Hay días nítidos, cristalinos, en los que
las ideas y las decisiones van apareciendo
de modo estructurado; todo parece sencillo, lógico, se concatena en el tiempo
hasta terminar formando una construcción sólida, asentada sobre una base
estable. Esos días te levantas y te acuestas con la sensación de ser una
fortaleza inexpugnable. Avanzas como un panzer hacia tus objetivos convencido
de que son los mejores.
Por suerte no todos los días son iguales,
si encadenas muchas jornadas excesivamente sólidas corres el riesgo de
convertirte en un bloque de cemento, o quizás de mármol si tienes un alto
concepto de ti mismo. El problema que tiene la gente excesivamente sólida es
que cuando cae al agua se hunde sin remisión.
Por eso termino prefiriendo y refugiándome
en los días en los que uno anda más dubitativo, en los que inicia cien
proyectos o valora cien ideas sin decidirse por ninguna; son días sinuoso, llenos
de meandros y de afluentes por los que te vas dispersando. Inicias y abandonas
tareas que inevitablemente retomas al cabo de un tiempo, a veces pasan meses,
incluso años. A diferencia de lo que decía el viejo Heráclito yo creo que uno
termina bañándose dos veces en el mismo rio ya que los retos no culminados
terminan por reaparecer.
Toda esta reflexión tiene mucho que ver con
los intentos de estos últimos días de escribir una entrada en el blog.
Ciertamente después de terminar un capítulo de la novelilla por entregas quedo
un tanto postrado; no es lo mismo aprovechar un rato de paz familiar para
teclear una receta, contar una batallita y colgar un cuadro pintón en apenas
dos o tres folios que ponerse a redactar un capítulo de una novela frívola que,
por poco que ocupe, me lleva diez o doce páginas. Puede que espacie un poco más
las aventuras del Zascandil para evitar luego estas lagunas.
El jueves creía haber disfrutado de uno de
esos días sólidos, en los que uno puede asentar las bases casi de toda una
vida, sin embargo el viernes, el sábado e incluso este arranque matinal de
domingo me permiten descansar aliviado, nada de lo visto, vivido y meditado el
jueves será irreversible.
El jueves por la tarde di un paseo por mi
viejo barrio. De los 13 a los 25 años viví en Madrid, en el barrio de Chamberí,
justo en el límite de Moncloa. Un barrio que en su día fue luminoso, alegre, un
barrio universitario, plagado de colegios mayores y de pisos de alquiler.
Durante la guerra civil aquel barrio no era sino un gran descampado con pinares
y montículos suaves, allí se libraron parte de las escenas más cruentas de la
toma de Madrid. La república había diseñado lo que tendría que ser aquel
barrio, sin embargo terminó siendo un barrio de vencedores donde se construyó
no sólo la universidad, sino también el hospital militar, la residencia de profesores
y cientos de viviendas de militares y funcionarios, todos ellos se consideraban
ganadores de la guerra civil. Era un barrio discretamente ajardinado, cercano
al parque del oeste; de calles amplias y arboladas.
Ya antes de abandonar Madrid el barrio se
había degradado y se había convertido en un abrevadero de adolescentes, una sucesión
de bares y de tiendas sin mucha gracia.
Aquellos profesores, militares y funcionarios
que poblaron en su día el barrio ya se han jubilado y los que no pudieron
vender sus casas en plena especulación desesperan ahora escondidos en pisos destartalados,
llenos de desconchones y con muchos metros cuadrados sin utilizar. Los
baldosines de las aceras están descabalados, casi nadie recoge los excrementos
de sus perros, hasta el punto de que parece que haya más perros que personas en
la calle. Sigue siendo un barrio luminoso pero las luces de invierno apenas dan
calor.
Es conveniente hacer pruebas de resistencia
sentimental y esforzarse por pasar por el portal de la vieja casa, constatar
que puedes caminar sin nostalgia. Me resultó más duro comprobar que habían
cerrado la heladería Los Alpes, en un día un referente vital que atesoraba más
de cuarenta referencias heladas algunas de ellas audaces para su tiempo, como
el helado de roquefort. Le di vueltas a una posible entrada alrededor de los
helados, miles, que llegamos a tomarnos en Los Alpes y a los botecillos de un
litro con horchata o granizado de limón.
Pasé también por puerta del Manolo, un
restaurante de los de toda la vida. Durante los dos últimos años de universidad
éramos capaces de pasar a tomar el aperitivo a las doce de la mañana, faltando
a las últimas clases, y salir tambaleándonos de madrugada después de haber
arrasado con toda la cerveza del local mientras los camareros iban sacándonos
tapa tras tapa hasta que a partir del mediodía nos pasaban de tapadillo platos
de callos, de paella, pimientos rellenos de morcilla, incluso en una ocasión
unas chuletillas de cordero con patatas fritas y ajos. En aquella barra reinaba
Luís, el pipas, que luego murió en los trenes de Atocha el 11 de marzo de 2004.
Me había avisado de que mi librería de toda
la vida estaba a punto de cerrar, la visité con miedo ya que desde hace 35 años
mantengo una cuenta de librería que me permite más de un homenaje. Por suerte
seguía en su sitio, un poco menos destartalada, pero allí se mantenía mi
librero, un impenitente socio del atleti de Madrid por el que no pasan los años,
y Salva, de quien sigo pensando que ha escrito una novela que no se atreve a
publicar, eso que ya debe haber cumplido sesenta años. Sin embargo los libros
en papel les conversan intactos, puede que no salgan al exterior. En la
librería además de renovar mis votos después de dos años de ausencia, aproveché
para comprar el testamento político de Santiago Carrillo, una poesía completa
de Marcel Proust, la última novela de Barnes y la primera de García Montero,
unos ensayos de pintura de Muñoz Molina y varios libros de historia. Puede que
tarde meses en leer todo ese material, no tengo prisa.
Ya por la noche unos amigos me llevaron a
cenar a Sacha, un clásico comedor burgués en el que el maitre llama a los
clientes por su apellido con el punto justo de cordialidad y respeto que exige
el protocolo. Los platos que probamos hubieran pasado con nota el examen de los
años cincuenta del siglo pasado, cuando empezó el desarrollismo; seguramente
también el examen de los sesenta, un poco más alocados ya que la economía empezaba
a ir mejor; en los setenta, con el relajo de las costumbres los guisos hubieran
estado en su mejor momento ya que mantenían un toque contestatario. Tampoco
hubieran sacado mala nota en los ochenta, con el desmelene de libertad. El tono
burguesote de los noventa tampoco les encajaba mal. Cruzado el siglo XX y llegando
al XXI, ya con el marchamo de un clásico sus platos – inmutables durante
décadas – seguían dando la talla. El vino de la casa unos magnum de Valtravieso,
al centro de la mesa unas alcachofas fritas, anchoas, canelones de pollo en pepitoria,
almendras fritas y una ensalada de aguacates con cebolleta. Yo me cené un
villagodio napado con tuétano, contundente.
Si tuviera que reseñar un plato, de los que
no probé aunque llegara a la mesa, me detendría en el cardo con bacalao, un
plato que hubiera pasado sin problemas la travesía de cincuenta años de vida
del restaurante; seguro que estaba en la carta desde el primer día. No he
localizado la receta del cardo con bacalao de Sacha, tuve la oportunidad de
verlo durante unos instantes, olerlo y poco más, sin embargo me veo con el ánimo
de desentrañar la receta: Cardo con bacalao para cuatro personas.
Se necesitan dos o tres cardos hermosos,
cierto es que venden unas conservas de cardo que no están nada mal.
Seis piezas de bacalao debidamente desalado,
preferentemente lomos de bacalao islandés con su piel.
Aceite de oliva, ajo, almendra marcona picada,
sal y perejil fresco.
Se lavan y se limpian los cardos, se les
quitan las hebras más bastas y se cortan. Las pencas de cardo más adecuadas
para el guiso son aquellas que tienen dos o tres dedos de ancho, hay que
partirlas en trozos medianos de dos o tres dedos de altura. Es importante
reseñar que el ingrediente principal del plato son los cardos, podrían
sustituirse por pencas de acelga sin ningún problema, por lo tanto es básico
que sean de calidad, no muy bastos, que se limpien bien y se desenhebren con
paciencia.
El cardo una vez limpio y troceado se pone
en una cazuela con agua fría abundante, un chorrito de limón, sal y una
cucharada rasa de harina. Cuando rompe a hervir se baja el fuego y se mantiene
durante media hora. Pasado ese tiempo se sacan las piezas de cardo, se escurren
y se pasan a otra cazuela con agua también, esta vez hirviendo y se dejan
cociendo diez minutos más.
En una paella ancha se pone un chorro
generoso de aceite de oliva, cuando esté caliente, sin humear, se pasan los
lomos de bacalao desalado, primero por el lado de la piel – tres minutos -, se
les da la vuelta y se les mantiene dos minutos más antes de retirarlos y
dejarlos escurrir. En las recetas tradicionales el bacalao está en el fuego
durante todo el guiso pero con los años se ha ido imponiendo el criterio – a mi
juicio razonable – de someter a los pescados a cocciones más cortas.
En el aceite en el que hemos confitado el
bacalao, añadimos unos ajos laminados – tres o cuatro dientes -, meneamos un
poco la paella para que la gelatina que ha soltado el bacalao vaya ligándose con
el aceite formando un pilpil; hay que tener cuidado de que no se quemen los
ajos. Cuando empiezan a dorarse se baja el fuego al mínimo y se le añade una cucharadita
de harina – en algunos recetarios hablan de maicena pero creo que no es
necesario ya que con el pilpil ligero y la harina se liga bien la salsa -.
Tostada la harina se le incorporan dos cucharadas soperas de almendra cruda
picada y se tuestan también, se le añade una pizca de sal y poco a poco se va
haciendo una salsa a base de incorporar el caldo de la segunda cocción del
cardo.
Cuando la salsa ha adquirido el grosor
deseado se incorporan los cardos, que se distribuyen por el fondo de toda la
paella. Cuando el cardo tome calor se añaden de nuevo los lomos de bacalao, que
se distribuyen hasta quedar cubiertos en sus dos terceras partes por la salsa.
Tres minutos más a fuego suave, moviendo con dulzura la paella para que trabe
todo el guiso y antes de llevarlo a la mesa se le espolvorea perejil fresco picado.
Dos posibles variantes, la primera la de
trabar la salsa con un poco de vino blanco, sobre todo si se ha utilizado cardo
en conserva. La segunda, poner unas hebras de azafrán justo después de añadir
las almendras.
Este es un plato que exige pan.
Como me estoy haciendo mayor y lo de cenar
fuera de casa entresemana empieza a pasarme factura, no me atreví a tomarme un
gintonic tras la cena. Alargamos uno poco la sobremesa y a eso de la una de la
madrugada estaba ya encamado, pensando que, por suerte, el día no había sido
tan sólido como aventuraba, que dejaba recodos suficientes por rellenar, tareas
pendientes que podrían demorarse. Al apagar la luz recordé detalles que
justificarían otra entrada distinta, como la de que en Madrid desde la Cibeles
a la Plaza de España hay cerca de medio centenar de edificios abandonados, que
prácticamente no quedan cines en el centro. O que en Sacha a eso de las once de
la noche llegaron los principales concertinos de la orquesta de cámara de
Washington a cenar, que lo hicieron acompañados de sus instrumentos; que “el
todo Madrid” estaba escandalizado por los sobres de Bárcenas, aunque nadie
estaba dispuesto a dejar de cenar; que volvía el frio, que anunciaban nieblas
durante todo el día siguiente.
El viernes, de regreso a casa, busqué en
nuevas referencias de la red un cuadro que encajara en mi periplo madrileño;
estaba empeñado en encontrar un cuadro suficientemente sólido, sin embargo
quedé encandilado con un boceto de una cocina de un pintor ingles de perfiles
clásicos, ahogado en los ismos de principios del siglo XX, Frederick William
Elwell. Puede que al final todo sea mucho más ligero de lo que nos empeñamos.
Que bien relatada esta experiencia diletante.
ResponderEliminarParece que te he acompañado en el paseo y en la cena, que no en el encamado posterior.
Me encanta la receta porque el cardo y el bacalao "se juntan" estupendamente.
El cuadro da un poco de grima pero los colores me gustan.
Y...me siguen gustando más las entradas normales que las novelas, pero las leo igualmente.
LSC
Nostálgico recuerdo al "barrio", sinceramente, yo después de tantos años circulando por ellos, cada vez lo frecuento menos, me parece hasta ingrato no sentir nada cuando paso, cosa que hago con frecuencia en autobús y eso sí, miro de refilón al pasar por delante de la casa y hasta me da pena no sentir nada. Me hice el propósito al dejarlo que nunca había que echar la vista atrás y que los recuerdos hábía que aparcarlos y vivir solo en el presente. El cardo con bacalao no discuto que esté bueno pero yo no saldría a cenar y lo pediría. El cuadro tampoco me convence. Otra vez será. Jubi
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