jueves, 3 de mayo de 2018

Cap. CDXLI.- Del caldo al ramen y del ramen al caldo. Una estupidez circular.


Parece que empiece como las películas de la Guerra de las Galaxias: “Hace mucho tiempo en una galaxia muy lejana”. Mañana día 4 de mayo es el día de la fuerza (May the force by with you). A partir de ese juego de palabras (May the fourth), los cuatros de mayo se celebra el día de star wars.

Me he levantado pronto, estoy muy disperso, puede que eso justifique que ya desde la primera frase empiece a derivar.

Lo cierto es que quería escribir sobre un recuerdo de mi adolescencia, una tontería, como siempre. Hubo una época, cuando cumplí 18 años, que iba a estudiar al Ateneo de Madrid; la verdad es que estudiaba poco, terminé presentando películas para el cine fórum del Ateneo (pocas sesiones, es verdad), para una de ellas invitamos a Fernando Trueba y Antonio Resines, queríamos revisar Ópera Prima. Recuerdo que para arrancar el debate le dije a Trueba que quería hacerle una pregunta que podía resultar un poco tonta. Con gesto serio me miró y me dijo que si la pregunta era tonta casi mejor que lo la hiciera. Ese fue mi principio y mi final en la comisión de cine del Ateneo.

La cuestión es que yo salía por la mañana temprano de mi casa, con mis libros bajo el brazo. En Madrid el frio de noviembre es intenso, cae casi de golpe. Iba en metro hasta Sol y desde allí caminaba unos minutos hacia la calle del Prado. En el primer tramo de la carrera de San Gerónimo, antes de llegar a la plaza de Sevilla, estaba Lardhy, supongo que sigue existiendo. Era un restaurante de toda la vida que en la antecámara, antes de entrar al comedor, había una pastelería donde vendían a primera hora sándwiches y bocadillos de pan de chapata (a finales de los años ochenta del siglo pasado aquellos pequeños bocadillos eran algo exótico, nada que ver con la actual invasión). Presidía la sala un gran samovar lleno de caldo de pollo, un caldo claro y suave que vendían por tazas. No recuerdo que fuera muy caro, sí recuerdo que reconfortaba. No era nada sofisticado.

La barra de Lardhy era un lugar de contrastes en el que nos juntábamos estudiantes con el pelo alborotado y señoras mayores, de las de Madrid de toda la vida, con cardados imposibles.

Tomarme ese caldo caliente me hacía sentir especial, era el colmo de la sofisticación antes de enfrascarme en el pretendido estudio de la historia del derecho y del derecho romano.

El tiempo pasa y no guardo contacto con la gente que conocí durante aquellos meses de intensa vida de Ateneo. Una pena imputable a mi dispersión.

La cuestión es que siempre he sido muy sopero y aquel caldo de Lardhy humeante y gustoso sigue enganchado al fondo de mi cerebro, hasta el punto de que llevo décadas buscando el caldo ideal.

Todo este preámbulo, Galaxias incluidas, me lleva a lo que quería contar. A finales de diciembre viajamos toda la familia a Tailandia, una pasada. Un viaje para escribir un librito a base de anécdotas y pequeñas aventuras. Viajar con niños siempre genera pequeñas aventuras, no como las de Bruce Chatwin - ya está casi todo descubierto y en los viajes hay mucho adocenamiento -, pero aventuras, al fin y al cabo.

Una de las escalas del recorrido era Chiang Mai, una ciudad al norte del país, cerca de la frontera con Birmania, desde allí podíamos visitar la selva, ver elefantes… Llegamos al hotel casi cuando anochecía, los niños tenían hambre y el hotel no estaba cerca del centro. Llegábamos cansados y con pocas ganas de movernos, aunque el hambre era atroz. Los niños pueden ser terribles cuando tienen hambre.

La recepcionista del hotel nos dijo que calle abajo había un mercado y que allí podíamos comer algo. En Tailandia aprovechan el entorno de los mercados para instalar pequeños chiringuitos de comida callejera.

La noche era ya cerrada, Chiang Mai está cerca de una zona montañosa y hacía frio. El barrio no estaba especialmente iluminado, el mercado había cerrado y solo quedaban puestos callejeros encajados bajo los soportales de una gran nave industrial. Puestos destartalados, casi en penumbra.

Seguramente la estampa no era idílica, puede que los puestos estuvieran entre grandes contenedores de basura, que hubiera charcos en el suelo, no había llovido pero los grandes expositores de pescado, ahora vacíos, mantenían la temperatura a base de hielo. Días después vimos que los comerciantes de los mercados limpiaban ellos mismos las paradas a golpe de manguera y baldes de agua.

Junto a los puestos de comida había grandes baldes de agua y, a última hora de la noche, cuando llegamos, estaban fregando en la calle los cacharros.

Pese a todos los pesares, la verdad es que estábamos hambrientos y los puestos seguían con vida, muchos turistas – es verdad que mayoritariamente mochileros – aprovechaban para cenar a esa última hora. Había parrillas con pinchos, grandes cacerolas con todo tipo de carnes guisadas, pescados a la brasa, incluso puestos de crepes. Un festival.

Los niños se emocionaron, por el equivalente a 20 céntimos de euro podían comerse una brocheta de pollo o un plato de fideos.

Fuera de la primera línea de puestos (nada que ver con la sofisticadas food track que se han puesto de moda entre el hipterato) había una señora muy mayor que vendía pollo guisado, un pollo hecho de modo muy sencillo. Vendía las últimas piezas. Yo le pedí un trozo de pechuga que me pareció especialmente blanco, especialmente sencillo y saludable. Me colocó el trozo de carne sobre un plato de papel, cogió las monedillas que le ofrecí y cuando estaba ya dispuesto a irme (la bebida se compraba en otro chiringuito y había que buscar sitio en unas mesas comunales que había detrás), me hizo un gesto para que esperara, se dio media vuelta, cogió un cazo y vertió una generosa razón de caldo en un cuenco. Me fijé que tras la señora había un gran bidón de caldo sobre un mínimo infernillo de gas. Allí había guisado los pollos, aderezados con unas pocas hierbas. No sé cuantas horas había estado ese bidón al fuego, no sé cuantos litros de agua había utilizado para cocinar los pollos.

Cuando tenía el cuenco ya en mis manos la señora me hizo otro gesto, no debía impacientarme, trajinó con otro cazo y metió un manojo de hierbas frescas en el caldo humeante y un manojo de fideos gruesos ya hervidos. Removió con un cucharón de plástico y alzó ligeramente las cejas, de ese modo me comunicaba que ya podía irme. Hice el ademán de pagarle el plato de sopa y moviendo con desdén la mano derecha desmadejada me indicó que podía retirarme, que en las monedas entregadas estaba incluido todo el festín.

El caldo era maravilloso, supongo que un viajero precavido y algo aprehensivo hubiera visto en ese mercado, en ese puesto y en esa señora un avispero de gérmenes de todo tipo dispuestos a mandarme de regreso a casa con fiebres y retortijones, pero no, aquel caldo era delicado, sabroso, sin restos de grasa. El sabor del caldo me llevó de nuevo a mis visitas a Lardhy. Caldo de pollo con verduras, poco más. Sencillo y humilde. Tomé muchas sopas en Tailandia, todas ellas deliciosas, cada una distinta. Las tomaba incluso de desayuno. Cada una de las sopas del viaje a Tailandia merece una entrada completa en el blog, sin duda las tendrán, hay tiempo.

Recordando aquellas sopas, y las sopas de mi infancia y adolescencia, paseo ahora por Barcelona, mi ciudad, y veo que proliferan los restaurantes de Ramen, hay quien cobra quince o veinte euros por un tazón de caldo con tropezones, un caldo que tienes que tomarte en una barra alta, incómoda, dudando de si has de utilizar los palillos para enlazar los gruesos fideos, o manejar el cucharón que casi no cabe en la boca para capturar un poco de caldo. La religión del ramen urbano en Barcelona tiene sus devotos, también sus estigmas, estigmas que se convierten en lamparones sobre la chaqueta o la camisa porque los fideos gordos se escurren y gotean. Mucho postureo en el ramen urbanita, mucho pintón haciendo cola en la calle para que le vean comprando caldo en tazas. Cada vez que caigo en la tentación de tomarme un tazón de ramen (caigo con frecuencia) me acuerdo de mis caldos en Lardhy y mis caldos tailandeses.

Es curioso porque esos caldos soñados exigían largas cocciones, sin embargo, en boca quedan muy ligeros.

Esta noche, en la que he dormido poco, cuando quedan unos minutos para amanecer, he recopilado algunos pequeños secretos que creo que pueden explicar porqué las sopas que tomé en Tailandia, sobre todo la de la señora del mercado que hay en Chaing Mai, junto a la muralla, eran especiales.

El primer secreto, puede que el principal, para tomarse un plato de sopa hay que tener hambre, mucha hambre, y estar cansado, muy cansado. La sopa así sienta como un elixir.

Segundo secreto, no menos importante, las sopas están rodeadas de misterios, de vapores, han de ser o muy sofisticadas (el samovar plateado de Lardhy presidiendo un salón rococó) o muy humildes. Puede que haya algo exotérico, casi brujeril, en la vieja removiendo un caldero bajo los soportales de un mercado de abastos.

Tercer secreto, la cocción sea larga o corta debe hacerse sin piezas grasas de animales. Aunque nos empeñamos en convertir los caldos en un popurrí de cerdo, ternera y pollo, puede que los caldos monotemáticos sean mucho más agradecidos, sobre todo el caldo de pollo, o de huesos de pollo.

Pese a que la dogmática sopera francesa aconseja tostar previamente los huesos y la carne, aconseja pasarlos por el horno durante unos minutos para que se doren, lo cierto es que los caldos Tailandeses de pollo crudo son muy ligeros, cristalinos.

No creo que haya que anegar de verduras la olla, bastan unos puerros, unas ramas de apio, una cebolla y zanahorias. Mi experiencia me dice que si la verdura está previamente pelada el caldo no tiene ese punto final de amargor. Esa misma experiencia me recuerda que si utilizo huesos de pollo los limpie bien, que no queden restos de higadillos o de vísceras. A veces las carcasas tienen algo de hiel y esos restos terminar por darle un punto astringente al caldo.

Cuando se hace caldo hay que hacerlo a lo grande. No tiene sentido hacer un litro de caldo. El caldo se hace en grandes perolas colmadas de agua.

Poca sal, sobre todo al principio. A veces es mejor sazonar casi al final y hacerlo con mesura. Hay muchos ingredientes que aderezan el caldo sin necesidad de sal (las puntas de jamón, el tocino en salazón, los huesos blanqueados).

Intentando recuperar el camino del caldo tailandés, los caldos tailandeses porque todos eran distintos, creo que el secreto estaba en hacerlos solo de pollo. Ellos le dan un punto especial al caldo utilizando jengibre crudo y nabo chino (ese nabo muy alargado de color blanquecino). En la base del caldo no hay muchas hierbas aromáticas, las añaden al final, cuando te sirven el cuenco. Allí es cuando te ponen las hojas de cilantro, o de menta, cuando sumergen acelgas tiernas o espinacas. Remueven bien y dejan que se cocinen levemente justo antes de tomar la sopa. También las he probado con cebollino fresco, con perejil. Lo importante es que la verdura quede casi cruda.

La pasta no está hervida con el caldo, la pasta la hierven a parte y también la añaden al servir. Grandes fideos de harina, o trozos desiguales de pasta, como placas de lasaña cortadas.

La sopa lo tolera casi todo, en Tailandia recuerdo la afición por ponerle pequeñas albóndigas de carne de cerdo, o piezas de tofu, incluso porciones de oreja de cerdo, huevos cocidos …. Todo lo comestible puede sumergirse en un cuenco con caldo.

Adjunto dos links con recetas o referencias de ramen, quien acuda a estos enlaces comprobará que las propuestas gastronómicas de estas páginas (todas ellas respetables, yo las consulto habitualmente) están un poco alejadas de cuanto he contado y comentado aquí.





Creo que el caldo es caldo, que cuando acudimos a la liturgia del ramen olvidamos que en sus países de origen el ramen no es sino la más modesta de las sopas, hecha con lo que nadie quiere, con lo que termina sobrando.

Cierro la entrada con una naturaleza muerta de Chardin, viendo sus cuadros uno imagina que Chardin quedó subyugado por las sopas.
Resultado de imagen de Chardin soup

1 comentario:

  1. El caldo estaría buenísimo pero yo sería incapaz de probarlo, en esos lugares creo que se me quitarían las ganas de comer, no dudo que sean lugares interesantes, pero para mí mejor verlos en fotos, soy un poco rarita, eso sí, el caldo de Lardi sí que me gusta. Jubi

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