Hace poco más de un mes cumplí 54 años. En casa me
regalaron un curso de novela, un curso avanzado. Llevo ya tres clases. Muy
interesantes. Hasta ahora había considerado que escribir ficción era una
actividad individual, íntima. Me ha costado un poco acostumbrarme a compartir
lo que escribo, a escuchar los relatos de los demandas y comentar con visión
crítica.
La novela que estoy escribiendo no es sobre cocina y
cocineros, aunque algún personaje se mueve por los fogones. No he podido evitar
la tentación de aprovechar una de las escenas para incluir una receta. No es de
las escenas principales.
No sé cuánto tiempo tardaré en terminar la novela, si
es que la escribo, pero me ha parecido buena idea entresacar la escena
culinaria y colocarla en el blog a disposición de quien la quiera leer.
«Usted siempre tan
encantadora, señorita Deveroux.»
«Mónica era una mujer encantadora, imposible
decirle que no a nada de lo que propusiera. No sé cómo la pude dejar escapar, o
puede que sí, resultaba agotador seguirla el ritmo, era muy caprichosa, algo
irascible, displicente cuando se le llevaba la contraria. Salimos varias veces
juntos, era fantástica follando, abrumadora.
Durante unos meses me tuvo con la
lengua fuera, en constante excitación. No tardé en darme cuenta de que no me
convenía aquella relación, que sufriría más de lo razonable y no conseguiría
gran cosa. Por eso levanté el pie del acelerador y coloqué nuestra relación en
una zona ciega, sin mucho compromiso. Fui yo el que decidí aparcar nuestro
incipiente noviazgo para poder así recuperar el resuello y buscarme la vida.
Nos habíamos tratado algo en la
facultad, ella era una dibujante excelente que, además, se ganaba unos eurillos
posando desnuda. Ya entonces era un era una chica inaccesible. Yo era un
estudiante mucho más gris, mañoso pero sin chispa, por eso me había decantado
por las artes aplicadas, aunque acudía, como todos, a las sesiones de retrato
para ver a Mónica envuelta en gasas, como una diosa recién salida de las aguas.
Nos reencontramos en Mallorca, dos años
atrás, ella trabajaba ya de camarera en un hotel de costa, seguía con la cabeza
llena de pájaros. Yo había conseguido un empleo de pinche en un restaurante del
centro, pasaba las tardes pelando patatas, mondando judías verdes y torneando
zanahorias. Por las noches me escaldaba las manos peleándome con las parrillas.
Como mantenía mis habilidades manuales
enseguida me gané un puesto de confianza en la brigadilla. El jefe era
insoportable, un medio italiano engreído que creía a pies juntillas que le
reconocerían con una estrella Michelin. Sus creaciones eran innecesariamente
recargadas, no había manera de que redondeara una salga y conseguía malograr el
ingrediente más exclusivo. Tenía éxito, eso sí, y no toleraba que nadie
brillara a su alrededor.
Yo llevaba dos años subiendo poco a
poco los peldaños de los fogones, primero en la plancha, después en la partida
de platos fríos y, por fin, esta temporada, como responsable de mariscos y
pescados.
El horario de trabajo era insufrible,
daba lo mismo que la sala cerrara a las dos o a las tres de la mañana, al día
siguiente había que estar a primera hora para atender a los proveedores.
En el restaurante no pagaban mucho,
aunque tenían la deferencia de dejarnos unos cuartuchos en un edificio anexo en
el que podíamos dormir. Eran unos pisos poco iluminados que compartíamos entre
tres o cuatro. La robábamos la conexión de internet al hotel, un manitas había
conseguido enganchar también el cableado eléctrico al generador central, yo
sisaba frutas, verduras y alguna pieza de carne o de pescado de las cámaras por
lo que el suelo, aunque era escaso, terminaba por cundir.
En mis horas muertas gestionaba un blog
de cocina, un pequeño divertimento con el que me vengaba de mis jefes y de todo
ese entorno pomposo que se había creado alrededor de la cocina, la bitácora se
llamaba Un Marmitón Desorientado y allí iba colgando algunas anécdotas entre
cazuelas, detalles cotillas de la presencia de algún famoso, con sus caprichos
imposibles; también recetas con ínfulas de alta cocina. El blog no funcionaba
mal, había días que llegaba a tener dos mil visitas y había conseguido algo de
publicidad lo que me daba ingresos extras.
Estaba buscando un editor que se
animara a publicarme el libro con fotografías y había empezado a subir algunos
videos a la red en los que explicaba paso a paso las recetas. Un grupo de
compañeros me ayudaba en las tareas de filmación y montaje, yo quería empezar a
colgar alguna escena en inglés o en francés para buscar así nuevas audiencias.
Mónica me podría ayudar, ella hablaba
perfectamente inglés, francés e italiano, además, tenía un desparpajo natural
y, con tres o cuatro indicaciones que le diera, se podría convertir en una
pinche excelente. Quería que ella fuera explicando en inglés o en francés cada
una de las fases de la receta, sus ingredientes y secretos, podríamos incluso
improvisar algunos diálogos para que las escenas fueran más entretenidas.
Llevábamos meses sin hablarnos, nada
grave, las inercias de un trabajo esclavo ya en plena temporada. Me mandó
primero un mensaje, había conseguido dos entradas para ver el Sueño de una
Noche de Verano y quería compartirlas conmigo. Imposible, el sábado me tocaba
doblar turno.
Días después recibí la llamada de
Mónica como una bendición, como un golpe de suerte. Cruzamos las habituales
excusas sobre nuestros silencios, yo también había andado de culo con el
arranque de la temporada alta. No me sorprendió nada de lo que me contó, al fin
y al cabo se trataba de Mónica, en estado puro; me hizo gracia cuando me dijo
que se había convertido en la señorita Deveroux, que era una estudiante
venezolana hiperpija que traería a mi restaurante a un ricachón catalán al que
quería engatusar. Por lo visto, aquel sujeto sería el que acompañaría a Mónica
al teatro, disfrutaría de la función a la que yo no podía acudir porque tenía
turno de noche.
Ya que no podía acompañarla a ver el
Midsummer, por lo menos sería cómplice de su actuación previa, mucho más
divertida de lo que preveía que fuera la obra que ponían en el auditorio.
Vendrían a las siete de la tarde, una
hora antes de que se abriera formalmente el comedor del restaurante. Aunque la
cocina era ya un hervidero a esas horas, la paz de la sala me permitiría participar
en el juego sin grandes agobios, les prepararía unos platos sencillos, que no
desentonaran con lo que ya teníamos en carta. Mónica me aseguraba que su
acompañante era de los que pagaba en efectivo, por lo que podríamos rebañar
unos eurillos.
Aquel sábado poníamos de aperitivo un
chupito de sandía, albahaca fresca y tomate, lo trabábamos con un chorro de
aceite de oliva y un poco de miga de pan mojada levemente en vinagre de jerez,
quedaba una crema suave que adornábamos con unas briznas de perifollo, la
servíamos bien fría, con un palito de apio crujiente como contraste.
Como entrante preparé un canelón,
hacíamos la pasta fresca nosotros mismos, era una de las referencias de la
casa, la única virtud del chef que era un cretino, pero tocaba la pasta como
los ángeles. Para rellenar el canelón habíamos escalibado unas verduras a baja
temperatura, 70º en una bolsita térmica, durante un montón de horas. El puerro,
la cebolla, el calabacín y la zanahoria quedaban confitados con una pizca de
cúrcuma, pimienta de Jamaica, salvia y sal. Se soasaban lentamente en sus
propios jugos, que luego se aprovechaban para ligar la salsa. El canelón de
verdura lo culminaban unas hebras de cangrejo real. Había que naparlo con una
vinagreta hecha con una yema de huevo que no estuviera muy fría, una cucharada
de mostaza antigua, un chorrito de aceite de oliva y unas gotas el agua de la
cocción de las verduras, que queda anaranjada. Hay que batirlo todo muy bien
para que la salsa tome cuerpo, muy cercano a la textura de la mayonesa. Para
que sea una vinagreta hay que añadir al final vinagre de jerez, un chorrín de
nada. Con esa salsa mancha el plato antes de poner la pieza de pasta, luego se
cubre con un poco más para darle brillo.
El plato estrella sería una langosta
termidor, capricho de Mónica, nosotros no trabajábamos la langosta, nos
contentábamos con un bogavante que no siempre era del mediterráneo. El marisco
a la termidor contiene todos los factores objetivos y subjetivos para el amor,
empezando por su afrancesado nombre. No es sino un guiso de langosta cubierto
con una sabrosa bechamel, presentado sobre la propia cáscara de la langosta.
Necesitábamos un par de langostas de 250/300 gramos cada una. Pase a que en la
receta canónica el crustáceo se cuece entero, vivo, en agua salada abundante,
que hierva a borbotones, con un chorrito de vinagre, un pellizco generoso de
sal, perejil, laurel y tomillo. Yo prefiero partirlas por la mitad y darles un
golpe de plancha caliente en vez de sumergirla en agua, la carne se contrae y se
tuesta ligeramente, acentuando los sabores.
Cocidas o a la plancha, hay que esperar
a que se templen, no manejarlas muy calientes, se cortan las langostas a lo
largo y se le saca la carne de las colas y las pinzas, no hay que ser muy
brusco pues el caparazón servirá como recipiente para servirla. Se corta la
carne en cuadraditos y se rehoga con dos cucharadas de aceite de oliva, 120
gramos de mantequilla y sal, fuego muy suave.
En una cacerola a parte se prepara una roux
espesa iniciándola con una chalota bien picada, caldo de pescado, vino blanco
que no sea muy dulce, una pizca de nuez moscada, sal y pimienta blanca.
Se tuesta primero la harina con el
sofrito de cebolla y se incorpora poco a poco el caldo de pescado y, al final,
una copita de vino. Cuando la bechamel ha engordado lo suficiente se rectifica
de sal y pimienta y se le añade perejil, perifollo o cebollino y estragón.
Se presenta el plato sobre las cáscaras
de la cola de la langosta distribuyendo en el fondo los daditos de la carne de
la langosta mojada con el jugo de las cabezas y cubierta con bastante salsa de
bechamel. Hay que gratinar el plato en el grill, yo me niego a ponerle queso
rallado - emmental o gruyere -, la meto en el horno con unas avellanas de
mantequilla.
Me quedaba sólo el postre, algo ligero,
tenían por delante un par de horas largas de alegre Shakespeare. Busqué una
piña que no estuviera muy madura, la pasé por el cortador de fiambre hasta
conseguir unas láminas lo más finas posibles. Las colocamos sobre el plato más hermoso
de la vajilla, compramos unos platos de Limoges diseñados a partir de pinturas
de Marc Chagall, preciosos. Espolvoreé pimienta roja pasada por el molinillo,
unas briznas de piel de lima y unos hilos de miel de azahar. El plato hay que
servirlo frio, sin exageraciones. Un postre excelente para acompañar al
champagne.
Pasaría el resto de la velada pendiente
del teléfono móvil por si Mónica necesitaba un plan de escape, quedarían en la
nevera las botellas sin apurar y algo de comida podríamos sisar para retomar
nuestros encontronazos bajos los elegantes manteles de algodón que convertían
los bajos de las mesas en cabañas secretas, no iba a ser la primera vez que
triscáramos bajo los tapetes bordados.
Había bordado el personaje de la
señorita Deveroux, toda una sorpresa deseable que me había trastocado de otra
vez. Yo, que pensaba que ya me había curado de la fiebre de Mónica, volvía a
caer infectado por los vapores de la bella Deveroux.»
En vez de cuadro, entresaco de la red una fotografía de la vajilla diseñada a partir de cuadros de Marc Chagall en Limoges.
Escriba esa novela rápido. La compraría al instante
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