martes, 11 de noviembre de 2025

Capítulo CDXXIII.- Apacibles turbulencias

Turbus-Ulentus, agitación abundante. Octubre ha sido un mes turbulento. No sé si ha sido el cambio de hora, las lluvias, el tímido inicio del frio. Todo a la vez o a pesar de todo. Para intentar apaciguar esa desazón leí las entrevistas que hicieron a Byung-Chul Han, el filósofo germano coreano al que dieron uno de los premios Princesa de Asturias este año. Han practica la jardinería como una forma de meditación, para reconectar con la realidad material y la tierra, y para recuperar un tiempo que considera esencial. Su trabajo en el jardín lo aleja del mundo digital y lo acerca a un tiempo más lento y sensorial, permitiéndole experimentar y alabar la belleza intrínseca de la naturaleza y establecer un diálogo silencioso con ella. Puede que, por la misma razón, por la necesidad de reconectar, yo haya intensificado estos últimos días las tareas en la cocina. Nuevas ideas o viejas recetas reconsideradas. En junio de 2018 escribí en este blog una entrada titulada Nunca Llegarás a Nada -https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2018/06/capitulo-cdxlv-nunca-llegaras-nada.html -, un homenaje a Juan Benet. No lo localicé en las desordenadas estanterías de casa, no lo releí, aunque sí que he comido cientos de milanesas parecidas a la que describo en ese capítulo. 7 años después puedo afirmar, de modo casi categórico que he llegado a nada, no sé si de modo definitivo o solo provisionalmente. He rescatado y descartado algunas recetas que considero ingeniosas, al final me he decantado por una de las más contemplativas, con el fin de encontrar cierto equilibrio. Me gustan las recetas contemplativas, aquellas que sólo exigen esperar pacientemente a que los ingredientes vayan encajando, cumpliendo su función. El salmón marinado con remolacha es una de las grandes recetas contemplativas. Para el salmón marinado con remolacha se necesita un salmón preferentemente salvaje. Yo no he conseguido un salmón salvaje, lo que lastra desde el inicio el plato. Lo asumo, aunque creo que un humilde salmón de piscifactoría cumple dignamente su función y permite preparar un salmón marinado sin conducirme a la ruina. Fui a la pescadería en busca de un pescado de poco más de dos quilos, el más graso de los que tenían expuesto. Limpio, eviscerado. Pedí que sacaran los dos lomos completos, sin espinas. La pescadera, algo desganada esa mañana, se dejó olvidadas algunas hileras de espinas, no me preocupó, al llegar a casa localicé las pinzas de cocina y fui extrayendo una a una las púas olvidadas. Para marinar un salmón se necesita sal gorda en abundancia, también azúcar moreno. Utilicé 750 gramos de sal y otros tantos de azúcar. Los mezclé en un gran bol. Extendí una larga capa de papel film sobre la encimera de la cocina, un poco más extensa de lo que ocupaba el lomo completo del salmón. Antes de depositar el pescado sobre la superficie plástica extendí un lecho abundante de la mezcla de sal con azúcar, conviene ser generoso. Coloqué delicadamente el salmón sobre la cama salobre con mimo, para que los cristales no se esparcieran. Empecé mis operaciones en el nublado mediodía de un sábado de octubre. Empezaba la estación fría, pero opté por no encender todavía la calefacción, recordando así una tarde cercana, cuando de regreso de Madrid, todavía bajo los efectos de una de las turbulencias de este otoño, mi mujer me anunció que había venido la inspección del gas y que nos habían cortado el suministro porque habían detectado una ligera fuga en la junta de la llave. Necesitábamos localizar con rapidez a un técnico debidamente habilitado para que nos revisara y reparara la incidencia. Mientras tanto el suministro quedaba cortado. Este tipo de incidencias te llevan a la miseria, primero por la mala conciencia de haber puesto en riesgo a la familia, riesgo de morir intoxicados o incluso de una explosión que nos colocara en la portada de las páginas de sucesos del periódico local. Aunque el escape fuera mínimo y probablemente inocuo, la sensación de mala persona y de descuido queda impresa en el alma. Con la noticia empezaron las carreras por localizar a un técnico habilitado, un profesional más cualificado y perseguido que un ingeniero especializado en dinámica de fluidos que trabajara en la Nasa. Dado que el corte de suministros fue al atardecer, el percance nos dejaba sin gas para cocinar y sin agua caliente. Los chicos habían ido al gimnasio y no recibieron con agrado las duchas de agua fría inevitables en las próximas horas. Somos gente aseada, incapaz de salir de casa sin pasar por la ducha. La situación siendo incómoda, no era fatal. Podíamos preparar la cena y el desayuno con jugando con el horno y el microondas. Mi salmón avanzaba seguro, no necesitaba cocción al fuego. Tendido sobre su cama de sal y azúcar, esperaba al siguiente paso. Rallé sobre su lomo desnudo la piel de una naranja y de un limón, extendí la ralladura por toda la superficie. Tras los cítricos vino la remolacha. Dos remolachas del tamaño del puño de un niño pequeño. Pelé las remolachas, las corté en rodajas de poco menos de un dedo y cada rodaja la sajé en bastones, cada bastón volví a seccionarlo en pequeños cubos de poco más o menos medio centímetro de diámetro. Extendí los trocitos de remolacha a lo largo y ancho del lomo del salmón. Las manos tintadas de color burdeos intenso. El pescado cubierto de brillantes cubitos de un rojo intenso y profundo casi fluorescente. Con el fin de seguir homenajeando a mis turbulencias octubrinas, no sólo no encendí la calefacción, sino que también decidí no encender la luz. El mismo miércoles en el que me cortaron el gas las luces de casa empezaron a dar ligeros destellos, subidas y bajadas de tensión que achacamos a obras del exterior. Llevamos muchos años con cortes habituales pues los técnicos no encuentran la razón de una avería que se reproduce con frecuencia. El parpadeo de las luces era habitual, pero en esta ocasión las fluctuaciones eran más frecuentes, más intensas, incluso en algún instante se interrumpió el suministro. El riesgo de un apagón generalizado estaba allí, junto al corte del suministro de gas. Revisé el cajetín con los interruptores generales, no habían saltado. Pensaba que no era un problema de la vivienda, sino exterior. Poco antes de anochecer marchó la luz y con su marcha se complicaban las opciones de cocinar algo caliente. Rápidamente localizamos velas y cerillas para mitigar la penumbra. Mi sorpresa fue que en la calle las farolas funcionaban. Me asomé tímidamente a la escalera y vi que allí seguía habiendo luz. Pregunté a los vecinos y me dijeron que ellos no tenían problemas eléctricos. De nuevo el pánico, de nuevo la crisis existencial. Soy un negado para solucionar cualquier problema práctico. Sólo me quedaba la esperanza de que el técnico que al día siguiente debía revisar el gas, me solventara también la incidencia eléctrica. Uno de los vecinos me dijo que había tenido un problema igual semanas atrás. Titileos en la intensidad de la luz que preludiaban un apagón. Me dijo que él lo había solucionado bajando al sótano del edificio, allí estaban los fusibles generales. Una vieja instalación de más de cincuenta años de antigüedad que esperaba una reforma general que habían ido aplazando, pese a que los técnicos advertían que tarde o temprano tendríamos que afrontar una obra de cierto calado para modernizar la instalación eléctrica general. Tardé en localizar la llave del sótano, siempre esquiva cuando se la necesita. Vi que nuestro contador eléctrico estaba apagado, mientras que los de los vecinos lucían como si la guerra no fuera con ellos. Desmonté con un destornillador la tapa de cobertura del frontal de fusibles del edificio. Por suerte, una marca de rotulador identificaba el de mi piso. Seguí las instrucciones del vecino y giré ligeramente el fusible que alimentaba el suministro eléctrico de mi casa. Una pieza de cerámica que noté caliente, aunque no ardiendo. Tomé un trapo para hacer la maniobra y empezaron a saltar las chispas, pero, milagrosamente, el contador revivió y desde mi piso los chicos dieron la voz de que la luz había vuelto. Me quedé unos instantes contemplando el frontal de contadores y plomos. De vez en cuando saltaba alguna chispa mínima, pero el suministro parecía garantizado. Subí al piso con el miedo en el cuerpo, tenía buenas razones, no sólo por el riesgo objetivo de que el incidente fuera a mayores y se fundieran los plomos de todo el edificio, sino también porque tendría que buscar urgentemente otro operario que revisara la instalación. Durante unos minutos las luces volvieron a encenderse en el piso. La nevera volvió a enfriar. La noche de ese miércoles las duchas fueron frías, pero pude preparar unas pechugas al horno y ver una serie en televisión, aunque la luz seguía con destellos. Mi salmón, en la penumbra fría de la cocina seguía con su proceso de marinado. Piqué unas ramas de eneldo fresco, hojas finas, olorosas. También piqué romero y tomillo fresco. Coloqué una segunda cama verde sobre la cama bermellona de remolacha. Espolvoreé también pimienta negra, unas semillas de otras pimientas exóticas y dos o tres cucharadas generosas de una sal ahumada que conservo desde tiempo inmemorial. Retomé el recuerdo de mis turbulencias. El jueves por la mañana se fue la luz, tuve que bajar otra vez al sótano a repetir la operación. No había todavía gas, pudimos ducharnos con las luces titilantes, pero al encender el microondas la corriente volvió a cesar. En la caja de fusibles seguían los chispazos esporádicos y con ellos los riesgos mayores. A partir de las ocho de la mañana mi única tarea era esperar a que llegara el técnico del gas y localizar a un electricista de urgencia que pudiera solventar la otra incidencia. En el ínterin de gestiones recibía llamadas de mis otras turbulencias. Seguía con la sensación de ser un miserable, un descuidado, pero como el optimismo no me abandona, no nos abandona, habíamos invitado a unos amigos a cenar el viernes. Cena mexicana, concurso de tacos. Esperábamos que ese jueves se solventaran todos los problemas y, con ese espíritu, salí de comprar para llenar la nevera. El jueves a última hora de la mañana se solucionó el problema del gas. Vino una brigadilla de técnicos que me hizo rellenar un sinfín de boletines y, en unos minutos, se restableció el suministro de gas. No fue barato, dejaron la cocina como una carretera en obras. Se asomaron a ver la instalación eléctrica y me dijeron que ya me llamarían, pero que andaban muy liados. La casa seguía en penumbra. Convenía no abrir el refrigerador para que no se malograran los alimentos almacenados. Como contaba con gas, podía cocinar. Preparé la comida y avancé algunos pasos de la cena. Contábamos con 10 comensales. De vez en cuando, en mi desesperación umbría, bajaba al sótano para revisar el estado de los fusibles y daba un ligero toque al de mi piso para conta con suministro eléctrico durante algunos minutos. Pude ducharme con agua caliente, aunque con el aclarado marchó de nuevo la luz. Mis hijos se ducharon con agua fría, no tuvieron tanta suerte. Por fin, un electricista escuchó mis súplicas y me anunció que vendría el viernes a primera hora de la tarde. Jugábamos al límite. Barajamos si suspender la cena o si pedir que alguno de nuestros invitados nos prestara su cocina y su salón. Teníamos muy avanzados los guisos y nos hacía mucha ilusión compartir con amigos la noche de los muertos para recordar así el viaje a México del último verano. Fruto de nuestro optimismo insensato, mantuvimos los planes. El viernes vino el electricista. Revisó la instalación, cambió los fusibles, pero advirtió que aquello no tenía buena pinta, no se responsabilizaba de nada. Nos sugirió que llamáramos a un técnico habilitado y afrontáramos una reforma de mayor calado. No fue especialmente caro, pero sí inútil. La luz regresó durante poco más de una hora, siguieron los destellos. A duras penas pude terminar mi parte de guiso, pusimos la mesa y preparamos sobre un arcón unos adornos votivos para celebrar a la mexicana el día de los muertos. No sé de donde sacó mi mujer una fotografía de mi bisabuelo Benjamín, a quien no había llegado a conocer. Allí estaba con su traje oscuro y su bigotillo de probo funcionario de hacienda. La luz marchó definitivamente a las ocho de la tarde. Con la mesa puesta. Volvimos a pensar en cancelar la cena, pero arrastrados por la inconsciencia mantuvimos la convocatoria. El salón lleno de velas. Los vecinos nos dejaron unas linternas muy potentes, cortesía del apagón general de hacía unos meses. Como teníamos gas, pudimos calentar los platos. Una comida mexicana a base de tacos de todo tipo (yo hice los de pollo en pepitoria, mi amigo unos de chicharrón y otros que se conocían como los tacos de villamelón). Preparé, además, unos tomates escalados con pesto de pistachos. Otros invitados trajeron quesos, chocolates y tequila, mucho tequila. Antes de empezar a cenar ya habían corrido varias rondas de tequila con un zumo de tomate picante (carnitas). En un momento de consciencia, puse el freno de mano y decidí no tomar mucho alcohol, sólo me faltaba en medio del caos una borrachera y su consiguiente resaca. Con esos mimbres en la memoria, seguí con el ritual de mi salmón marinado. Quedaba terminar de sepultarlo en la mezcla de azúcar moreno y sal. Tenía que colocarlo con cuidado para que no se esparciera la remolacha y las especias. Debía quedar bien cubierto antes de sellar el preparado con varias capas de film para embalsamar el pescado, colocarlo sobre una superficie plana, encontrarle sitio en la nevera depositar encima del preparado el peso suficiente para que se salara bien y no se desencajara el lomo. Coloqué unos bricks de leche para que presionaran bien. La cocinera que preparó esta receta aseguraba que eran necesarias 48 horas de reposo. Dos días en los que el salmón debe supurar sus líquidos, irse aromatizando y salando la carne hasta conseguir esa textura melosa y firme del salmón marinado. 48 horas de contemplación en los que mi única tarea era abrir la nevera y pasar un paño para quitar las manchas rojizas del proceso de maceración. Volví a mis turbulencias A la cena en penumbra, al tequila y a los tacos. Fue una cena especial, me reconcilió con el día de muertos. Comimos, brindamos, reímos. Uno de mis amigos preparó unas calaveritas, unas poesías muy sencillas para celebrar a Caterina y su visita al mundo de los vivos. Aquella noche uno de mis hijos salió de fiesta, se olvidó las llaves y a las cuatro y media de la mañana tuve que levantarme a abrirle, para que dejara de aporrear la puerta de casa. Ya no reenganchamos el sueño, él durmió como un vendito hasta el mediodía. Este amigo nos dio el teléfono del portero de su casa, un manitas con años de experiencia que se comprometió a revisar la instalación eléctrica a la mañana siguiente. El sábado, con el salón y la cocina maltrechos por la noche anterior, llegó el electricista, un señor extremadamente amable y servicial que, al ver la instalación del sótano, resopló. Nos pidió que avisáramos a los vecinos para poder cortar la luz de todo el edificio. Poco a poco fue haciéndose con la situación. Fue sacando las herramientas, quitando y poniendo piezas, puliendo algunos elementos, atornillando otros. No paró de resoplar y de advertirme que aquella era una reparación de urgencia, pero que convenía que viniera alguien habilitado para cambiar toda la instalación. A última hora de la mañana regresó la luz a casa, ya sin destellos. Agradecimos a mi amigo y a su portero la gentileza de habernos sacado de las pequeñas miserias de la vida cotidiana. De no habernos empeñado en celebrar la cena no hubiéramos conseguido el teléfono de aquel hombre y hubiéramos estado sin luz todo el fin de semana. Siguieron los días de octubre y con ellos alguna turbulencia más. Pero al menos podíamos ducharnos con agua caliente y cocinar. Los titileos habían desparecido. Pasaron también las 48 horas de vigilia del salmón. Lo saqué de su sarcófago, limpié bien los restos de sal y de aderezos. Puse el lomo bajo un chorro generoso de agua fría. El salmón lucía hermoso, de colores definidos, como un cuadro de Klee. El domingo pasado lo tomamos de aperitivo. Preparé unas rodajas de pan negro, de centeno, otras de pan rustico en rebanadas. Mantequilla al punto, para untar sin problema, un poco de mayonesa de wasabi, pepinillos y alcaparras cortados muy finos, dos huevos duros picados, unas volutas de salsas picantes que sobraron de la cena mexicana. Todo colocado sobre planchas de pizarra negra para que los colores contrastaran y lucieran. El salmón estaba espectacular (sigue estándolo porque queda otro medio lomo en la nevera). Las turbulencias no han terminado, pero vamos gestionándolas como podemos. En el caos de octubre, un día de lluvias torrenciales en las que saltaron todas las alarmas de la ciudad, me brindé a hacer de taxista a la familia. Encendí la radio y escuché una entrevista de un astrofísico, Antonio Ayuso, presentaba un libro titulado Una Apacible Turbulencia. Esa misma mañana fui a comprarlo. Ayuso desgranó algunas historias que me encantaron, como la del científico premiado con un nobel al que le propusieron que durante 10 minutos dirigiera la sonda Hubble al punto del universo que más le interesaran. Aquel hombre, en principio uno de los mayores sabios del mundo, decidió enfocar el telescopio hacia el punto más oscuro del universo, hacia la aparente nada. El telescopio estuvo diez minutos pendiente de esa nada absolutamente negra, en vez de sondar estrellas, planetas o constelaciones. Agotó su tiempo, se dirigió a una pizarra y empezó a desplegar fórmulas matemáticas inescrutables que demostraban que aquel punto en apariencia vacío contenía miles de galaxias sin explorar, millones de planetas que podrían albergar vidas alternativas. Con ese espíritu de sondear la aparente nada, con la cocina como alternativa a la jardinería, habrá que enfrentarse a las turbulencias para que sean lo más apacibles posibles. Como imagen de esta entrada, como agradecimiento a los amigos que nos acompañaron esa noche de penumbra y tequila, un cuadro de Diego Rivera donde aparece Caterina en todo su esplendor. El cuadro tendréis que verlo en el Instagram de #undiletanteenlacocina.

viernes, 24 de octubre de 2025

Capítulo CDXXII.- ¿Sería posible pepitorizar los problemas?

Llevo días sin escribir en el diletante. Nada grave. Días en los que he estado un poco más disperso, en otros líos, aunque nunca he dejado de pensar en cuestiones de cocina. El viaje a México de este verano ha sido, por muchas razones, fundamental en mi vida y expectativas, incluidas las culinarias, por eso quería y quiero seguir escribiendo sobre cocina mexicana, sobre todo en vísperas del día de difuntos, que allí es una explosión de color y pasión por la vida en todos sus estados, incluido el de la no-vida. Estas semanas pasadas tuve alguna tentativa de escribir sobre algunos experimentos que creo que había abordado con éxito a partir de recetas cotidianas en casa (hice una tortilla de patata alterando por completo el modo de cocinarla – empecé sofriendo la cebolla, después pelé y corté las patatas en dados, levante las claras y batí las yemas de 8 huevos hermosos para que la tortilla quedara más esponjosa, casi como una nube, abandonando así la técnica de la tortilla babosa -. Otro día hice una carbonara italiana también batiendo los huevos para que quedara más cremosa). Pese a que estoy muy contento del resultado de estas pruebas, lo cierto es que, de momento, ninguna de estas recetas consiguió animarme para alcanzar la categoría de nuevo capítulo del diletante. En los ratos de insomnio, en algún paseo largo por Madrid, le di vueltas a posibles recetas que me llevaran a volver a escribir. Lo probé varias veces, sin gran éxito. Puede que el otoño haga que esté más disperso. Sin quererlo, ayer, un día especialmente complicado, especialmente tenso, cuando debía estar más atento al devenir de la jornada, entró en la bandeja de mi correo electrónico un mensaje de los Amigos del Museo del Prado (me hice amigo hace un año, para llenar algunas horas muertas generadas por mis ya no tan nuevas ocupaciones). La fundación me ofrecía, con un buen descuento, unas litografías en las que pintores del siglo XX español recreaban obras del museo del Prado. Un descuento importante. Cuando se suponía que debía estar más pendiente de los debates, me paré (durante unos segundos) en una de las litografías, de Ramón Gaya, un dibujo muy sencillo, apenas un apunte con cuatro o cinco trazos de acuarela). En la imagen, que reproduzco en Instagram (#undiletanteenlacocina), un chico espigado y elegante lee dándole la espalda a un cuadro de Velázquez, concretamente el de Mercurio y Argos. Una imagen tomada de la mitología griega que cuenta la historia de Mercurio, aliado de Júpiter. Júpiter (un mujeriego impenitente e impulsivo) se enamora perdidamente de IO (una de sus tantas pasiones), Juno, enfadada, convierte a IO en una ternera y encarga al gigante Argos, el de los 100 ojos, su vigilancia. Júpiter, iracundo como era, encarga a su aliado Mercurio que recupere la ternera (imagino que, para revertir el hechizo, no para guisarla). Mercurio, astuto, se disfraza de pastor, se acerca a Argos y empieza a tocar una melodía dulce que adormece al gigante. Cuando quedó dormido, Mercurio dio muerte a Argos, le arrancó los 100 ojos (con los que Júpiter adornó la cola de un pavo real) y recuperó la ternera. Los psicólogos consideran que el mito de Mercurio y Argos (en realidad peones en una disputa conyugal entre sus mandos) representan la tensión entre la astucia o el deleite carnal (Mercurio) y la vigilancia o la razón (Argos). Por no dispersarme, la cuestión es que Ramón Gaya toma como referencia parte de ese cuadro, en concreto a Argos sesteando, lo estiliza hasta convertirlo en un dandi del siglo XIX dando una cabezada, y ofrece un dibujo ligero, un alivio. No sé si queriéndolo o sin querer, Ramón Gaya construye, a su vez, otra pequeña leyenda, respecto de la contraposición entre la imagen de Argos, despreciada por el visitante del museo, que parece más interesado en leer (supongo que sobre el cuadro) y no en disfrutar del propio cuadro. Rompe así con el mito de que una imagen vale más que mil palabras. Enfrascado yo en ese juego de espejos entre realidades y ficciones, necesitaba tener una excusa para escribir de cocina, evadirme durante unos minutos al refugio de los fogones. Desde hace días quería y quiero escribir sobre tortillas, no las europeas sino las mexicanas. Para abrir boca he recuperado un mensaje de un buen amigo francés, que se hace pasar por mexicano (o puede que fuera al revés), en el que me facilitó algunas indicaciones para andar por los mercados de México sin hacer el ridículo: «Si a una tortilla le pones comida, es un taco. Y si lo metes en aceite caliente, es un taco dorado. Ah, pero si lo metes enrrollado en el aceite, se llama flauta. Y si antes lo bañas en Chile guajillo, es una enchilada. Ahora, si al taco le pones queso por dentro, se convierte en una quesadilla. Y si le pones la salsa y el queso gratinado por fuera, se convierte mágicamente en enchilada suiza. Y cuando esa tortilla la partes en pedacitos, la metes en aceite y después le pones queso y chile, se transforma en chilaquiles. Sin embargo, cuando la metes en el sartén y la bañas con fríjoles, tienes unas enfrijoladas. Pero, si en lugar de frijoles le pones salsa de jitomate, la has convertido en entomatadas!!!! Si cortas tiritas y las metes en un caldillo de jitomate con pasilla crema, queso y aguacate, entonces es una deliciosa sopa de tortilla!!! Si las enrollas y las bañas de crema y encima pones rajas de poblano y chorizo, te quedan unas maravillosas enjococadas... al cortarlas en triángulos y meterlas al aceite hirviendo, serán totopos... Pero también puedes freírlas hasta endurecerlas, ponle encima todo lo que se te ocurra para que disfrutes de ricas tostadas... Hay más variaciones de formas, grosores y cocciones: huaraches, sopes, gorditas, memelas, panuchos etc. Y cuando lleguen a Oaxaca conocerán también las tlayudas, el quesillo…» Cuando regresamos a Barcelona, mis amigos me regalaron la prensadora para hacer las tortillas, la harina de maíz maxtamalizada (si no está maxtamalizada no salen tan buenas) y un mortero de granito para hacer los moles. Con estas herramientas empecé a hacer pruebas hasta dar con el grosor y la textura de las tortillas. La receta no puede ser más sencilla: 250 gramos de harina de maíz (máxtamalizada), un pellizco de sal y una taza de agua templada que se va añadiendo poco a poco a la harina hasta conseguir hacer una masa homogénea, compacta, que no se resquebraje ni se escape entre los dedos. La receta es tan fácil que, si hubiera algún error en las medidas, basta con rectificar con un poco más de agua o con un par de cucharadas añadidas de harina hasta conseguir la textura deseada. Sin dejar que se seque la masa, se hacen bolitas pequeñas del potingue (del tamaño de una pelota de pin-pon, no mucho más), se coloca en la prensa, protegida por dos hojas de papel de horno para que no se pegue. Se cierra la prensa unos segundos y queda una oblea perfecta que, debidamente pasada por la plancha caliente, llegará a ser una tortilla, punto de partida y origen de todo lo que pueda venir después. En mi caso, para que la tortilla se convierta en taco, pensaba tomar como referencia un guiso de pollo en pepitoria. En el blog he escrito muchas veces sobre el pollo en pepitoria. La que mejor recuerdo es una que escribí en abril de 2012, hace más de trece años, cómo pasa el tiempo. La entrada se titulaba: problemas existenciales (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/04/cap-cxxxv-problemas-existenciales.html). Esa entrada pone de manifiesto que en muchos episodios la vida es circular, pues trece años después sigo durmiendo poco y siguen mis problemas existenciales. Aquella entrada empezaba así: «Encabezar a las tres de la madrugada la entrada de un blog con el título de: ”Problemas existenciales” puede llevarme a una deriva un tanto peligrosa, estar despierto a estas horas es signo inequívoco de que algún factor interno o externo no funciona como es debido. Aunque en mi caso la causa no suele ser una disfunción sino normalmente lo contrario, por distintos factores casi todos ellos gratos el único momento del día en el que encuentro un poco de paz para “pensar”, para leer o, sencillamente, para ordenarme es el de la madrugada.» Es fantástico, podría entrar en un bucle infinito, en una puerta oculta que me llevara de la primavera del 2012 al otoño del 2025 a través de una pepitoria. Una tentación en la que no debería caer. Me toca ahora mexicanizar mi pepitoria. No es difícil. Tomo como referencia los ingredientes que ya reseñé en 2012, ingredientes a su vez tomados de la divina marquesa, que empezaba su receta reseñando los ingredientes: Un pollo gordito, una copa de vino de jerez, un cucharón de aceite fino, 2 yemas de huevo cocido, 12 almendras crudas, una cebolla regular, un diente de ajo, unas hebras de azafrán, harina, caldo de ave, una hojita de laurel, perejil, sal, comino y pimienta. Para mexicanizar mi pepitoria en vez de un pollo gordito, utilizaré 10 contramuslos con su piel, evitaré así huesecillos y partes menos jugosas. Paso por una sartén a juego alegre los contramuslos de pollo, los pongo sobre la plancha por la cara de la piel. De momento no hace falta aceite, conviene que la piel se chamusque un poquito (sin pasarse) y se adhieran pequeños filamentos. Si el pollo es bueno la grasa pronto brotará y se extenderá por la sartén. En cualquier caso, hay que estar muy pendiente de las piezas, no deben achicharrarse, sino tomar un tono dorado por ambas partes. Aprovechar los breves tiempos muertos para salpimentar la carne y añadir un poco de comino en polvo. Cuando estén doradas las piezas apagamos el fuego. Dejamos que el pollo repose en la misma sartén (así terminará de sudar). Lo pasamos a un bol y volvemos a encender el juego, un poco más suave. Ayudándonos con una cuchara de madera desprendemos las briznas de piel y carne que han quedado pegadas, ponemos una pizca más de cocino, un diente de ajo que haya sufrido previamente un golpe de puño, las hebras de azafrán, el laurel, añadiré una pizca (del tamaño de la yema de mi dedo índice) de chile guajillo (toque mexicano), las almendras para que se tuesten. Sigo moviendo con la cuchara. Las especias se tuestan. Las retiro, las coloco en el mortero, para hacer el mole. En esa misma sartén añado un poco de aceite, no mucho, incorporo la cebolla, cortada en juliana (en alguna ocasión, en otros sofritos de pepitorias he puesto una zanahoria picada, no hay obstáculo para que lo haga aquí también). La cebolla se rehoga rápido, una pizca más de sal ayuda a que suelte más rápido el liquido. Cuando empieza a estar transparente recupero los contramuslos de pollo, han sudado un poco más, todo va a la sartén. Remuevo hasta que la carne vuelve a tomar temperatura, se integra con la verdura. Es el momento de la copa de jerez (si no es posible, cualquier vino blanco y seco irá bien). Sigo removiendo. Cubro con el caldo de pollo y bajo el fuego casi al mínimo, no quiero que el hervor sea violento, no tengo prisa. Voy al mortero, allí están las almendras, el diente de ajo magullado, las especias tostadas. Voy majando para que se vaya formando la pasta, el mole que embarrará las tortillas. Incorporo las yemas de huevo duro, que ayudan a que la pasta tome cuerpo. Pacientemente voy vertiendo cucharones del caldo caliente en el que se cocina el pollo. La pasta que salga no debe ser muy líquida, creo que el punto ideal es el de la pintura al óleo, que pueda dar una pincelada sobre la tortilla caliente. No importa si en el trasiego de la sartén al mortero caen briznas de cebolla, todo suma. La pasta toma cuerpo. Si no se han tostado mucho las almendras, el color será dorado, brillante, esperemos que más cercano al blanco roto o al marfil que al marrón. Conviene que haya pasta suficiente como para que ningún comensal quede con hambre. Es el momento de hacer las tortillas, deben llegar calientes a la mesa. Voy haciéndolas por tandas de cuatro. Mientras se cuajan y doran (ligeramente) voy recuperando las piezas de pollo. Si se ha cocido bien es fácil que se desprenda el huevo. Coloco toda la carne sobre una tabla de madera y, con ayuda de un tenedor, termino de deshilacharla. La incorporo a la pasta y mezclo bien. Con ayuda de un escurridor recupero la cebolla rehogada del caldo. La pongo en un cuenco a parte. Espolvoreo el perejil fresco sobre la pasta y el pollo (por un instante tengo la tentación de sustituir el perejil por el cilantro, pero me doy cuenta de que el cilandro se llevaría por delante el sabor del azafrán, convirtiendo la pepitoria en una cosa distinta). Debería llamar ya a los comensales a la mesa, pero resulta que son casi las cinco de la mañana, que, en realidad, no he cocinado nada, sino que me he dedicado a escribir sobre cocina (igual que en la litografía de Gaya el espectador no ve el cuadro, sino que lee sobre él cuadro, de espaldas a él). Mi casa no huele a pollo en pepitoria, pero podría oler si hubiera sido capaz de describir bien la receta. No hay tortillas envueltas en una servilleta para conservar el calor. No hay servicios puestos sobre la mesa para llamar a comer a la familia o a los amigos, viejos y nuevos, todos queridos, todos imprescindibles e importantes. Reviso el nuevo capítulo del blog. Me doy cuenta de que es un laberinto, un bucle lleno de paréntesis, guiones y comas. Si pasara estos párrafos por una herramienta de inteligencia artificial reduciría la receta a apenas media docena de renglones, pero prefiero que se extienda y desparrame. Quien sabe si dentro de otros trece años largos vuelvo a escribir sobre pepitorias y problemas existenciales y propicio así un segundo bucle. Anoto en la agenda la cita para octubre o noviembre de 2038.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Capítulo CDXXI.- Viva México, pendejos.

Veinticinco horas, dos minutos y cincuenta y un segundos. Esa es la duración de nuestro viaje de regreso, desde que tomamos el bugui que nos llevó desde el hotel de Holbox (Costa de Yucatán, México), hasta la puerta de casa en Barcelona. Hay viajes que exigen un período largo de descompresión, de adaptación, como el que necesitan los buceadores que descienden a grandes profundidades, para que no se produzcan lesiones irreparables en cerebro y corazón. El regreso de México exigía un trance largo para regresar a la realidad cotidiana. Atrás quedan 23 días de recorrido por el país, una vacación encajada en otra vacación y recubierta por una última vacación. Las tres vacaciones distintas, impactantes. Como el templo de Kukulcán (Chichén Itzá), que incluye una primera pirámide, que data del siglo VI, construida sobre un cenote, una segunda pirámide dedicada a la luna, construida siglos después, y una última estructura piramidal, del siglo XIII, dedicada al sol en sus solsticios, que es la única que se puede admirar. Muestro viaje encaja tres vacaciones distintas, muy marcada. La primera vacación transcurre desde nuestra llegada a ciudad de México hasta que abandonamos Oaxaca. La segunda es la del recorrido por la península del Yucatán. El viaje culmina con una última estructura, las tres noches en la isla de Holbox. En la costa. Atrás quedan 23 días de viaje, siete destinos distintos y calculo que más de diez kilos/litros de guacamole circulando por nuestras venas. La primera parte, la de México ciudad, Puebla y Oaxaca fue fresca, impactante. Me colocó frente a mi propia ignorancia. Poco o nada sabía sobre la historia de México y esos primeros días fueron fabulosos. Poco a poco perdimos el miedo a la ciudad, al país, dejamos atrás nuestras prevenciones, paseamos con tranquilidad, nos mezclamos con la gente, incluso tuvimos un divertido episodio frustrado/frustrante en el metro, ya que estuvimos parados durante veinte largos y calurosos minutos en un vagón atestado de gente – después nos enteramos de que se trataba de una huelga encubierta. Fue revelador el primer paseo guiado. El cicerone divertido y sabio, nos dio las primeras claves para entender la ciudad y el país, su caos y su encanto. Nos llevó a visitar los murales que condensaban la historia del país, también su revolución. Nos explicó las interioridades de la loca fiesta de los quince años y el mestizaje entre la severa cultura cristiana y los ritos prehispanos. Muestra del ingenio local fue la idea de organizar un desfile de muertos el día 2 de noviembre, para dar gusto a los turistas que acudían a la ciudad tras el rastro de los primeros compases de Spectre, la película de James Bond que dirigió Sam Méndez, que arranca con un plano secuencia de hasta entonces increíble desfile del día de muertos entre tiroteos y persecuciones. Nos sumergimos también en la pantomima de la lucha libre y terminando gritando como un mexicano más, llamando culeros y putos a los luchadores malvados que derrotaron a los héroes locales en unas peleas propias de los dibujos animados. Paseamos por Coyacán y nos quedamos con ganas de quedarnos más tiempo en ese barrio. Tuvimos una cena maravillosa, marcada por las margaritas, donde tomamos cuenta del México cosmopolita y vanguardista que permitía que el muralista Siqueiros atentara contra Trosky, mientras Frida Kahlo y Diego Rivera se despellejaban. Probamos casi todos los chiles y salsas posibles en una taquería de barrio y nos empapamos con las tormentas desatadas que marcan la estación de las lluvias en el país. Teotihuacan, el museo de antropología, el palacio gótico de Anahuacalli lleno de piezas prehispanas sabiamente desordenadas, el parque de Chapultepec, con 12 museos y centros culturales. Salimos de la ciudad con ganas de regresar. Puebla y Oaxaca fueron destinos más tranquilos. Recorridos más razonables. Iglesias que evidencian que no todo el oro se vino para España. Historias sobre los dominicos (a los que el guía llamaba los perros de dios). Ruinas de Monte Albán, con un guía postmarxista que nos explicó que los ritos funerarios de las culturas precolombinas eran mucho más divertidos que las severidades católicas. Probamos los moles. Tuvimos una charla fantástica en la terraza del museo Amparo, con su director, que nos dio algunas claves para entender México y sus contradicciones. En Oaxaca siguieron los paseos, los puestos callejeros en los que indicaban el minuto exacto en el que aparecían en los documentales de Netflix. Nos hubiéramos llevado todos los alebrijes y todos los manteles que nos enseñaron en un centro de artesanía local. Probamos los moles locales y los chapulines en todas las combinaciones posibles. Estuvimos alojados en un hotel fuera del casco histórico, allí había dormido el equipo que rodó Bajo el Fuego, una película inspirada en la caída de Somoza que, sin embargo, se rodó en México. No era difícil imaginarse a Nick Nolte y a Joanna Cassidy tomando margaritas en el jardín del hotel. Terminó esa primera vacación con la sensación de que hubieran quedado muchas visitas y muchos paseos pendientes. La segunda vacación obligaba a un vuelo a Yucatán (el viaje en coche nos hubiera obligado a invertir un día entero). Yucatán es un país y un mundo por sí solo. Nos contaron que incluso intentó, entre revolución y revolución, declararse independiente. En la península nos encontramos con el calor tropical, con los primeros mosquitos y las tormentas furiosas de media tarde. Nuestro objetivo era huir de la ribera maya y de sus hoteles. Lo conseguimos. Nuestro viaje fue refrescándose con frecuentes visitas a cenotes de todo tipo. Los cenotes son embalses de agua de lluvia en piscinas naturales, de suelos calizos. Los cenotes son como los oasis del desierto, pequeños micromundos y microclimas en los que la gente pasa el día entre saltos y sobresaltos. Nos deslizamos por simas oscuras para llegar a cuevas mal iluminadas, en las que apenas entraba un rayo de sol. En uno de los cenotes aseguraban que se habían celebrado ceremonias mayas y que en el fondo profundo (más de 30 metros) quedaban decenas de cadáveres reposando. En los cenotes nos acostumbramos a convivir con los murciélagos, a no mirar al fondo, sorprendidos por lo clara y fresca que era el agua en todos ellos. Vimos monos, arañas del tamaño de un puño, tábanos feroces, libélulas y mosquitos de todo tipo. Paseando por los pueblos del interior entendimos la cultura de un país que piensa que los perros son los lazarillos que guían a los muertos en su viajes. Todos los perros terminaron siendo Dante, el perrillo que sale en la película Coco. En Tulum pasé una mañana cocinando con una señora que me llamaba “mi chulo” y que me recibió a las 10 ofreciéndome un vasito de mezcal. Ese día aprendí a preparar la masa de las tortillas y preparé tacos y quesadillas para el desayuno. Con el mezcal nada va mal. Hicimos casi dos mil kilómetros en coches, por carreteras interminables, encajadas en medio de zonas selváticas. Paramos a comer en puestos en apariencia infames, en los que preparaban las mejores cochinitas pibil posibles. En cada parada, en cada comida, fui aprendiendo a distinguir una chelada de una michelada, a tomar cerveza con sal, con salsas y lima exprimida, aprendí también que el clamato llevaba principalmente clamato, como me explicó un camarero en una marisquería de Puebla. La lista de cervezas probadas es casi infinita: la inevitable coronita, la victoria, la tecalque light y roja, la XX, la moderna clara y morena, las bohemias, el barrilito, la Montejo… Para mi gusto, la mejor de todas la pacífico morena. Tanto la ciudad de Mérida (sorprendentemente moderna y cosmopolita), como Valladolid son alternativas ideales al bullicioso y estandarizado Cancún. En el tramo final quedó la isla de Holbox. Una pequeña odisea para llegar. En la isla no circulan coches, solo buguis y carritos de golf. La isla apenas tiene 42 kilómetros de largo y 4 de ancho. La mayor parte es parque natural. La isla es desordenada, destartalada, caótica (puede que influyera que para ellos finales de agosto y septiembre es temporada baja). En medio del barullo de la isla fue especialmente divertida la excursión a ver tiburones ballena, a nadar con ellos. Desde las seis y media de la mañana (vimos amanecer) hasta las dos de la tarde nos manejamos entre barcas y barqueros cargadas de merengue, cumbia, reggae, reggeton y salsa. Al saltar desde la barca casi me di de bruces con los morros de un tiburón ballena, un bichejo de casi 30 toneladas que puede llegar a los diez metros de largo. A partir de ese instante todo tenía que ir mejor. Esa mañana terminamos bebiendo cerveza con una familia mexicana de Morelos en la playa de cabo Catoche. También fue divertido el recorrido en carrito de golf por la isla inundada a medianoche, era una excursión en canoa para ver estrellas y algas luminiscentes. No advertían que debíamos llegar al punto de encuentro conduciendo nosotros por un camino de tierra lleno de baches y de charcos abismales mal iluminado. La isla de Holbox, una delicia para instagramers hippys, se recorre en dos largos paseos por la costa. Muy recomendable, aunque a finales de agosto el agua esté un poco turbia. México es un país maravilloso para comer, siempre que le agarres el tranquillo (los mexicanos cuando utilizamos el verbo coger se ríen). Una de las zonas que genera mayor pasión y controversia por las propuestas radicales. Hemos comido muy bien estos días, aunque eso no quita momentos de crisis vital. Nos acostumbramos rápido a los picantes (unos más que otros) en todas sus tonalidades. Tampoco hubo problemas con los chapulines, siempre que fueran pequeños. Costó más aceptar los malabares que hacen con el marisco. Fue duro enfrentarse a lo que llaman coctel, que muchas veces no era sino una gran copa repleta de camarones y cargada de una salsa de tomate muy cercana al kétchup. Los pescados, el pulpo y las gambas con queso fundido son un desafío son un desafío al canon europeo. Aunque he de decir que probé en Progreso un brioche de camarones con queso que casi me convence. Nos negamos a probar la pizza de langosta, pese a que recibimos recomendaciones de todo tipo. La mayor de mis crisis fue en Puebla, en una marisquería en la que pedí un aguachile de pescado y marisco. Lo ofrecían con mojo verde o rojo. El camarero aseguraba que el verde era el más suave. Llegó una bandeja oceánica, con una pinta maravillosa, pero el primer bocado me llevó a las puertas del infierno. No había probado nada más picante en los días de mi vida. Se me saltaban las lágrimas y no dejaba de moquear, pero tenía que mantener la dignidad de los conquistadores, no podía devolver el plato ni dejarlo sin tocar, así que con ayuda de varias cervezas y generosas dosis de guacamole pude dejar limpio el plato, toda una heroicidad que causó risas en la familia y la mirada guasona del camarero que nos atendió. Así que, como buen diletante, dejo una reinterpretación del aguachile, que de vuelta a España pienso hacer con lubina, o puede que con pulpo. Tomo como referencia la receta de Enrique Olvera, un cocinero mexicano que ha escrito un libro muy bueno titulado Tu Casa Mi Casa. Para el aguachile se necesita una mazorca de elote blanco (mazorca de maíz tierno, preferiblemente el de grano más grande). Sal, 500 gramos de un pescado blanco graso sin piel. Se pueden añadir gambas o camarones (no es necesario que sean de primera calidad), sólo que estén crudos. También encaja bien el pulpo (ya cocido) o cualquier bivalvo. Tres tomates verdes (tomatillos), son de una textura ajena a nuestro tomate rojo. Hay quien les da un hervor. A falta del tomatillo mexicano, un buen tomate rojo de ensalada, no muy maduro, puede hacer la misma función. Conviene quitarle la pie. Un pepino no muy grande. Dos tallos de apio. Un chile serrano (el que probé yo era seguramente habanero). 20 gramos de tallo de cilantro picado. 4 cucharadas de lima. Media cebolla blanca chica, en aros finos (yo lo probé con cebolla morada y estaba bien rico). Se advierte que la maceración de la verdura y el pescado con el zumo de lima y el chile debe hacerse poco antes de llevarlo a la mesa. No conviene una exposición muy larga del pescado a ácidos y picante. Se cuecen los granos del elote en agua hirviendo con un poco de sal durante 10 minutos. Pasado ese tiempo se enfrían rápido al chorro de agua fría. Luego se pasan por una sartén para tatemarlos (asarlos en una sartén hasta que se doren, sin aceite, unos 10 minutos, a fuego vivo). Se ponen en una licuadora (sirve una batidora convencional) el tomate (si es el de ensalada español basta con uno de unos 200 gramos, si son los tomatillos mexicanos, que son más pequeños, conviene usar 2 o 3). Medio pepino pelado, el apio, el chile y los tallos de cilantro, una pizca de sal más el zumo de lima (Una solución menos radical que la licuadora es picar todo muy fino y dejar que maceren unos 15 minutos). Si se opta por la licuadora/batidora, hay que colar bien el aguachile, para que no queden semillas, tallos y restos muy grandes. Si se opta por usarlo picado y macerado, quedará como un salpicón muy vivo. Una manera de domesticar el aguachile es ponerle medio vaso de agua de coco (200 cc). Se coloca el pescado en tiras (más el pulpo y los camarones pelados, o las almejas o bivalvo elegido). Se cubre bien con el aguachile. Se incorporan los granos de elote y la cebolla cortada en fina juliana. Pueden añadirse unas rodajas finas de pepino, incluso unas lonchas de aguacate sobre el pescado. La idea es que el pescado no quede apelmazado, sino extendido sobre la bandeja, ligeramente cubierto con el aguachile. Añadiendo los elotes, sin excesos. No es un plato de maíz con pescado, sino de pescado, lima, cilantro y chile. El plato debe entrar por los ojos antes que por la boca, por lo que conviene esmerarse con la presentación, jugar con los colores morado y verde de la guarnición. Si da miedo el picante, el chile en ver de habanero podrá ser guajillo o serrano. Incluso medio chile, o sustituirse el chile por unas gotas de tabasco, o de salsa valentina. Cervezas bien frías y poco más. En Instagram (#undiletanteenlacocina) colgaré también un cuadro Juan O’Gorman, un arquitecto mexicano, responsable de introducir en México las tendencias más radicales de la arquitectura alemana, francesa y norteamericana de las primeras décadas del siglo XX. O’Gorman quiso ser de todo y frecuento todos los círculos intelectuales del país. Fue amigo de los mejores, a los que obsequió con su talento y su ingenio. Al final de sus días, cerca de cumplir 80 años, se quitó la vida a lo grande, como si fuera un personaje de una de las películas mexicanas de los años cincuenta. Quedó sumido en una gran depresión, sus amigos habían muerto tiempo atrás, el edificio que consideraba que era su obra principal, su contribución a la historia de la arquitectura, había sido demolido. Así que se subió a un árbol con una soga anudada al cuello. Antes de precipitarse al vacío tomó una cápsula de veneno y, a la vez se disparó con un revolver. He tenido la oportunidad de ver algunos cuadros (pintó pocos) y fotografías de sus construcciones. Su obra es un juego constante con referencias de otros pintores y artista. Su autorretrato múltiple toma como referencia obras de otros pintores y algo del mundo surrealista en el que se movió. Lo dicho, cuesta salir de las pirámides encajadas que conforman México. Nada más abrir las puestas de mi casa, tras un día largo por tierra, mar y aire, ya teníamos ganas de volver y descubrir otros méxicos pendientes.

jueves, 31 de julio de 2025

Capítulo CDXX.- Apuntes sobre la importancia de un buen director de orquesta, de cocina o de cine.

Empezaré por el final, por la imagen. El punto de partida es el grupo escultórico de cocineros con cabeza de perro. 10 personas a la entrada del jardín de la bullifundation (https://elbullifoundation.com/elbullifoundation/), fui a visitarla hace poco más de un año, cuando la abrieron. A inicios de este verano de 2025 han aparecido otra vez las imágenes en los diarios porque la fundación ha vuelto a abrir en el período estival. Es una paradoja que hayan abierto un museo destinado al que fue durante años el mejor restaurante del mundo y, sin embargo, no se pueda comer nada allí. Colgaré la imagen de esa composición de perros cocineros en Instagram (#undiletanteenlacocina). El funcionamiento de una cocina puede servir como metáfora sobre el funcionamiento del mundo. La organización de las distintas partidas, la jerarquía entre la gente de las cocinas y las de la sala, la figura del cocinero principal, la del jefe de sala… La escultura de los cocineros con cabeza de perro creo que son obra de Javier Medina Campeny. He trasteado por internet, no hay un dato definitivo, pero este artista fue quien esculpió la mítica cabeza de toro que presidía la cocina de El Bulli. Los cinéfalos (kinomagerios si jugamos con el griego) parece que están descansando entre servicios. Cada uno de ellos lleva una chaquetilla distinta, acercándose a ellos se aprecia algún detalle diferenciador, imagino que los muy iniciados sabrán quién es cada uno de ellos. La partida de cocineros y camareros de un restaurante (modesto o estrellado) funciona como una orquesta o como una banda de música. No es difícil establecer quien manda y como ejerce su gobierno, basta contemplar el movimiento de un restaurante durante unos minutos para conocer las reglas por las que se rige. Una orquesta o una banda de música también puede servir como metáfora del funcionamiento del mundo. En el fondo un buen narrador puede encontrar metáforas en cualquier sitio, con cualquier excusa. Pensando en comida y en cocina he terminado pensando en música y en músicos (suelo cocinar con música, creo que ayuda a conformar la personalidad de algunos platos, de algunos acabados). Andaba enredado con una película de Fellini, E la Nave Va. La había visto hace muchos años, pensaba que en el tramo final de la película un grupo de músicos se revelaba contra el director. He revisado la película estos días y me he dado cuenta de que confundía esta obra con otra anterior, Prova d’Orchestra, en la que sí que los componentes de una orquesta sinfónica cuestionan la autoridad del director y acaban revolucionados. Estos días, mientras trasteaba en los días de tránsito a la vacación de verdad, he visto las dos películas. Fellini envejece bastante mal, puede que todos envejezamos mal. Una de las últimas filmaciones de Fellini fue un anuncio de pasta, unos años antes de morir. Creo que en casi todas las películas de Fellini la música y la comida tiene importancia. Recuerdo alguna imagen divertida en Amarcord, también en la Dolce Vita. Me he peleado estos días con las dos películas de Fellini, la lucha ha sido dura, pero al final me he reconciliado con el viejo director. Hay en sus películas el embrión de muchos detalles y técnicas que ahora nos parecen normales y que, en su momento, supusieron una ruptura narrativa y estética. E la Nave Va gira entorno al mundo de la ópera, con todos los excesos llevados a su extremo, los personajes son un estereotipo de un mundo ya desaparecido. Son ampulosos, huecos, falsos y a la vez generan ternura. Tanto en E la Nave Va como en la Prova d’Orchestra hay un narrador que dialoga con el público, que sirve como hilo conductor, como pasarela entre la historia que se cuenta y el espectador. Ese narrador que mira el mundo con distancia, con sabiduría, sigue siendo un personaje moderno, mejor dicho, intemporal. Aunque las películas de Fellini hayan envejecido mal, ese personaje, trasunto del propio director, sigue siendo actual. A saber qué estaría rodando Fellini si tuviera ahora cincuenta años. La Prova d’Orchestra tiene la virtud de ser breve, poco más de una hora, organizada como un falso documental en el que la televisión de cuela en el ensayo final de una orquesta que prepara un concierto en una vieja iglesia, habilitada como sala de conciertos. El director es insoportable, carente de cualquier autoridad y, sin embargo, autoritario. Bajo su batuta reina el desgobierno, cada músico, cada grupo de instrumentos, reivindica su poder y su desprecio hacia el resto de componentes. En esa lucha de poderes la mayor parte de personajes es vulgar, sorprendentemente vulgar, aunque haya pasajes en la película en los que son capaces de abordar durante unos instantes piezas de una belleza extraordinaria, compuestas por Nino Rota. Prova d’Orchrestra es una reflexión sobre la falta de autoridad y, a la vez, del autoritarismo. También es una reflexión sobre la necesidad de orden y los riesgos del excesivo personalismo. Cada uno de los 27 personajes que aparecen en la película tiene su momento de gloria. Cada orquesta queda marcada por la personalidad de su director y las carencias del director terminan siendo las carencias de los dirigidos. Por eso conviene ser comprensivo con los músicos, ya que son un espejo de los defectos del director. Transitando esta vez desde la orquesta a la cocina, puede que las razones por las que nunca me he atrevido a abrir un restaurante tienen que ver con la falta de modelo. No encajo con la imagen autoritaria de Von Karajan, capaz de enmudecer a una gran orquesta sinfónica con casi 100 músicos en acción con el gesto mínimo de recoger los dedos de su mano izquierda como estrangulando cualquier sonido. Podría haber coqueteado con el caos planificado de los grupos que lideraba Miles Davis a lo largo de su carrera profesional, los míticos quintetos o sextetos con Coltrane, Chambers, Hancock o Shorter. Donde cada uno parecía ir por su lado, ajeno al resto y, a la vez, ensamblando cada fraseo casi en el último extremo. Las raras ocasiones en las que he tenido que trabajar en grupo he terminado por optar por la fórmula imposible de un combo de jazz en el que incluso las notas más discordantes quedan empastadas por un hilo rítmico mínimo. Pero al final donde estoy cómodo es con la aventura individual, también al límite. El juego de Keith Jarret en Colonia, en el año 1975. Jarret cansado, con dolor de espalda, con un piano destartalado, jugando con lo que probablemente era la melodía de una monótona zona de espera de un aeropuerto. Ese concierto, del que se vendieron más de cuatro millones de discos y constan más de cien millones de descargas de internet, sin embargo no despierta especial pasión a Jarret, como lo demuestra que no haya mostrado mayor interés por la película que se ha presentado este año relatando lo sucedido en los días previos al concierto. Cocina, música, cine… Todo termina siendo una metáfora de lo que ocurre en la propia vida, una manera de contar lo que sucede a golpe de imágenes o de sonidos. Para al final, como en E la Nave Va, dar un vuelvo a la cámara para que se reproduzcan durante unos instantes las condiciones en las que se rodó la película en Cinecittá, en un escenario en el que todo era irreal, todo decorado, tramoya y escenario movido con motores hidráulicos y juegos de luces. Un juego irreal que termina con un rinoceronte acompañando al narrador en un naufragio. Se acerca la hora de comer, he surfeado a la puerta de la fundación de El Bulli. Esta misma semana viajé hasta Llançá para comer con mi familia en el Miramar, después de un par de años ahorrando. Esta noche iremos a ver y escuchar West Side Story en el Liceo… Los niños han de comer, les he preparado una lasaña. Ayer preparé una tarta de cerezas hecha con una pieza de hojaldre como base y una crema inglesa sobre las que dejé reposando un campo de medias cerezas deshuesadas. No he podido prepararles una reinterpretación del ajoblanco que ha tenido gran éxito durante las últimas semanas. Un juego de sabores parecido al de un estándar de jazz. Mi ajoblanco empieza con un diente de ajo mediano que hay que dejar durante 10 segundos en el microondas. Justo cuando el ajo da el primer chasquido se debe apagar. Dejar que enfríe antes de descorazonarlo. Metí el ajo descorazonado en el vaso de la Thermomix. Un par de pizcas de sal, 200 gramos de almendras marconas crudas y los restos de pan reposados – yo utilizó un brioche seco de hamburguesa, de esos que andan despistados por las alacenas -. Hay que picarlo hasta que quede pulverizada la almendra, como un mazapán compacto. En el mismo vaso añado medio pepino pelado y cortado en rodajas. También 300 o 400 gramos de melón despepitado y sin corteza – conviene también cortarlo en pedazos -, no importa si está un poco pasado. Riego la mezcla con un chorro generoso de vinagre de jerez antes de volver a picarlo hasta que el melón y el pepino queden licuados. Es el momento de bajar la velocidad de la Thermomix, ponerla al 4 o 4,5 y empezar a añadir, como si fuera un hilo, un chorro de aceite de oliva (225 cc). Queda una crema espesa y blanca, muy sabrosa. En función de los gustos de los comensales, puede añadirse agua fría para que el ajoblanco vaya ajustando su textura. A mi me gusta un poco espeso, que manche la cuchara. Hay que probarlo para poder ajustar la sal y el vinagre. Guardarlo en una botella para servirlo bien frio y bien agitado, para que los ingredientes se amalgamen en la mejor de las cremas frías, a la altura del gazpacho o del salmorejo. Sólo queda elegir una buena música o una buena película para afrontar la tarde, añorando la autoridad de un buen director de orquesta o un buen director de cine (también podría ser una buena directora de orquesta – tengo pendiente ver Tás – o una buena directora de cine – Chloé Zhao me serviría).

domingo, 20 de julio de 2025

Capítulo DCXIX.- Yo conocí y no conocí a la jueza de Marco

Yo conocí y no conocí a la jueza de Marco. Mariana era una abogada de éxito, afincada en Madrid, con una vida consolidada y, en apariencia, tranquila. Frisando los 40 años decidió darle un vuelvo a su vida, empezar casi de cero. Seguramente ayudó un fracaso matrimonial que dejó alguna traza de amargura. Recopiló sus méritos y decidió examinarse para juez, por el tercer turno, una vía no siembre bien considerada. Cerró casa y despacho en la capital para marchar a trabajar a un pueblecillo de Asturias, o puede que de Cantabria, la fachada norte, en todo caso. Y allí fue reorganizando su vida a golpe de discos de jazz, de amores más o menos equivocados y de asuntos profesionales que comentaba con pasión. Si mis cálculos no fallan, Mariana de Marco debería estar a punto de jubilarse. La perdí la pista hace poco más de tres años. Conocí y no conocí a Mariana de Marco porque era y es un personaje de ficción. Su autor José Mª Guelbenzu, escritor que falleció esta misma semana, a los 81 años. La jueza de Marco fue un personaje tardío, Guelbenzu llevaba treinta y tantos años escribiendo, era un escrito conocido y reconocido. El modo de investigar de la jueza de Marco es impensable en el sistema judicial español, impensable, creo, en cualquier sistema judicial, ni siquiera los jueces anglosajones tienen tanto margen para la instrucción y es también impensable que un juez pueda implicarse personalmente en los asuntos que tramita. Sin embargo, el modo en el que la jueza de Marco asumía su trabajo, su relación con la secretaria judicial, con los policías, con los periodistas de provincias que merodean en busca de una migaja de noticia, con los abogados más o menos turbios … Todo lo que rodeaba al trabajo de Mariana de Marco era bastante real y la parte de ficción siempre enganchaba. De Marco es la protagonista de 10 novelas, la última de 2022 (Asesinato en el Jardín Botánico), yo esperaba que hubiera al menos un capítulo más. Conocí y no conocí a José Mª Guelbenzu. En el año 1981, cuando yo tenía 16 años, escribió El Rio de la Luna, creo que fue premio de la crítica. Mi profesora de literatura del instituto estaba indignada, aseguraba que había más de cinco incorrecciones sintácticas en cada página. No dudé en comprarlo y en disfrutarlo, tanto que he estado tentado varias veces de releerlo, pero he tenido miedo de perder el buen sabor de boca que me dejó en su día. A raíz de aquel Rio de la Luna compré las novelas anteriores y he seguido comprando las posteriores, no sé si hasta alcanzar una biblioteca completa. Guelbenzu era un comprador habitual de la librería que había debajo de la casa de mis padres. Amigo del dueño de la librería, Chus Visor. Yo les veía charlar con frecuencia y pasar, sin solución de continuidad, al barito que había en la esquina de mi calle, al que llamábamos el Pombo, aunque era un lugar de mala muerte, pero Visor llenaba la barra de lo más florido de la literatura de finales del siglo pasado, más cercanos a la cerveza que al café. En más de una ocasión seguí el rastro de Guelbenzu, o de cualquier otro autor célebre de la época, para hojear los libros que ellos habían hojeado, incluso para comprarlos guiado por el criterio de la admiración. Así pude descubrir grandes novelas, grandes libros de poemas, también grandes tostones que quedaron escondidos a medio leer en las estanterías de casa. Tuve ocasión de hablar una vez con Guelbenzu, por medio de un amigo común conseguí el teléfono y le llamé para invitarle a participar en un curso de verano en el que quería tratar de la imagen que la judicatura proyectaba en la sociedad. Contacté con sociólogos, politólogos, directores de cine y escritores para cerrar el programa. Guelbenzu fue cortés, incluso simpático, declinó participar en el curso, estaba enfrascado en la segunda o tercera de las novelas de la serie de la jueza de Marco y no estaba disponible en las fechas que le propuse. Sí me aseguró que en otra circunstancia aceptaría el reto. No hubo ocasión. Guelbenzu me ha acompañado durante más de cuarenta años, no ha sido la tormenta embriagadora de otros autores, pero sí una lluvia fina, un refugio habitual a lo largo de estos años. Hace unos días, muy pocos, terminé su última novela, Una Gota de Afecto, una historia de corte clásico, de poso malsano. La historia pivota sobre cuatro personajes del presente (cinco si se incluye la casona en la que pasan el verano), así como algún personaje del pasado. El protagonista, un hombre debía tener la edad que tenía Guelbenzu al escribir la historia, es tremendamente anacrónico, tremendamente actual, a la vez. También seguí sus crónicas literarias, sus críticas en algún suplemento cultural. Era un autor que formaba parte de mi paisaje emocional. No resulta difícil homenajearle, no solo releyendo sus novelas, que lo haré, aunque sin prisas, sino rememorando los discos que reseñaba en sus novelas (cantantes femeninas de Jazz) y alguna comida frente al mar. En la última novela en un par de ocasiones el protagonista como con un amigo en alguna taberna de alguna localidad no bien definida del cantábrico. Espero que a lo largo de las próximas semanas pueda organizar un menú en recuerdo de Guelbenzu, con unos camarones hervidos durante poco más de un minuto en agua del mar con laurel. Unas navajas de verdad a la plancha. Una ensalada de escarola, apio y ajo picado. De plato principal un besugo a la brasa. Y de postre un flan casero, Compraré un besugo de al menos dos quilos. Le diré a la pescadera que no lo desescame. Encenderá la parrilla a media mañana, la cargaré de troncos de encina, troncos grandes que tarden un par de horas en hacer brasas. Conviene provocar una gran hoguera para contar con unas brasas calmadas, de aquellas sobre las que puedes aproximar la palma de la mano casi unos centímetros sin arrebatarte. Pondré el besugo entero sobre una rejilla fina. 15 minutos sobre una cara, lo voltearé y dejaré que se tueste 12 minutos más sobre el otro lado. Retiraré la pieza entera, la pondré sobre una bandeja metálica y abriré en libro el pescado, dejando la espina sobre uno de los lados, pegada a la carne prieta del besugo, todavía sin cocinar del todo. Pondré la bandeja sobre las brasas, habré de utilizar un guante ignífugo para no abrasarme. Las brasas se están agotando lentamente. Buscaré una sartén de culo gordo. Picaré dos ajos y añadiré un buen chorro de aceite de oliva. Pondré también una guindilla y dejaré que los ajos se tuesten levemente, no quiero que amarguen. Si todo ha ido bien y el pescado es bueno, que lo será, cogeré con cuidado la bandeja y dejaré que el juguillo que desprende la pieza quede con el aceite. Mucho colágeno. Menearé la sartén con cuidado, para que todo ligue. La apartaré del fuego y añadiré un poco de zumo de limón exprimido. Seguiré meneando hasta que la salsilla, escasa, quede densa, gelatinosa. La Sierra de Cantabria tiene vinos excelentes. Buenos tintos que se pueden disfrutar, aunque no sean baratos. Buscaré uno de la Finca del Bosque. Lo atemperaré bien (debe estar poco más o menos a 15 grados), lo decantaré y llevaré el pescado a la mesa, con la salsa aparte. Puede que haya que sacar un poco de queso para apurar el vino. Guelbenzu merece un homenaje gastronómico clásico, sin complicaciones. Pondré a Julie Christie en Spotify y buscaré un cuadro para acompañar este recuerdo. Seguramente el de una pintora muy joven, Anna Weyant, expone en la Thysen. Sus cuadros son en apariencia inocentes, pero esconden aristas no muy ajenas a los de los personajes de Guelbenzu, basta con ampliar lo más posible el cuadro que reproduzco en Instagram (#undiletanteenlacocina) para encontrar a uno de los personajes que absorbían al novelista. Disfrutemos mientras podamos.

jueves, 26 de junio de 2025

Capítulo DCXVIII.- Recuerdos de una noche de verano.

Mis actuales obligaciones me llevan con mucha frecuencia a tomar trenes a horas intempestivas. A diferencia de lo que le ocurría al Sr. Arnaux, uno de los protagonistas de La Educación Sentimental de Flaubert, que tuvo que marchar precipitadamente de su domicilio en París para evitar los problemas derivados de sus deudas. En mi caso la partida antes del amanecer no es para huir de los problemas, sino todo lo contrario, para acudir a ellos. Aunque duerma a trompicones y haya de salir de puntillas, me sigue mereciendo la pena, por muchas razones, dormir en casa. A 600 kilómetros de distancia las preocupaciones y problemas toman otra dimensión, más humana, más llevadera. Se relativiza cualquier tragedia cuando hay que dejar la cafetera preparada y cerrar la puerta exterior sin hacer mucho ruido. En la estación anuncian ya a primera hora que los trenes circularán con retraso, ha caído la tensión en un tramo de la vía, algo cada vez más habitual. Los trenes, los primeros trenes de la mañana permanecen parados en la estación. Se augura un día caluroso y seguramente aciago, uno más. Yo escucho música plácidamente. He contestado algunos correos. Intento descabezar un sueño que alivie la espera. Recuerdo los días del inicio del verano de quince años atrás. Entre ayer y hoy celebro el aniversario de mi segunda boda. Recuerdo aquellos días de 2010 como días muy felices, luminosos. La víspera de San Juan celebramos la verbena con la familia, como siempre. Los niños tenían 4 y 2 años, pasaron la noche tirando petardos y correteando por el jardín, entre sorprendidos y asustados por los ruidos y destellos. La mañana de San Juan partimos hacia la playa. Celebrábamos la boda en la costa. A partir del 25 llegarían amigos y familiares de todas partes. El paso de las horas hizo que todos fueran llegando escalonadamente, que la fiesta fuera ganando en intensidad. El 25 amanecimos en el hotel, desayunamos en el jardín. Estábamos pendientes de las primeras arribadas. Llegaban los invitados en varios vuelos al aeropuerto de Girona, habíamos alquilado un autobús que haría de lanzadera hasta el hotel. Éramos conscientes del esfuerzo que para muchos suponía acudir a la boda y nuestra obsesión era que nadie se sintiera desatendido. Aquella mañana, víspera de la celebración, habíamos reservado varias mesas en un chiringuito de playa. Tomaríamos unas ensaladas, sardinas a la brasa, calamares, tellinas y algún otro bocado ligero. Hacía mucho calor. Nos instalamos en la playa, justo debajo del hotel. Había que bajar una escalera de piedra destartalada que llevaban a una cala casi privada. Llegaban como a oleadas, directamente al mar, asfixiados. Primeros abrazos. Primeras risas. Un amigo hiperbólico venía con un sombrero panamá y una bolsa con un regalo para mí: un pijama corto de seda, pensaba que era importante contar con buena ropa de cama. El pijama todavía ronda por mi casa, ahora se lo pone mi mujer. Cada vez que lo recuperamos, normalmente con los calores, nos acordamos de aquel amigo homérico. Ya falleció. Alguno de los que acudió a la boda ya no está, otros están muy enfermos. El tiempo pasa factura. Recuerdo que el día antes de la boda jugaba España contra Chile, ganamos dos uno. Aquel fue el verano del mundial de Sudáfrica. Gritamos y nos abrazamos cuando España metió el gol de corner. Al caer el sol en el jardín del hotel picoteamos algo. Seguían llegando amigos rezagados y cansados. Habíamos encargado unas botellas de champan para celebrar las vísperas. Yo decidí no acostarme hasta no asegurarme que todos los invitados se habían ido a la cama. Los últimos en recogerse fueron mis hermanos. Yo me quedé solo, apurando los posos de un gintonic mirando las estrellas. Fueron unos minutos plácidos. Llegó el 26 de junio. Últimos aviones y autobuses a primera hora de la mañana. La sorpresa de mi madre, que en principio no quería/podía venir a la boda, porque tenía que atender a mi abuela, que no podía quedar sola. Al final se lio la manta a la cabeza y se presentó a media mañana, con su humor ácido. Ella no era muy consciente de la boda que habíamos montado. Se emocionó, nos emocionamos. Semanas antes de la boda yo había recibido la reprimenda de un buen amigo. Yo no quería llevar americana para la boda, quería ir con un pantalón fresco y una camisa blanca, nada más, ya me paso días enteros con traje y corbata, mi celebración era prescindir de cualquier formalidad. Al final mi amigo se impuso y compré, días antes de la boda, una chaqueta azul que todavía ronda por casa. Minutos antes de la ceremonia, mientras los invitados se iban sentando, una gaviota tuvo a bien descargar sus intestinos con la mala fortuna de que recibí su regalo, un reguero entre el hombro y la solapa. El guano de las gaviotas es muy corrosivo. Saltaron todas las alarmas y pude minimizar el daño. Pensé que aquella cagada de ultima hora podía ser una señal de algún espíritu ante una boda pagana. Mi hija, que ese año cumpliría 18 años, sería mi madrina. Había elegido una vieja canción de los Stones para acercarme a los asientos principales y esperar a la novia. La canción era You Can’t Always Gets whats you want. Un pequeño desafío a Jagger y compañía. Boda de mañana. Con mucho calor. Comida, mucha comida, incluida una tarta capuchina de Neguri, un capricho mío que casi vuelve loco al cocinero. Bailamos, reímos y nos abrazamos. Todavía nos dio tiempo a abrir más botellas de champan ya entrada la noche. Los invitados se fueron contentos, nosotros más. Les regalamos una edición de bolsillo del Sueño de una Noche de Verano de Shakespeare, una comedia feérica que transcurre la noche de San Juan. Con el tren ya en marcha recuerdo aquellos días de San Juan de hace quince años. Como indicaba, algunos amigos murieron, otros enfermaron. El recuerdo de algunos invitados se ha diluido, como las viejas fotos de polaroid que pierde el brillo, despareciendo los personajes con el paso de los años. Sin embargo, en aquel momento tenía sentido su presencia. La nostalgia, como el alcohol de alta graduación, ha de consumirse con moderación. En mi caso, los San Juanes suelen ser días gratos, divertidos. Este año días antes de San Juan pude escapar con mi mujer a París, un viaje deseado desde hace tiempo. Mucho calor y mucha gente en París, pero mereció la pena. Estábamos en un hotel pequeño, no muy lejos de Roland Garros. Bien comunicado. Teníamos entradas para la exposición de David Hockney en la fundación Vuitton. Muy recomendable. Un cuadro de Hockney acompañará a esta entrada en mi Instagram (#undiletanteenlacocina). Pudimos cenar en Yam T’cha, el restaurante de Adeline Grattard. Un cruce de culturas, francesa y asiática. Disfrutamos mucho con cada bocado, incluido su mítico bao de queso stiltont con una cereza. Ella nos fue presentando cada plato. Todos en apariencia simples, todos en el fondo muy pensados. Ayer, para celebrar el aniversario de boda, tomé prestada alguna idea de Grattard para preparar la cena. Compré unos berros de agua, unas hojas pequeñas, verde intenso, con un punto picante y amargo, no muy lejano del wasabi. La Grattard utilizaba para ese plazo salicornia, una planta marina muy sabrosa. Ayer, con las prisas, no tuve tiempo de encontrar salicornia. Qué le vamos a hacer. Sobre una cama de berros de agua puse unos fideos chinos de arroz, un chorrito de salas Yakisoba (salsa que tiene como base la de soja con salsa de ostra y alguna marranada más). Corté unas tiras de ventresca de atún cruda, unas almejas previamente abiertas con un chorro de vino de jerez y unas cigalas frescas que todavía saltaban en la sartén. Jugos y salsas ayudaban a aderezar el plato. Unas escamas de sal marina para coronar la presentación. Quedaba en la cocina un culillo de una botella de vino, que con un poco de gaseosa sirvió para un tinto de verano. Nos supo casi casi como si fuera el mejor champan francés. Todavía me dará tiempo a dar una cabezada antes de llegar a Madrid.

domingo, 18 de mayo de 2025

Capítulo DCXVII.- El Rojo y el Negro (Riso Rosso)

«En esos cuatrocientos milisegundos que transcurren entre que fijamos la vista en una obra de arte y empezamos a darnos cuenta y pensar sobre ella, han pasado ya muchísimas cosas en el cerebro. Se han desencadenado múltiples mecanismos implícitos, automáticos, con los que el sistema visual inunda la imagen con patrones y mecanismos para extraer información. Estos mecanismos, identificados y compartidos por el artista, nos permiten percibir lo que vemos como si fuese verdad, aunque sepamos que no lo es. Nos atraen lo suficiente para hacer una suspensión transitoria de la realidad. Una vez ahí, podemos ya empezar a pensar, recordar y escuchar para comprender mejor lo que vemos, pero sin darnos cuenta el cerebro ha hecho ya mucho trabajo por nosotros. En esos primeros instantes se junta nuestra historia biológica, la evolución, la Historia con mayúsculas y nuestra historia personal. Es posible que este sea el momento en el que el artista logre vicariamente la inmortalidad.» Esta cita, sacada de un ensayo de Fernando Giráldez, titulado Un Neurocientífico en el Museo del Prado (Editorial Paidós) resume en un párrafo final lo que sucede en la cabeza de una persona durante menos de un segundo, el tiempo que tarda en tomar contacto visual con un cuadro, con una obra de arte. En menos de medio segundo la mente humana, más rápido que un relámpago, activa una red de neuronas que permiten en el observador una impresión, definen el gusto o disgusto ante lo que contempla. Una reacción similar, a la misma velocidad y con la misma intensidad, se desencadena cuando se percibe un olor, el instante suficiente para llevarte a otro lugar, al de los recuerdos, viejos o por venir, ya que el celebro está en permanente construcción de paraísos o infiernos pretéritos o futuros. No todos esos espacios terminan siendo conscientemente útiles, pero todas esas fracciones infinitesimales de tiempo conforman la personalidad. Pongamos que en una hora muerta de una de estas mañanas del mes de mayo, soleada, tímidamente calurosa, me escapo unos minutos a la fundación Thyssen, a la colección permanente. He aprendido que hay una entrada estrecha que me lleva casi directamente al Mata Mua, allí paso un rato en el que conecto con parte de mi infancia, con mi madre. No quiero permanecer mucho rato allí, porque sé las reacciones que se desencadenan. Camino buscando los cuadros posteriores a Gauguin y esta vez llego a un cuadro de Rothko, Black, Red and Black (lo colgaré en Instagram, en mi cuenta de #undiletanteenlacocina). Me paro unos instantes, más allá de los cuatrocientos milisegundos en los que se condensa esa primera impresión. Me gusta Rothko, no a todo el mundo le pasa lo mismo, pero a mí esos impactos de color, no del todo limpios, me obligan a pensar el camino que ha seguido el pintor para llegar a aquel refugio. El Rojo y el Negro, enseguida llega el recuerdo de la novela de Stendhal, la leí hace muchísimos años, en una edición básica, de una colección semanal de Bruguera, con tapas duras, de color rojo, y hojas rugosas, ásperas. Seguro que mi edición está ya amarillenta, llena de marcas y de notas que dejé en una adolescencia cada vez más lejana, cada vez más presente. No me he atrevido a leer de nuevo la novela, puede que viva de esa renta desde hace más de cuarenta años. Cuantas veces no habré acudido a la cita sobre la felicidad: «Como la señora de Rênal nunca había leído novelas, todos los matices de su felicidad eran nuevos para ella. Ninguna amarga realidad, ni siquiera el espectro del porvenir, venía a ensombrecerla. Creía que dentro de diez años sería tan feliz como en aquel momento. Incluso la idea de la virtud y de la felicidad jurada al señor de Renal, que días atrás la había inquietado, compareció en vano y fue rechazada como un huésped inoportuno.» Apunto en mi lista de tareas pendientes la de releer El Rojo y el Negro, aun a riesgo de que no me impacte como me impactó la aventura, un tanto arribista, de Julian Sorel Como soy un tipo disperso, un diletante, enseguida abandono esas referencias más o menos cultas, puede que esté cerca la hora de comer y esa fracción de segundo que me lleva de Rothko a Stendhal termina por depositarme en una orilla más mundana. Pienso en las opciones de cocinar un arroz negro y otro rojo, tarea fácil. El arroz negro es una receta habitual, gracias a la tinta de unos calamares o de una sepia sucia. El arroz rojo también podría ser sencillo, bastaría con acogerme a un arroz con tomate frito. Pero quiero complicarme un poco más la vida diletante. Termino mi paseo por el museo, he escapado unos minutos, entre reunión y reunión, pero la semilla de una receta más complicada en la que el arroz se tiña de rojo queda en la memoria. Llega el domingo, por fin en casa, con la familia. Este fin de semana hay Fórmula 1 en Italia, en Imola. Los Ferrari han hecho una muy mala calificación, lo tienen bien merecido, Alonso y Sainz han tenido mejor suerte, salen por delante de las balas rojas y, si todo va bien, puede que incluso aspiren al podio en sus coches verde y azul. Voy a preparar un riso rosso. Un risotto que teñiré del color de una remolacha. Si sale bien, buscaré el modo de colgar alguna fotografía sin filtro. Riso al coniglio rosso con vermouth. Compré un conejo que me partieron en dieciséis bocados. Lo he rehogado con una pella de grasa de cerdo y un golpe de aceite de oliva. Salpimenté las piezas de conejo, les añadí un poco de comino en polvo y dejé que se doraran. Mientras la carne va tomando color, he picado media cebolla, un puerro, media zanahoria, un poco de apio, una pizca de pimiento rojo y una remolacha pelada. Una hoja de laurel Primero la carne se va dorando, pegándose ligeramente en el culo de una cazuela amplia. Dejo que pasen 20 minutos y luego voy añadiendo ceremoniosamente las verduras. Removiendo para que se vayan integrando y atontando. Se va levantando un velo de vapor, la cocina empieza a oler a guisado. No son olores muy intensos, pero invitan ya a abrir las ventanas. Subo un poco el fuego antes de castigar el estofado con un vaso generoso de vermut rojo, que enseguida desprende aromas más dulzones. Se evapora el alcohol en tres o cuatro minutos, vuelvo a bajar el fuego, remover la verdura, integrarla con las piezas de carne y e incorporar dos litros y medio de agua, cantidad suficiente como para que el conejo quede sumergido. No tengo prisa, he empezado a cocinar pronto, necesito que el estofado se asiente sin violencias, que la carne quede melosa, que pueda desprenderse del hueso con el empuje mínimo de la punta del cuchillo. Dejo que cueza durante 20 minutos. Pongo la tapa y apago el fuego. En breve llegará la hora de comer. Comeremos pronto para ver la carrera, que empieza a las tres. En Imola es muy difícil adelantar, por lo que pasadas las cinco primeras vueltas podré descabezar un sueño antes de que hagan la parada en el pit lane. Sobre las 13 horas volveré a la cocina. Picaré una cebolla y media, en briznas pequeñas. Pondré 200 gramos de mantequilla en la cazuela, un golpe de aceite de oliva, una cucharada de pimienta negra molida, otra de comino. Dejaré que se tuesten un poco antes de pochar la cebolla. Cuando esté casi transparente añadiré dos cucharadas de remolacha en polvo – le dará el color borgoña que espero que consiga sin necesidad de añadirle vino tinto, que mediatizaría el sabor del plato. El estofado de conejo reposa con el caldo todavía caliente. El caldo en el que flota el guiso es cercano ya al rojo que quiero conseguir. Remuevo parsimoniosamente la cebolla. Salo un poco el sofrito y voy integrando el polvo de remolacha. Me gusta el color que va tomando. Una taza colmada de arroz por cada comensal. Canerolli. El fuego está al mínimo. La cebolla no debe dorarse, el arroz se nacara hasta quedar transparente, no conviene que se tueste. Enciendo el fuego para que el caldo del estofado recupere una ligera ebullición. El ritual del risotto es fantástico. Fuego bajo, cucharón de madera, caldo caliente. Voy meneando sin sobresaltos. Me gustaría que el risotto dejara el aroma del vermut, de los cominos… Dudo con el queso. Tengo un pecorino trufado, pero la trufa puede tomar el mando del guiso. Descarto el pecorino y voy a un grana padano curado. Pero todavía queda tiempo. Cucharada a cucharada el arroz va absorbiendo el caldo, sin perder el color rojizo. Cuando el grano de arroz está en su punto, dejando una leve resistencia, una minúscula perla central, apago el fuego. Utilicé 250 gramos de grana padano curado y rallado. Lo incorporé en varias veces al guiso, ya meloso. Tapé durante dos minutos. Luego pasé el arroz a una bandeja. Sobre la colina de arroz dejé las piezas de conejo y fui corriendo a la mesa. Terminaremos de comer antes de que se inicie la carrera. He comprado una coca de Llavaneras (hojaldre, crema pastelera y piñones). Puede que abra una buena botella de vino, aunque sea para tomar una sola copa. Si todo va bien, Ferrari caerá humillada en su propia casa por dos conductores españoles que, en su día fueron despreciados por el Cavallino Rampante. Una vez se consume la venganza, me reconciliaré con Ferrari y su aura, pero hoy el Riso Rosso lo cocino para disfrutar de esa fracción de segundo en la que descubres algo que te conduce a la felicidad.

sábado, 3 de mayo de 2025

CAPÍTULO DCXVI.- El tiempo necesario para la preparar un lingote de panceta al Hoisin con un huevo frito de pato.

Suele afirmarse que la buena cocina requiere de cierta tranquilidad y paciencia. Es cierto, pero no del todo, ya que hay platos fabulosos en los que apenas ha de intervenir la mano del cocinero, no se trata sólo de la llamada cocina de producto – una buena gamba a la plancha sólo necesita que no se la castigue mucho, sólo un golpe de plancha y otro de sal -. Hay también guisos que en apariencia parecen inasumibles y, en la práctica abren espacios de tiempo infinitos para perder la cabeza en naderías. A partir de las anteriores premisas, hoy quiero compartir una receta que de las que, a priori, suenan como inalcanzables: unos huevos fritos de pato acompañados de unas lonchas de panceta de cerdo ibérico a baja temperatura condimentada con hoisin. Hace poco que escribí sobre los recovecos de la salsa hoisin (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2025/01/capitulo-dcxi-entropia-navidades-y.html?m=1), me remito a lo que dije allí, incluido que la salsa hoisin de bote es muy sabrosa. He comprado ya los huevos de pato y guardo también grasa de cerdo ibérico que me regaló una buena amiga mallorquina. La panceta ibérica a baja temperatura exige 20 horas de paciente cocción. Compré, hace días, una pieza de panceta ibérica de casi un quilo, la partí en dos, dos lingotes muy similares que envasé al vacío, con una cucharada sopera de salsa hoisin en cada uno de los envases. Encendí la Thermomix, a 72º de temperatura constante (la receta consultada proponía 65º y algo más de tiempo). Al incrementar la temperatura a 72º reduje el tiempo de cocción a dos tandas de 10 horas, en dos jornadas sucesivas. Con todos los ingredientes preparados en apenas unos minutos, tengo por delante dos tandas de 10 horas en las que, con la cobertura de estar cocinando, puedo dedicarme a los pensamientos dispersos de un diletante de pro. Empiezo eligiendo la música a escuchar durante estas veinte horas. Punto de partida, Jamie Cullum por Cole Porter. Si estuviera en Madrid, no lo estoy, me escaparía al museo del Prado a contemplar, en dos tandas, la Adoración de los Reyes Magos, de Pedro Pablo Rubens. Pude acercarme al museo hace unos días para dedicar un buen rato a mirar la pintura, sin más preocupaciones. Ahora me contento con una gran fotografía en la pantalla del ordenador y otra en el teléfono móvil, para ir refrescando la memoria mientras escribo. Subo el volumen de la música, para que no me moleste el ruido mecánico de la Thermomix sometiendo a los lingotes de panceta. Creo que en otra ocasión he utilizado esta pintura para escribir, me queda la duda y no pienso despejarla, aunque el plumaje del tocado del rey Baltasar no es sino un ave exótica que podría, perfectamente, guisarse con una salsa de uvas. Rubens pintó inicialmente el cuadro en 1609. Digo inicialmente, porque casi 20 años después, en 1628, retocó la pintura y la agrandó considerablemente, casi en un tercio de su superficie. La obra que se expone en el Prado tiene una altura de 3’55 metros de alto por 4’93 de ancho. Es un gran cuadro en el que encajan, en distintos planos, 25 personajes humanos y algunos animales. Espero que el lector perdone la frivolidad cuando digo que el cuadro anticipa al camarote de los hermanos Marx. El cuadro se encargó, inicialmente, para el ayuntamiento de Amberes, era algo más pequeño y pretendía reconocer la tradición comercial de la ciudad. Los comerciantes flamencos eran muy partidarios de la adoración de los reyes magos, ya que conectaba con el espíritu de los mercaderes de la ciudad. Conviene recordar que en España la tradición de celebrar la epifanía de Jesus data de finales del siglo XIX, hasta 1885 el día 6 de enero no era fiesta. De hecho la epifanía, que aparece reseñada en el Evangelio de Mateo, no se integra en el imaginario católico hasta el siglo V. Pero no nos disgreguemos y volvamos a la pintura. Es una obra extraña, excéntrica, una distropía en la que aparecen elementos de arte clásico (las columnas de mármol de un portal que poco tuvo que ver con la humilde covacha de la que habla la biblia). Torsos desnudos de esclavos y porteadores que conectan con la iconografía greco-romana. Reyes magos, pajes y soldados con ropajes barrocos de colores vivos. José y María se representan de un modo más clásico, cercano al renacimiento (por lo que dicen los entendidos, en la primera versión del cuadro la virgen vestía una túnica rosa y blanca, en la definitiva la capa es azul y el vestido rojo y blanco, en tonos pastel, muy del gusto de la pintura anterior al barroco). José viste un sayo sobrio, se nota la aspereza con solo mirarlo. Aunque los datos son confusos, al parecer José tenía más de 50 años cuando nació Jesús y María apenas tenía 12 o 14 años. José murió antes que su hijo. En el cuadro de Rubens José aparece como un hombre cansado, enjuto, ojeroso y algo desaliñado. Mira con resignación la avalancha de curiosos que invaden su humilde espacio vital. El niño, rollizo y luminoso, más cercano a los angelotes que encabezan el cuadro que a la escena. O el niño se congelaba de frío o sus ilustres visitantes estaban al borde del sofoco porque los ropajes y prendas de todos y cada uno de los personajes responden a lógicas enfrentadas, casi imposibles. Si la adoración se produjo en invierno, en judea y al anochecer, debía estar cayendo una pelona de cuidado, pero a Rubens no le preocupaba lo más mínimo aquel batiburrillo de personajes, ropajes y épocas. Tampoco parece que le preocuparan tamaños y proporciones. Ajenos a toda lógica. La figura más cercana al espectador sería el caballo de la izquierda, después los porteadores. Mucho más grandes que el resto de personajes, con una excepción a la que luego haré referencia. Jesús, María y el niño son más pequeños que el resto de personajes que estarían en el mismo plano. Basta ver a Gaspar, arrodillado, mostrando un presente, y a un gigantesco Melchor que pese a estar varios pasos más atrás, parece una montaña de más de dos metros, envuelta en una tela roja. Melchor está en el centro del cuadro y destaca por su túnica y sus barbas blancas, rodeado de un público sumiso. La estructura del cuadro es increíble, se construye a partir de una línea diagonal, que cruza el cuadro de la parte inferior izquierda, marcada por la cuna de paja en la que reposa un niño reluciente y acaba en la parte superior derecha con una cabeza de camello que parece un dibujo animado y un porteador esforzado, intentando retener un fardo. A izquierda y derecha de esa línea imaginaria se ordenan distintas cabezas conformando una ancha franja oblicua de luz y colores. Sobre esa franja central, una franja superior, marcada por la cabeza de José, la base de las columnas y el mínimo espacio libre de cielo abierto que marcha el anochecer. Los angelotes son un añadido posterior, que termina de dar forma a ese triangulo escaleno que culmina con el vértice de una antorcha. En la parte inferior se distingue otro triangulo escaleno, formado a partir del niño arrodillado con ropajes blancos y azules, el torso desnudo de los esclavos y el medio cuerpo de Rubens, que no deja de ser un pegote, una frivolidad que no encaja con el resto de integrantes del camarote atestado. Rubens mira directamente al niño arrodillado, otro personaje extraño, de rubia cabellera, más cercano a un menino que entretuviera en la corte que a un adorador de divinidades. El niño estira la mano para que la llama de la antorcha que lleva no prenda los ropajes de seda de el resto de la comitiva. La capa de Gaspar y la túnica de Melchor están pidiendo a voces una chispa para organizar un pandemónium de llamas. La Adoración es un cuadro luminoso, pero los puntos de luz que aparecen en la obra son muy reducidos, si Rubens los hubiera utilizado como referencia, la composición sería claramente tenebrista, salvo el niño, con su halo luminoso reflejándose en el cofre con monedas de oro, esa parte de la escena podría dar iluminación suficiente al pesebre, a la madre, al niño y a Gaspar, pero no al resto de personajes. Las cinco antorchas que identifico generarían sombras y penumbras radicalmente distintas de las que maneja el artista, pinta con detalle las humaredas que surgen de mínimas llamas, humaredas que poco ayudarían a dar brillo. Las luces apagadas del anochecer proyectarían rostros semioscuros, nada que ver con los rostros radiantes y los perfiles definidos de casi todos los personajes. Por lo que pienso que Rubens, en una trampa más, asumió que un gran foco frontal le permitiría componer una escena a lo Rubens B. de Miles, como si se tratara del fotograma de una película espectacular de ambiente bíblico, o como esos selfies que se sacan las estrellas apelotonadas en la gala de los Oscar. Sólo los personajes más secundarios y periféricos quedan casi a oscuras. El autor acumula dislates y extravagancias, apelotona rostros, brazos, cabezas de animales en tensión. Cuesta pensar que tantas bestias tan pegadas unas y otras podían convivir en paz. Los personajes principales – María, José, el niño, los reyes – están en actitud contemplativa, pero el resto de invitados mantienen conversaciones y tareas que parecen ruidosas, conversaciones y miradas entre cómplices y perplejas. Solo los dos angelotes que dominan la parte superior del cuadro, Rubens, que se autoinvitó al festejo 20 años después de haberlo pintado y el paje de casaca azul cielo que Rubens pinta delante de él, mantienen cierta compostura de respeto. Seguramente porque se trata de personajes que se cuelan en el túnel del tiempo para aparecer en una escena que ocurrió, caso de ser cierta, mil seiscientos años antes. Ese paje y Rubens son personajes de “regreso al futuro”. Rubens además de sus dotes artísticas, debía ser un tipo listo, muy listo, con una increíble visión comercial – su taller fue referente durante años de las principales cortes europeas y dio trabajo a cientos de artistas que pintaban al modo de Rubens -; seguramente debía ser también un hombre ingenioso, divertido, probablemente utilizaba en sus cuadros chistes privados, referencias personales a amigos y enemigos, sólo así se explican los gestos y los rostros de muchos de los personales que se asoman a su pintura, principalmente los que parecen secundarios, rostros apenas intuidos que marcan muecas y signos de sarcasmo o de complicidad con quien dedica unos minutos a contemplar la obra. Baltasar y uno de los pajes escondido entre los caballos bizquean, la cara de resignación de José es un poema, el pequeño que aventa una bandeja con incienso tiene cara de chiste, los caballos tienen una mirada más humana que muchos humanos y la faz de los camellos parece sacada de un tebeo. Cuenta creer que alguno de estos rostros no fuera de amigos o enemigos del pintor. Rubens también debía ser un tipo soberbio, capaz de convencer al rey para que, veinte años después de haber acabado el cuadro, le permitiera ampliarlo y, en la ampliación, colocarse en una especie de pedestal, con una cadena dorada y un espadón, signos de nobleza. Velázquez y Goya, Rembrant también, se autoinvitaron a sus mejores obras. Un cuadro de tan grandes dimensiones, con más de tres metros de alto, debía ser contemplado desde cierta distancia. El cuadro, en su primer formato, estuvo en el ayuntamiento de Amberes, luego pasó a las dependencias de un noble español que fue ahorcado por corrupto y, de ahí, a la casa real; el cuadro estuvo en distintas dependencias, a distintas alturas, hasta llegar al museo del Prado. Creo que en el museo el cuadro lo han colocado demasiado cerca del suelo, lo que acentúa la inmensidad del rey Melchor, sobrehumano, y de los dos porteadores musculosos. Visto de frente, Melchor y los esclavos mediatizan la visión del cuadro. Si se dan varios pasos hacia atrás y hacia la izquierda, intentando colocarse a la altura de José, la comitiva gana en armonía, se ordena de modo distinto; un séquito ansioso y curioso. José mira entre absorto y resignado, es un hombre mayor, puede que no sea consciente de la trascendencia de la escena y del momento; puede que esté pensando en como dar de cenar a tan insignes visitas con sus acompañantes; donde acomodar caballos y camellos, como agasajar a la realeza sin perturban la paz de un bebé de apenas unos días. Si se contempla el cuadro desde el punto opuesto, junto a la grupa del caballo y el paje azul, la imagen varía, se gana distancia y, con la distancia, escepticismo. La mayor parte de los personajes no pueden ver qué concita tanta expectación. Se dejan llevar por la corriente, encajan como pueden en la aglomeración. Desde esa posición, dando un par de pasos hacia atrás y moviéndome despacio hacia el centro del cuadro, mi mirada coincide con la mirada de uno de los pajes, que está recostado a la columna, con un turbante claro, tocado con una vistosa pluma; barba poblada, mostacho rotundo, mira al espectador con gesto irónico, complaciente, mucho menos forzado y místico que el propio Rubens. Ese personaje está contento porque sabe que el gran pastiche ha cumplido con su objetivo, cada elemento aislado del cuadro podría parecer absurdo o innecesariamente abigarrado, pero la composición en su conjunto cumple la función de fascinar. Cada personaje tiene una historia que contar, cada rostro merecería un estudio, una razón. Mientras me despido del cuadro y de Rubens, guiñando un ojo a mi cómplice, la panceta sigue serenamente cocinándose a baja temperatura. Dentro de un rato pondré una pella de grasa de cerdo en la sartén, dejaré que gane temperatura, cascaré un huevo de pato, cortaré en lonchas finas unas lascas de panceta, sacaré un trozo de pan esponjoso y cenaré con mi familia, contento de haber visto pasar el tiempo en una actividad poco práctica, pero reconfortante. Como no podría ser de otro modo, en Instagram pondré una reproducción de la Adoración de los Reyes Magos, de Pedro Pablo Rubens. #undiletanteenlacocina.

domingo, 30 de marzo de 2025

Capítulo DCXV.- Las no/cosas y la receta de bizcocho esponjoso japonesa.

Para ordenar un poco mis cosas me estoy leyendo el ensayo de Byung-Chul Han titulado NO-COSAS (Cambios radicales en el mundo en el que vivimos). La reflexión de este filósofo y divulgador gira en torno a la sustitución en el mundo actual del placer de poseer cosas tangibles por la obsesión por la información, convertida en un fin en si mismo. Mientras leo este breve ensayo sobre el futuro, escucho un concierto de Supertramp del año 1979. Lo tenía en disco, lo compré también en CD, pero finalmente lo escucho en Spotify, alterando aleatoriamente el orden de las canciones y saltándome con un suave desliz de dedo las canciones que menos me gustan. Llevo semanas trabajando en muchas cosas muy distintas (y en muchas más no-cosas), pero la que me ha generado la mayor satisfacción/frustración ha sido mi aproximación a la tarta de queso japonesa, también conocida como pastel de algodón de queso. Pastel algodonoso de queso. Pastel esponjoso de queso. Pastel de queso japonés. Pastel soufflé de queso. Cotton cheese cake. Definitivamente, me quedo con el nombre de Esponjoso de queso japonés. Arrastrado por la obsesión por la información y las no-cosas, en vez de leer los recetarios de cocina japonesa que he coleccionado durante años, decido buscar en Google para encontrarme con un montón de blogs y de videos muchas veces contradictorios y casi siempre tramposos. Muchos videos empiezan exhibiendo el resultado final, un bizcocho esponjoso, ligeramente tostado, que emite un crujido parecido al de las pisadas por un camino de hojas secas en otoño. Ese sonido quebradizo es el que hace la cuchilla afilada al abrirse camino para conseguir una porción triangular de un pastel que parece flotar en el aire. Vivo una relación compleja con el pastel de queso, con cualquier pastel de queso. No suele ser casi nunca mi primera opción al elegir postre en un restaurante, sin embargo, si alguien de quien me fie (no cualquiera) me anuncia que ha probado una tarta de queso perfecta, acudo al lugar de peregrinación con la devoción y fervor de un converso. Todavía recuerdo y cuento con frecuencia la razón por la que Bruce Springsteen no dudaba en dar conciertos en San Sebastián, era la excusa perfecta para probar la tarta de queso de Zuberoa (ya cerrado). Yo acudí hace muchos años a Zuberoa a corroborar que aquella tarta merecía un viaje exprofeso y exclusivo a aquel caserío a las afueras de Donosti. Sentí no poder ir el año pasado a despedirme de aquella tarta que he intentado reproducir sin mucho éxito. Pensando en la tarta de queso me vi algunos documentales de cocina japonesa, programas de viajes y curiosidades que suelen ser la antesala perfecta para una siesta plácida y reparadora. Entre sueño y sueño pude ver a Dabid Muñoz (el de Diverxo), acudir a una pequeña barra japonesa en la que sólo preparaban un guiso de pollo con tortilla. Hablaban de los cocineros que se especializaban en un solo plato, lo estudiaban y analizaban hasta conseguir la perfección y, con la perfección, la conversión del tugurio más insignificante en un lugar de peregrinación. Con ese espíritu casi cartujo llevo varias semanas ensayando (prueba/error) la receta soñada de la tarta de queso esponjosa. Empeñado, como el príncipe de Salina, en cambiarlo todo para que nada cambie. Ese empeño no es menor ya que tengo una pelea histórica con el ingrediente principal de la tarta de queso, incluso con la propia tarta de queso, ya que me desagrada especialmente el sabor agrio y ayogurado de las tartas de queso, el sabor que da la marca de queso cremoso que prácticamente todos los gurús de la tarta de queso recomiendan (no quiero dar nombres de marcas y menos para decir que no me gusta su sabor). Así que mi pelea se ha centrado en utilizar un tipo de queso cremoso que mejore el resultado y percepción que suele dar el queso de referencia. Creo que lo he conseguido. Escribo mientras termina de hornearse mi nuevo intento por alcanzar la perfección de la Cotton Cheese Cake, mientras suena From Now On de Supertramp, con su teclado y su saxofón que, de puro viejuno, suenan modernos. Con esa voz aguda y forzada de Rick Davies y las melodías perfectas de Roger Hodgson, que llevan décadas peleados, un enfrentamiento que les hace irreconciliables. Cuando alguien busca la perfección en una receta consigue que cocinar no sea una rutina mecánica y se convierta en un ritual, en una ceremonia en la que cualquier detalle, por absurdo que parezca, puede ser esencial. Después de llevar muchos años cocinando, puedo afirmar que estas últimas semanas he aprendido mucho, los matices pueden llevarte a la felicidad o hundirte en la más triste de las mediocridades. Pensaba que si aplicaba la tecnología más sofisticada a la preparación del pastel sería más fácil que triunfara. Un error. Cuando intenté hacer todos y cada uno de los pasos con el Thermomix el fracaso fue rotundo. Así que he llegado a la conclusión de que el pastel sólo sale cuando se combina con sabiduría y paciencia la mañana culinaria más tradicional (la del lebrillo de cerámica en el que trabajar a golpe de muñeca las mezclas) con los auxilios puntuales de las máquinas más afinadas, pero sólo en toques muy concretos, sin perder de vista el resultado. Mis meditaciones de estos días, las pruebas hechas, confirman mis sospechas: no basta con conseguir el sabor buscado, es necesario llegar a la textura que hace que este postre sea especial. Mi familia probó todas y cada una de las pruebas hechas, aseguraron que el sabor era incluso mejor que el del pastel original, pero la ilusión infantil del bocado redondo sólo la conseguían con la textura. Contaba con un referente casi imbatible, la tarta de queso esponjosa de Kakigori Barcelona (#kakigori.bcn). A partir de ese punto de partida (y con la posibilidad de ir a comprar allí si fracasaba en mis intentos), empecé a hacer variaciones y ajustes hasta llegar a un punto creo que optimo (a resultas del bizcocho que tengo en el horno). Aquí van algunas indicaciones precisas sobre mi ceremonia para llegar al esponjoso japones: 1) Elección del queso. Lo fácil es utilizar 250 gramos del queso cremoso que se anuncia en la TV y se vende en los supermercados. Yo decidí apartarme del dogma y utilizar ricota (hoy he utilizado mascarpone). La cantidad no varía, pero he añadido 50 gramos de un queso azul (roquefort ha sido el que he encontrado hoy) y otros 50 gramos de queso de oveja curado y trufado. Así me aparto del punto agrio de otros pasteles. 2) La combinación de quesos debe batirse en un bol. Conviene tener a mano cuchara, espátula de caucho y varillas. En función de lo compactos que estén los quesos. El objetivo es que quede un fluido muy cremoso que se vaya aireando poco a poco. 3) Cuando los quesos están bien batidos, se añaden 40 gramos de mantequilla a temperatura ambiente. La mantequilla hay que ir integrándola poco a poco en el queso (en algún vídeo el cocinero coloca el bol sobre una cazuela con agua caliente para elevar facilitar que las grasas se desagan). 4) Yo decidí poner por mi cuenta la ralladura de la piel de medio limón y un toque muy leve de nuez moscada recién rallada. 5) Sigo mezclando ya con las varillas manuales (en uno de mis intentos anteriores utilicé para esta fase un robot de cocina y fue un desastre). 6) Toca añadir ahora un punto lácteo adicional. Los recetarios recomiendan 50 gramos de leche descremada. Yo he conseguido buenos resultados con nata para cocinar. La misma cantidad. 7) Hay que seguir batiendo. 8) Un Blogger obsesionado con esta receta asegura que añadir una cucharada de zumo de limón a la mezcla en ese momento ayuda a que la masa sea más esponjosa (yo lo hice y una de las veces se cortó la parte láctea). También hay quien recomienda utilizar un golpe de levadura química (lo hice una de las veces y no sirvió para nada). 9) Aunque el bizcocho es muy ligero, necesita algo de harina. Tras varias pruebas, la mezcla ideal es de 30 gramos de harina de maíz con otros 30 gramos de harina de trigo (he probado con fécula de patata o sólo con harina de fuerza, el resultado no ha sido bueno). 10) No debe olvidarse tamizar las harinas para que la masa no quede muy apelmazada. 11) Incorporada la harina toca seguir batiendo, primero con la lengüeta, después con las varillas. El objetivo es que vaya entrando el aire a la masa. 12) Llega el momento de las yemas de huevo. Yo evito usar huevos recién sacados de la nevera, pero algunos recetarios aseguran que es mejor que el huevo esté frio, sobre toco para montar las claras (ya llegará). 13) De momento voy añadiendo yemas de huevo a la mezcla, de una en una, hasta llegar a 8 en total. 14) Conviene dejar el bol con la mezcla en la nevera mientras se pasa a la fase de montaje de las claras. 15) Antes de montar las claras glaseé 60 gramos de azúcar (en todos los recetarios se utiliza un poco más de azúcar, pero yo suelo reducir las propuestas a un 50% o 60% de lo indicado). 16) Las claras las monté con el Thermomix, en dos fases de 10 minutos cada una. 8 claras, una pizca de sal y dos gotas de limón animan al batido. En la primera tanda doy un poco de calor a la batidora (37 grados). La segunda batida es para estabilizar el merengue. Voy añadiendo cucharada a cucharada el azúcar glas. 17) Toca unir la mezcla láctea con el merengue. Conviene añadir poco a poco el merengue, a cucharadas, con movimientos envolventes, a mano, con suavidad y con máxima lentitud (una de las veces utilicé un robot y el desastre fue tremendo). 18) El objetivo es integrar la espuma con la masa, sin que pierda esponjosidad. 19) Utilicé un molde redondo, puse papel de horno en la base y en las paredes. Deposité el molde en una bandeja con agua, de modo que el bizcocho se cuece al baño maría. Los primeros 20 minutos a 160º (incluso un poco más). Tras ese primer golpe de calor se abre unos segundos el horno, para que se atempere un poco, y se programa una hora más a 110º. Transcurrida esa hora, no es bueno sacar de golpe el bizcocho, ya que puede deshincharse. 20) Hay que dejar que enfríe del todo antes de llevarlo a la mesa para servirlo. 21) Si los dioses me son propicios, a la hora de comer, cuando lo parta, las pequeñas burbujas que conforman la retícula del bizcocho estallarán ligeramente, produciendo un crujido similar al de las pequeñas ramas secas que pueden pisarse en una caminata por el bosque en otoño. Un buen referente gráfico de mi obsesión por esta receta podría ser la imagen de la Ola de Kanawaka, con las gotas de agua suspendidas momentáneamente en el aire. La imagen, como siempre, en Instagram (#undiletanteenlacocina).