Hay recetas que son
ideales para tener cabeza y cuerpo entretenidos con todo tipo de tareas y
maniobras. Funcionan casi como una evasión porque hay que estar pendientes de
decenas de detalles que consiguen tenerte completamente ocupado en una
actividad muy maquinal y, a la vez, muy precisa. Estos platos pueden ser una
terapia ideal para gestionar situaciones de estrés porque la cocina se
convierte entonces en un ballet al que se van incorporando ingredientes, olores
y sabores.
Hay, sin embargo,
otras ocasiones en las que cocinar es una rutina que busca todo lo contrario,
guisos en los que toca realizar tres o cuatro maniobras para luego dejar que el
tiempo pase, sin realizar ninguna operación, esperando a que obra la magia.
La receta en la que
he estado trabajando los últimos días pertenece al grupo de recetas que abren
una larguísima ventana de tiempo muerto, en el que uno no debe precipitarse, al
contrario, debe programar una tarea alternativa al placer de cocinar, dejando
que se agoten los minutos, las horas, para el placer de comer.
Hay ocasiones en
las que las recetas aparecen en libros o revistas, otras veces surgen de la
inspiración al ver cocinar a otro, o viendo un programa de televisión, una
serie o una película en la que, como elemento principal o accesorio, aparece un
plato que despierta mi curiosidad.
Sin embargo, en la
mayoría de las ocasiones la idea, las ganas o la necesidad de cocinar nace del
diálogo, de la conversación con alguien que, por la razón que sea, te llama la
atención y te aporta un elemento que hasta entonces desconocías.
En mi caso, cocinar
es, básicamente, tener ilusión por cocinar, no convertirlo en una actividad
aburrida y repetitiva que puede llegar a causar hastío. Por eso me gusta
escuchar, robar ideas a las personas más inesperadas.
Llevo meses
trabajando con la cocina al vacío, sé que está de moda, que parece muy
sofisticada, que exige cierto instrumental que no está al alcance de todos los
bolsillos. Parece que es así, pero si se rasca un poco se comprueba que
llevamos siglos cocinando al vacío, a baja temperatura. Puede que no tengamos
el glamour de la alta cocina, pero en las casas estas técnicas que parecen muy
snobs son las de toda la vida.
Puede que, con el
tiempo, escriba algún recetario que podría titularse cocina de andar por casa a baja temperatura, así conjurar a Aduriz
y a McGee, utilizando fórmulas heredadas de las abuelas.
La receta sobre la
que quiero escribir se la escuché, en realidad, se la robé a mi carnicero. Es
un chico joven, tatuado hasta las axilas, corpulento, pese a que no debe tener
más de 35 años; mirada vivaracha, algo cínica. Le veo bajar del metro por las
mañanas, a eso de las siete, cuando yo bajo a por el pan para los bocatas de mi
tropa escolar. Nos cruzamos, apuntamos un saludo mínimo, casi imperceptible; yo
musito un “hola buenos días” y él
levanta las cejas y sonríe. A esas horas va con una cazadora de cuero y una
camiseta oscura, todavía no se ha colocado el uniforme, no se ha recogido el
pelo y parece más un guarda de seguridad de una discoteca de moteros que el
carnicero de un supermercado de barrio pijo. Supongo que todo tiene su ritual.
Hace unas semanas
le oí como le contaba la receta a un señor que tenía delante en la parada de la
carne. Era un sábado, había mucho lio en el super y, sin embargo, el carnicero
charloteaba tranquilamente con un tipo que debía ser conocido suyo ya que el
tono no solía ser el habitual. Alguna señora de las que estaba esperando se
inquietaba y empezaba a torcer el morro, pero yo, que soy un tipo paciente,
escuchaba deseando que alargara lo más posible las indicaciones.
Suelo comprar
siempre en la misma carnicería, conozco y me conocen los empleados (4 o 5 que
rotan a lo largo del día y la semana). Tengo mis manías y preferencias, como
cualquier mortal, y sé que alguno tiene más maña que otro a la hora de cortar
la carne o de indicarte que piezas pueden ser más sabrosas.
Es divertido ver
como se dirigen a los clientes en función de que sean hombre o mujer, cómo
eligen las recetas o consejos en función del sexo del interlocutor.
La receta que
escuché era una receta muy de macho alfa,
por lo que he investigado, el cliente al que se la dio era el encargado de uno
de los bares del barrio, que suele hacer pedidos de cierta importancia en el
super, un cliente de los preferenciales y un colega para el carnicero, al fin y
al cabo los dos son currantes que vienen a los barrios más pijos para trabajar
para los demás.
Pasada una semana,
aprovechando un momento de intimidad en el que no había nadie en la carnicería,
le pregunté al chico por una pieza determinada. Como no había gente esperando
tras de mi me animé a preguntarle, más que nada para ver si me daba a mí la
misma receta que le había dado a su colega, para comprobar si me estaba
haciendo trampas o no.
La pieza que le
pedí era la del asado de tira argentino, ese listón de carne y huesos redondos
que se corta en tiras y se retuesta a la parrilla, obligándote luego a roer
cada hueso pringándote las manos.
La pieza es la del
costillar de la vaca, cortado a lo ancho, dejando todos los huesos y la carne.
La pieza que le pedí era de poco más de dos quilos, es la del asado antes de
cortarlo. Queda un costillar hermosísimo en el que destacan recios huesos y
ciertos intersticios de grasa entre la carne.
El secreto de esta
receta, me dijo, es la paciencia. Primero hay que macerar la carne, mejor si se
hace el día de antes. El macerado acepta casi todas las especias, incluso
ralladura de limón o de naranja.
Se coloca la pieza
sobre papel de horno encerado, se salpimenta bien. La carne acepta también
comino, tomillo, laurel, ajo, orégano, curris y picantes de cualquier tipo,
pieles de naranja o de limón, aceite aromatizado …. Todo vale.
Yo utilicé , además
de la sal y la pimienta, tomillo, orégano, cominos, dos hojas de laurel y
pieles de mandarina. Creo que me quedé corto con el marinado, que tendría que
haber puesto más cantidad de especias. Pero la vida es, básicamente, prueba/error
y es bueno hacer las cosas regular para así tener la oportunidad de repetirlas.
Una vez marinada la
carne, se envuelve por completo en el papel de horno, intentando que quede bien
cerrado. Una vez cubierto y sellado con esa primera capa, se envuelve, a su
vez, en papel de plata, un par de vueltas, intentando que quede bien prieto,
sin intersticios, ni oquedades.
Se deja reposar
durante 24 horas. Si no hace mucho calor se puede dejar en la encimera de la
cocina.
Al día siguiente se
enciende el horno, pronto por la mañana, a 150º, puede que alguno menos; se
coloca la pieza con su envoltorio en una bandeja y se olvida uno de ella
durante horas, varias horas. En mi caso, la puse a las 8 de la mañana y la
saqué a las 2, justo para comer.
No hay que
preocuparse por la pieza, va a su ritmo. Ni siquiera hay que darle la vuelta.
Solo dejar hacer al calor, a las hierbas, a la carne y a los huesos.
Yo tuve tiempo de
trabajar un rato, de ducharme, de bajar a hacer la compra, de tomarme un pincho
de tortilla fabuloso en el barrio, de leer el periódico y de localizar, tras
semanas de búsqueda, una novela en mi biblioteca. La había comprado en 1981 y
hasta ahora no había estado en disposición de leerla. Cuando la compré, el
autor, Jesús Fernández Santos, estaba de toda moda, era un escritor reputado
que publicaba en una nueva colección en la que también publicaba Vargas Llosa.
La novela se
titulaba, se titula, Cabrera y está ambientada en las guerras napoleónicas y en
el confinamiento del ejército francés en la isla de Cabrera tras la batalla de
Bailén.
El libro no ha
envejecido bien. La prosa de Fernandez Santos es exquisita; el estilo imita la
novela picaresca del renacimiento español; cuida mucho las palabras, las
frases, emplea un lenguaje culto, casi culterano y el ritmo de una novela clásica,
un poco áspera.
No es un libro
fácil de leer y eso que tiene apenas 225 páginas editadas en formato muy cómodo
para la vista.
Es una pena que
algunos autores hayan dejado de leerse, no se quien conoce a Fernández Santos
hoy, 40 años después.
La receta del asado
hermético tiene la ventaja de que deja tiempo más que de sobra para lecturas
reposadas, para disfrutar, también para esforzarse por entender bien y
empaparse.
A las 2 saqué la
carne del horno. Hubo dudas en casa sobre si la carne estaría casi cruda o
requemada. Fui desenvolviendo cada una de las capas, ya en la mesa, sobre una
tabla de madera. Había que rasgar cada uno de los estratos con cierta
precisión, esperando a llegar a la zona cercana a la carne para recibir así un
golpecillo de vapor y, con el vapor, los aromas y matices de mi experimento.
La textura de la
carne espectacular, mantequilla (me había dicho el carnicero). Creo que me
equivoqué en la temperatura, yo lo puse a 170º y me quedó un poco seco, por eso
recomiendo bajar un poco la temperatura y ponerlo a 150º. Puede que no necesite
seis horas de horno, que con cinco quede igual de sabrosa y de melosa. Mi
carnicero me dijo que donde quedaba bien la carne era si se hacía a la brasa o
al carbón, pero que en el horno el resultado era óptimo.
A mí me quedó un
poco sosa porque fui rácano con las especias (no se trata de mezclar muchas
para hacer una melange en la que sea difícil reconocer los matices, sino de
elegir tres o cuatro especias en abundancia, untar bien la carne, distribuirlas
bien por toda la superficie y jugar con ellas).
Creo que el asado
podría quedar bien con unos granos de café, comino, mostaza y pimienta de Jamaica.
Olvidarse de la peladura de naranja y pringarla bien de un buen aceite.
A mí me quedó un
poco insípida (lo arreglé poniéndole a los niños algo de tomate frito, yo una
buena mostaza). Quedó jugosa pero no dio salsa, lo que hizo que aguantara mal
al día siguiente.
En todo caso, he de
decir que estoy encantado con mi prueba, que me permitió disfrutar de una
plácida mañana de sábado en la que cocinar se convirtió en no cocinar, en leer
y esperar.
Para ilustrar lo
mucho que disfruté se me ha ocurrido poner dos cuadros de Bartholomeus Van der
Helts, un pintor holandés de principios del Siglo XVII. EN España es poco
conocido, pero sus cuadros son un reflejo gozoso del esplendor burgués de los
Países Bajos, que eran el centro económico y cultural de Europa.
El primer cuadro es
un reflejo de lo feliz que me hizo cocinar y escuchar a mi carnicero. El
segundo un homenaje a las terneras.
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