Llevo días sin
escribir, ando metido en más líos de los que puedo gestionar de manera
razonable, como siempre. Estoy intentando inventariar las recetas de todos
estos años (en abril el blog cumple 8 años) y me está costando más de lo que
preveía. Estoy preparando una hoja exel que pueda servir como índice ordenado u
ordenable de las recetas completas vinculadas a cada una de las entradas, con
un par de referencias claves que puedan ser útiles. Cuando lo termine lo pondré
a disposición de quien le pueda interesar.
Como digo, me está
resultando más pesado de lo previsto, he referenciado 150 recetas y calculo que
puedo llegar a las 500, una cifra más que razonable. Si tuviera que imprimir en
papel todos los capítulos me saldría un volumen de más de 2000 páginas, todo un
mamotreto, un dietario gastronómico, pero también un diario personal y
emocional donde he recogido una parte de lo que he vivido, sentido y disfrutado
durante estos años cruciales… Bien mirado, todos los años terminan siendo
cruciales, así que vaya chorrada lo de categorizar el tiempo.
En ocasiones, cuando
mi ego se viene arriba, pienso que, cuando pase el tiempo, mis hijos, o puede
que mis nietos, puedan descubrir alguna cosilla más de su padre/abuelo. En los
momentos en los que mi ego queda absolutamente descontrolado, fascino conque
las páginas del Diletante, debidamente revisadas y corregidas, puedan ser un
remedo de los Ensayos de Montaigne, eso sí, adaptados a un mundo más frívolo
que el del viejo “señor de la montaña”.
Estoy revisando desde
el principio cada una de las entradas con el fin de expurgar las recetas, a
veces me quedo embobado con la parte del relato que va más allá de los fogones;
supongo que me trae a la memoria situaciones personales que, por la razón que
sea, me obligan a repensar y a revivir.
Es inevitable que
evalúe mi propio trabajo, de manera crítica normalmente ya que intento domeñar
mi ego. He localizado algunas de las entradas más pobres, las menos visitadas,
siento por ellas un cariño especial, a mí me parecen las mejores, sin embargo,
las pobres han quedado huérfanas de visitas y de comentarios.
Sé, porque así lo he
comprobado, que los navegadores de internet son caprichosos y que suelen
redirigir a los navegantes a páginas muy determinadas. También sé que la
pantalla agrupa en muchas ocasiones diez o doce entradas sucesivas, de modo que
una entrada de las semiabandonadas puede haber sido muy leída, sobre todo si se
encuentra cerca en el tiempo o en el espacio de la red a otras más visitadas.
Sé, también, que en
los últimos años los boots y los malewares invaden la mayoría de las páginas
web y eso hace que, de repente, uno pueda tener mil visitas direccionadas desde
Rusia o desde Malasia, o que, en ocasiones, las indicaciones que me llegan de
las rutas de acceso a las páginas del Diletante terminen depositándome en
páginas web de contactos bastante cutronas.
Es complicado saber
cual es el impacto real y efectivo de lo que escribo y deposito en ese limbo
informático al que llamamos red. Hay miles de páginas, miles de blog, millones
de referencias verdaderas o falsas que comparten ese espacio virtual en el que
es complicado evaluar cuanto hay de real y cuanto de ficticio. Son las reglas
del juego.
Es un juego divertido
que, por lo menos en mi caso, se acepta sin mayores preocupaciones que las de
preservar esferas muy concretas de mi intimidad y de la intimidad de las
personas a las que aprecio y respeto.
De entre mis páginas
huérfanas hay una especialmente desahuciada, apenas ha tenido una cuarentena de
visitas a lo largo de los últimos 8 años, de esas visitas una parte importante
son las propias mías (que no deberían contar), por lo que parece casi nadie ha
reparado en esa entrada que se titulaba rutinas y que data de finales de agosto
de 2011 ( https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/08/cap-li-rutinas.html).
La he leído y releído
en muchas ocasiones, curiosamente es de las entradas que más me definen como
Diletante, la más cercana a mi educación sentimental. Por lo que recuerdo, la
escribí puede que el último o penúltimo verano que pasamos en Mallorca. He
vuelto a la isla en infinidad de ocasiones, pero desde hace años, desde la
crisis económica, terminaron, por el momento, mis veranos en la isla.
Si recopilara todas
mis entradas vinculadas directa o indirectamente en las islas podría escribir
un voluminoso libro. Mallorca es un referente básico en mi vida, supongo que
cada uno tiene sus referentes territoriales y tiende a idealizarlos. He escrito
mucho sobre Mallorca, una isla más soñada que vivida, seguramente mis impresiones
están llenas de lugares comunes y de falsedades, pero a mi me gusta mantener
ese territorio mágico en el que todo puede ser especial, incluso tomarse un
café por la mañana.
En la entrada escribo
sobre mis madrugones, una circunstancia habitual en mi vida, hablo sobre el
placer de escapar sigilosamente de la casa mientras los demás duermen, de
disfrutar de la apertura de los primeros comercios, de la búsqueda de los
primeros cafés (ahora casi no tomo café, me machaca el estómago). Habla de esas
horas del día en las que se cruzan quienes apuran los últimos tragos de la
noche y quienes buscan las primeras bocanadas de aire de la mañana. Gente que
se observa perpleja y, normalmente, se respeta en silencio o, a lo sumo, con un
leve gesto que esboza un mínimo saludo.
He disfrutado
recordándome a mi pescadera de Campos, creo que todas las pescaderas (y todos
los pescaderos) tienen una historia que contar, una peripecia personal, una
aventura de dimensiones mitológicas. Aquella pescadera no ponía los precios del
género que vendía hasta que no recibía las noticias de su marido, que le
informaba de cómo se ofrecían en otras plazas las piezas más demandadas. La
pescadera colocaba en el mostrador mimosamente los pescados y los mariscos y
esperaba a que su marido le dijera si en la capital la gamba iba a treinta y
cinco o a cuarenta y cinco euros, según el tamaño, la demanda, o el capricho
del mercado. Ella siempre ajustaba sus precios con una mínima rebaja respecto
de los competidores directos, así, a las 11 de la mañana todo el pescado estaba
vendido y podía marchar a la playa con sus hijos.
La receta de aquella
entrada titulada Rutinas era una receta de gambas (he inventariado hasta 68
entradas en las que hablo o escribo sobre la gamba), un plato que he hecho
infinidad de ocasiones, uno de los más preciados en casa, sobre todo por los
niños: Fideos con gambas o fideuá de gambas.
Pese a que soy
extremadamente indisciplinado en la cocina (en realidad en casi todo, soy
ontológicamente indisciplinado), la receta de fideos con gambas la hago siempre
igual, funciona como un mantra que me da paz. Hay gente que va a misa una vez
por semana para encontrar el equilibrio espiritual, o para redimir sus pecados.
Yo redimo los míos repitiendo sacramentalmente la receta de los fideos con
gambas.
Siempre el mismo
calibre de fideo, el fideo ligeramente curvado y hueco que se vende en paquetes
de 500 gramos, utilizo un paquete si comemos los 4 fijos en casa, añado un poco
más si espero invitados. Me gustan los fideos de la marca Gallo, nadie piense que
se trata de una publicidad interesada, no he recibido nunca una indicación
directa o indirecta de ninguna marca para que la promocione. Pero la marca Gallo
en mi caso y para mi generación tiene un componente erótico (soft en todo caso)
ya que durante un tiempo las anunciaba una Sofía Loren todavía voluptuosa (he
de decir que la Loren sigue siendo una señora absolutamente voluptuosa a sus 84
años).
La cuestión es que
los fideos de Gallo funcionan en mi caso como las galletas mágicas de Alicia.
Podría buscar alguna
variante u originalidad a la hora de abordar la receta, pero me da miedo romper
el hechizo, por eso mi memoria me lleva a reproducir de modo casi automático una
receta que he preparado cientos de veces.
Elijo dos cebollas
hermosas, cebollas dulces, blancas por completo. Las pelo, quito la primera
capa seca, las quito el pedúnculo y la raíz, las parto por la mitad y las pico
en juliana. Me gusta que queden hebras de cierto grosor que entrelíen con los fideos.
En la receta de
agosto de 2011 cociné en una cazuela, la casa en la que estábamos no tenía
paelleras. Normalmente ha de cocinarse en una paellera para evitar que la pasta
se apelmace.
Pongo la paellera al
fuego, como siempre, y, como siempre, el fuego suave, muy suave. Un chorreón de
aceite de oliva, lo suficiente para engrasar toda la superficie del recipiente.
Tiro sobre el aceite dos dientes de ajo, según la ocasión pelo el ajo, o no lo
pelo y lo chafo con un golpe de cuchillo.
Cuando el aceite
empieza a chisporrotear pongo las gambas (300 gramos de gamba roja, de tamaño
medio, cunden mucho). Las coloco sin pelar, cabeza incluida, las sofrío unos
minutos, el tiempo justo para que empiecen a atemperar el color y suden un
poco, no deben hacerse del todo por dentro.
Espolvoreo un poco de
sal y, de inmediato, retiro las gambas. El aceite ha tomado ya un color rojizo,
el agüilla que sueltan las gambas hace que chisporrotee más. Me he acostumbrado
a que salten pequeñas gotitas y me quemen ligeramente las manos. Hay un punto
masoquista en algunas tareas de cocina.
Dejo las gambas medio
atontadas en una bandeja y añado la cebolla picada. Compruebo que el fuego está
al mínimo, añado un poco más de aceite si las gambas se lo han llevado todo.
La cebolla se va
pochando lentamente, la remuevo con un cucharón de madera, la amontono o
esparzo a lo largo de toda la superficie caliente para evitar que se tueste
mucho, no me gusta el sabor de la cebolla requemada.
A media cocción le
pongo una pizca más de sal, para que sude, también un golpe de pimienta y una
hoja de laurel. Puede que en los cajones queden unas briznas de azafrán que
terminen de tintar de rojo el guiso
Cuando la cebolla se
ha convertido en mermelada la extiendo en la paella y vuelvo los fideos. Subo
el fuego para que se tuesten rápido y para que se anuden a la cebolla. Algunos
fideos se tuestan demasiado, los meneo con brío para que no se peguen.
Cuando ya han cogido
color bajo el fuego al mínimo otra vez, dejo que se repose todo un poco antes
de echar el caldo de pescado, porque si hechas el caldo con el fuego vivo se arrebata
todo.
No hace falta ponerle
mucho caldo, lo justo para que el fideo quede uniformemente cubierto. Subo de
nuevo el fuego para que rompa rápido a hervir. Cuando hierve lo vuelvo a bajar
y dejo que se consuma.
Mientras los fideos
absorben el líquido pelo las gambas, dejo las colas limpias y medio crudas,
reservadas para el toque final.
Pongo las cabezas y
las cáscaras de las gambas sobre un colador grande y, con ayuda de un mortero,
voy apretando para que toda la sustancia caiga sobre la paella. Mezclo otra vez
todo, coloco las colas de las gambas sobre los fideos y meto la paella al horno
(220º) para que reciba el guiso el último golpe de calor. Un calor uniforme que
envuelva todo y deje una mínima película cubriendo los fideos, una especie de
telilla de araña formada por la cebolla y los restos de coral y vísceras de las
gambas.
A veces este plato lo
completo con trocitos de calamar o de sepia que guiso a la vez que las gambas.
En otras ocasiones enriquezco el sofrito con unos tomates pelados y
despepitados, o con un bote de pulpa de tomate que se cocina a la vez que la
cebolla.
Hay mil variantes y
todas ellas sabrosas, siempre y cuando no se añadan muchos ingredientes que
terminen por solapar sabores y generar confusión.
En agosto de 2011
elegí una marina de Van Gogh, hoy he encontrado otra marina del mismo pintor.
Me encanta esta receta. Y el Blog
ResponderEliminarLSC
Yo me apunto a ese listado.
ResponderEliminarNo me marcho sin decirle que, entre tanta receta esquematizada en otros blogs, es un placer leer sus entradas, adornadas con historias de todo tipo pero siempre evocadoras, enhorabuena.