aludir a la salsa Boloñesa para mostrar mi comprensión. De tal comparativa fluyó una larga explicación casi en tono reprimenda por quien tomaba nota de mis deseos culinarios...también de los comensales boleñeses que nos acompañaban. Toda una ironía.
ResponderEliminarSi de una escena reconocida (no llego, no llego!) y una sensación de desgracia vital (qué hago yo aquí sudando de esta manera a estas horas de la noche pudiendo estar en mi casa: pringao!) consigues escribir este relato, no hay duda: huele a novela. Si el AVE te lleva al oregano, donde te llevará Vueling?. Francamente, me siento ya a esperar la novela que, seguro, te está esperando. Con un poco más de duermevela seguro que te llega. We'll be waiting
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