domingo, 3 de noviembre de 2019

Capítulo CDLXXXVIII.- Las tribulaciones de la señorita Deveroux.Una escena entresacada de una novela.

Hace poco más de un mes cumplí 54 años. En casa me regalaron un curso de novela, un curso avanzado. Llevo ya tres clases. Muy interesantes. Hasta ahora había considerado que escribir ficción era una actividad individual, íntima. Me ha costado un poco acostumbrarme a compartir lo que escribo, a escuchar los relatos de los demandas y comentar con visión crítica.
La novela que estoy escribiendo no es sobre cocina y cocineros, aunque algún personaje se mueve por los fogones. No he podido evitar la tentación de aprovechar una de las escenas para incluir una receta. No es de las escenas principales.
No sé cuánto tiempo tardaré en terminar la novela, si es que la escribo, pero me ha parecido buena idea entresacar la escena culinaria y colocarla en el blog a disposición de quien la quiera leer.

«Usted siempre tan encantadora, señorita Deveroux.»
         «Mónica era una mujer encantadora, imposible decirle que no a nada de lo que propusiera. No sé cómo la pude dejar escapar, o puede que sí, resultaba agotador seguirla el ritmo, era muy caprichosa, algo irascible, displicente cuando se le llevaba la contraria. Salimos varias veces juntos, era fantástica follando, abrumadora.
         Durante unos meses me tuvo con la lengua fuera, en constante excitación. No tardé en darme cuenta de que no me convenía aquella relación, que sufriría más de lo razonable y no conseguiría gran cosa. Por eso levanté el pie del acelerador y coloqué nuestra relación en una zona ciega, sin mucho compromiso. Fui yo el que decidí aparcar nuestro incipiente noviazgo para poder así recuperar el resuello y buscarme la vida.
         Nos habíamos tratado algo en la facultad, ella era una dibujante excelente que, además, se ganaba unos eurillos posando desnuda. Ya entonces era un era una chica inaccesible. Yo era un estudiante mucho más gris, mañoso pero sin chispa, por eso me había decantado por las artes aplicadas, aunque acudía, como todos, a las sesiones de retrato para ver a Mónica envuelta en gasas, como una diosa recién salida de las aguas.
         Nos reencontramos en Mallorca, dos años atrás, ella trabajaba ya de camarera en un hotel de costa, seguía con la cabeza llena de pájaros. Yo había conseguido un empleo de pinche en un restaurante del centro, pasaba las tardes pelando patatas, mondando judías verdes y torneando zanahorias. Por las noches me escaldaba las manos peleándome con las parrillas.
         Como mantenía mis habilidades manuales enseguida me gané un puesto de confianza en la brigadilla. El jefe era insoportable, un medio italiano engreído que creía a pies juntillas que le reconocerían con una estrella Michelin. Sus creaciones eran innecesariamente recargadas, no había manera de que redondeara una salga y conseguía malograr el ingrediente más exclusivo. Tenía éxito, eso sí, y no toleraba que nadie brillara a su alrededor.
         Yo llevaba dos años subiendo poco a poco los peldaños de los fogones, primero en la plancha, después en la partida de platos fríos y, por fin, esta temporada, como responsable de mariscos y pescados.
         El horario de trabajo era insufrible, daba lo mismo que la sala cerrara a las dos o a las tres de la mañana, al día siguiente había que estar a primera hora para atender a los proveedores.
         En el restaurante no pagaban mucho, aunque tenían la deferencia de dejarnos unos cuartuchos en un edificio anexo en el que podíamos dormir. Eran unos pisos poco iluminados que compartíamos entre tres o cuatro. La robábamos la conexión de internet al hotel, un manitas había conseguido enganchar también el cableado eléctrico al generador central, yo sisaba frutas, verduras y alguna pieza de carne o de pescado de las cámaras por lo que el suelo, aunque era escaso, terminaba por cundir.
         En mis horas muertas gestionaba un blog de cocina, un pequeño divertimento con el que me vengaba de mis jefes y de todo ese entorno pomposo que se había creado alrededor de la cocina, la bitácora se llamaba Un Marmitón Desorientado y allí iba colgando algunas anécdotas entre cazuelas, detalles cotillas de la presencia de algún famoso, con sus caprichos imposibles; también recetas con ínfulas de alta cocina. El blog no funcionaba mal, había días que llegaba a tener dos mil visitas y había conseguido algo de publicidad lo que me daba ingresos extras.
         Estaba buscando un editor que se animara a publicarme el libro con fotografías y había empezado a subir algunos videos a la red en los que explicaba paso a paso las recetas. Un grupo de compañeros me ayudaba en las tareas de filmación y montaje, yo quería empezar a colgar alguna escena en inglés o en francés para buscar así nuevas audiencias.
         Mónica me podría ayudar, ella hablaba perfectamente inglés, francés e italiano, además, tenía un desparpajo natural y, con tres o cuatro indicaciones que le diera, se podría convertir en una pinche excelente. Quería que ella fuera explicando en inglés o en francés cada una de las fases de la receta, sus ingredientes y secretos, podríamos incluso improvisar algunos diálogos para que las escenas fueran más entretenidas.
         Llevábamos meses sin hablarnos, nada grave, las inercias de un trabajo esclavo ya en plena temporada. Me mandó primero un mensaje, había conseguido dos entradas para ver el Sueño de una Noche de Verano y quería compartirlas conmigo. Imposible, el sábado me tocaba doblar turno.
         Días después recibí la llamada de Mónica como una bendición, como un golpe de suerte. Cruzamos las habituales excusas sobre nuestros silencios, yo también había andado de culo con el arranque de la temporada alta. No me sorprendió nada de lo que me contó, al fin y al cabo se trataba de Mónica, en estado puro; me hizo gracia cuando me dijo que se había convertido en la señorita Deveroux, que era una estudiante venezolana hiperpija que traería a mi restaurante a un ricachón catalán al que quería engatusar. Por lo visto, aquel sujeto sería el que acompañaría a Mónica al teatro, disfrutaría de la función a la que yo no podía acudir porque tenía turno de noche.
         Ya que no podía acompañarla a ver el Midsummer, por lo menos sería cómplice de su actuación previa, mucho más divertida de lo que preveía que fuera la obra que ponían en el auditorio.
         Vendrían a las siete de la tarde, una hora antes de que se abriera formalmente el comedor del restaurante. Aunque la cocina era ya un hervidero a esas horas, la paz de la sala me permitiría participar en el juego sin grandes agobios, les prepararía unos platos sencillos, que no desentonaran con lo que ya teníamos en carta. Mónica me aseguraba que su acompañante era de los que pagaba en efectivo, por lo que podríamos rebañar unos eurillos.
         Aquel sábado poníamos de aperitivo un chupito de sandía, albahaca fresca y tomate, lo trabábamos con un chorro de aceite de oliva y un poco de miga de pan mojada levemente en vinagre de jerez, quedaba una crema suave que adornábamos con unas briznas de perifollo, la servíamos bien fría, con un palito de apio crujiente como contraste.
         Como entrante preparé un canelón, hacíamos la pasta fresca nosotros mismos, era una de las referencias de la casa, la única virtud del chef que era un cretino, pero tocaba la pasta como los ángeles. Para rellenar el canelón habíamos escalibado unas verduras a baja temperatura, 70º en una bolsita térmica, durante un montón de horas. El puerro, la cebolla, el calabacín y la zanahoria quedaban confitados con una pizca de cúrcuma, pimienta de Jamaica, salvia y sal. Se soasaban lentamente en sus propios jugos, que luego se aprovechaban para ligar la salsa. El canelón de verdura lo culminaban unas hebras de cangrejo real. Había que naparlo con una vinagreta hecha con una yema de huevo que no estuviera muy fría, una cucharada de mostaza antigua, un chorrito de aceite de oliva y unas gotas el agua de la cocción de las verduras, que queda anaranjada. Hay que batirlo todo muy bien para que la salsa tome cuerpo, muy cercano a la textura de la mayonesa. Para que sea una vinagreta hay que añadir al final vinagre de jerez, un chorrín de nada. Con esa salsa mancha el plato antes de poner la pieza de pasta, luego se cubre con un poco más para darle brillo.
         El plato estrella sería una langosta termidor, capricho de Mónica, nosotros no trabajábamos la langosta, nos contentábamos con un bogavante que no siempre era del mediterráneo. El marisco a la termidor contiene todos los factores objetivos y subjetivos para el amor, empezando por su afrancesado nombre. No es sino un guiso de langosta cubierto con una sabrosa bechamel, presentado sobre la propia cáscara de la langosta. Necesitábamos un par de langostas de 250/300 gramos cada una. Pase a que en la receta canónica el crustáceo se cuece entero, vivo, en agua salada abundante, que hierva a borbotones, con un chorrito de vinagre, un pellizco generoso de sal, perejil, laurel y tomillo. Yo prefiero partirlas por la mitad y darles un golpe de plancha caliente en vez de sumergirla en agua, la carne se contrae y se tuesta ligeramente, acentuando los sabores.
         Cocidas o a la plancha, hay que esperar a que se templen, no manejarlas muy calientes, se cortan las langostas a lo largo y se le saca la carne de las colas y las pinzas, no hay que ser muy brusco pues el caparazón servirá como recipiente para servirla. Se corta la carne en cuadraditos y se rehoga con dos cucharadas de aceite de oliva, 120 gramos de mantequilla y sal, fuego muy suave.
         En una cacerola a parte se prepara una roux espesa iniciándola con una chalota bien picada, caldo de pescado, vino blanco que no sea muy dulce, una pizca de nuez moscada, sal y pimienta blanca.
         Se tuesta primero la harina con el sofrito de cebolla y se incorpora poco a poco el caldo de pescado y, al final, una copita de vino. Cuando la bechamel ha engordado lo suficiente se rectifica de sal y pimienta y se le añade perejil, perifollo o cebollino y estragón.
         Se presenta el plato sobre las cáscaras de la cola de la langosta distribuyendo en el fondo los daditos de la carne de la langosta mojada con el jugo de las cabezas y cubierta con bastante salsa de bechamel. Hay que gratinar el plato en el grill, yo me niego a ponerle queso rallado - emmental o gruyere -, la meto en el horno con unas avellanas de mantequilla.
         Me quedaba sólo el postre, algo ligero, tenían por delante un par de horas largas de alegre Shakespeare. Busqué una piña que no estuviera muy madura, la pasé por el cortador de fiambre hasta conseguir unas láminas lo más finas posibles. Las colocamos sobre el plato más hermoso de la vajilla, compramos unos platos de Limoges diseñados a partir de pinturas de Marc Chagall, preciosos. Espolvoreé pimienta roja pasada por el molinillo, unas briznas de piel de lima y unos hilos de miel de azahar. El plato hay que servirlo frio, sin exageraciones. Un postre excelente para acompañar al champagne.
         Pasaría el resto de la velada pendiente del teléfono móvil por si Mónica necesitaba un plan de escape, quedarían en la nevera las botellas sin apurar y algo de comida podríamos sisar para retomar nuestros encontronazos bajos los elegantes manteles de algodón que convertían los bajos de las mesas en cabañas secretas, no iba a ser la primera vez que triscáramos bajo los tapetes bordados.

         Había bordado el personaje de la señorita Deveroux, toda una sorpresa deseable que me había trastocado de otra vez. Yo, que pensaba que ya me había curado de la fiebre de Mónica, volvía a caer infectado por los vapores de la bella Deveroux.»
En vez de cuadro, entresaco de la red una fotografía de la vajilla diseñada a partir de cuadros de Marc Chagall en Limoges.
Related image

1 comentario:

Muchas gracias por los comentarios, es la única manera de poder mejorar. Esta página surge por la necesidad de compartir algunas inquietudes, de ahí la importancia de tu mensaje.