domingo, 13 de septiembre de 2020
Capítulo DLII.- El final del verano huele a melocotones.
Este final de verano ha olido a melocotones. En septiembre todavía han llegado los últimos golpes de calor, no tan asfixiantes como los de finales de julio, los días son ya más cortos y a última hora de la tarde se puede respirar, aunque a mediodía la temperatura supera los 30º que en una ciudad húmeda son insoportables.
A primeros de septiembre quedamos con unos amigos a desayunar. Desayunos de tenedor a base de costillas a la brasa, panceta, callos y otros placeres que horrorizarían a un nutricionista. Son fabulosos los desayunos que te obligan a tomar una cerveza o una copa de vino con gaseosa antes de que den las diez de la mañana, la vida se ve con otra perspectiva.
Después del desayuno fuimos a un pueblo cercano (Sant Pau del Ordal) a comprar melocotones. Los agricultores de la zona organizan los fines de semana un mercadillo de productos de la zona en el que el melocotón es la estrella, eso sí, en una panadería cercana hacen una coca de crema y piñones que también vale un imperio.
Compramos dos cajas de melocotones, una de melocotón de viña, de carnes más prietas, cruje al morderlo; el otro de melocotón de agua, mucho más frágil, se deshace en la boca y, si está un poco pasado, es casi una jalea recubierta con la piel aterciopelada del melocotón.
Guardamos en el maletero del coche las cajas de melocotones y nos quedamos un rato de tertulia, estiramos unos minutos más la despedida porque siempre surgen conversaciones nuevas que no conviene dejar a medias.
Al abrir el coche descubrimos como el olor a melocotones se había apoderado del ambiente. Un olor dulzón, no muy cítrico, casi se notan los pelillos suaves de la piel. Olor a final de verano, a fruta madura que hay que consumir en pocos días.
Compramos más melocotones de lo que debíamos, suele ocurrir cuando un urbanita se deja seducir por los encantos de la vida del campo, cargamos los maleteros como si hubiéramos descubierto un nuevo El Dorado.
El olor a melocotones termina siendo mucho más agradable que su sabor. Dejé las frutas en la cocina, apiladas con orden y cierta armonía en la combinación de las distintas tonalidades del amarillo, el naranja y el bermellón. Oler melocotones genera muchas más expectativas que comerlos.
Estos días hemos pelado melocotones para tomarlos solos, a bocados, cortados en trozos grandes, sin piel; también en cuadraditos pequeños para combinar en macedonias; añadidos a ensaladas; espolvoreados con canela y azúcar, reposados en vino para macerar. Podríamos haber hecho varios botes de mermelada de melocotones, botes que nos hubieran acompañado durante meses ya que cuesta dar salida a las mermeladas.
Nuestro cargamento de melocotones parecía infinito, eso que tuvimos que ir descartando algunas piezas que pasaron de la madurez a la podredumbre en pocos días.
El olor de la casa a melocotones era maravilloso, bastaba abrir la puerta para trasladarnos otra vez a los desayunos fantásticos de los sábados de holganza. Dar salida a los melocotones era otro cantar.
A medida que transcurrían los días los melocotones iban intensificando su olor un poco más picante, aparecieron algunas mosquitas revoloteando por las bandejas en las que guardábamos la fruta. No soy partidario de meter el melocotón en la nevera, pero llega un punto en el que el romanticismo de la fruta comprada directamente al agricultor puede llegar a convertirse en un problema sanitario.
Sin embargo, abría la cocina y veía el plato colmado de melocotones, reluciente, a punto de explotar. Preparé un salmorejo con melocotones y menta fresca, alguna ensalada con queso feta, dejé que se me empararan las manos con los últimos melocotones de agua. Entiendo perfectamente a Fantín Latour, que no se hartaba de pintar fruteros con melocotones.
He recuperado dos recetas de melocotones de Alain Ducasse, en realidad dos guarniciones para un fuagrás de Landas cocinado a la plancha.
Para la mermelada de melocotón Ducasse propone utilizar 2 melocotones, una hoja de albahaca, 2 granos de pimienta negra, la cáscara de un limón y sal en escamas. Se pelan los melocotones de agua, se cortan por la mitad, se deshuesan. Hay que cascar el hueso y sacar la almendra, que es un punto amarga (arsénico en pequeñas dosis). Se ponen todos los ingredientes en una bolsa de cocinar al vacío se dejan cociendo a 90º al baño maría durante una hora. Se enfría la bolsa rápidamente antes de picar muy finos los melocotones y el líquido. Se reservan las dos almendras que se sirven enteras.
La segunda receta es la de los melocotones semiconfitados. Se necesitan 2 melocotones de viña, un chorrito de aceite de oliva, un limón cortado en rodajas, 20 granos de pimienta y 6 hojas de albahaca. Se cortan los melocotones, se quita el hueso y, sin pelar, se separan cada mitad en gajos gajos (12 gajos por melocotón dice la receta). Se colocan los gajos sobre papel de cocina, se rocían de aceite de oliva, se ponen las hojas de albahaca, los granos de pimienta y las rodajas de limón. Horno a 120º. Hay que asarlos durante 40 minutos, dándoles la vuelta de vez en cuando, para que suden bien.
Ducasse todavía emplea un tercer melocotón sin cocinar, pelado y cortado en pequeños daditos para que acompañe a la mermelada y al caldo del plato, un caldo que se prepara reduciendo un caldo con despojos de pato.
Acaba el verano oliendo a melocotones y empezará el otoño soñando con el fuagrás.
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