Un verano en Mallorca
(Undécima jornada).- Si ser viejo y alegre es un
pecado, entonces más de un viejo compadre que conozco está condenado: si ser
gordo es ser odiado, entonces hay que amar a las vacas flacas del Faraón.
Al final si hubiera de elegir
qué fue lo que más me llamó la atención durante el tiempo en el que viví en
París probablemente elegiría los trampantojos, las fachadas pintadas y que
generan la ilusión de representar algo que no es – «trompe l’òeil», engañar el
ojo, dicen los franceses -. Recuerdo en el Boulevard Malesherbes, casi al
final, cerca del Boulevard de Berthier, el lateral de un edificio destartalado
en el que habían pintado unos balcones con macetas y gente mirando la calle;
desde lejos parecía que aquel edificio era una fiesta en la que todo el
vecindario se hubiera asomado a las ventanas.
La vida no deja de ser un
gran trampantojo, un efecto óptico. Solo entendido como un trompe l’òeil podría
entenderse lo sucedido durante la jornada oncena, llamada, en principio a ser
anodina.
A primera hora de la mañana
llegó Mateu, Mateuet; pantalón vaquero, zapatillas de deporte muy desgastadas y
una camiseta sin mangas que apenas le cubría el torso musculado. Poco tenía que
ver su ademán con el del primer día, ya no era el muchacho apocado que se
ocupaba del jardín. Entró en la cocina, me plantó dos besos y me dijo «Cati,
guapa, me harás un cafetito».
«Ya sabes que aquí mandan los
señores y todavía no se han levantado, así que empieza tus faenas, no se te
vaya a hacer tarde», le contesté.
Me guiñó un ojo y salió de
nuevo hacia el jardín. Seguramente ni las plantas ni las arboledas de la villa
necesitaban gran atención; Matuet debía estar pensando en otro tipo de
servicios.
La duquesa de Guermantes, a
quien normalmente se le pegaban las sábanas, fue la primera en levantarse,
salió en un corto camisón hacia el jardín para saludar cariñosamente a Mateu,
cariño pero distancia ya que evitó cualquier contacto físico.
«El chico me ha pedido un
café», informé.
«Que se lo gane. Dile que no
nos moleste en la terraza mientras desayunamos».
Trasladé a Meteuet las
órdenes recibidas. Nada de café y nada de molestar a los señores durante el
desayuno.
Todos y cada uno de los
rituales matutinos de los de Guermantes y su prole se prolongaron más allá de
lo habitual, parecían no tener prisa por iniciar la habitual excursión
matutina, incluso la duquesa permitió que los niños se dieran un chapuzón en la
piscina. Mateu asomaba la cabeza por la
cocina e intentaba escudriñar desde la galería central si seguía el
bullicio en la terraza.
Los señores me requirieron en
varias ocasiones para hacer más café, reponer fruta y bollería. El día había
amanecido caluroso y luminoso por lo que Mateuet, deslumbrado y sudoroso,
revisaba con impaciencia el perfil del paseo de cipreses que conducía la ruta
de salida de la finca. Caía un sol de justicia y la duquesa no parecía muy
interesada en su galán, compartió
algunas confidencias con la señora de Swann, confidencias y carcajadas que ni
una ni otra pudieron disimular. Discretamente acudió la señora de Swann a la
cocina con la excusa de buscar unas ciruelas en el refrigerador y asomarse por
la ventana para ver así el torso semidesnudo del jardinero, encaramado en una
escalera de pinza con una podadora con la que perfilaba la copa de los
cipreses.
A los pocos minutos fue la
duquesa la que vino a la cocina y, tras detenerse unos segundos frente a la
ventana, me informó que tanto ella con la señora de Swann se quedarían en la
villa a reposar, al día siguiente tenían programada la larga excursión a la
isla de Cabrera y habían decidido reposar de playa y mar. «Por nosotras no te
preocupes, Cati, con una ensalada verde y un pescado a la plancha pasaremos el
día. Prepara las bolsas para los que tienen que partir. Por cierto prepáranos
una jarra con té frio y un buen chorro de limón».
Desde la lejanía Mateu pudo
ver cómo se marchaban los señores, rodeados de niños; cómo se despedían
cariñosamente de sus esposas y como el palazzo iba quedando paulatinamente
tranquilo. Le vi acercarse de nuevo a la puerta trasera.
« ¿Se quedan las dos solas?»,
preguntó. «Se quedan conmigo», contesté. «¿Y mi café?», siguió interrogando.
«No tengo instrucciones al respecto. La duquesa me ha dicho que sobre todo
nadie las moleste en la terraza. Imagino que ese nadie va fundamentalmente por
ti».«En una hora tendré que marcharme y antes hay que darle un vistazo a los
filtros y al ph de la piscina», contestó contrariado. «No creo que sea el único
ph que haya que revisar», intenté que mis palabras fueran las últimas, me di
media vuelta y abrí al máximo el grifo para limpiar unas hojas de lechuga.
Mateu marchó rezongando hacia
la caseta de aperos, lanzó de mala gana sobre una carretilla las grandes
tijeras de podar y cogió un largo rastrillo con el que terminaría de limpiar la
gravilla de la entrada. Hacía tanto ruido que resultaba imposible que las
señoras no se dieran cuenta del ajetreo del jardín y de su jardinero.
Tardó poco en venir la
duquesa a la cocina, envuelta en un gran pareo blanco estampado con letras y
motivos japoneses, quedó en el quicio, chistó para fijar mí atención. «Nos
hemos cansado del té. Puede la mañana sea más apropiada para ese champagne que
nos escatimas».« ¿El Taittinger señora?», pregunté con tono casi ofendido.«No,
el Bilecart Rosé, el que no quisiste que se tomara el ministro la otra noche.
Por cierto, dile a los filipinos que tienen libre hasta las seis de la tarde,
que se vayan a Palma a visitar la catedral». Menos mal que todavía quedaban
algunas botellas en los refrigeradores; ciertamente guardaba ese champagne
pensando que tal vez se olvidaran de él y pudiera agenciarme media caja para
consumo propio.
Preparé una gran cubitera con
hielo, unas copas, un paño limpio y la botella cerrada. La duquesa, por
descontado, que no se había quedado esperando en la cocina, estaba de nuevo en
la tumbona, tomando el sol. El protocolo exigía que la botella se abriera en
presencia de quien debía consumirla, así que me encaminé con la bandeja de las
copas, un poco de queso parmesano en lascas con unos grisini de pan, unos
boquerones en vinagre, ajo y perejil, patatas fritas y unos encurtidos. Llegaba
la hora del aperitivo.
En el momento de abrir la
botella me di cuenta de cual podía ser mi contribución a la representación,
hice algunas pruebas y fingí que me resultaba imposible descorchar el
champagne. «Puede que tenga algo de grasa en las manos», me excusé. «No te
preocupes, tal vez el jardinero sea tan amable de abrirla. Cati, por favor,
puedes llamar al jardinero; seguro que además le quedará por revisar alguna
cosilla en la terraza». La duquesa ordenaba, la señora de Swann sonreía como
una chiquilla.
Nada más darme la vuelta hacia
la cocina las señoras empezaron a cuchichear. Mateuet esperaba impaciente en la
entrada trasera de la casa.
«Mateuet, tu turno. Parece
que no hay fuerza suficiente para descorchar una botella de champagne,
necesitan un hombre». Le cambió el gesto, recuperó la seguridad con la que
había amanecido por la villa, se atusó un poco el pelo y atravesando el
corredor principal y el salón llegó a la terraza, donde la esperaban las
señoras.
Escuché la pequeña explosión
del corcho y un chorreón de risas. Mateuet quedó empapado de champagne, no
descartaba que la duquesa hubiera agitado la botella en mi ausencia. La
circunstancia y los requerimientos de la duquesa le obligaron a quitarse la
camiseta y quedar, finalmente, con el torso desnudo. El crio se había depilado
esa mañana el pecho, tenía oportunidad de lucirlo, eso sí las marcas de las
hombreras y el pecho blanquecino delataban que era la primera vez en todo el
verano que tomaba el sol sin camiseta.
A voces fui requerida en la
terraza. «Por favor Cati, tráenos una botella más de Bilecart, accidentalmente
se ha derramado gran parte sobre la camiseta del jardinero y, por favor, trae
una copa para este chico tan amable». La señora de Swann sólo tenía recursos
para sonreír con picardía, dejando a la duquesa la gestión de tiempos y
palabras.
De regreso a la cocina
consideré que mi pequeña contribución a la molicie debía ser recompensada con
algo de champagne, llevaba toda la mañana seca, pendiente de las señoras. Saqué
dos cubiteras, las llené de hielo y enterré una botella de champagne en cada
una, abrí la mía y me serví una copa que apuré de un trago antes de presentar
mi servicio en la terraza. Tal y como evolucionaba la mañana lo razonable es
que no fuera molestada en la cocina durante algunas horas.
Me equivocaba, en pocos
minutos requirieron una nueva botella de champagne y alguna que otra fruslería
para comer, parecía claro que renunciaban a la jornada frugal. A medida que se
achispaban yo pude ir aproximándome a la terraza para seguir las evoluciones
del encuentro. Las señoras, que por edad podrían ser casi las madres de
Mateuet, estaban ya chapoteando dentro de la piscina. Él se mantenía estoicamente
sentado en la tumbona, no había sido invitado a nadar, pero les seguía las
bromas abrumado por el calor. Amenazó varias veces con desnudarse y lanzarse al
agua pero cuando parecía que su amenaza era cierta ellas salieron del agua y
corrieron hacia las tumbonas.
La señora de Swann le guiñó
un ojo a su compañera y al unísono se quitaron los sujetadores, durante un
segundo le mostraron los pechos a Mateu y luego quedaron tumbados bocabajo,
escondiendo púdicamente sus desnudeces.
Mateuet, que había aprendido
de estas lides, se ofreció a cubrirles la espalda con crema solar pero ellas
rechazaron la invitación, todavía estaban mojadas y tenían que aprovechar el
sol, les quedaban pocos días de vacaciones.
La conversación discurría entre sorbos de champagne, Mateu tenía un hambre
feroz y rebañaba los platillos del aperitivo, probablemente hubiera preferido
una hogaza de pan en vez de un revolcón.
Me retiré a la cocina para
recuperar mi copa. Parecía que olían mis ausencias porque la duquesa requirió
de nuevo mi presencia en la piscina. «Más champagne por favor, y localiza un
bañador del duque para el jardinero, al pobre le va a dar un síncope con tanto
calor». Intuyendo las prioridades de su
requerimiento primero repuse una nueva botella y luego fue al tendedero a buscar
un bañador para Mateuet.
De entre todos los calzones
ridículos que utilizaba el duque de Guermantes le elegí el más ridículo, un
estampado de mariposas y mariquitas sobre un intenso fondo verde; el calzón
llegaba más debajo de la rodilla lo que dejaría a Mateuet más aprisionado de lo
que estaba dentro de sus pantalones vaqueros.
Como yo también dominaba las
distancias me quedé en el umbral de la terraza y lancé sobre una de las
tumbonas el calzón. En momentos como ese se descubre el verdadero talante de
las personas, seguramente si se hubiera quitado allí mismo el pantalón y se
hubiera calzado el bañador la jornada hubiera discurrido de modo distinto, pero
Mateuet se acochinó y entró en la casa para buscar un rincón en el que mudarse.
Cuando regresó con el nuevo
atuendo se encontró a la de Guermantes poniéndole crema solar en la espalda a
la señora de Swann; la duquesa lucía sus pechos desnudos y retocados a golpe de
bisturí en todo su esplendor, la de Swann dormitaba plácidamente notando como
las manos firmes de la duquesa le extendían un líquido lechoso y viscoso que, extendido
debidamente, dejaba la piel de la señora resplandeciente como el día.
Mateu se aproximó a la pareja
y cogió el bote de protector, la duquesa displicente le rechazó dándole un ligero
golpe en el antebrazo, no sería él quien le pusiera crema.
La duquesa dio un azote
cariñoso en la nalga de la señora de Swann, le tocaba a ella ser protegida por
el sol. Le quitó de la mano el bote de protector a Mateuet y se lo pasó a la de
Swann. Mateu, derrotado, se tiró de cabeza a la piscina y empezó a nadar
mientras la de Swann empezaba a frotar la espalda de su amiga.
En cada uno de los largos que
dio a la piscina Mateu intentó diseñar una estrategia, pensaba que le estaban provocando,
saldría decidido, tomaría la muñeca de la de Swann, le quitaría el protector y
culminaría él la tarea de cubrir a la duquesa.
Justo cuando salía del agua y
mostraba su cuerpo a la luz del sol la de Guermantes, que le vigilaba de reojo,
se dio media vuelta y le ofreció los pechos a su compañera, que aceptó el
envite y recorrió con sus manos escurridizas hasta atreverse a juguetear con
los pezones. La duquesa puso boca de querer ser besada y la de Swann la besó.
Llegados a este punto yo había apurado por entero la primera de mis botellas de
champagne, Mateu el pobre acababa de aterrizar a una realidad ajena a la que
pensaba que se enfrentaría horas antes. A pie firme, junto al borde de una
piscina infinita, con unos calzones de baño de un ridículo supino, ignorado por
sus captoras.
La duquesa se incorporó
lentamente, tomó de la mano a la de Swann, atravesaron juntas el salón, camino
de una de las alcobas, les dio lo mismo que yo las hubiera estado espiando
durante el largo ritual de apareamiento; sin mirarme la duquesa requirió «una
cubitera con otra botella de champagne; a mi habitación, por supuesto».
Cuando desaparecieron las dos
mujeres Mateu se quitó el calzón, desnudo se acercó a la ducha que había en una
de las esquinas de la terraza, apuró los restos de comida que quedaban en los
platos, me buscó, con cierta resignación, y se toqueteó los genitales; en otras
circunstancias hubiera aceptado casi cualquier envite pero en esta ocasión, con
una botella de Bilecart en el cuerpo y el estómago casi vacío, mi único deseo
era una siesta larga y solitaria. Le hice una mueca acompañada de un leve giro
de cuello para trasladarle mi negativa y yo misma me retiré a mi pabellón,
dejando a Mateu, al pobre Mateuet, sumido en un vacío absoluto.
A eso de las cuatro de la
tarde, con la boca pastosa y algo confusa por todo lo sucedido, me desperté de
la siesta. Ni un ruido en la casa, Pin y Pon todavía en Palma, la motocicleta
de Mateu fuera del aparcamiento, las señoras durmiendo plácidamente en el
dormitorio de la duquesa, desnudas y enredadas entre sí, eran una amalgama de
sábanas, piernas y pechos, las ingles, por descontado, con depilado brasileño.
En estas circunstancias no había riesgo de que pudiera tomar un baño en la
piscina, me desnudé completamente y me introduje lentamente en el agua. Tal era
la sensación de placidez y de gusto que no dudé en orinarme con el caudal de
una elefanta. Salí con una agilidad inusual en mí, me di una ducha, recuperé mi
bata azul clarito que componía mi uniforme y marché a la cocina, con cuidado de
no despertar a las señoras, a quien cerré la puerta. Los filipinos estaban a
punto de llegar.
Ya en la cocina pensé que mis
señoras se merecían una mousse de chocolate. Hasta ese día había compensado mi
mala mano con los niños a base tenerles más o menos sobornados a base de
mousses de chocolate que iba preparando casi todos los días, los solía sacar
para el desayuno.
Mis chicas se merecían una
receta especial. La receta del mousse de chocolate permite muchas variantes, la
de Julia Child no estaba nada mal y tenía un toque canalla gracias al Grand
Marnier, un licor de naranja que en España no era sencillo de localizar, una combinación
ideal para recibir a las señoras cuando superaran las tinieblas de la siesta.
Puse en un bol grande de
cristal cuatro yemas de huevo y ¾ una taza de las de café con leche de azúcar
glass. Había que batir con firmeza las yemas con el azúcar hasta que quedara
una pasta color amarillo pálido. Se le añade ¼ de la taza con el licor Grand
Marnier, se volví a batir. Esta segunda vez hay que batirlo colocando el bol
sobre un recipiente con agua hirviendo (baño maría).
Retiré el cuenco del baño
maría y remojé el culo del bol con agua fría – hay que tener cuidado de que no
se vierta la masa -; seguí batiendo hasta que la crema tuvo la consistencia de
una mayonesa.
Deshice en el microondas
media pastilla de chocolate de cobertura, 100 gramos, mezclado con una tacita
de café express y 175 gramos de mantequilla. Cuando estuvo bien mezclado lo
pasé al bol con las yemas y se seguí batiendo hasta que quedó una pasta
homogénea, en esta fase se pueden añadir unas tiras de piel de naranja cortadas
muy finas.
En otro bol puse a punto de
nieve 6 claras – la receta de la americana dice que bastan 4, pero a mí me
gustaba más esponjoso -; sube mejor con una pizca de sal y tres gotas de limón
o de vinagre.
Cuando las claras estuvieron
levantadas del todo – yo las subía con el thermomix -, las mezclé con el
chocolate manteniendo un movimiento envolvente para que no pierda volumen.
Pasé la mezcla a unos vasos
de cristal pequeños, los cubrí con papel film y los dejé reposar unas horas en
la nevera para que la mezcla terminaran de cuajar.
Cuando regresaron los
filipinos les pedí que pusieran un poco de orden en la terraza y luego que
organizaran algunas coladas, eso les tendría entretenidos durante algún tiempo,
sin husmear por la casa.
Sobre las siete se levantó,
inundada de dignidad, la duquesa de Guermantes, que me pidió que le llevara un
café con hielo a la piscina. Acompañé el café con hielo de uno de los vasos de
mousse, seguro que necesitaría recuperar energías.
A los pocos minutos se
levantó la señoras de Swann, todavía más digna y estirada, ella había demorado
su aparición y se había dado una ducha para recomponer la figura. También
acudió a la terraza, saludó cordial y distantemente a su amiga y me pidió otro
café. Tomó una revista de moda mientras esperaba la llegada del servicio,
también con el correspondiente vasito de mousse.
Momentos como ese
justificaban el compromiso de confidencialidad y la retribución del mismo.
A eso de las ocho de la noche
llegaron los maridos con los niños, habían aprovechado el día para bucear. Me
sorprendió lo cariñosas y solícitas que la duquesa y la señora estuvieron con
sus amigos, no habría perdido ninguna apuesta si aseguraba que aquella noche,
de regreso al orden, ambas copularían solícitamente con sus maridos.
Yo dediqué el resto de la
tarde a preparar las viandas de la larga excursión del día siguiente. La cena
sí que fue frugal y antes de las diez de la noche estábamos todos acostados,
ellos con sus ínfulas de grandes señores agostándose, ellas como diosas del
placer y yo como una resacosa y confundida cocinera que acababa de ser enredada
de nuevo por un trampantojo. Puede que la vida quepa en una pompa de jabón.
Muy entretenido capítulo, comprendo que Cati se tome sus copazos con el "fandango" que tienen montado y encima la quedan ganas de hacer esa mousse tan apetecible. Gracias por el rato tan bueno que nos haces pasar leyendo tu entrada y por los bonitos cuadros que lo ilustran. Jubi
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