Un verano en Mallorca (10ª Jornada).- - Ya sabréis por mi tamaño
que tengo cierta dificultad para hundirme; Si el fondo fuera tan profundo como
el infierno, me hubiera ido a pique. Me habría ahogado si no fuera porque la
orilla era rocosa y baja, una muerte que aborrezco; porque el agua hincha a un
hombre; ¿y qué cosa hubiera sido yo hinchado? Hubiera sido una momia montaña.
La organización en la villa
no era muy complicada, si se aprovechaban las mañanas desde el amanecer era
posible disponer de algunas horas de asueto por la tarde. La cocina requiere
cierta disciplina y planificación, tener cuatro o cinco ideas claras, tener
trazado un itinerario. Contaba además con la ventaja de que los mediodías
normalmente solían pasarlos los señores y su tropa en el mar, allí bastaban
unas ensaladas, algo de fiambre, pollos fritos o asados y piezas de carne
fileteada. Las florituras, si era menester, tocaban para la noche.
A medida que avanzaba el día
la luz de la zona iba ganando intensidad y los atardeceres, sobre todo cuando
no estaban los señores, eran gloriosos. Villa Amaranta había sido construida
sobre un promontorio, en la boca de garganta de rocas no muy profunda que
terminaba una playa de arena blanca de apenas medio quilómetro de cuerda,
abrochada con un pinar. La villa estaba asentada un cabo llamado de ponent, en
verano el sol caía directamente sobre el mar, llenándolo de reflejos y
esplendores. Desde la terraza de la villa se ponían distinguir las casas del
otro lado del cabo, casas menos ostentosas, escondidas entre pinos.
El sol iba cayendo sobre la
copa verde de los pinos, iba jugando con las olas, dejando en penumbra la
playa. En el tramo final el sol quedaba finalmente sobre el mar, proyectando
los últimos rayos sobre Villa Amaranta, que quedaba empapada de sol durante
unos minutos que parecían eternos. Ver anochecer en villa Amaranta era una
maravillosa rutina que se cumplía puntualmente desde hacía miles de años.
Las veces que pude ver caer
el sol – pocas por desgracia ya que los señores tenían la infecta costumbre de
desembarcar minutos antes del ocaso – recordaba la invocación de Turner al
morir, reclamando la presencia del sol.
No me resultó complicado
convencer al señor de Swann de lo maravilloso que podría ser ver anochecer
desde el barco, maravilloso para ellos y, en gran medida, para mí puesto que me
convertía en la señora del lugar en el instante culminante del día, dueña de
toda la luz. Una buena copa de oporto, unas almendras fritas y jamón fueron mi
única compañía. En otro tiempo y circunstancia me hubiera quedado desnuda pero
ni mis carnes toleraban ya ciertos exhibicionismos, ni iba a premiar a los
filipinos con mis formas hipopotamescas sin descubrir; aunque no era sencillo
ver a los filipinos durante las horas en las que se ausentaban los señores, lo
cierto es que su presencia se intuía permanentemente, me sentía acechada por
sus miradas cuando me animaba a invadir el territorio vedado de la terraza y la
piscina colgada sobre el acantilado. Seguramente los de Swann habían sobornado
a los filipinos para que les informara de mis incursiones.
Descartada la desnudez plena,
decidí hurgar entre las pertenencias de la duquesa, de la que había
inventariado algunos pareos preciosos y escandalosamente caros; probablemente
los filipinos velarían con más por la integridad de los armarios de sus señores
que por mis paseos por la terraza. La de Guermantes guardaba camiseros
playeros, blusas y pareos estampados, casi un centenar de piezas; eses excesos
me habilitaban para poder confiscar un pareo que reproducía motivos y colores
de Matisse, combinaba perfectamente con los colores del atardecer.
En las cajoneras de la
habitación de la de Guermantes había también algunos aperos destinados a
sustituir o, cuando menos, a complementar los deberes conyugales del duque, me
daba cierto morbo requisar también alguno de aquellos juguetitos e
incorporarlos a mis rutinas, me permitiría sentirme aunque fuera por un
instante una Guermantes más, envuelta en tules y aprisionando entre mis muslos
uno de los dildos plateados de la duquesa.
Si todo iba bien, si terminaban de encajar las últimas piezas del
rompecabezas de mi vida, en pocos años podría dedicarme a la vida contemplativa
y recalar en un sitio en el que pudiera disfrutar del sol, de ver pasar las
nubes y poco más. Por el camino todavía me tocaba dar de comer y de cenar a
algún que otro cretino y hacerlo con la mejor de las sonrisas. Bien mirado los
señores de Swann y los duques de Guermantes no eran de lo peor que me había
echado a la espalda, pagaban bien, no eran cuidadosos con la intendencia y sus
idas, venidas, dimes y diretes eran entretenidos. Había llegado a ese punto en
el que terminaba por cogerle cariño; todo tenía remedio, en cinco días
terminarían sus vacaciones, me abonarían lo pactado y, con suerte, no volvería
a verlos nunca más.
Para poder habilitar una
tarde casi completa a ver cómo iba discurriendo el sol, necesitaba planear una
cena que no obligara a muchas atenciones, por suerte la cocina de Villa
Amaranta era un sueño, como todo el palazzo; amplia, con todo tipo de
artefactos y de maquinaria, la casa estaba dispuesta para dar de comer y de
dormir a varias familias, disponía de una vajilla para 24 comensales, dos
cristalerías completas y dos cuberterías para idéntico número de servicios;
para diario se podía elegir entre seis juegos completos que iban del estilo más
clásico al más desenfadado.
Día tras día fui haciendo de
la cocina mi pequeña fortaleza, tardó un poco en impregnarse de mis olores y yo
en poderme hacer con sus alturas y los recovecos de sus armarios.
Ya en el tramo final del
verano me atreví a poner en marcha el horno de cocción a baja temperatura; la
máquina para cerrar al vacío ya la había utilizado para conservar fiambre,
pescado y carne, así aguantaban mejor los productos frescos y les permitía
llevarlos sellados al barco.
Empecé por un plato sencillo,
vistoso, pensaba que sobre todo al señor y al duque les gustaría, también a los
niños, por lo menos a los de mayor edad.
Compré en la carnicería del
mercado del Olivar, la misma en la que por casualidad habían caído presas las
perdices, unas paletillas de cordero lechal, cordero de la tierra. Cada
paletilla la marcaron en tres trozos.
Puse en un bol grande nueve
partes de agua mineral por una parte de sal – calculé más o menos dos litros de
agua y 200 gramos de sal gorda -, una vez disuelto sumergí las piezas de carne
durante una hora para que salaran bien. La salmuera inicial evitaba que tuviera
que salando las piezas antes de sellarlas al vacío y los riesgos de que durante
la cocción la sal terminara por dominar al resto de condimentos.
Pasada la hora escurrí las
piezas de cordero, busqué las bolsas más grandes para cerrar al vacío y en cada
una de ellas coloqué dos trozos de cordero con una mezcla de pimientas negra, blanca
y roja, media cucharada de cardamomo en polvo, tomillo y dos dientes de ajo peladas
cada una.
Cada bolsa de asado a baja
temperatura debía estar en el horno 12 horas a 80º; un proceso que exigía
cierta paciencia. Empecé el proceso pronto por la mañana y el temporizador del
horno hizo todo lo demás. A las ocho y media de la tarde estarían en su punto.
Una vez cocido hay que dejar
que se enfríe dentro de la bolsa, sin abrir. Puse las bolsas selladas bajo el
chorro del grifo para acelerar el proceso.
Corté seis patatas en láminas
muy finas, las puse a confitar durante 40 minutos en aceite al mínimo, con tres
cebolletas cortadas en juliana, 6 ajos también laminados.
Quedaba montar el plato.
Recuperé las bolsas cerradas con las paletillas ya asadas, sumergí las bolsas
en agua caliente – por debajo de 80º -, vi como la grasa se volvía a deshacer.
Escurrí bien las bolsas antes
de abrirlas; las abrí sobre una fuente de cristal para que no se perdiera nada
de líquido de la cocción. Deshuesé con los dedos las paletillas, las hebras de
carne se desprendían del hueso casi con mirarlas. Quedaban sobre una salsa
pegajosa y brillante.
La tropa llegó ruidosa, como
siempre, embrujadas por el sol cayendo sobre el mar, habían hecho centenares de
fotografías, se sentían los dueños del mundo. Les tenía encendidas las luces de
la piscina, se bañaron de noche. La casa era una fiesta. Yo apuraba ya mi
tercera copa de oporto.
Busqué unos moldes metálicos
redondos para montar el plato. Coloqué en el fondo del molde las patatas confitadas
con las cebollas y el ajo, hice una segunda capa con unos tomates pelados y
cortados en rodajas aromatizados con un poco de tomillo; la tercera capa la
formé con las lascas de carne, una ración generosa en cada plato; de primero
una crema fría de melón con una virutas de jamón de jabugo, de acompañamiento
unas ensaladas de escarola, apio y ajo picado.
Coloqué cada molde bajo la
luz roja de la barra de la cocina, así evitaba que se enfriaran.
Una ramita de romero sobre
cada plato culminaba el preparado.
Al inicio de la comida el de
Swann anunció que había conseguido los permisos para pernoctar con el barco una
noche en Cabrera, probablemente el mérito de la gestión le correspondía al
capitán malayo que manejaba el yate pero el malayo no estaba autorizado a subir
a Villa Amaranta, por lo que nadie podía contradecir al señor. Dormir en
Cabrera significaba que la troupe embarcaría a media mañana sumida en su
alborozo permanente y no regresaría cuando menos hasta 24 horas después ya que
fondear en la bahía de la isla, frente al único bar, les permitiría dormir bajo
las estrellas, los señores en los camarotes de la embarcación, los niños
mayores sobre una colchoneta al raso. También significaba que a mí me tocaría
una jornada completa libre, eso sí, antes debería ocuparme de que el barco
quedara suficientemente aprovisionado.
Me retiré al pabellón de
servicio antes de que se sirviera el postre, todavía estaba deslumbrada por el
sol y aturdida por el oporto.
Ya despejada de practicar el "gran deporte nacional" (siesta) me he leído la entrada y he pasado un rato delicioso, Cati se las sabe todas y encima cocina de locura tiene bien montada la temporada de verano y a tus seguidores nos tienes enganchados. Me encanta como describes los atardeceres y cerrando los ojos podemos imaginarnos los escenarios. Jubi
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