Un verano en Mallorca
(decimocuarta jornada).- En cuanto a la voz, la he
perdido dando gritos y cantando antífonas. No probaré más mi juventud: La
verdad es que sólo soy vieja en juicio y entendimiento; y el que quiera hacer
cabriolas conmigo por mil marcos, que me preste el dinero y allá él.
Auguraba unas últimas horas
tediosas y calmas pero lo cierto es que la penúltima jornada fue un verdadero cataclismo.
Despuntaba el amanecer, todavía no se escuchaban los primeros trinos y yo
remoloneaba entre las sábanas sudorosa, más dormida que despierta. De repente
dieron dos golpes secos en la puerta de la habitación y sin solución de
continuidad, sin que yo acertara a dar respuesta, entraron, se precipitaron, en
mi dormitorio el señor de Swann y el duque de Guermantes.
Hubiera quedado tranquila si
sus intenciones fueron lujuriosas pero, por desgracia, esas no eran, ni mucho
menos, sus intenciones.
«Cati. Haga el favor de
levantarse de inmediato. Han desaparecido de nuestras habitaciones objetos de
valor y tenemos fundadas razones para pensar que ha sido usted». El de Swann se
dirigía a mi seco, cortante, apenas podía respirar entre palabra y palabra;
acompañó su requerimiento de un leve tirón de la sábana lo que me dejó casi
desnuda, a la suerte de mis señores.
Ya digo que sus intenciones
no eran ni mucho menos lascivas. Me incorporé como pude y me quedé junto a la
cama, iluminada por las primeras luces del día que se colaban por la ventana
abierta. No era plato de agrado ver a la gorda Cati sudorosa, apenas cubierta
con unas bragas viejas y una camiseta sin mangas.
El duque de Guermantes estaba
ya revolviendo en el armario, lanzando al suelo mis pertenencias.
«Luz, luz, apenas distingo
nada». Sus requerimientos fueron rápidamente atendidos, subí la persiana y desaparecieron
las penumbras.
Ellos no mostraban mejor
guisa que la mía, llegaron en ropa interior, sudorosos también.
El de Swann había sacado mis
maletas de debajo de la cama y hurgaba en los recovecos de los equipajes
vacíos. Jadeaban como jabalíes en celo no por mis carnes.
Podría haberles parado los
pies recordándoles mis derechos, recordando que incluso el más miserable de los
criminales tenía derecho a que fuera respetada su intimidad, a no ser
atropellado por particulares. De nada hubieran servido argumentos legales para
aquellos perros de presa, los de su casta no reconocen ningún derecho a quienes
consideran inferiores, se consideran poseídos de la razón, de la verdad y,
fundamentalmente, de la fuerza.
Mentiría si dijera que me
insultaron, por lo menos no de palabra; cuestión distinta es que desmadejaran
toda mi ropa interior y la esparcieran por el suelo, vaciaran cajones, destriparan
mi neceser de baño, incluso voltearon el colchón y sacudieron las sábanas en
busca de los objetos desaparecidos.
La señora de Swann y la
duquesa de Guermantes estaban ya en el quicio de la puerta de la habitación, en
camisón, con pinta de no haber dormido en toda la noche. Respiraban profundamente
aunque guardaban silencio a la espera de que apareciera un elemento de cargo.
«Cati, por dios, sabemos que
nos has robado joyas. Todavía estás a tiempo de devolverlas y evitar que venga
la policía». El duque se desesperaba y se aferraba a la tela de mi camiseta
dejando mis pechos, caídos ya e incontrolados, a la vista de la concurrencia.
Tomé aire. «Creo que se equivocan,
señores, nada hallarán pues nada he cogido que no fuera mío. Pero sigan
buscando hasta que se convenzan del error». Di unos pasos hacia adelante hasta
que mis brazos y mi cuerpo, saturado ya de tanto sudar, se adhirió al pecho del
duque; el de Guermantes dio un respingo al notar el contacto y se echó para
atrás dejando mis pechos mucho más expuestos y a la vista de todos; no pudo
evitar lanzarles una breve mirada no sé si de sorpresa o de estupefacción.
Las señoras se incorporaron a
la razzia y hociquearon en las ropas y cachivaches ya revisados por sus
maridos.
Fueron descomponiendo el
gesto rígido y la autoridad al comprobar que en realidad nada había, entre
otras razones porque lo poco o mucho que había podido rapiñar estaba ya fuera
de Villa Amaranta y las tres o cuatro cosillas que quedaban las había puesto a
buen recaudo. Cati Tafal era perro viejo, curtida en mil batallas y ningún
señoritingo podía sorprenderme a estas alturas de mi vida. Todo aquellos que
deseaba tener, todo aquello que podía ansiar de mis señores estaba en realidad
en sus propias estancias, eso sí colocado en sitios distintos de los que
inicialmente estaban, en recovecos de sus propias habitaciones que había ido
descubriendo durante las largas horas en soledad.
Una de las máximas de las
rapaces es evitar riesgos, no dejarse llevar excesivamente por la codicia, no
ansiar las piezas más caras, ni las más vistosas, sino aquellas que al final
fueran prescindibles; bastaba con que hubieran revisado el fondo de sus
armarios, los huecos de algunas cajoneras de sus dormitorios para que hubieran
podido reencontrarse con aquello que en vano buscaban en mi pabellón.
Bebidas y otras fruslerías
que no me había dado tiempo a llevar a Raven Corner estaban en las penumbras de
la alacena, en la cocina, territorio natural de cuando pudiera comerse o beber.
Por lo tanto podían seguir
con su atropello, forzarme hasta llegar a los límites que entendieran
suficientes, incluso llamar a la policía. No era la primera vez que sufría los
empellones de la soberbia, había aprendido a dejarme pisotear y a que se
limpiaran el culo con mi intimidad y con mi honorabilidad. Ellos, los de su
calaña, pensaban que intimidad y honorabilidad es patrimonio sólo de los de su
clase.
Pasaron algunos minutos hasta
que se cercioraron de que nada aparecería. Pararon de golpe, se miraron entre
ellos y se retiraron en una turba, como predadores. Fueron directamente a la
habitación de los filipinos, que llevaban ya algún rato despiertos aunque ateridos
por el terror.
«Cati, haga usted el favor de
preparar café». El de Swann no tuvo ningún reparo en seguir mandándome como si
nada hubiera pasado.
Entraron en tromba en la
habitación de los filipinos, yo me dirigí a la cocina puesto que más necesitaba
yo el café que aquellos cafres rebosantes de ira y de adrenalina.
Seguramente la providencia
suele aliarse con los pícaros o, por lo menos, en mi caso siempre me ha
acompañado la suerte, suerte que a veces exige el sacrificio de treceros. Pim y Pom, mis filipinos ruidosos y
fornicadores resultaron ser mucho más codiciosos que yo y bajo el colchón, en
una bolsa de tela, aparecieron algunos pendientes de diamantes, un brazalete de
oro, un reloj de los señores, bolsos de firma y cerca de seis mil euros en
efectivo. Aquel botín aplacó a los señores que entendieron justificada su
indignación y satisfecha su ansia de venganza.
La ropa y las maletas de Pim
y Pom quedaron de inmediato desperdigadas sobre la gravilla de la entrada, los
señores zarandearon hasta el exterior a quienes habían sido sus fieles servidores
durante unos años.
Entre lloros y jadeos, los
filipinos eran escandalosos incluso para el duelo, hubieron de recomponerse a
la intemperie, ya con el sol luciente. Metieron como pudieron sus pertenencias
en el equipaje y caminaron hacia la cancela de salida de Villa Amaranta. Ella
lloraba desconsoladamente, él maldecía seguramente en tagalo y, en su ida,
echaba la vista atrás rabioso.
«Malnacidos, pensad que
todavía estamos a tiempo de llamar a la policía y que durmáis en la cárcel». A
voces se despidió el de Swann. Las señoras revisaban los objetos recuperados y
se quejaban de lo ingrato que era el servicio, recordando lo mucho que creían
haber hecho por ellos, aunque llevaran años tratándoles como si fueran animales
de compañía.
Los de Swann y los de Guermantes
eran pura carroña, no mostraban escrúpulo alguno, sin embargo exigían que los
demás, los que trabajábamos para ellos les tratáramos con una dignidad que ni
mucho menos merecían. Eran pura mierda y lo triste es que morirían sin llegar a
saber el grado de podredumbre de sus hábitos y de sus actos. No es que yo fuera
mucho mejor, ni mucho menos, pero por lo menos cada noche al levantarme era
consciente de todas y cada una de mis miserias y de mis debilidades, tal vez
por eso había podido sobrevivirles a ellos y a otros de su género y especie que
diluían su catadura moral en un mar de dinero y de frivolidades.
Andaba yo enfrascada en estas
reflexiones esperando a que subiera el café, cuando la duquesa de Guermantes,
desde el quicio de la cocina, su posición habitual, me comentó.
«Entenderá Cati que no
teníamos más remedio que actuar así. No podemos tolerar que nos roben. Espero
que nos comprenda»; se dio media vuelta y cuando iniciaba el camino a la
terraza continuó con su monólogo «Por cierto, le agradeceríamos que estas
últimas horas nos ayudara a preparar el equipaje; este incidente con los
filipinos nos deja desasistidos, cuando se levanten los niños habrá que empezar
a hacer maletas». Tomó aire y, manteniéndose de espaldas apostilló. «El desayuno,
como siempre, en la terraza de la piscina».
La duquesa de Guermantes
tenía sin duda grandes defectos pero, a su modo, se comportaba como una gran
diva, tenía cuajo y tablas suficientes para afrontar cualquier situación, por
extrema que fuera.
Se reunió en la terraza con
su marido y con los de Swann, yo llevaba ya el primer termo con café y el
servicio correspondiente; me había puesto mi bata de trabajo y estaba recomponiéndome
del sobresalto.
Mientras atravesaba el salón
escuché que la duquesa comentaba: «Ya he hablado con Cati y creo que ha
entendido la situación. No será necesario que os disculpéis los demás, esta
gente debe estar acostumbrada a situaciones como la de hoy».
Dejé la bandeja sobre la mesa
y les anuncié que las tostadas y el resto del desayuno estaría listo en unos
minutos.« Les agradezco», dije, «la confianza que finalmente ha depositado en
mí». Todavía no me habían pagado lo convenido y a falta de unas horas para
perderles de vista no era cuestión de dejarme llevar por una dignidad que nada
me aportaba, además me daba cierta fatiga tener que marchar de la casa andando,
arrastrando mis maletas, hasta el pueblo más cercano.
Preparé las habituales
tostadas, las frutas peladas, los fiambres, algo de bollería y zumo. Además
había pensado premiarles con una novedad, había pensado infusionar alguna de
las frutas que quedaban en el refrigerador y presentarlas a medio camino entre
una golosina y un plato saludable de fruta camuflada.
La tarde anterior había
puesto a remojar dos hojas de gelatina. Tienen que estar unos minutos en un
plato hondo con agua fría. Mientras tanto llené una cazuela con medio litro de
agua mineral con 50 gramos de azúcar. Cuando rompió a hervir retiré la cazuela
del fuego e incorporé las hojas de gelatina remojadas; removí hasta que la
gelatina quedó bien disuelta.
Había pelado y cortado en
dados una piña, 100 gramos para hacer la primera prueba, la introduje en el
líquido templado, también le puse 40 gramos de hinojo picado. Tapé la cazuela
con papel film y la dejé infusionando en la nevera durante cuatro horas.
En el momento de servir la
fruta la pasé a boles más pequeños y las acompañé de una bola de helado de
eucaliptus.
Pensé que ese primer
experimento el objetivo fue combinar distintas frutas con distintas especias y
distintos sabores de helados, jugar también con la cantidad de azúcar en
función de la necesidad de dulce y del propio dulzor de la fruta elegida.
Empecé con la piña, la manzana no fue complicada ya que le añadí un poco de
canela y helado de limón, los frutos rojos tiñeron la infusión de ese color,
los mezclé con hierbabuena y un helado de nata, el melón fue todo un reto
aunque al final encajó bien con una pizca de jengibre y un helado de marc de
champagne, la sandía combinó estupendamente con unas hojas de menta y un helado
de lima… las combinaciones eran casi infinitas.
Cuando las presenté a la
mesa, casi al final del desayuno, fueron recibidas con alborozo por los señores
y por los niños, que ya se habían levantado.
Mientras retiraba los servicios
pude escuchar de nuevo a la de Guermantes «veis como no es rencorosa».
Puestos a premiar a los
señores decidí que aquel día como primer plato disfrutarían de un gazpacho, un
plato fresco y vitaminado que les permitiría recuperarse de los sobresaltos del
madrugón.
No utilicé ningún ingrediente
especial, seguí los pasos de la receta más tradicional; como hacía mucho calor
preparé casi tres litros de gazpacho que dejé reposando en una gran cazuela en
la nevera, para poderlo servir lo más frio posible. Dado que gastronómicamente el día iba de
infusiones dejé, durante las horas que el gazpacho reposó en el refrigerador,
que infusionara con mi ropa interior sudada. Mis braguitas y mi camiseta de dormir,
empapadas de sudor, impregnadas de mis humores más íntimos, aquellos que habían
empezado a segregarse descontroladamente durante el episodio del asalto,
quedaron sumergidas entre tomates, pepinos, cebollas, pimientos, ajos y
vinagres.
Poco antes de servir el
gazpacho escurrí bien en la cazuela las braguitas y la camiseta para que el
plato no perdiera nada. Mis ropas quedaron teñidas de un rojo intenso incluso
después de haberlas estrujado hasta que liberaran la última gota de líquido.
Tiré las prendas a la basura, escarbando antes para que nadie pudiera verlas.
El gazpacho fue a la mesa en
un bol, sobre una cama de hielo picado para que no cogiera temperatura. La duquesa,
especialmente halagüeña aquel día, aseguró que era el gazpacho más sabroso que
había tomado en su vida, me rogó que le diera la receta, yo la apunté con
detalle pero creí prudente no advertirle que sin las bragas cochambrosas y sin
la camiseta ponzoñosa era difícil conseguir esa armonía de sabores, eso sí, le
aseguré que el secreto era añadirle al gazpacho una manzana Golden Smith pelada.
Los niños quedaron todo el
día en la piscina, los señores se echaron una larga siesta, yo también pude
descansar. A eso de las siete de la tarde la de Swann me pidió que la ayudara a
preparar el equipaje.
Por la noche los señores
decidieron ir a cenar, de despedida, a un restaurante de moda no lejano de villa
Amaranta, tenían la reserva desde hace día y no había razones de peso para
suspender el evento. Me pidieron que cuidara de los niños, sobre todo de los pequeños.
El duque de Guermantes confidencialmente me aseguró que esas tareas especiales
de las últimas horas serían retribuidas aparte, todo un detalle.
Recordé que Chardín se había
dejado llevar por una moda muy de principios del siglo XIX de representar a
monos realizando tareas propias de los humanos, bonita metáfora para terminar
el día.
¡¡¡Qué agradable despertar de mi cotidiana siesta¡¡¡ esta Cati es genial, no es que vea bien sus hurtos, pero "el aderezo" del gazpacho me ha parecido genial para un ajuste de cuentas, aquí lo llevamos tomando con cierta frecuencia y si todavía me queda alguno por tomar espero que la cocinera no tome represalias (si es que las tiene con alguna) pero me hará pensar en su contenido. Feliz día. Jubi
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