jueves, 7 de marzo de 2019

Capítulo CDLXIX.- Rutina de la rutina.


Llevo días sin escribir, ando metido en más líos de los que puedo gestionar de manera razonable, como siempre. Estoy intentando inventariar las recetas de todos estos años (en abril el blog cumple 8 años) y me está costando más de lo que preveía. Estoy preparando una hoja exel que pueda servir como índice ordenado u ordenable de las recetas completas vinculadas a cada una de las entradas, con un par de referencias claves que puedan ser útiles. Cuando lo termine lo pondré a disposición de quien le pueda interesar.

Como digo, me está resultando más pesado de lo previsto, he referenciado 150 recetas y calculo que puedo llegar a las 500, una cifra más que razonable. Si tuviera que imprimir en papel todos los capítulos me saldría un volumen de más de 2000 páginas, todo un mamotreto, un dietario gastronómico, pero también un diario personal y emocional donde he recogido una parte de lo que he vivido, sentido y disfrutado durante estos años cruciales… Bien mirado, todos los años terminan siendo cruciales, así que vaya chorrada lo de categorizar el tiempo.

En ocasiones, cuando mi ego se viene arriba, pienso que, cuando pase el tiempo, mis hijos, o puede que mis nietos, puedan descubrir alguna cosilla más de su padre/abuelo. En los momentos en los que mi ego queda absolutamente descontrolado, fascino conque las páginas del Diletante, debidamente revisadas y corregidas, puedan ser un remedo de los Ensayos de Montaigne, eso sí, adaptados a un mundo más frívolo que el del viejo “señor de la montaña”.

Estoy revisando desde el principio cada una de las entradas con el fin de expurgar las recetas, a veces me quedo embobado con la parte del relato que va más allá de los fogones; supongo que me trae a la memoria situaciones personales que, por la razón que sea, me obligan a repensar y a revivir.

Es inevitable que evalúe mi propio trabajo, de manera crítica normalmente ya que intento domeñar mi ego. He localizado algunas de las entradas más pobres, las menos visitadas, siento por ellas un cariño especial, a mí me parecen las mejores, sin embargo, las pobres han quedado huérfanas de visitas y de comentarios.

Sé, porque así lo he comprobado, que los navegadores de internet son caprichosos y que suelen redirigir a los navegantes a páginas muy determinadas. También sé que la pantalla agrupa en muchas ocasiones diez o doce entradas sucesivas, de modo que una entrada de las semiabandonadas puede haber sido muy leída, sobre todo si se encuentra cerca en el tiempo o en el espacio de la red a otras más visitadas.

Sé, también, que en los últimos años los boots y los malewares invaden la mayoría de las páginas web y eso hace que, de repente, uno pueda tener mil visitas direccionadas desde Rusia o desde Malasia, o que, en ocasiones, las indicaciones que me llegan de las rutas de acceso a las páginas del Diletante terminen depositándome en páginas web de contactos bastante cutronas.

Es complicado saber cual es el impacto real y efectivo de lo que escribo y deposito en ese limbo informático al que llamamos red. Hay miles de páginas, miles de blog, millones de referencias verdaderas o falsas que comparten ese espacio virtual en el que es complicado evaluar cuanto hay de real y cuanto de ficticio. Son las reglas del juego.

Es un juego divertido que, por lo menos en mi caso, se acepta sin mayores preocupaciones que las de preservar esferas muy concretas de mi intimidad y de la intimidad de las personas a las que aprecio y respeto.

De entre mis páginas huérfanas hay una especialmente desahuciada, apenas ha tenido una cuarentena de visitas a lo largo de los últimos 8 años, de esas visitas una parte importante son las propias mías (que no deberían contar), por lo que parece casi nadie ha reparado en esa entrada que se titulaba rutinas y que data de finales de agosto de 2011 ( https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/08/cap-li-rutinas.html).

La he leído y releído en muchas ocasiones, curiosamente es de las entradas que más me definen como Diletante, la más cercana a mi educación sentimental. Por lo que recuerdo, la escribí puede que el último o penúltimo verano que pasamos en Mallorca. He vuelto a la isla en infinidad de ocasiones, pero desde hace años, desde la crisis económica, terminaron, por el momento, mis veranos en la isla.

Si recopilara todas mis entradas vinculadas directa o indirectamente en las islas podría escribir un voluminoso libro. Mallorca es un referente básico en mi vida, supongo que cada uno tiene sus referentes territoriales y tiende a idealizarlos. He escrito mucho sobre Mallorca, una isla más soñada que vivida, seguramente mis impresiones están llenas de lugares comunes y de falsedades, pero a mi me gusta mantener ese territorio mágico en el que todo puede ser especial, incluso tomarse un café por la mañana.

En la entrada escribo sobre mis madrugones, una circunstancia habitual en mi vida, hablo sobre el placer de escapar sigilosamente de la casa mientras los demás duermen, de disfrutar de la apertura de los primeros comercios, de la búsqueda de los primeros cafés (ahora casi no tomo café, me machaca el estómago). Habla de esas horas del día en las que se cruzan quienes apuran los últimos tragos de la noche y quienes buscan las primeras bocanadas de aire de la mañana. Gente que se observa perpleja y, normalmente, se respeta en silencio o, a lo sumo, con un leve gesto que esboza un mínimo saludo.

He disfrutado recordándome a mi pescadera de Campos, creo que todas las pescaderas (y todos los pescaderos) tienen una historia que contar, una peripecia personal, una aventura de dimensiones mitológicas. Aquella pescadera no ponía los precios del género que vendía hasta que no recibía las noticias de su marido, que le informaba de cómo se ofrecían en otras plazas las piezas más demandadas. La pescadera colocaba en el mostrador mimosamente los pescados y los mariscos y esperaba a que su marido le dijera si en la capital la gamba iba a treinta y cinco o a cuarenta y cinco euros, según el tamaño, la demanda, o el capricho del mercado. Ella siempre ajustaba sus precios con una mínima rebaja respecto de los competidores directos, así, a las 11 de la mañana todo el pescado estaba vendido y podía marchar a la playa con sus hijos.

La receta de aquella entrada titulada Rutinas era una receta de gambas (he inventariado hasta 68 entradas en las que hablo o escribo sobre la gamba), un plato que he hecho infinidad de ocasiones, uno de los más preciados en casa, sobre todo por los niños: Fideos con gambas o fideuá de gambas.

Pese a que soy extremadamente indisciplinado en la cocina (en realidad en casi todo, soy ontológicamente indisciplinado), la receta de fideos con gambas la hago siempre igual, funciona como un mantra que me da paz. Hay gente que va a misa una vez por semana para encontrar el equilibrio espiritual, o para redimir sus pecados. Yo redimo los míos repitiendo sacramentalmente la receta de los fideos con gambas.

Siempre el mismo calibre de fideo, el fideo ligeramente curvado y hueco que se vende en paquetes de 500 gramos, utilizo un paquete si comemos los 4 fijos en casa, añado un poco más si espero invitados. Me gustan los fideos de la marca Gallo, nadie piense que se trata de una publicidad interesada, no he recibido nunca una indicación directa o indirecta de ninguna marca para que la promocione. Pero la marca Gallo en mi caso y para mi generación tiene un componente erótico (soft en todo caso) ya que durante un tiempo las anunciaba una Sofía Loren todavía voluptuosa (he de decir que la Loren sigue siendo una señora absolutamente voluptuosa a sus 84 años).

La cuestión es que los fideos de Gallo funcionan en mi caso como las galletas mágicas de Alicia.

Podría buscar alguna variante u originalidad a la hora de abordar la receta, pero me da miedo romper el hechizo, por eso mi memoria me lleva a reproducir de modo casi automático una receta que he preparado cientos de veces.

Elijo dos cebollas hermosas, cebollas dulces, blancas por completo. Las pelo, quito la primera capa seca, las quito el pedúnculo y la raíz, las parto por la mitad y las pico en juliana. Me gusta que queden hebras de cierto grosor que entrelíen con los fideos.

En la receta de agosto de 2011 cociné en una cazuela, la casa en la que estábamos no tenía paelleras. Normalmente ha de cocinarse en una paellera para evitar que la pasta se apelmace.

Pongo la paellera al fuego, como siempre, y, como siempre, el fuego suave, muy suave. Un chorreón de aceite de oliva, lo suficiente para engrasar toda la superficie del recipiente. Tiro sobre el aceite dos dientes de ajo, según la ocasión pelo el ajo, o no lo pelo y lo chafo con un golpe de cuchillo.

Cuando el aceite empieza a chisporrotear pongo las gambas (300 gramos de gamba roja, de tamaño medio, cunden mucho). Las coloco sin pelar, cabeza incluida, las sofrío unos minutos, el tiempo justo para que empiecen a atemperar el color y suden un poco, no deben hacerse del todo por dentro.

Espolvoreo un poco de sal y, de inmediato, retiro las gambas. El aceite ha tomado ya un color rojizo, el agüilla que sueltan las gambas hace que chisporrotee más. Me he acostumbrado a que salten pequeñas gotitas y me quemen ligeramente las manos. Hay un punto masoquista en algunas tareas de cocina.

Dejo las gambas medio atontadas en una bandeja y añado la cebolla picada. Compruebo que el fuego está al mínimo, añado un poco más de aceite si las gambas se lo han llevado todo.

La cebolla se va pochando lentamente, la remuevo con un cucharón de madera, la amontono o esparzo a lo largo de toda la superficie caliente para evitar que se tueste mucho, no me gusta el sabor de la cebolla requemada.

A media cocción le pongo una pizca más de sal, para que sude, también un golpe de pimienta y una hoja de laurel. Puede que en los cajones queden unas briznas de azafrán que terminen de tintar de rojo el guiso

Cuando la cebolla se ha convertido en mermelada la extiendo en la paella y vuelvo los fideos. Subo el fuego para que se tuesten rápido y para que se anuden a la cebolla. Algunos fideos se tuestan demasiado, los meneo con brío para que no se peguen.

Cuando ya han cogido color bajo el fuego al mínimo otra vez, dejo que se repose todo un poco antes de echar el caldo de pescado, porque si hechas el caldo con el fuego vivo se arrebata todo.

No hace falta ponerle mucho caldo, lo justo para que el fideo quede uniformemente cubierto. Subo de nuevo el fuego para que rompa rápido a hervir. Cuando hierve lo vuelvo a bajar y dejo que se consuma.

Mientras los fideos absorben el líquido pelo las gambas, dejo las colas limpias y medio crudas, reservadas para el toque final.

Pongo las cabezas y las cáscaras de las gambas sobre un colador grande y, con ayuda de un mortero, voy apretando para que toda la sustancia caiga sobre la paella. Mezclo otra vez todo, coloco las colas de las gambas sobre los fideos y meto la paella al horno (220º) para que reciba el guiso el último golpe de calor. Un calor uniforme que envuelva todo y deje una mínima película cubriendo los fideos, una especie de telilla de araña formada por la cebolla y los restos de coral y vísceras de las gambas.

A veces este plato lo completo con trocitos de calamar o de sepia que guiso a la vez que las gambas. En otras ocasiones enriquezco el sofrito con unos tomates pelados y despepitados, o con un bote de pulpa de tomate que se cocina a la vez que la cebolla.

Hay mil variantes y todas ellas sabrosas, siempre y cuando no se añadan muchos ingredientes que terminen por solapar sabores y generar confusión.

En agosto de 2011 elegí una marina de Van Gogh, hoy he encontrado otra marina del mismo pintor.
Image result for Van Gogh marine

2 comentarios:

  1. Me encanta esta receta. Y el Blog
    LSC

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  2. Yo me apunto a ese listado.
    No me marcho sin decirle que, entre tanta receta esquematizada en otros blogs, es un placer leer sus entradas, adornadas con historias de todo tipo pero siempre evocadoras, enhorabuena.

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