martes, 11 de julio de 2023

Capítulo DXCVII.- Una Vida no tan Simple.

Pequeñas transgresiones. Ayer por la noche, lunes, fui al cine, a las diez. Estaba solo, absolutamente solo. Era la última sesión en la última de las salas. En la nevera de los helados quedaba un cucurucho de nata y fresa que no pasaba por su mejor momento. Pese a mis ansias de helado no me atreví a pedírselo al chico que gerenciaba las ocho salas desiertas y olvidadas. Imagino que le daría rabia tener que esperar hasta medianoche, no poder cerrar el local. Casi nadie va al cine un lunes por la noche, no hay descuento alguno, ni los más golfos se plantean salir por Barcelona un lunes de julio por la noche, y menos para ver una película española. Mi otra opción era ver el debate entre Feijoó y Sánchez. Una película, cualquier película era mejor alternativa. Fui a ver “Una Vida no tan Simple”, de Félix Viscarret. Mi mujer está en Alemania, uno de los niños está en un campamento de surf en Cantabria y el otro duerme en casa de su abuela porque trabaja durante la semana y prefiere estar lo más cerca posible del despacho (vivimos a la otra punta de la ciudad). Una Vida no tan Simple era la mejor de las opciones. Una película española fuera de los circuitos, con críticas moderadamente positivas. Una comedia costumbrista de gente a la que le cuesta hacerse mayor. Ya no se hacen comedias para adultos, ni aquí ni en casi ningún sitio, excepto en Francia, donde de vez en cuando consiguen construir una comedia que no sea infantil, ni noña. La película me gustó, me gustó mucho, tal vez porque la vi solo y pude reír, hablar conmigo mismo y con los personajes. Moverme a gusto en mi asiento, beber agua sin temer molestar a nadie. Las salas de cine, incluso las más pequeñas, tienen el encanto de los cuartos oscuros, la magia de las pantallas. La televisión, por grande que sea, no deja de ser televisión, aunque veas la mejor de las películas. Me gustó la película, me gustaron los personajes peleándose por intentar dejar a un lado la vulgaridad y la monotonía. Me gustaron los pequeños enredos sentimentales que se tejían entre los protagonistas. La trama era mucho más leve que la de las películas de Çesc Gay, sus personajes no eran tan grandielocuentes. A su manera Una Vida no tan Simple es una película de niños, no en el sentido de las comedias de y para niños del último Santiago Segura (un clásico en mi casa), sino una comedia de adultos en la que los niños juegan, muy a su pesar, un papel capital, juegan como lastre o como boya, en función del momento vital de cada personaje. Mientras veía la película chateé con un amigo, un compañero de universidad. Ambos estamos más cerca de los 60 que de los 50, así que la película nos coge un poco lejos. Para bien o para mal ya hemos pasado o evitado esas crisis vitales que niños pequeños, responsabilidades familiares asumidas a regañadientes y pequeñas crisis emocionales. Ver la trama de la película con cierta distancia ayuda a metabolizarla mucho mejor. No creo que sea una película menor, por lo menos no es mucho menor que cualquiera de las películas que he visto durante los últimos años. Me gustó más que cualquiera de las que hace unos meses ganó los premios Goya. Fue una pena que el proyeccionista no cuidara un poco mejor la proyección, las imágenes se veían sin mucho brillo, como sumidas en una neblina que creo que no era intencionada (aunque la película se rodó en Bilbao el director había elegido días y espacios luminosos). Me gustó la pequeña transgresión de ir al cine una noche de lunes del mes de julio, no tener que consensuar con nadie la película, tampoco la hora. Dejar que se apagaran las luces y que me contaran una historia no muy cercana, por lo menos en el tiempo. Me hubiera quedado dos horas más si el director y guionista hubiera querido contarme alguna cosa más de sus personajes, sin necesidad de que se embarcaran en grandes aventuras, sólo sobreviviendo, sosteniendo el juego de planos y contraplanos que en muchas ocasiones hacían que los diálogos fueran casi monólogos, porque el director no era muy dado a los contrapuntos, era difícil conseguir capturar cual era la reacción de los personajes a las reflexiones que recibían de sus contrarios. Una buena comedia suele ser una comedia de amor, va bien que tenga algo de enredo, algún gag visual y alguna situación patética. Todo eso lo atesora discretamente Una Vida no tan Simple, que podría llamarse Una Película no tan Simple, porque la aparente sencillez de la historia esconde algunas capas más profundas sobre lo complicados que podemos llegar a ser pese a las aparentes rutinas. Los personajes secundarios son fantásticos, medidos al milímetro. Casi todos ellos tienen un punto estrambótico que podría convertirlos en ingobernables, sobre todo por la aparente normalidad y estabilidad de la pareja principal, que es un ejemplo de aparente equilibrio. En el guion hay horas de estudio, guiños muy sutiles a películas de Wilder, de Lubitsch, a las películas de la Nouvelle Vague, también a Trueba. Pero no pretende ser una película culta ni culterana. De hecho, se ve como una comedia romántica de tono costrumbristas, sin estridencias. Incluso con un ligero hilo de conflicto intergeneracional, con una pizca de mala leche, porque se cumple con el rito de que cada generación parece que defraude a la anterior. No es una película perfecta, no existen las películas perfectas, pero sí que resultó ser la película adecuada para una calurosa noche de lunes del mes de julio en Barcelona. Volviendo para casa, dando un paseo por el trópico nada utópico de la ciudad asfixiada, llegué a la conclusión de que, si la pareja protagonista hubiera cuidado un poco más las comidas, sus tensiones y dudas se hubieran disipado o, cuanto menos, dulcificado, porque en la película se come mal, francamente mal, algo sorprendente cuando se descubre que fue rodada en Bilbao. Los protagonistas viven en una casa sumida en el caos, marcada por unas mesas centrales llenas de migas, de platos y vasos vacíos, sin ningún encanto. Nada apunta a que se interesen por la buena comida, pese a que sí tienen preocupaciones estéticas, educativas, sanitarias, filosóficas, éticas … Sólo en un instante, mientras dan de cenar a los niños, se ven unos filetes empanados en un tupper y una ensalada que tiene toda la pinta de haber dormido durante días en una bolsa de plástico. Si Isaías y Ainhoa hubieran dedicado media hora a la cocina habrían podido salvar algún que otro mueble emocional. Bastaba con que hubieran dedicado unos minutos a preparar una focaccia que llenara la casa de olor a tomillo, a romero, a un buen aceite de oliva, a tomates secos y panceta cortada a daditos. La focaccia hubiera encajado a la perfección en la historia de encuentros y desencuentros, porque es una masa efímera, de las que hay que disfrutar al instante, evitar la fermentación larga. Para hacer la masa de una focaccia (un pariente rústico de la pizza) se necesitan dos tipos de harina: 200 gramos de harina de fuerza y 300 de harina común (la de fuerza tiene más gluten y aguanta mejor la fermentación, también las grasas). Más 25 gramos de levadura de panadería. 50 gramos de un buen aceite de oliva y 300 gramos de agua templada. Una cucharadita de sal y otra de azúcar. Con estos ingredientes se hace la masa, que queda muy líquida, casi como un fluido pegajoso que parece que no amalgama. No hay que amasarla mucho, sólo mezclar los ingredientes (arrancando con el agua tibia y la levadura prensada para que se deshagan bien). Cuando están bien mezclados los ingredientes se deja reposar la masa en un bol, durante 20 minutos (conviene que el bol sea grande y que la masa repose con holgura ya que tiene que duplicar su volumen). Queda muy líquida y cavernosa. No hay que preocuparse. Mientras la masa disfruta de la primera fermentación (bol cubierto con film), se engrasa bien una bandeja de paredes altas, a poder ser cuadrada. Se engrasa con aceite de oliva (no hay que reparar en gastos). Da tiempo a preparar un sofrito a base de panceta cortada en dados, cebolla picada, tomates secos y rehidratados contados en tiras, sal, romero, tomillo y una pizca de orégano. No hace falta que se rehoguen del todo, ya que el compango se colocará a su debido tiempo sobre la masa y se horneará. Una vez la masa haya duplicado su volumen, se vuelca sobre la bandeja engrasada de paredes altas. Se distribuye bien la masa y se vuelve a cubrir con film durante 15 minutos más, para que la fermentación se recupere del meneo del primer vuelco. Pasado los diez minutos hay que pringarse los dedos con aceite y presionar sobre la masa para que queden pequeños huequecillos y cráteres, como si fueran la orografía irregular de la arena de la playa. Sobre esa superficie irregular se distribuye el sofrito con la panceta. No hay que sobrecargarlo mucho; se esparce la carne y la verdura dejando pequeños espacios sin tapar. Pueden ponerse unas pizcas de queso para fundir (mozzarella) y añadir un poco más de romero, tomillo y orégano. Se serpentea una aceitera para dejar un nuevo rastro de aceite sobre la masa. Todo ha de volver a reposar cubierto durante 15 minutos más. Así la fermentación sigue con sus vaivenes. Mientras tanto, el horno ha de estar a 220 grados. La masa ha de cocer al descubierto durante 20 minutos (conviene vigilarla ya que el punto de cocción es fundamental, la masa ha de quedar hecha, pero esponjosa). Se puede clavar la punta de un cuchillo en el centro para comprobar que no quedan restos de masa harinosa en el filo. Si la superficie se tuesta mucho, los últimos minutos pueden ser de horneo cubierto con papel de horno o de aluminio. No hay que sacar la masa de golpe del horno. Se puede dejar entreabierto y apagado para que pierda poco a poco el calor sin derrumbarse la masa. La cocina, la casa entera olerán a romero, a tomillo, a aceite de oliva, a miga horneada y a grasa de cerdo tostada. Se come caliente, cortando la focaccia en porciones cuadradas del tamaño de un damero. Una receta no tan simple para una historia no tan simple.

domingo, 25 de junio de 2023

CApítulo DXCVI.- Ya he pasado por esto en otras ocasiones.

Ya he pasado por esta circunstancia en otras ocasiones. Fin de mes, nevera languideciendo, en un tupper quedan restos de una partida de garbanzos hervidos, un poco más arriba una plancha de alitas de pollo que quedaron sin cocinar. En las neveras de las casas con niños siempre suele haber olvidada en una esquina una bandeja de poliespan con pechugas, con filetes de lomo de cerdo o con dados de babilla de ternera que pueden salvarte de una situación comprometida. También suele haber huevos, mantequilla o piezas de verdura al límite del consumo. Todos esos pecios pueden salvar la comida de un domingo, aunque sea a golpe de rutina. Hay días en los que uno se pone la casaca de gran cocinero laureado, pero otros hay que contentarse con sobrevivir con dignidad. Cuando estoy a punto de perpetrar el penúltimo guiso de aprovechamiento de sobras, a poner aceite de oliva en una sartén grande para rehogar las alitas, decido darle un giro inesperado a la comida. Mantengo la sartén grande, de paredes altas, pero pongo un par de nueces de mantequilla en vez del aceite de oliva. Rebusco en el cajón de las especias hasta encontrar unas semillas de comino, unas bolitas de pimienta y dos clavos de olor. El fuego tiene que estar bajo para que las especias empiecen a destilar sus sabores, también sus aromas, una pizca de sal y un golpe de curry terminan de completar la grasa en la que sofreiré las alitas. Parto cada alita en tres piezas, aprovechando la punta del alón, que no tiene casi carne, pero guarda todo el sabor y todo el colágeno. Subo un poco el fuego para que la piel del pollo se dore bien. Mientras la carne sufre el primer golpe de calor, pico una cebolla en una juliana muy fina, casi en briznas. También pelo y pico una zanahoria olvidada al fondo del cajón de la nevera y unas ramas de apio que no pasaban por su mejor momento, incluso me atrevo con los restos de un pimiento rojo. Todo bien picado. Retiro las piezas más carnosas de las alitas, quedan solo las puntas. Vuelvo a bajar el fuego y añado de golpe toda la verdura para que empiece a sudar. La grasa del pollo y la mantequilla deshecha han formado una base cremosa de color anaranjado, gracias al curry. Las verduras se integran, enseguida empiezan a eliminar humedad para ir conformando una mermelada olorosa. Sé que quedó olvidada una bolsa con restos de almendra picada de alguna receta anterior, subo el fuego, añado una cucharada generosa de la almendra en polvo y empiezo a remover el guiso para formar una roux, le doy un golpe de vermut blanco y dejo que evapore el alcohol. Hay una lata de leche de coco en la nevera, sustituirá al caldo de carne para engordar la salsa. Añado poco a poco la leche de coco, no conviene pasarse, dejo que se integre para formar una salsa sabrosa. Picaré unas hojas de cilantro, otras de albahaca y un chorritín de nada de salsa de soja. He puesto a cocer en el caldo dos huevos, cuando pasen 11 minutos y estén duros los salvaré del hervor. Sé que en las tinieblas del congelador puede haber unos langostinos congelados, de los de batalla. Van también al guiso, se descongelan muy rápido bandeando las corrientes que forma la salsa. Cuando estén descongelados los sacaré y los pelaré, aunque me escalde los dedos. Chafaré un poco las cabezas para que suelten los últimos jugos. En poco menos de una hora el guiso está a punto. Sólo queda recuperar el tupper con garbanzos para que reciban el último calentón, las alitas de pollo y los langostinos pelados. Pruebo la salsa para comprobar si hay que rectificar el punto de sal. Ha quedado un poco fuerte, no hay problema, queda leche de coco en el bote, mejor añadirla al guiso que dejarla de nuevo olvidada en un recodo ciego de la nevera. Me olvidaba de los huevos cocidos. Quito las cáscaras y los lamino, la yema cuajada terminará de engordar la salsa Mientras reposa y se asienta la comida hiervo un poco de arroz bastmati. Lo he lavado primero varias veces y reposa en una cazuela en la que está terminando de aposentarse el almidón. Suelo hervirlo con unas semillas de cardamomo, cáscara de naranja, cáscara de limón y un par de clavos, 12 minutos en agua abundante son suficientes. El salvado la comida, la mañana de domingo de fin de mes y la galbana de los calores intensos de final de junio. A mediodía la casa olerá a coco, a cilantro y a pasta de curri. Creo que buscaré un cuadro de Isabel Quintanilla para acompañar a este guiso de salvamento, lo colgaré en Instagram #undiletanteenlacocina.

lunes, 1 de mayo de 2023

Capítulo DXCV.- Sobre las gallinas, la felicidad y JW Goethe.

Uno de mayo. Fiesta global, pero en mi barrio hay algún comercio abierto, supermercados llamados de cortesía donde se puede encontrar casi de todo. Cuenta la leyenda que los empleados de estos locales de cortesía duermen en los almacenes de la tienda, desde donde suena de modo permanente el diálogo de una telenovela pakistaní, turca o caribeña. Me desperté muy pronto, como siempre, dispuesto a terminar tareas pendientes. Mi catálogo de tareas pendientes es infinito. Me preparo un té, abro las persianas para notar que amanece y empiezo a trabajar relajadamente. A eso de las nueve de la mañana, cuando la familia empieza a ponerse en marcha, decido preparar un pastel de manzanas para el postre de hoy. Comeremos las sobras del resto de semana y quiero que el postre tenga algo de festivo. Hoy es una de las pocas fiestas paganas que celebramos, o puede que todas las fiestas fueran inicialmente paganas y expropiadas por el clero. Mi reto es preparar un pastel que me cueste menos de seis euros. Bajo a por el periódico, a tomarme un café y un bocadillo pequeño a un bar que siempre permanece de guardia, incluso hoy, día del trabajo. También está abierto el estanco, con la excusa de gestionar los paquetes de Amazon. Compruebo que me han tocado 3’75 euros del Euro-millón y el reintegro de la lotería, excusa más que suficiente como para reinvertir las ganancias (y una pizca más) en los azares semanales. El super a primera hora de la mañana está casi desierto, casi tan desierto como podría estar la frontera de Pakistán con Afganistán, aunque suena al fondo de un almacén oscuro un culebrón en urdú, intuyo grandes pasiones, grandes tragedias y voces engoladas de actores que no soy capaz de distinguir. Conozco bien el territorio, sé dónde está la mantequilla, la masa de hojaldre, la nata para montar, las manzanas y los huevos. Mantequilla para forrar el molde, hojaldre para estructurar el pastel, nata y huevos para la crema inglesa (300 gramos de nata y cuatro yemas de huevo), una manzana y media en láminas para decorar la superficie del pastel, azúcar y un chorrito de limón, para que no se oxide la manzana. Poco más, poco menos. En el pasillo de los huevos me enfrento de nuevo a un dilema que arrastro desde tiempo inmemorial, he de elegir el tipo de huevo que me dará paz. Recuerdo cuando era niño, hace más de cincuenta años. Mi madre me mandaba a hacer los recados más sencillos. En función de su humor podía aspirar a quedarme con las vueltas o a poder comprar alguna chuchería. Bastaba con escuchar la relación de compras pendientes para deslizar al final de su lista un Yyyyy que prolongaba para sondear si era posible contar con algo más, en retribución de mis servicios. Ella sonreía y me decía que podría comprar un Yyyy, siempre y cuando fuera moderado en el uso de la conjunción copulativa. En aquellos tiempos remotos cuando uno iba a comprar huevos compraba huevos, sin mayor preocupación. Los huevos se compraban por docenas o por medias docenas. No tardó en evolucionar la industria del huevo para identificar tres tamaños (grandes, medianos o pequeños). En casa fuimos siempre de huevo grande, aunque mi madre no era muy dada a la repostería. Tras los calibres llegó ya una encrucijada más compleja, la de elegir entre huevos blancos o morenos. Esa decisión solía ir acompañada de una reflexión sobre el alimento de las gallinas, sin ser conscientes de que detrás no había sino una hábil campaña comercial. Enseguida se decantaron las ciudades, las comarcas, y hubo localidades de huevo blanco, otras de huevo moreno. De igual manera, hubo ciudades de carne de pollo más blanquecina o más anaranjada. Creo que fue ya en los albores del siglo XXI cuando avanzamos algún paso en la distinción ovocósmica, surgieron los primeros huevos ecológicos, huevos que competían con los huevos de campo, aquellos en los que el vendedor aseguraba que la gallina ponedora no estaba confinada en un cajón, con la luz permanentemente encendida, para desquiciarla y desquiciar así sus ciclos de desove. Hasta ese momento no recordé que mi abuela paterna nos enviaba al corral a recoger huevos del gallinero, espantar a gallinas y gallos para conseguir dos o tres huevos todavía calientes. Si intentábamos llevar más de tres huevos alguno se desgraciaba por el camino. Casi en paralelo empezaron a encontrarse en los mercados huevos de pato, de oca, incluso de avestruz, además de los consabidos huevos de codorniz, que, sorprendentemente, no iban ligados a la sobrasada. El huevo de codorniz conformaba un mundo aparte, un mundo que ingenuamente vinculaba a lo que consideraba la alta gastronomía, aquella que era capaz de encajar un huevecillo en el corazón de una alcachofa o freírlo ligeramente para suspenderlo sobre una tostada minúscula y una cama de embutido mallorquín. Hubo un cisma en el gallineo ecológico, hasta el punto de distinguir huevos ecológicos, huevos de gallinas en semilibertad, huevos de gallinas alimentadas en tierra, huevos con omega tres… Y así llegamos a los huevos de gallinas felices, así anunciados, junto a una explicación sucinta, redactada en primera persona. Las gallinas aseguran: «Salimos a disfrutar del aire libre». Esa es la razón fundamental de su felicidad (https://pazodevilane.com/cronicas-gallinero/los-huevos-de-las-gallinas-felices/; https://www.ousroig.com/es/gallinas-felices/ ). Porque el compromiso de los productores de huevos con sus gallinas no es patrimonio exclusivo de un solo proveedor, al parecer se trata de una alianza de la parte más comprometida de la industria ovícola. Industrial que, sin embargo, no anuncia la felicidad de sus aves cuando las ofrece desplumadas en las bandejas del supermercado, porque puede que al comprar un muslo, una pechuga o un pollo entero, esa presunta felicidad pueda incomodar al cocinero y, en último término al comensal. Cada vez que leo que los huevos los han puesto gallinas felices me acuerdo, indefectiblemente, de Goethe, que aseguraba, en una cita que no he sido capaz de volver a encontrar, que sólo había sido feliz durante quince horas en toda su vida, y eso que había vivido casi noventa años (87). Las gallinas y yo hemos tenido más suerte que el ansioso, romántico y sesudo Goethe, JWG pasó la mayor parte de su vida anhelando una felicidad que no llegaba. Sin embargo, la felicidad de las gallinas que han puesto los huevos que acabo de comprar me generan alguna inquietud, principalmente por lo que afirman las gallinas encuestadas, ya que, si salen a disfrutar del aire libre, intuyo que pasan una parte de sus gallinas vidas en cautividad, por lo que esa felicidad puede que sea relativa, vinculada simplemente a los minutos durante los que se liberan de su cautiverio. Resulta muy difícil la definir la felicidad, saber si responde a un destello de inmensa satisfacción, producido por una sensación a veces simple (el primer sorbo de una cerveza fresca, los primeros compases de una melodía que trae buenos recuerdos, el olor a un croissant recién horneado …) o si se trata de una sensación más profunda, de plenitud. Los alemanes disponen de dos palabras para identificar distintos tipos de felicidad: glücklchkeit felicidad sencilla humana y seligkeit, la bienaventuranza, un sentimiento arrebatador que inunda el sentido. Tengo dudas sobre el tipo de felicidad de mis gallinas felices y, aunque hablen en primera persona, creo que es difícil poder entablar con ellas una conversación que me permita establecer en qué ámbito de felicidad nos movemos. He de decir que hay ocasiones en las que me cuesta diferenciar el sabor de los huevos en función del grado de plenitud existencial de las aves. Puede que en un huevo frito en abundante aceite de oliva una cata ciega pudiera permitir a un paladar cultivado identificar el grado de felicidad de las gallinas, pero cuando el huevo lo empleo para una receta la intensidad de la dicha del pájaro se diluye, como se diluyen la clara y la yema que combino para preparar una crema o un bizcocho. Por eso, aunque la tentación es grande, intento evitar comprar huevos de gallinas que manifiesten sin ambages su felicidad, me da cierto respeto, incluyo me siento un profanador de proyectos de polluelos que sin duda compartirían la felicidad de sus progenitores. Me contento con comprar huevos de gallinas más modestas, incapaces de hablar de sí mismas en primera persona, sin autoconciencia. Prefiero de gallinas que simplemente anuncian que han vivido y comido en tierra, aunque a veces su publicidad habla de gallinas en libertad (https://pazodevilane.com/cronicas-gallinero/bienestar-animal/) , lo que podría llegar a confrontar libertad con felicidad, abriendo así una brecha ético/filosófica que podría llevarme al colapso en los fogones. Pero hoy, sin duda por las complicaciones propias de un día festivo, no he podido acudir a mis proveedores habituales, en esos lugares de cortesía que son, en realidad, un atentado a los avances del moderno derecho sindical, me he contentado con media docena de huevos de gallinas felices, huevos con la cáscara mucho más fina y quebradiza que los de las gallinas cautivas y tristes. Tenía que preparar una crema inglesa, una natilla no muy cuajada que he preparado en la thermomix utilizando cuatro yemas, 50 gramos de azúcar y 300 gramos de nata para montar. He colocado las mariposas (sin duda una buena compañía para las yemas de aves felices) y la temperatura constante a 80º. Durante 10 minutos la crema ha ido espesando a velocidad constante, sin parar de mover sus alas la mariposa del motor de la batidora. Mientras tanto he engrasado con mantequilla una bandeja de cristal. He extendido una plancha de hojaldre, levantando ligeramente las paredes. He pinchado con un tenedor la superficie de la masa, para evitar que se inflara demasiado, y he esparcido unas judías secas que guardaba desde hacía muchos meses en un rincón olvidado del armario. Así he conseguido que la tendencia del hojaldre a tomar vuelo quedara reprimida por los finos y constantes agujeros del tenedor, así como del molesto peso de multitud de semillas secas extendidas a lo largo de toda la superficie del pastel. Programé el horno 10 minutos, a 210º grados. Calor furioso para desatar las iras de la masa hojaldrada y enfrentarla a los contrapesos impuestos. Durante ese tiempo las natillas terminaban de cuajar, quedando una crema sedosa y dulce, gracias a la felicidad de los huevos comprados (no quiero decir mis huevos por cuanto no puedo considerarme una gallina feliz, aunque el pago del precio de los huevos, apenas un euro y medio, me convertía en dueño y señor de cada una de las piezas). Aproveché ese tiempo muerto para pelar y cortar en finas rodajas una manzana Golden. Puse un poco de zumo de limón para evitar que se oxidara. El horno me avisó con un pitido de que se habían agotado los diez minutos de cocción. La masa quedaba ligeramente tostada. Retiré con una pinza las judías, hasta que la superficie quedó completamente liberada. Con mucho cuidado, para evitar que la crema inglesa rebosara los confines de la masa (la cocción había reducido un poco mi expectativa de contar con paredes de contención elevadas), extendí la natilla hasta cubrir completamente la completa extensión del hojaldre, calibrando justo hasta el borde. Coloqué primorosamente las rodajas de manzana a lo largo de la masa horneada, intentando que quedara una forma regular y constante de gajos de manzana entre los que sobresalían picos de crema. Espolvoreé un poco de azúcar glas sobre la completa extensión de mi pastel y, con el pulso de un neurocirujano, conduje lentamente la bandeja de nuevo al horno, que bajé a 180º para el tramo final de mi receta. Programé 12 minutos para que la crema quedara del todo cuajada, la masa del todo tostada y la manzana suavemente bronceada gracias al azúcar, caramelizado por el calor, para formar así una capa gelatinosa que daba brillo a la presentación. En 20 minutos tenía preparado un postre seductor, barato, delicado. 20 minutos, tiempo suficiente para pensar en las gallinas, en la felicidad y en Goethe. Como compañía para la receta creo que pocos pintores mejor que Jean Simeon Chardin, un pintor discreto, cotidiano, el último de los artesanos, o puede que el primero de los artistas. No sé si estas dos gallinas llegaron a ser felices antes de morir cocinadas en las cazuelas de algún castillo francés.

jueves, 13 de abril de 2023

Capítulo DXCIV.- Caminar por Galicia.

Hasta ahora me identificaba como caminante urbano, un «flâneur». Caminar por el campo no me producía especial emoción, puede que la irregularidad de los caminos, las subidas interminables o las pendientes pronunciadas y llenas de pedruscos me desalentaran. Sin embargo, la experiencia de caminar por Galicia, siguiendo el rastro del Camino de Santiago, ha sido especial. Nunca fue persona de fe, una pena ya que me toca seguir buscando respuestas sin aceptar textos sagrados, pero he de reconocer que en el Camino hay un elemento espiritual, un factor de locura colectiva que lleva a miles de personas a transitar por el norte de España rumbo a Compostela. Seguramente el trabajo de las autoridades turísticas fomentando la ruta con todas sus comodidades ayuda al éxito de la ruta, pero ese factor emocional de búsqueda de un tiempo a ritmo distinto, marcado únicamente por pasos más cortos o más largos, según la edad y las ganas de los caminantes, va envolviéndote hasta no tener otra preocupación que la de llegar a destino. Dicen que para hacer el Camino hay que marcarse un propósito. En mi caso, el único propósito era el de no perder paso ante mis hijos y mi mujer, mucho más jóvenes, mucho más livianos y mucho más en forma que yo. El objetivo era no perderlos de vista en las cuestas, hay que decir que ellos, cortésmente, me esperaban cuando los remontes eran más pronunciados. Por lo demás, fueron más importantes los despropósitos que los propósitos. La tarea de despojarse de prejuicios, ver como pasaba el tiempo, como superábamos los hitos que puntualmente nos avisaban de los kilómetros hasta Santiago. 120 kilómetros en total, aunque mi marcador de pasos, que estaba un tanto desacompasado, aseguraba que había caminado más de 150 kilómetros, puede que así reconociera que mi esfuerzo era mayor. El éxito de esta caminata de más de cien kilómetros estuvo en la organización, en la comodidad de saber que no había que arrastrar mochilas sobrecargadas y que al final de la jornada nos esperaba el mejor de los hoteles posible, con una buena ducha, espacio e intimidad para derrumbarse sin tener que darse codazos con otros peregrinos. Ya dije que podían llamarnos pijigrinos o turigrinos, acepto encantado el apelativo. También ayudó el tiempo. La primavera se había asentado ya en Galicia. Salvo los primeros días en los que lloviznó en algún tramo, el resto de jornadas fueron de sol deslumbrante, cielos despejados e incluso calor, hasta el punto de que alguna mañana nos descamisábamos a pocos minutos de la salida. No hemos querido/podido/sabido entablar lazos de amistad con nadie, aunque cruzáramos algún salido cómplice con otros caminantes que seguían día a día nuestra ruta y nuestro ritmo. Como íbamos los cuatro con nuestras charlas, silencios, piques y chistes, no teníamos necesidad de compartir experiencia con nadie más. Probablemente hablar del paisaje gallego obliga a acudir a una retahíla de lugares comunes casi tan transitados como el propio camino. En mi caso el factor determinante fue el agua, la presencia de agua en cualquier instante. A veces en forma de rio caudaloso encajonado entre viñas, rio de fondo oscuro que contrastaba con el verde intenso de las orillas. Otras veces riachuelos o hilillos de agua casi imperceptibles, alimentados por infinidad de fuentes que brotaban de cualquier recodo. Esa humedad permanente hacía que el suelo casi siempre estuviera mullido, cómodo de pisar. Al no llover mucho no había mucho barro, pero sí esa capa de tierra mojada, hierbajos, ramas, raíces e hojas caídas de todo tamaño y color. Las cuatro primeras jornadas discurrieron entre bosques de castaños, robles, carballos y pinos. Los troncos de casi todos ellos quedaban forrados por una capa de musgo verde muy viva. Los eucaliptos, especie invasora y con menos encanto (a mi juicio), daban, sin embargo, más altura a algunos tramos del paseo y sus troncos, descascarillados, dejaban tramos completos cubiertos de cortezas finas y alargadas. EL agua, la humedad, marcaba el resto del paisaje. Hacía llevadero el sol del mediodía y acogía todo tipo de pájaros. Yo, medio en broma medio en serio, decía a mis hijos que los sonidos del bosque eran, en realidad, una banda sonora que la junta de Galicia había encargado a Max Richter. Al pasar por alguna de las aldeas, de las pequeñas concentraciones de casas rurales desperdigadas a lo largo del camino, el paisaje se domesticaba. Iniciado abril las camelias estaban desaforadas y dejaban el suelo lleno de capullos enteros de tonos rosáceos, bermellones, azulones y blancos. La camelia, una flor extraña en parajes más secos, allí campaba a sus anchas, convirtiéndose, junto a los arroyos, en el hilo conductor de cada caminata. Las jornadas programadas no fueron muy largas. El día que más caminamos fueron 30 kilómetros, pero como los hacíamos casi del tirón llegábamos a los hoteles reventados, con la fuerza justa para descalzarnos y desarbolarnos sobre la cama. Yo todavía acopiaba restos de mis fuerzas para tomarme una cerveza, incluso algún gintonic de primera hora de la tarde para no desorientarme, porque el monte puede llegar a embrutecer; por eso creía indispensable pedir una copa de cerveza o de ginebra con algún fruto seco que me devolviera a mi ser urbano. Así podía absorber mejor las experiencias campestres de la mañana y asumir también los rigores del resto de la jornada. Costaba incluso quitarse los calcetines y era necesario que pasara al menos una hora antes de plantearse entrar en la ducha. Era como si la mugre y los sudores del día fueran una especie de capa protectora que te mantuviera con vida. Esas horas de galbana eran las mejores para leer, aunque hay quien prefería revisar fotografías para subirlas a Instagram o, simplemente, dejarse seducir por los videos «random» del TikTok. Estábamos autorizados a descabezar algún sueño, revisar correos electrónicos, contestando sólo los más urgentes, o compartir algún comentario por wasap. Acciones básicas para no terminar de embrutecernos y salir de nuevo a caminar antes de que cayera la tarde. Desayunábamos fuerte y por el camino casi no nos deteníamos. Llevábamos en las mochilas algún fruto seco, chocolate y poco más. Los días de más apetito podíamos parar a tomar un bocadillo al salto, pero nada de buscar mesones a mesa y mantel, eso quedaba para el destino. Reservábamos a primerísima hora, casi como si fuéramos alemanes. En alguna ocasión nos tocó esperar a que abrieran la cocina. Cenábamos como leones hambrientos, pendientes de que no quedara en el plato ni una sola patata, porque, irremisiblemente, cualquiera de los bocados que pedíamos llevaban esas patatas gallegas que son una perdición. Fritas, hervidas, en tiras, en rodajas, aliñadas con aceite y pimentón, empapadas del guiso caldoso de carne o de pescado, en tortilla o en puré, la patata reinaba allí donde llegábamos. Casi todas las patatas que probamos superaron la prueba de sabor y de textura casi perfecta. Casi todas ellas conservaban el toque ligero a turba, a cámaras sin luz, a terrones de barro y arcillas, a corteza de árbol húmeda. Patata, siempre patata, con pulpo, con ternera hervida, con lomo de cerdo adobado, con pescado. Nadie discute que Galicia tiene el mejor pescado, marisco insuperable, carnes tiernas y sabrosas, verdura de ensueño, pero al final lo que queda en el inconsciente es la pelea por el último trozo de patata que quedaba en la bandeja. Chafarlo bien para que absorbiera los restos de una salsa o de cualquier grasa. Las patatas y el pan. Patatas y pan compensaban cada paso dado en el camino, cada duda sobre si una rampa o remonte terminaría por retirarme de la aventura. Saber que en el pueblo me esperaba un cesto con los chuscos de pan recién cortados era suficiente para apretar los dientes y mantenerse en la ruta. Probamos platos muy sabrosos, pero si tuviera que elegir uno para este capítulo del diletante elegiría sin duda el único que no probamos allí, la caldeirada gallega. Sé que fue un error no pedir una caldeirada, más que nada porque el producto y el agua de Galicia son casi imposibles de conseguir en otras tierras, donde el pescado no tiene la textura y el sabor de las piezas capturadas en la costa gallega y del norte de Portugal. Al hablar con algún cocinero me decían que la caldeirada sólo necesita tres pescados, sin embargo, la receta en la que he trabajado, la de la Marquesa de Parabere, combina hasta cinco tipos distintos (imagino que la divina marquesa, que cocinaba para ricos, prefería la abundancia). La receta que ofrece la Marquesa en su libro propone 250 gramos de rape, 250 de merluza, 200 de rata de mar, otros 200 gramos de mero y 225 de cabracho (pescado que durante años se conocía como polla de mar, sin que diera lugar a ningún chiste). Parece claro que si los pescados son frescos y de la costa gallega el éxito está asegurado. Utilizar pescados de otras latitudes puede generar melancolía. Con esa materia prima, los condimentos no son complicados: 3 decilitros de aceite de oliva (lo que viene siendo un chorro generoso), 250 gramos de cebolla (una pieza hermosa), 30 gramos de harina (una cucharada sopera cumplida), 3 dientes de ajo,2 ramas de perejil, media hoja de laurel, pan, sal, pimienta y una cucharada de vinagre. La marquesa inicia la receta, muy escueta, desescamando y limpiando el pescado, hasta quedar las piezas impolutas. Recomienda poner el pescado, la cebolla picada, los dientes de ajo cortados en láminas finas, las hojas de perejil, el laurel, la sal, la pimienta, la harina y el vinagre macerando durante una hora y media, para luego poner un litro y medio de agua fría. Llevar la olla a ebullición y dejar que todo cueza durante 20 minutos (una vez rompe a hervir). Para luego separar las piezas de pescado y servirlas sobre el caldo y unas rodajas de pan. Con todo el respeto a la Marquesa y todo el cariño que le tengo, creo que el plato exigía algo más de trabajo, aún a riesgo de abandonar la receta canónica, si es que la hay. Como complemento al plato, que responde a las lógicas de cualquier guiso de pescado blanco, creo que primero salpimentaría las piezas de pescado y las pasaría por la cazuela, con una cucharada de aceite. Daría vuelta y vuelta a cada pieza de pescado, menos de un minuto. Picaría cebolla, ajo y perejil para empezar a gestionar un sofrito ligero. Un poco más de aceite y cuando empiece a chisporrotear al reaccionar a los restos líquidos del pescado iría sofriendo el ajo, la cebolla y el perejil, a fuego suave. Mientras tanto, en un cazo hondo, improvisaría un caldo rápido de pescado con las cabezas, las espinas y barbas de los pescados que irían a la caldeirada. Media cebolla, un puerro, dos zanahorias y la hoja de laurel. Poco más. Con 25 minutos de cocción tendríamos un caldo muy aparente. Se pueden hervir en ese caldo dos o tres patatas que luego podrían ir al guiso. Una vez estuviera rehogada la cebolla con su compañía, pasaría a tostar la cucharada de harina y, cuando la harina estuviera tostada, añadiría la cucharada de vinagre (incluso podría sustituirla por una copita de vino blanco gallego, o puede que un jerez). Removería bien para que la mezcla quedara sedosa. Añadiría las tajadas de pescado y, de inmediato, el litro y medio de caldo de pescado. Creo que los 20 minutos que propone la marquesa son más que suficientes para que el caldo trabe bien y el pescado termine de hacerse. Lo llevaría a la mesa con las patatas hervidas en vez del pan. Rodajas generosas de patata bien empapadas en la salsa. Un golpecillo de nada de pimentón justo después de servir las raciones en el plato y una botella de albariño para que el pescado no navegue solo. Es complicado encontrar un pintor gallego, pero en mi buceo por la red he descubierto a un pintor de Betanzos, José Seijo Rubio, que tiene un cuadro de un sanatorio marítimo en Oza que bien valdría una caldeirada. Todo un descubrimiento, como caminar por Galicia.

miércoles, 29 de marzo de 2023

Capítulo DXCIII.- Camino a Santiago.

En unas horas marcharemos tomaremos un vuelo para Santiago de Compostela. El viernes a primera hora de la mañana iniciamos un tramo del camino de Santiago. 120 kilómetros. El tramo mínimo para que convaliden la peregrinación. No soy hombre de fe. No me recuerdo con fe y poco o nada espero en ese sentido de la ruta que iniciaremos. Me parece mucho más importante pasar ocho días sin el ordenador (queda en casa) y con el teléfono móvil perdido en el fondo de la mochila. A las 11 de la mañana nos recogerá en el aeropuerto de Santiago una furgoneta que nos dejará en Sarria. Calculamos etapas de 20/25 kilómetros, no mucho más. El equipaje viajará por su cuenta de hotel en hotel para no hacer muy pesada la marcha. Algún amigo que ha hecho el camino del derecho y del revés, desde Francia, Extremadura, Inglaterra, Barcelona y más allá, sólo o acompañado, distintos tramos del camino, me llama, con sorna, “turigrino”. Tiene razón en tomarme el pelo. Mi falta de fe hace que cualquier sacrificio que supere lo razonable quede excluido. Nada de albergues masificados, duchas colectivas, misas reparadoras o reflexiones con extraños. A lo sumo cruzaré un saludo o una sonrisa cuando me cruce con algún guiri que camine tan despistado como yo. No me preocupa lo de caminar. Muchos días, casi sin querer, hago quince quilómetros caminando a buen ritmo por la ciudad. Es cuestión de no agobiarse, disfrutar de la ruta. No creo que vaya a batir ningún record pendiente, ni he hecho promesa o propósito alguno para llegar a la meta. Sólo desconectar, disfrutar del lujo de la desconexión, acompañado por la familia más cercana, que espero que no quede embargada de ningún tipo de misticismo. Ahora en casa estamos en pleno zafarrancho de maletas. Intentando no olvidar las tiritas de la mejor calidad, todo tipo de analgésicos y calcetines sin costuras. Lo demás es prescindible. La cocina huele a tortilla de patatas, la cena de hoy. La que sobre irá a bocadillos para mañana. Están desperdigadas por la mesa barquetas con frutos secos y chocolatines. He seleccionado ya las lecturas para las horas muertas, llevamos referencia para poder cenar correctamente en cada una de las paradas. La idea es desayunar con fundamento, empezar a caminar antes de las 10 y evitar paradas largas a mitad de cada etapa. Llegar a destino con tiempo de descansar, ducharse y cenar pronto, como si fuéramos alemanes. En cinco días cumpliremos con el objetivo de entrar en Santiago a pie, conseguir la última certificación, la que nos convierta formalmente en turigrinos por la mínima, y alquilar un coche rumbo a Fisterra, donde pasaremos tres días más, ya sin las botas de montaña, paseando por el punto en el que durante muchos siglos acababa el mundo. En mi mochila llevo una biografía de Juli Soler, quiero también terminar un libro que cuenta la historia de los principales falsificadores de arte del mundo, un libro muy entretenido que empieza recordando que el cuarenta por ciento de las obras de arte del Met de Nueva York son falsas y que de los tres mil cuadros que pinto Camile Corot, cinco mil están colgados en paredes públicas y privadas de Estados Unidos. He guardado también una novela de un escritor argentino, criado en Suecia que escribe en inglés sobre los millonarios que causaron el crack del 29. Una combinación explosiva. Llevo más de una semana escuchando compulsivamente la Trinchera Pop de Iván Ferreiro, me tiene completamente hipnotizada su voz nasal, sus letras rebuscadas, llenas de citas y referencias que sólo nos hacen sonreír a los que tenemos más ya hemos cumplido los cincuenta años. Yo, como él, vivo rodeado de fantasmas elegantes que dicen lo que sienten y me hacen pensar. Reviso un libro de recetas de Jamie Oliver que me acaban de reglar, se titula Uno y lo dedica a recetas sencillas. Sueño con llegar a Galicia por reencontrarme con las patatas, con los huevos, con las berzas y las masa hojaldradas de las empanadas. Hay bocados mucho más nobles o selectos, pero menos sorprendentes. Estaré más de una semana en la que probablemente no podré cocinar, aunque pienso cargarme de ideas para un futuro, sea el que sea. De momento, me he enredado con una receta que podría ser, sin problemas, la de un potaje de cuaresma a la que dos o tres pequeños detalles convierten en un plato exótico. El potaje de cuaresma lleva garbanzo, berza o espinaca y bacalao. Es un guiso sobre el que he escrito en otras ocasiones. El nuevo plato es una shashuka de garbanzos, un plato que imagino que es de corte indio. Se necesitan 30 gramos de anacardos sin sal, un manojo de cebolletas, dos cucharitas de pasta de curri, una cucharada de leche de coco, 100 gramos de espinaca tierna, 4 huevos y 2 cucharadas de yogur natural. Además de 400 gramos de garbanzo cocido. Añado de mi cosecha una cucharada de cominos en grano y aceite de oliva. La receta la compila Jamie Oliver. Empieza tostando los anacardos en una sartén. Yo los tostaría con un poco de aceite y un golpe de sal. Mientras toman color se limpian y cortan en juliana las cebolletas (un manojo suele llevar tres o cuarto, conviene aprovechar una parte del tallo verde). Se limpian también las espinacas, si son tiernas, no hace falta cortarlas. Se añade la verdura a la sartén y se rehoga a fuego bajo. Cuando la cebolleta quede transparente se incorpora la pasta de curri y la crema/leche de coco. Si queremos que quede caldoso puede ponerse más de una cucharada. Si los garbanzos están previamente cocidos, se pueden incorporar en cuanto la verdura esté suficientemente atontada. Se dejan cociendo a fuego bajo tres o cuatro minutos, no mucho más (Oliver recomienda chafar algunos garbanzos para que el plato tome un poco de cuerpo). Es el momento de tomar los huevos, pueden estar duros o sólo pochados, en función de cómo apetezca disfrutar de la yema. Las dos cucharadas de yogur se deshacen en el guiso. Se rectifica de sal y pimienta y pueden llevarse a la mesa. Puestos a mistificar, he elegido un cuadro de Corot, de esos que no sé muy bien si son buenos o falsos.

martes, 7 de marzo de 2023

Capítulo DXCII.- Comer solo/Sólo comer.

Comer solo. Sólo comer. Parece que regresa la discusión académica sobre la necesidad de acentuar en algunas ocasiones la palabra solo, en función de que se utilice como adverbio o como adjetivo. Hace algunos años la RAE decidió que dejara de acentuarse en cualquier caso y, por lo que indican los diarios, ahora vuelve a acentuarse en algunos casos. He de decir que, en mi caso, ajeno a peleas, había seguido con las tildes en los términos que aprendí en la escuela, más que nada por inercia y, con la misma inercia, seguiré con mis acentos, asumiendo que nunca terminé de curar mi dislexia infantil, entre otras razones porque en mis tiempos de escuela no se había diagnosticado la dislexia, éramos simplemente del pelotón de los torpes o despistados. Creo que ya he tenido la oportunidad de escribir sobre el placer de comer solo, tanto en casa como fuera de ella. Comer solo es un placer del que no conviene abusar porque, si se convierte en hábito, deja de ser un placer y se convierte en rutina. A los que nos gusta comer la comida tiene una indudable dimensión social. Reunir entorno a una mesa a un grupo de amigos, a la familia o a simples conocidos para que disfruten de un buen menú, de buenos vinos y de un rato de tertulia es una satisfacción grande, puede que de las más grandes. Pero despistarse algún día para terminar sentado y solo para tomar un nuevo plato o para volver a enfrentarse a una receta soñada, elegir el vino sin tener que preguntar a nadie y dejar que transcurra el tiempo frente a un plato también puede dar alegría. Conozco a mucha gente a la que le incomoda comer solo, amigos y familiares que cuando llegan a casa y no tienen con quien compartir la mesa convierten el momento de la comida o la cena en una rutina triste, se contentan con lo primero que pillan en la nevera, encienden la televisión para que les acompañe cualquier ruido o revisan maquinalmente las redes sociales mientras apuran un platillo pocho y normalmente frio. No es mi caso, comer solo no es nunca sólo comer. En alguna ocasión voy al mercado para elegir la mejor pieza de carne o pescado, me preparo un arroz a mi gusto, elijo los mejores quesos y no me genera ningún remordimiento buscar en la bodega la última de las botellas de un vino que me satisfaga. Tampoco tengo problema en reservar en un buen restaurante, mesa para uno (lo hago sobre todo cuando me toca viajar). Me siento tranquilamente, reviso la carta y dejo que mis caprichos gastronómicos, los más íntimos, se hagan realidad. Hace unas semanas pude reservar en un restaurante clásico de mi ciudad (no tengo el hábito de dar nombres, no soy un crítico gastronómico ni me gano la vida como influenciante). A principios de febrero terminaba la temporada de caza y se reducían las opciones de tomarme una liebre a la royal, uno de mis bocados preferidos. Hay en Barcelona algún restaurante que anuncia la royal de liebre, pocos, suele ser un plato del menú restaurantes cercanos a zonas de caza y probarlo ha sido en ocasiones un peregrinaje. Reservé para un viernes a mediodía, aprovechando que mi mujer estaba de viaje. Llamé antes para confirmar que quedaba liebre, me dijeron que todavía tenían en carta unos raviolis rellenos de la royal, noticia más que suficiente para empezar a salivar. Reservé pronto, horario casi europeo, a la una y media. Dejé mi teléfono como referencia y, poco antes de la hora prevista, me presenté en el restaurante. Yo también había regresado esa misma mañana de viaje y no había podido deshacerme de la mochila cargada con todos mis pertrechos. No soy habitual de ese restaurante, por lo que no supieron muy bien si era un turista o un crítico gastronómico camuflado. Los comedores solitarios generan inquietud en muchos restaurantes, sobre todo si llegan pronto y se dedican a contemplar los más mínimos detalles. No suelo quejarme cuando salgo a comer o a cenar fuera, pero me molesta mucho si, como comedor solitario, me colocan en una mesita apartada, cercana a la cocina o a los baños, como si fuera una presencia incómoda. En esta ocasión tuve suerte, me colocaron en la sala principal, en una esquina desde la que dominaba una gran parte del resto de mesas. Elegí un restaurante clásico de mesas amplias, sillas pesadas, maderas nobles en las paredes, manteles y servilletas de hilo, luz natural (el restaurante tiene un patio ajardinado que estaba en obras. Durante la comida los operarios siguieron trabajando, lo que llevó a que hubiera más ruido del deseable, compensado con la excelsa imagen de un orondo albañil en cuclilla permanente, intentando fijar unas losas modernistas en el suelo de la terraza a base de martillazos y lija; en su posición semiinclinada ofrecía a la clientela del restaurante una visión nada salaz de sus lorzas y del canal de acceso a la zona del nalgamen, señalizado con algo de vellosidad que quedaba expuesta dado que la camiseta no terminaba de cubrir la franja de frontera entre la espalda y lo que dejaba de ser espalda. Toda la pretendida elegancia burguesa del restaurante quedaba frustrada por aquella visión perturbadora del trabajador manual. Como no tenía otra cosa que hacer, fui controlando sus maniobras y mirando de reojo a los comensales que iban llegando al salón y que, como en mi caso, no podían apartar su atención del canal de la mancha). Estuve un buen rato solo. Llegué a pensar que el restaurante había pasado de moda y que sería el único cliente de aquel soleado viernes de febrero. Pedí una cerveza pequeña y me identifiqué, era el de la liebre royal que había llamado a media mañana. Me trajeron la carta, unas patatas fritas (cuatro o cinco en un bol) y unas aceitunas gruesas muy bien aliñadas. Una de las ventajas de la soledad en esos momentos es que no hay ninguna cortapisa a la hora de elegir. No hay que compartir plazos, ni escrutar precios, ni buscar equilibrios de ningún tipo. Podía elegir los raviolis de liebre como primer plato y buscar un segundo más suculento o al revés, dejarme la liebre como plato principal y encontrar un entrante de mi gusto. Le di varias vueltas a la carta antes de elegir. Viernes a mediodía, hambriento y solo. Mediodía luminoso, templado. Sala llena de contrastes. Camareros correctos y atentos a mis requerimientos, no tenían otra cosa que hacer hasta ese momento. Pedí como entrante una crema de erizos, era también temporada, y pregunté sobre el tamaño de la ración de la liebre royal, tres raviolis con su salsa, un pequeño bocado para un tragón. Después de la crema de erizo vino el ravioli, también como primer plato, me dejé como plato principal unos pies de cerdo rellenos de boniato. Llegó el sommelier con la carta de vinos. Aunque suelo ser pantagruélico, moderé mis impulsos (más que nada porque a media tarde tenía que llevar a uno de los niños a un partido de baloncesto y no quería quedarme dormido y babeante en la grada). Me ofrecieron vino por copas y opté por un borgoña tinto, el precio de la copa rozaba lo prohibitivo, pero no había nadie para discutir conmigo. Tuve, además, la suerte de que abrieran la botella para mí. El responsable del vino, todo un profesional, trajo dos copas, la primera para la cata inicial y la segunda, de borgoña (como mandan los cánones) para disfrutar de aquel vino de estructura perfecta. Mientras llegaba mi comanda me pusieron, detalle de la casa, un vasito con una crema de verduras (mandaba el puerro y la chirivía), coronada con perlas de aceite. La copa de borgoña me acompañó con los dos primeros bocados, para los pies de cerdo llamé de nuevo al sommelier y le pedí que me pusiera una copa de Aalto, un vino de la ribera del Duero con un poco más de cuerpo y más intensidad. De nuevo me acompañaron los hados y empecé botella. Los ravioli de liebre royal eran correctos, una pena que hubieran tenido que congelar las piezas para conservarlas durante días y quedara en la carne guisada ese rastro aguado de viudo triste que guardan los guisotes cuando pasan con el congelador. La salsa que cubría la pasta era una salsa española de las de pedir pan para no dejar rastro en el plato. Los pies de cerdo deshuesados y rellenos eran maravillosos, perfectos. Los acompañaban con una pieza pequeña de boniato braseado. El Aalto y los pies de cerdo guisados se entienden a las mil maravillas, yo dejé que se armonizaran. Empezó a llegar gente al restaurante. Las primeras conversaciones robadas, las primeras discusiones sobre la elección del vino o sobre la necesidad/oportunidad de compartir los primeros. Aquel viernes el restaurante estaba poblado de parejas entradas en años (los viernes ya no hay comidas de negocio). Alguna pareja se quejó del ruido de la obra. De mi evaluación precipitada del contexto de aquellas parejas puedo asegurar que pocos se aventuraban a llevar al amante a un local consolidado y frecuentado por la cada vez más agotada burguesía catalana. Todo parejas estables, no muy ruidosas, nada de arrumacos o de besos que anuncian tardes más carnales. Quedaba un poco de vino en mi copa y ese último trago marcó mi opción de postre. Primero una combinación de tres quesos, el primero de lo que llaman “del país”, el segundo un francés y de cierre un inglés contundente, a mi juicio el mejor. El vino no sólo superó su partida con los pies de cerdo, sino también con el Stilton. Todavía me quedaba hueco para un sorbete de naranja sanguina y para un café. Molesté de nuevo al responsable de vinos y licores. Dejé que me cantara la propuesta de espirituosos. Opté por un whisky escocés con un punto ahumado. Por suerte con los licores no fueron tan generosos como con los vinos y eso evitó que llegara perjudicado a casa. Pedí la cuenta y pagué con la misma diligencia y satisfacción que había comido. Dejando en el restaurante la duda de si era, en realidad, un inspector camuflado de una guía de prestigio. Caminé hacia la boca del metro, todavía no habían dado las tres de la tarde. Podría descabezar un sueño y recuperarme para la sesión deportiva. Pensaba que como receta de referencia de este capítulo de mi diletancia solitaria escribiría sobre los pies de cerdo, pero al salir de la boca del metro me encontré con el mercado todavía abierto y en uno de los puestos de pescado unas relucientes huevas de merluza. No pude evitar la tentación y entré en casa con mis huevas de merluza. Al día siguiente prepararía una ensaladilla. En casa la hueva de merluza no genera ni pasiones ni emociones, por lo que podría disfrutar de ellas de nuevo solo. Guardé las huevas en la nevera, me quité el abrigo y me derrumbé en el sofá, con una vieja película en marcha de las que hacen compañía sin molestar. Descabecé un sueño de casi cincuenta minutos y desperté en perfecto estado de revista. A la mañana siguiente saqué las huevas de la nevera, dejé que se atemperaran unos minutos antes de escaldarlas en el agua en la que había hervido poco antes unas judías verdes. El agua tenía una pizca de sal, las hebras de las judías, unas bolas de pimienta y un par de hojas de laurel. Apenas estuvieron las huevas tres minutos en el agua hirviendo. Rápidamente las saqué y las sumergí en agua con hielo. Después las escurrí y las sequé bien. En un bol piqué una zanahoria pelada, en pequeños dados, media cebolleta, unas aceitunas carnosas, un puñado de alcaparras gruesas, unas tiras de tomate seco y unas ramitas blancas de apio. Quedaba un resto generoso de mayonesa casera que ligó, con un poco de sal y un golpe de eneldo, las huevas en rodajas no muy gruesas y una lata de cangrejo (del bueno) para terminar de rematar. Preparada la ensaladilla para mí, dejé también preparada la comida para el resto de la familia y así pasó aquel fin de semana, plácido y tranquilo, con el recuerdo de mi comida solo, no que no había sido sólo una comida. Había elegido inicialmente el cuadro para acompañar mi experiencia en alguna esquina olvidada de mi memoria, en concreto, había elegido un bodegón de Helena Sofia Schjerfbeck, parece una artista costumbrista, pero de mirada borrosa, a un paso corto de la abstracción sin estridencias. Pero en el último momento he cambiado de opinión (capricho de un comedor solitario) y he encontrado un paisaje urbano de Fidelia Bridges, una pintora norteamericana a caballo entre el siglo XIX y el XX. Ligera y sensible, reina de las flores y ramas quebradizas.

martes, 17 de enero de 2023

Capítulo DXCI.- Impresión. Sol naciente.

Vivo en una zona alta de la ciudad. Madrugo mucho (quien haya seguido mínimamente esta bitácora lo sabrá). Entre semana llevo a los niños al colegio. Sobre las siete y media salimos en coche camino a la escuela. A mediados de enero este trayecto coincide con el amanecer. Hay un momento, poco después de haberlos dejado y cuando empiezo a bajar hacia el despacho, en el que la línea que forman los edificios de esa parte de la ciudad con el cielo amaneciendo pueden ofrecer un espectáculo de luces increíble. La explosión de colores dura unos segundos y, además, no siempre es posible disfrutarla. Si el día es muy claro o si se levanta muy nublado las opciones cromáticas se reducen sensiblemente, pero, si se conjuran los meteoros y la luz, si hay alguna nube algodonosa en el horizonte, sin encapotar el cielo, y el sol empieza a perfilarse entre los edificios más altos, se puede vivir un instante en el que llegan a distinguirse casi todos los matices del amarillo al rojo, pasando por naranjas, magentas, limas y pomelos, combinados con azules de la más amplia gama, terminando en un cian metálico cercano al ajeno. No siempre es posible que se den tantas casualidades en un mismo segundo. Los días son caprichosos, el sol sigue sus ciclos y las nubes no dependen de algoritmos, por eso es imposible programar ese momento singular. Ese es su principal encanto. Seguro que los físicos tienen una explicación racional a ese desmadre de colores. El efecto prisma que descompone la luz solar al topar con las nubes, la neblina casi imperceptible de las ciudades cercanas al mar, los rayos limpios del invierno cuando entra el viento del norte … Los científicos tienen explicaciones para todo, pero no para la casualidad de que alguien que circula en coche justo en ese momento pueda detener un instante la mirada. Esos días me entran ganas de no ir a trabajar, de seguir circulando en coche a la búsqueda del volcán del que nacen aquellas llamas, o de la isla exótica en la que se inician los arcoíris. A veces no es necesario embarcarse hacia los mares del sur, basta con pequeños actos de sumisión, como el de pasar durante un par de horas por la oficina, para que comprueben que existes, hacerse ver y apagar cualquier conato de incendio. A media mañana, cuando la calma reina en mis dominios laborales, salir con cualquier pretexto o escabullirse sin dar grandes explicaciones, dejando la luz encendida y la pantalla del ordenador en marcha. Salir por la puerta principal, hacia la calle, para tomarse un chocolate con churros que sirve una mujer muy malhumorada que se instala los inviernos frente al edificio en el que trabajo. Es tan desagradable aquella señora que sólo el ansia absoluta de churro y chocolate justifica el bíblico sacrificio de enfrentarse a su cara de vinagre. Después de los churros encaminar los pasos hacia Montjuic, caminar sin prisa, nadie me espera, nadie me echará de menos hasta bien entrada la tarde. Hay una exposición de Paul Klee en la Fundación Miró, no muchos cuadros, no muy grandes. La mayor parte bocetos, cuadernos y notas manuscritas. Ha quedado una media mañana despejada. Sol de enero, frio, pero resplandeciente. Con las primeras rampas de la montaña me sobra el abrigo. Camino casi una hora hasta llegar a mi destino. De regreso será un poco menos porque es cuesta abajo. A primera hora de la tarde pasaré por el despacho para apagar el ordenador. Ya no queda casi nadie en el edificio. Recuperaré el coche y volveré a casa. Pero la aventura no acaba. Pasaré antes por la carnicería para comprar algo de carne. Quiero preparar para la noche una milanesa en consonancia con mis visiones del amanecer. Escalope, escalopa, cachopo, cordón bleu, sanjacobo o, sencillamente, carne empanada. Los puristas aseguran que cada palabra entraña un matiz, que no todas las recetas o métodos son iguales. Yo adopto el término escalope milanesa, que es el que gusta a mis hijos. Para un buen escalope milanesa no es necesario que la pieza de carne sea excepcional. Yo prefiero hacerlo con ternera, una pieza de batalla (tapa, tapilla, aguja, culata, cantero de espaldilla o rabillo de cadera). Le pedí a la carnicera que quería la carne para escalope, que le diera algún golpe para deshacer los nudos de nervios y músculos. Pensaba que sacaría un mazo, pero le dio varios golpes firmes a los filetes con una palmeta metálica que sonaba, al impactar con la carne, como si azotaran unas nalgas desnudas (un momento bondage en la carnicería no va mal). Las piezas (6 para tres comensales) quedaron aplanadas y extendidas, con el tamaño del mapa de un continente (cada pieza de un continente distinto). No en vano, hay sitios en los que a la carne previamente golpeada y empanada la llaman oreja de elefante. Al llegar a casa todavía tuve el ánimo de pasar un rodillo de amasar por encima del paquete de carne para que terminara de desentumecerse. No habían llegado todavía los niños, pude descabezar un sueñecillo antes de ponerme a trajinar en la cocina. No conviene meter la carne en la nevera para que no se contraiga. Una de las gracias del plato es que los escalopes sean inabarcables. También dejé fuera de la nevera los huevos. En ningún caso y bajo ninguna circunstancia conviene que cojan frio. A eso de las siete de la tarde saqué un plato grande, casi una bandeja, en la que casqué tres huevos que empecé a batir con brío, para que doblaran su volumen y espumara. En otra bandeja con menos fondo, pero no menos grande, abrí un paquete de 300 gramos de pan rallado mezclado con briznas de ajo y de perejil. Encendí el horno, lo puse a 100 grados. Busqué en el cajón una de las sartenes más grandes, una capaz de albergar sin estrecheces mis escalopas. Prendí la llama, a fuego medio, y empecé a echar aceite de oliva como si no hubiera un mañana. Un escalope milanés que se precie exige que la pieza se fría cómodamente en aceite, que nade a su antojo. Lancé unas miguitas de pan para constatar que el aceite iba tomando temperatura. Sin arrebatos, pero a temperatura lo suficientemente alta como para que quede una superficie de pan rallado consistente. Salpimenté los filetes. Tuve que utilizar las dos manos bien extendidas para abarcar toda la superficie de carne. Pasé la primera pieza por la bandeja del huevo. Me pringué bien los dedos para asegurarme que se empapaba bien. Sin escurrirla demasiado, pasé la carne a la segunda bandeja. Dejé en reposo el filete por uno de los lados, después por el otro. Comprobé que toda la extensión carnívora quedaba invadida por el pan. El aceite pedía ya acción. Volví a desplegar las manos para sumergir toda la carne en toda su extensión, sin pliegues, en los suplicios de la grasa hirviendo. El chisporroteo no puede ser violento, no debe arrebatarse el rebozo. Alegra ver como borbotonea suavemente el aceite en los intersticios de la pieza. Cuando los bordes de la carne empiezan a tostarse conviene dar la vuelta. La primera cara exige dos o tres minutos de exposición al calor, el envés requiere menos tiempo. El justo para que se tueste uniformemente el rebozo. Ayudándome de una gran espumadera rescaté el primer escalope del escaldado. Lo dejé suspendido unos segundos para que goteara el exceso de grasa, reposé la pieza sobre papel absorbente un segundo más y, después, a la bandeja del horno, para que no se enfriaran ya que hay que hacer los filetes de uno en uno (algo se adelanta si mientras una pieza se fríe, otra está bañándose en huevo y otra más sometida a los suplicios del rebozo). Cuando terminaba de hacerse la última de las 6 piezas di una voz para que la tropa pusiera la mesa. Plato llano, grande, y el mejor mantel. Pasé la espumadera por el aceite hirviendo, así retiré algunas impurezas, ya que en ese mar caliente freí tres huevos de pato. Tenía preparado del día anterior un bote de tomate en sofrito (con zanahoria, pimiento, apio y albahaca fresca). Cuando los tres huevos estaban ya fritos fui a la mesa con la bandeja de los escalopes. Coloqué un filete sobre cada uno de los platos, dos cucharadas generosas de tomate frito, unas bolas de mozzarella y, coronando el plato, el huevo frito en todo su esplendor. La carne crujiente. Con las esquinas en las que predomina el pan. Carne jugosa. Tomate rico, huevo cremoso. Patatas fritas de bolsa para empapar. Después de un amanecer con centellas, un anochecer a su altura. Con estos antecedentes, la elección del cuadro era sencilla: Impresión, sol naciente, Monet.

viernes, 6 de enero de 2023

Capítulo DXC.- La navidad como bucle (una nueva mañana de reyes).

Mañana de reyes. Me he levantado pronto, como casi todos los días del año. Hoy tocaba sacar la masa de roscón de la nevera para que se atempere. Otros años había horneado el roscón días antes y lo había congelado; en esas ocasiones aprovechaba el madrugón para sacar el roscón del congelador y que fuera recuperando vida. Este año, a diferencia de otros anteriores, he podido levantarme y atrincherarme en el salón, con la luz apagada, entre las sombras de los paquetes de regalos. Cuando los niños eran pequeños teníamos que esperarnos en la cama, atentos a sus movimientos, hasta que no se levantaban no podíamos acercarnos al cuarto de estar. Nos gustaba que los niños fueran los primeros en descubrir los sillones, la mesa y la alfombra cubierta de regalos. Había veces que tenían tanto miedo, tantos nervios, que pasaban primero por nuestro cuarto para que les guiáramos al salón; en otras ocasiones corrían directamente por el pasillo para darse de bruces con los juguetes. Los juguetes poco a poco fueron remitiendo, los niños se van haciendo mayores y han empezado a pedir ropa o cachivaches electrónicos. Saben que siempre les va a tocar un libro y algún sobre con una propuesta más o menos sorpresiva. Estoy en el salón, en penumbra; he hecho un hueco entre los paquetes que, de momento, no son sino sombras pendientes de que empiece a amanecer. Terminan las navidades. La sensación queda a medio camino entre el alivio y la pena. Todavía no hemos agotado las últimas escenas cuando ya estamos pensando en las navidades siguientes, lo que queremos que se repita y lo que esperamos que cambie. Seguramente las navidades responden a la necesidad de organizar bucles en la vida, procesos que se repiten indefinidamente. La navidad como rutina secular puede ser una maldición o el reto. La Real Academia de la Lengua ha incorporado ya como significado de bucle el referido a una serie de instrucciones que se repiten indefinidamente mientras no se cumpla una condición previamente establecida. No se sale del bucle hasta que no se cumple esa condición, lo que convierte la rutina en un camino hacia la perfección, o hacia el abismo. Esta mañana, como otras mañanas similares de años anteriores, me he puesto en marcha pensando en el roscón. Hace por lo menos 10 años que empecé a cocinarlo, Indolencia Rosconiana se llamaba el capítulo del Diletante (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2013/12/capccxcviii-indolencia-rosconiana.html). Mi receta de roscón, que no es del todo mía, obliga a tres fermentaciones, lo que convierte la preparación en un ritual de tres días o, por ser más preciso, de tres rutinas concretas y puntuales durante tres jornadas. Las navidades, como todo bucle narrativo que se precie, permite hacer pequeños ajustes o variaciones. Cada diez o doce años impone un cambio de papel. La narrativa de las fiestas suele ser siempre la misma, año tras año, siglo tras siglo, pero el paso del tiempo impone cambios de rol. Empieza uno siendo niño, mitificando o aborreciendo estas fechas, según los casos; después llega la adolescencia, indolente, como mi roscón, o rebelde, con más o menos causas. La navidad de la madurez viene acompañada de grandes pasiones, de grandes emociones y de lo que pueden parecer, a simple vista, rupturas, que no dejan de ser cambio de una rutina por otra. En función de las opciones suelen llegar los hijos, que obligan a un cambio de papel, dejas de ser un sujeto pasivo de la navidad, que todo lo recibe, y pasas a convertirte en un sujeto activo que asume la tarea de cocinar, de comprar regalos o de idear planes apasionantes para que los días sean un poco más livianos. Supongo que en poco tiempo los niños terminarán de volar y llegarán navidades de nuevo solitarias en las que, en el mejor de los casos, podrás disfrutar de uno o dos días de jolgorio familiar. Navidades en las que sea posible revisar de nuevo el ciclo completo de El Padrino en vez de ver ordenadas la docena larga de películas del ciclo de Star Wars o la sesión cronológica de la saga de Marvel. Yo este año, como aperitivo, he programado revisar la trilogía de Linklater del “Before” (antes del amanecer, antes del atardecer, antes del anochecer). Todavía no he terminado la primera de ellas. La veo a ratos muertos, cuando no hay nadie en el salón. Las películas han quedado un tanto viejunas y me da miedo que en casa les aburra la trama, si es que esa serie tiene una verdadera trama y no es, en realidad, una digresión. Este año la navidad lleva con coda. La mañana de reyes cae en viernes y después queda un fin de semana que puede servir como reflexión/inflexión navideña. Los días han sido soleados, poco navideños, hubo mañanas en las que se pudo pasear en mangas de camisa, como si se tratara de un arranque de primavera. Si el cambio climático sigue por su senda a largo plazo tendrá que cambiar la iconografía de este bucle y poner a los reyes magos con ropa de entretiempo, abandonar las nieves y establecer un paisaje de almendros florecidos. Asumiendo que la navidad es un bucle, similar al del Día de la Marmota, cuento con la suerte de hacer pequeños ajustes, cambios que me permitan, siguiendo la metodología de prueba/error, modular futuras navidades. He recorrido durante estos años casi todo el abanico de las recetas canónicas, alternando, según los gustos, asados, rellenos, caldos, pescados, cremas, mariscos o caza. Estos días he revisado mi blog para reproducir algunas recetas, para hacer también algunos ajustes con medidas o ingredientes. Al final mi blog creo que me resulta mucho más útil a mí, como guía o recuerdo, que a terceros. Así, además de poder recordar con precisión todos y cada uno de los pasos del roscón, incluyendo temperaturas, he vuelto a descubrir que mi dislexia latente sigue cometiendo gazapos al establecer la numeración de los capítulos, sigo bailando la numeración romana y las dos últimas entradas contienen errores. El capítulo de hoy es, en realidad, el DXC (590), casi el 600 porque, revisando entradas, veo que hay alguna repetida. No sé si en el futuro algún compilador o comentarista (si lo hubiere) podrá dar razón de mis despistes numerales. Encendí el horno hace unos minutos. Las levaduras empiezan a fermentar y la masa sube en su tercera sesión. Hace tiempo que las mañanas de reyes no las dedicamos a montar Legos imposibles o a descifrar precipitadamente las instrucciones de un juego de mesa, pero la cocina empieza a oler a ralladura de naranja y de limón, a agua de azahar. Recupero para el diletante a una pintora norteamericana de la primera mitad del ya lejano siglo XX, hace casi 100 años, Florine Stettheimer, una precursora del pop, con un punto muy näif a la que se llevó por delante la solemnidad del expresionismo abstracto. Florine Stettheimer fue una pintora afamada que viajó a París y se emborrachó de Cézanne, Manet, Van Gogh, Morisot y Matisse. Como era de familia adinerada nunca le preocupó vender sus cuadros, que quedaron almacenados en los sótanos de los museos de Nueva York hasta que hace unos pocos años alguien pudo recuperarla y, recuperando a la Stettheimer, recuperar algo de la alegría insensata de los años veinte del siglo pasado. Dejo para Instagram su recreación de Asbury Park (https://es.wikipedia.org/wiki/Florine_Stettheimer#/media/Archivo:Florine_Stettheimer._Asbury_Park_South,_1920.jpg). Mientras la masa sube lentamente (hasta pasadas las nueve no la voy a hornear), voy cerrando los menús del fin de semana, la resaca de esta navidad, la última vuelta al bucle. He comprado unos salmonetes, que prepararé a la plancha con mantequilla, almendra laminada (la que sobró del adorno del roscón) y ralladura de limón. Quiero hacer un risotto especial, un quiebro a la rutina, un arroz con calamares y limón. Espero conseguir que salga cremoso sin necesidad de queso, tampoco voy a poner crema de leche (anatema para los risottianos canónicos). Para mi risotto de calamares y limón picaré dos cebollas hermosas. Mientras las voy picando pondré en una cazuela alta 200 gramos de mantequilla con un golpe de aceite. Cuando la mantequilla se haya deshecho añadiré las cebollas picadas, a fuego muy suave, para que se atonten sin llegar a dorarse. Puede que pique muy fina una zanahoria y una rama de apio de las más pálidas, más que nada para darle color al guiso y evitar que el blanco del arroz, la cebolla y el calamar amuermen el plato. Removeré con un cucharón de madera, recuerdo de la aventura contada en mi última entrada. Antes de que la cebolla quede del todo transparente salpimentaré el rehogado, buscaré una botella de vermut blanco para aromatizar un poco las verduras, subiré un punto la llama para que evapore el alcohol, apenas un minuto será suficiente. Llega el turno del arroz, 300 gramos de arroz arborio, grano largo. Lo mezclaré bien con el compango hasta que empiece a brillar. Habré picado en briznas un par de calamares de potera, bien limpios. Seguiré removiendo con suavidad. En uno fogón cercano estará borboteando plácidamente un litro y medio de caldo de verduras (no quiero que mi arroz sea de sabor fuerte, no quiero que solape el juego del limón, las hierbas y los calamares). Sigo removiendo y añadiendo pacientemente el caldo a pequeños cazos que el arroz absorbe hasta ir tomando la textura cremosa del risotto. El risotto requiere mimo, paciencia. Irá tomando cuerpo. Persisto en mi idea de evitar el queso. He picado abundante perejil, cebollino y albahaca fresca (puede que también unas hojas de cilantro). El arroz está casi a punto, lo mezclo bien con las hierbas. Queda muy poco, sólo la ralladura de un limón. No puedo ser rácano con la piel del limón, ha de quedar integrada en el guiso. Apagaré el fuego antes de incorporar la ralladura de limón. Mezclo bien y tapo la cazuela un minuto, antes de llevarla, humeante a la mesa. No sé muy bien si seré capaz de conseguir un plato redondo. Todo un reto que voy tejiendo en mi cabeza a la espera de que se levanten los niños. Ya no les atenaza la pasión nerviosa de otros días de reyes anteriores. Pueden dormir plácidamente, cada vez son más difíciles las sorpresas.

sábado, 24 de diciembre de 2022

CApítulo LDXXXIX.- Cocinar para extraños y entre extraños (Helplessly hoping)

A veces para empezar a cocinar, para que los ingredientes se pongan en orden, necesito que suene una canción, unas notas que me sirvan para arrancar los fogones. No hay un patrón indeterminado, no hay un cantante o un grupo preferido, basta una intuición, como el día que quise guisar escuchando a Rachmaninov. Llevo días sin escribir, puede que agotado o agotadas las ideas, no tanto literarias, sino las que me sirven para arrancar el blog, no siempre un plato o una receta cuenta con el beneplácito de los “dioses” para ser contada. Las musas de los fogones no siempre van de la mano de la literatura, aunque sea literatura de andar por casa. Pero hoy sí que creo que hay una historia digna de ser contada, una aventura que todavía debe quedar marcada por un halo de cierto secreto, un reto. Durante semanas ha retumbado en mi cabeza una vieja canción escrita en 1969, cantada por tres tipos en apariencia duros, con sus bigotones y el pelo largo, enfundados en chaquetas vaqueras. Pese a su apariencia dura, sus voces eran atipladas, con algo de falsete; melancólicos y tristes cantaban “Esperando impotente”, cantada en español sueña cursi, pero en inglés “helplessly hoping” remonta el vuelo. No solía oír a Crosby, Stills & Nash. De joven, hace ya muchos años, me sonaban viejunos y, paradojas de la vida, ahora que voy haciéndome mayor me ha dado por escucharlos. Me gustan sobre todo en las grabaciones en directo, ganan un punto cuando se incorpora el eléctrico y arisco Neil Young. Ahora son cuatro ancianos que siguen cantando, alguno de ellos ha cumplido los ochenta años, sus voces están más rotas, las guitarras un poco más afiladas. “Helplessly hoping” me ha acompañado obsesivamente las últimas semanas, puede que la haya escuchado un centenar de veces. Ha dado vueltas en mi cabeza hasta terminar encajando. “Esperando impotente, su arlequín se cierne cerca esperando una palabra…” Sin ese toque dramático, lo cierto es que estos días me toca esperar, puede que impotente, esperando noticias. Hace unos días me plantearon un reto, algo nuevo para el diletante. Hasta ahora había cocinado para familiares y amigos, siempre en entornos amables, sabiendo de antemano que lo que preparara iba a gustar; incluso aunque no fuera un guiso redondo, recibiría una palabra amable, agradecida. Sin embargo, hace unas semanas me anunciaron que debía cocinar para extraños y cocinar ante extraños. Primero debía llevar un plato que me definiera. Dudé, primero pensaba preparar un brioche y un paté de campaña, pero la logística era complicada ya que el plato tenía que presentarlo lejos de casa, lejos de mis fogones. Al final opté por un escabeche suave de pollo con un falso cuscús de coliflor. El escabeche suena tan viejuno como Crosby, Stills & Nash, lo sé, pero un escabeche “suave” puede esconder algunas modernidades. La logística del plato era complicada. Debía cocinarlo días antes (no es un problema para el escabeche, al contrario). Con las navidades a las puertas y la agenda cargada de compromisos profesionales debía encontrar los momentos de calma para seleccionar los mejores ingredientes y abrir una ventana en mis rutinas cotidianas para empezar a guisar. Escabeche suave/Helplessly hoping. Al final no me atreví a titular mi plato como la vieja canción de los CS&N; sin embargo, la canción no ha parado de sonar en mi cabeza estos días. Para mi “helplessly escabeche” (no hay una palabra específica en inglés para definir escabeche y la más cercana, “marinade”, queda a años luz de lo que supone cocinar un escabeche) necesitaba unas pechugas de pollo de corral. Pechugas con piel, un poco más grandes de las de los pollos de granja. El escabeche se conforma a partir de una cebolla grande, que he de picar en juliana (elegí una cebolleta tierna, que es un poco más dulce), un par de zanahorias, tres dientes de ajo, una rama de apio (una rama lo más blanca posible, que no sea muy leñosa) y medio pimiento rojo. Según el diccionario etimológico de Joan Corominas “escabechar” es un verbo que tiene su origen en la lengua arábigo/persa, proviene de la palabra Sikbâg, cocinar con vinagre. Por lo tanto, un escabeche ha de llevar entre sus ingredientes algo de vinagre. Mi escabeche, suave/falso, llevaba el zumo de una naranja y piel de naranja cortada en juliana, de ahí su suavidad. Fui a la compra un lunes, este lunes pasado. Desde el domingo estaba con un fuerte resfriado así que había perdido el olfato y mi paladar era de hojalata. Todo un problema para cocinar para extraños. No tenía tiempo para agobios. El lunes a medio día sumergí mis pechugas de pollo de corral con su piel en una salmuera en la que combiné litro y medio de agua con 150 gramos de sal gruesa (1 gramo de sal por cada 10 gramos de líquido). Mientras descabezaba un sueño la salmuera tenía que empezar a surtir efecto. La carne quedó una hora larga embalsamada. A eso de las cuatro de la tarde rescaté las piezas de pollo, las sequé bien y las aderecé con un toque de comino en polvo y un golpe de pimienta negra. En una sartén grande puse un trozo generoso de mantequilla (casi 100 gramos) y un chorrito de aceite de oliva. El fuego no muy fuerte, no quería que la mantequilla se arrebatase. Cuando la grasa quedó bien disuelta y empezaba a chisporrotear, coloqué las dos pechugas, con la cara de la piel tocando la superficie caliente de la plancha. Subí un pelín la intensidad del fuego para que la piel quedara ligeramente tostada. En dos minutos conseguí el efecto deseado. Retiré las pechugas a un plato hondo, bajé la llama y añadí los tres dientes de ajo partidos por la mitad, cuatro o cinco bolitas de pimienta negra y un poco de comino en grano (el que cabe en una cucharilla de café sin colmar). Sin solución de continuidad piqué en juliana la cebolleta (como eran bulbos pequeños tuve que emplear dos). Añadí un chorrito complementario de aceite de oliva y repartí las lascas de cebolla para que empezaran a pocharse. Mientras la cebolla se atontaba (la cebolla es fácil de atontar), pelé y corté en finas rodajas la zanahoria, que fue de inmediato al fuego. También corté la rama de apio y el medio pimiento rojo, que partí en arandelas. Subí un pelín el fuego, salé la verdura y busqué un exprimidor. El guiso empezaba a exhalar sus vapores, pero nada olía. Añadí un hatillo de especias secas (el bouquet grani francés con sus hojas de laurel, tomillo, perejil, romero, orégano y un pico de estragón). Con ayuda de un pelapatatas corté diez o doce tiras de piel de la naranja y las piqué en briznas finas que añadí a la sartén humeante. Removí un poco, porque si se tuesta mucho la verdura el escabeche se malbarata. Exprimí la naranja, su zumo era una de las bases principales del escabeche. El vinagre de jerez iba en la misma cantidad que el jugo de la naranja (medido todo a ojo, aprovechando el recipiente del exprimidor) y una cantidad pareja de agua. Subí un poco más el fuego para que evaporara rápido el exceso de líquido. No merecía la pena que probara el sofrito, mi paladar era un erial y nada olía. Calculo que desde que arrancó el fuego con las pechugas hasta que apagué la llama pasarían 25 minutos, no más tiempo. Dejé que la verdura reposara en la sartén. Mientras se atemperaban los ingredientes, saqué dos bolsas de cocción a baja temperatura. Recuperé la máquina de sellado para terminar de cocinar las pechugas. Cada pieza de carne fue a su bolsita individual, añadí un par de cucharadas de la verdura escabechada (con el cocinado al vacío no hay que ser codicioso, hay que acertar con el tamaño de las bolsas – la pieza ha de quedar holgada – y no rebosar). Puse en marcha el Thermomix con dos litros de agua, a 65 grados. Mientras el agua llegaba a la temperatura marcada sellé las bolsas, comprobé que no quedaba ningún poro ni fisura antes de depositarlas en el baño caliente. Cuando consulté en internet los tiempos y temperaturas de cocción caí en la cuenta de que todas las referencias se referían a pollos de granja y a pechugas de tamaño normal (unos 200 gramos), mis pechugas pesaban 450 gramos cada una y la carne era un poco más tersa. Programé la cocción 70 minutos y mantuve los 65 grados constantes durante todo el proceso. Mientras terminaba mi receta preparé unos macarrones para mis hijos (el mundo no paraba) y trabajé un rato. Cumplido el tiempo, saqué las bolsas y, sin abrirla, la guardé en un tupper sobre el mármol de la cocina, esperando a que enfriaran. Las pechugas habían sudado lo suyo y la salsa se había engrosado. Vacié la sartén con los restos de verdura en otro recipiente hermético que también fue a la cocina. El lunes a última hora de la tarde estaba preparado mi plato. El martes lo pasé entero fuera de casa, regresamos pasadas las once de la noche. Poco pude hacer útil en la cocina aquel día. El miércoles fue día de trabajo. A mediodía compré una coliflor y, ayudándome con un rallador y un cuchillo, fui rascando hasta formar una arenisca de coliflor con la textura del grano de cuscús. Sometí mi arena de coliflor a un golpe corto de vapor (4 minutos), sequé bien el falso grano y lo guardé en un bote hermético. Tenía que presentar el plato lejos de casa, a más de 300 kilómetros. Las vísperas de navidad son malas fechas para viajar. No quedaban billetes de tren, así que tuve que ir en coche. Cargué en una bolsa mis tuppers, más el instrumental para presentar el plato (un cuchillo grande y afilado, una cucharilla, un tenedor, las pinzas para colocar “bonitas” las verduras, dos platos instagrameables, un mantelito mono y un salvamantel, así como un botecillo con pimentón rojo dulce y otro con comino en polvo para rematar). Embarqué a mi familia en el coche a media tarde y llegamos a destino al anochecer. Vacié el minibar del hotel para acomodar mis recipientes y fuimos a cenar a un restaurante cercano. A primera hora de la mañana tocaba presentar el plato. Me enfrentaba a casi cien cocinillas que desembarcaron en un gran salón impersonal con sus preparaciones. Nos acreditamos, recibimos las indicaciones oportunas y dispusimos de media hora para montar nuestras propuestas. No había fogones, inducciones u hornos para dar un golpe final. En mi cabeza seguía sonando CS&N, “esperando en vano”. En 10 minutos había terminado mis tareas. Abrí una de las bolsas de cocción al vacío, la pechuga parecía en su punto, la salsa gelatinosa y brillante. Coloqué en un plato hondo negro una base de la verdura escabechada, sobre el otro plato dejé la pechuga que corté en filetes no muy gruesos que fui depositando sobre la verdura (la pinza era innecesaria, bastaba con el tenedor, pero pensé que quedaba elegante que me manejara como un cirujano). Cinco lonchas de pechuga descansaban sobre el escabeche. De nuevo las pinzas me sirvieron para coronar el plato con unas tiras de cebolla, unos aros de pimiento y unas rodajitas de zanahoria. Abrí el tarro de la coliflor (casi se me olvidaba) y coloqué dos pequeñas montañitas de mi falso cuscús. Añadí un poco de la salsilla del escabeche para dar brillo a la presentación, un golpe de comino en polvo y otro de pimentón sobre las bolillas de coliflor, un paso atrás y a esperar el veredicto del jurado. Había traído un librillo para matar el tiempo muerto. Mientras el resto de compañeros se afanaban en hacer fotografías para colgar en las redes, yo tuve tiempo para leer un rato, había guardado en mi hatillo un ensayo de una periodista alemana sobre el tiempo y la espera, muy entretenido, lo había empezado en un viaje anterior. No me había atrevido a probar mi guiso, seguía sin paladar y sin olfato, conteniendo a duras penas los secos golpes de tos. A última hora de la mañana pasé la evaluación. De los casi 100 cocinillas seleccionaron a 20, yo entre ellos. Se relajó el ambiente y nos dejaron pasear entre las mesas para probar las preparaciones ajenas. Había verdaderas maravillas, también alguna majadería. Yo probé un brioche de centolla que merecía todas las haleluyas del cielo, unos baos con carne guisada al estilo de Cádiz, un tartar de solomillo que se dejaba querer, un bocado de calamar a la mallorquina que tenía detrás una historia frívola y divertida, alguna albóndiga tristona, una tosta de encurtidos murcianos con guacamole y salmorejo, carne de potro guisada con vino… En definitiva, un festival de sabores, de sonrisas y de batallitas compartidas. Los descartados empezaron a recoger sus presentaciones, platos sucios, restos deslucidos, trapos con lamparones de grasa, mandiles doblados con malas trazas … Muchos de los descartados intentaban contener su frustración, alguna lágrima y la duda de si habían elegido de verdad a los mejores. La duda, siempre queda la duda y es preferible pensar que un amaño o una decisión injusta ha desequilibrado la balanza. Los elegidos recibimos instrucciones. Disponíamos de una hora libre antes de volver a guisar. La siguiente prueba era más arriesgada, nos darían 45 minutos para preparar, en una cocina improvisada, un plato sorpresa. Tendríamos que elegir los ingredientes y organizar el trasteo completo (incluida la presentación) en menos de una hora. Yo salí a buscar a mi familia, caminamos un rato, yo no tenía hambre después de mi picoteo desordenado. Había probado casi todos los platos, menos el mío, que seguía suspendido en la duda del punto de la carne y el riesgo de que el vinagre hubiera remontado. Poco antes de la convocatoria entré en un museo cercano al hotel, había una exposición de Julio González. Nadie en la sala. Pude pasear durante poco más de un cuarto de hora. Una vigilante entusiasta se me acercó para contarme algún detalle de la muestra, me habló de Julio González, de su vida, de su historia, de la escultura preparara para la exposición universal en plena Guerra Civil. Una obra suya y el Gernika de Picasso representaban a la república española. Charlamos un rato de lo divino y lo humano, del arte, de los artistas y de los riesgos del olvido. Hice algunas fotografías y me quedé con el recuerdo de la mujer ante el espejo, una escultura estilizada, sensual. Aquella mujer ante el espejo tendría casi cien años, el tiempo pasado desde su primera exposición. Colgaré la fotografía en Instagram. Regresé a la disciplina del hotel. Nos aguardaban en el hall a los 20 elegidos. Nos dividieron en grupos para cocinar. Instrucciones de todo tipo. Bajamos de nuevo a un salón, nos colocamos frente a una placa de inducción con nuestros mandiles, sin otro dato o referencia que unas estanterías llenas de ingredientes y condimentos diversos, cazos, sartenes e instrumental vario de cocina. Recibimos las instrucciones finales y nos mostraron la pieza a cocinar. Sonreí, de nuevo un pollo, más pequeñito que el que había cocinado para la sesión de la mañana. Miré a la cocinera que había revisado mi primer guiso. Una chica hermética que horas antes había probado mi escabeche. Hice una ligera mueca y le dije que podría preparar otro escabeche, se le escapó una carcajada. El cronómetro se puso en marcha y me tocó seleccionar los ingredientes. Tuve alguna duda, pero al final no hice un nuevo escabeche, cociné el pollo con una salsa de verduras y oporto, con un cuscús de verdad, con frutos y frutas secas, mucho comino y ralladura de piel de naranja. Durante la jornada siguió resonando en mi cabeza la vieja canción de CS&N. Ningún nervio durante las horas de espera, ningún nervio durante las evaluaciones. No me jugaba nada, sólo la diversión y el vértigo de lo desconocido. Jugar, sólo jugar.

viernes, 21 de octubre de 2022

CAPITULO LDXXXVIII.- La vida secreta de las cosas.

He pasado algunas semanas intentando centrarme. Terminaron ya las obras de casa, que todo lo trastocan, y también van acabando las obras interiores, que alteran mucho más. Lo cierto es que cuando se producen o anuncian cambios cuesta poner en orden las cosas, parece que tengan vida propia, seguramente la tienen. En casa hemos hecho reformas en la entrada, salón y cocina, las estancias en las que pasamos gran parte del día. Hemos tirado tabiques, cambiamos la distribución de una parte importante del salón, quedaron fuera muebles, sustituidos por estanterías. La televisión cambió de sitio y hace diez días llegó un gran sofá, en forma de L que se ha convertido en el centro estratégico de la casa. Tuvimos que sacar una parte importante de los muebles, también libros, cuadros, vajillas, cristalerías, adornos varios. A medida que avanzaban las obras en nuestra cabeza y en la realidad íbamos buscando acomodo a cosas que hasta ahora pensábamos que eran imprescindibles, buscando espacios para otras que creíamos que encajarían en la nueva estructura de la casa. Libros grandes, casi todos los míos de cocina, catálogos de pintura y de pintores que he ido coleccionando durante años, cuadros, esculturas… Al final nos hemos dado cuenta de que muchos de aquellos objetos que creíamos imprescindibles han terminado olvidados en el fondo de un armario, incluso en algún contenedor. Otros, sin embargo, han ganado protagonismo, han ido reivindicando espacios, han recuperado su trono. Creo que las cosas tienen vida secreta, que toman decisiones, se esconden o se ubican en función de lógicas que nos superan. No descubro nada nuevo. Desde que era niño me he acostumbrado a ver en los dibujos animados que los objetos más anodinos tienen vida propia, autónoma e independiente de sus dueños, se rebelan, te acogen, te rechazan o juegan sin malicia o con toda su maldad. Cuantas veces no nos hemos desesperado buscando algo que sabíamos perfectamente que habíamos dejado en un lugar determinado. Las tazas de “La Bella y la Bestia”, las escobas del “Aprendiz de Brujo”, los juguetes de “Toy Story”… Se han convertido en seres animados y con personalidad propia. Puede que los objetos protesten cuando se hacen obras sin consultarles, cuando se perturba su paz, cuando cambia la iluminación o cuando se los coloca en junto a otros objetos con los que se llevan mal. No es sólo una cuestión estética, sino ética. No sabemos cuáles son los códigos éticos de objetos que apreciamos, como mi tocadiscos, un regalo de hace años que estaba cómodamente guardado en el fondo de un cajón, ajeno al mundo y a los ruidos. Ese tocadiscos que tiene un toque pop y que no estaba acostumbrado a ser utilizado. Sin embargo, los discos están muy contentos, en varias ocasiones han estado al borde de terminar en el mercadillo o en un contenedor, pero, de repente han vuelto a ser hermosos y útiles. He de decir que hay canciones que sólo podría escuchar en un tocadiscos de aguja, no en spotify. Cuando terminó la obra recolocamos adornos y ajuar conforme a un plan predeterminado en casa, siguiendo una pauta estética que creíamos irreprochable, pero pronto nos dimos cuenta que la vida propia de los objetos imponía lógicas estéticas distintas, que entre ellos formaban alianzas que nos resultaban extrañas y que, de repente, una fotografía que creíamos maravillosa se ha convertido en una imagen sin tono ni belleza. Creo que, terminadas las obras de casa y a punto de terminar otros cambios, es bueno que dejemos que las cosas recobren su equilibrio, se reubiquen y dejen de protestar. Eso me ha pasado en la cocina. Los meses de cambio hicieron que la cocina fuera un espacio poco acogedor. Aparentemente le hemos quitado una parte que ha pasado a ser una tierra ambigua, a medio camino entre la entrada y el salón. Cambiamos luz y suelo para que un espacio hasta ahora desaprovechado se convierta de repente en un rincón acogedor. Pero mi cocina, que es terca como una mula, ha conseguido integrar ese nuevo espacio en una parte distinta, pero útil del devenir culinario. En las nuevas repisas de mármol he conseguido que reposen masa, que aguarden bandejas con fiambres, que se acumulen frutas y verduras. Incluso los libros de cocina han ganado mucha más presencia, sobre todo los que marcaban el ritmo de mis guisos: El imperial Ducasse, el imprescindible Bocusse, la práctica Parabere… Han ganado en jerarquía ya que no tienen que compartir espacios con recetarios de cocinas étnicas o de técnicas ya desfasadas. Aprendí mucho de la vida secreta de las cosas viendo dibujos animados. Tuve la inmensa suerte de seguir viendo dibujos hasta hace bien poco, porque hasta hace poco tiempo mis hijos seguían embobados viendo Bob Esponja, que no deja de ser un objeto absurdo con vida e inquietudes propias. También aprendí sobre esa vida y esas palabras ocultas de las cosas contemplando bodegones en apariencia fríos. En este tiempo de cambios he hecho viajes, casi todos increíbles, en todos me he ido fijando en pequeños detalles, en pequeñas cosas. Hace poco estuve/estuvimos en Bolonia, allí, por sorpresa, descubrimos un museo dedicado casi por completo a Giorgio Morandi. En el Museo de Arte Moderno de Bolonia (MamBo) pudimos disfrutar de varias salas dedicadas a las frías rutinas de Morandi, a sus botellas de tonos apagados, sus jarrones alargados, sus vasos y copas sin lustre… Morandi sí que tuvo la capacidad y la paciencia de comprender a los objetos inanimados, dialogar con ellos. Yo también intento aprender. Dejo sobre la nueva encimera de madera todos los ingredientes de los platos que voy a preparar. Los ordeno en muchas ocasiones por criterios estéticos, respeto sus jerarquías, los separo y doy dos pasos atrás para ver cómo van encajando. Intentar escuchar cómo hablan entre ellos y como imponen rutinas distintas de las que yo pudiera tener pensada. Empeñado en esta nueva tarea de comprender la vida secreta de las cosas, hoy por la tarde tendré que ponerme a cocinar, mañana vienen unos buenos amigos a conocer de primera mano los cambios y queremos prepararles una buena cena, algo especial, aunque no sea especialmente novedoso. Cocinando quiero transmitir lo mucho que aprecio a mis amigos. Eligiendo un vino que sé que les puede gustar o sorprender, dándole un punto a la cocción que les haga sonreír con el primer bocado. Ahora todavía no ha amanecido. Marcho en tren hacia Madrid, a media tarde estaré en casa, de regreso. Cuando llegue tendré que preparar rabo de ternera. Las piezas de carne las compré ayer, las dejé macerando en un buen vino, especiadas sin abusar. Esta tarde tendré que rehogar la carne, dejarla al punto meloso que me permita deshilacharlas para hacer unos canelones de rabo de ternera con puré de boniato, plato principal. Estuve tentado de preparar la carne a la baja temperatura, envasarla al vacío y dejar que, durante horas, muchas horas, fuera sudando y aflojándose. La cocina al vacío da unos resultados fantásticos, aunque a veces tengo la sensación de que en realidad no cocino. Después de darle alguna vuelta, he optado por una técnica radicalmente distinta, la de la cocotte. Justo lo contrario de lo inicialmente pensado. En ese diálogo entre ingredientes, me parece que llenar la cocina de olores recios a guiso de toda la vida puede ser mucho más divertido que meter ingredientes anodinos en una bolsa hermética sumergida en agua tibia. Tengo una cocotte fantástica, de color rojo intenso. Un cacharro pesado, contundente, volcánico. Espero colocarlo en la encimera nada más llegar, para que marque el territorio. Mientras el horno calienta (180º), rehogaré en una sartén ancha las piezas del rabo de ternera. Estarán ya escurridas y secas, oscuras, porque el vino del bierzo ha tenido sus tejidos. Pondré un chorro generoso de aceite de oliva y dejaré que caliente hasta empezar a chisporrotear. Doraré las piezas a ese fuego vivo para que queden mucho más pardas, para que queden enganchadas briznas de carne sobre la superficie caliente de la sartén. Habré pelado dos o tres cebollas (en función del tamaño), las habré picado en juliana y, cuando retire el rabo de la sartén, esparciré las hebras de cebolla, bajaré el fuego y dejaré que se rehoguen mientras pelo y pico tres zanahorias tersas, también incorporaré el blanco de un puerro en juliana y los tallos más tiernos de un apio, más una cucharada cumplida de salsa de tomate. Toca el turno de las verduras, que exigen temperaturas menos violentas que la carne. He de salpimentarlas, creo que si añado la cáscara picada de una naranja conseguiré darle un toque elegante al guiso. Parte del éxito de la receta parte del diálogo entre el reposo del vino, la pizca de canela en la que maceró la carne, la pimienta blanca, un golpe de comino y la peladura de naranja. La gelatina que va destilando la carne mezclada con la verdura pochada y las especias irán creando un magma sabroso. Abriré la tapa de la cocotte, allí quedará depositada primer la carne, por encima la verdura pochada casi hasta el límite. Sobre la sartén pringada todavía añadiré un chorrito de vino y un poco de caldo de pollo. Rascaré bien con la cuchara para que toda la sustancia se despegue de las paredes de la sartén, dejaré que reduzca un poco antes de bañar la carne, cerrar la cocotte y sepultarla en los ardores del horno durante tres horas. El tiempo necesario para que la carne termine de hacerse. Reposará con el horno apagado toda noche, intentando que la temperatura no se quiebre de golpe, dejando que gradualmente se atempere. La mañana del sábado, a primera hora, será el momento ideal para deshilachar la carne y dejarla reservada en un tupper junto a la verdura que estará ya caramelizada, gelatinosa, densa, en ese punto enigmático que consigue la carne cuando se cocina a conciencia. Probablemente para poder montar los canelones por la noche tendré que preparar un poco más de sofrito que mezclaré con la carne. He comprado unas láminas de pasta fresca para hacer el canelón grande, inabarcable. El Thermomix prepara una bechamel ligera rica y de preparación fácil. El golpe de bechamel casi al final, puede que incluso ya en la mesa, para que no empapuce el plato, más una cucharada de puré de boniato, zanahoria y calabaza. Poco más. Espero que esta me permita reconciliarme con la cocina y con su vida secreta. Colgaré en Instagram el cuadro de Morandi.