domingo, 10 de agosto de 2014

CAP. CCCXXXIV.- Un verano en Mallorca (Jornada 5ª)


Un verano en Mallorca (5ª Jornada).- ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué hay en la palabra honor? Aire.

Los barones de Charlus marcharon a última hora de la tarde, tras una sobremesa tranquila que tuvo a todos medio adormecidos en la terraza; los niños me mantuvieron bajo el control de los filipinos, los más pequeños también hilvanaron una siesta. La despedida fue cordial, con el compromiso de verse de nuevo en unos días, en cuanto se confirmara la presencia del ministro.

Cuando empezó a anochecer los duques y los señores marcharon hacia un pueblo cercano con los niños para tomar unos helados.

Curiosa la calma tras la tormentosa noche anterior. Los de Swann completamente ajenos al cambio de parejas, los duques parecían haber pactado un armisticio. Seguramente yo no era la persona más adecuada para evaluar las texturas morales de mis señores, bastante tenía con gestionar mis problemas.

Los señores me anunciaron que al día siguiente saldrían todos en barco y que por la noche marcharían a un restaurante de moda al otro extremo de la isla. La gorda Cati podría disfrutar de una jornada de asueto, aunque por la mañana tocaba bajar a Palma para reponer champagne y productos frescos.

Mientras tomaban los helados marché a la cocina, abrí la última de las botellas de Billecart Salmon, brindé a la salud de mis señores y de su elegante cinismo.

Quedaban todavía gambas frescas en la nevera así que encendí uno de los fogones, deshice 150 gramos de mantequilla y cuando empezó a chispear puse a rehogar 300 gramos de gamba roja, sal y pimienta, apenas dos o tres minutos.

Escurrí un poco las gambas y reservé la grasa en la que habían cocido. Cuando el marisco perdió temperatura lo pelé con cuidado, sobre la propia sartén para aprovechar los jugos de las gambas, puse las cáscaras y las cabezas en un chino para triturarlas sobre la mantequilla deshecha. Me quedaron 25 hermosas colitas de gamba que devolví a la sartén, encendí de nuevo el fuego y las puse de nuevo a cocer con un chorro generoso de champagne, apenas tres minutos hirvieron las colas de nuevo, quedando una salsa bastante untosa.

Busqué otra sartén grande donde puse a derretir otra pizca de mantequilla – 150 gramos más -, allí sofreí a fuego muy suave tres chalotas picadas, las tuve cuatro o cinco minutos antes de añadir las colas de gamba cocidas con toda su salsa y unas hojas de estragón fresco picado; subí ligeramente el fuego y dejé que los ingredientes se mezclaran bien. Volví a retirar la sartén del fuego.

Encontré un bol grande de cristal en el que casqué cuatro huevos, salpimenté generosamente  yempecé a batir con brío hasta que conseguí que yemas y claras se convirtieran en una crema espumosa, añadí un brick de nata para cocinar – 250 gramos - y seguí batiendo hasta mezclar bien todo.

La receta original proponía echar una cucharada de salsa de tomate, yo preferí media cucharada de salsa de soja.

Incorporé al bol el sofrito las gambas peladas y troceada, con la chalota y la mantequilla, mezclé bien con una espátula, cuidando que no se partieran las colas de las gambas y dejé que reposara el mejunje.

Había moldes de metal de varios tamaños, elegí uno para 8 raciones, lo engrasé bien con mantequilla y coloqué una placa de pasta brisa precocinada. Incorporé la mezcla del bol y coloqué el molde en la parte superior del horno, que estaba ya a a 200º de temperatura. En 25 minutos tendría una quiche de gambas deliciosa, decoraría la superficie cuajada de la quiche con un poco de pimentón dulce picado. Cuando la quiche enfrió un poco la desmoldé y la coloqué en una bandeja redonda, tapé la quiche con una campana de cristal y la dejé en el salón, por si los señores regresaban con apetito.

Quedaba media botella de Bilecart que me llevé a la habitación para seguir leyendo la biografía de Chardín, pintor académico y sensible.

 
Intenté reflexionar sobre las texturas morales de mis señores pero enseguida me venció el sueño, nada parecía lo suficientemente grave o sorprendente como para perturbarme el descanso, sobre todo si al cansancio se le mezclaban cuatro o cinco copas de champagne.

No escuché regresar a las familias, pero por la mañana pude comprobar que faltaban dos o tres raciones de la quiche, por descontado que habían dejado en el salón los platos con algunas migas y los cubiertos manchados. Había también una nota con algunas cosas que debía comprar, sobre todo champagne.

Marché primero a comprar los desayunos, de regreso preparé café y una gran bandeja de fruta fresca. Para la jornada de barco les bastarían una ensalada de pasta, otra de arroz con frutos secos y piña, una tercera con restos de un pollo asado; las salsa y vinagretas iban todas aparte, cerradas en un tupper , también les preparé unos filetes de lomo de cerdo empanados con un poco de jamón y queso del fundente, los aplané hasta que las piezas de carne quedaron como pallardas, los enrollé para que tuvieran la forma de un canuto y los freí como si fueran flamenquines cordobeses.

A las 10 y media estaba todo preparado, las dos familias en marcha, radiantes como el día. No esperé a que terminaran de desayunar, pedí permiso para coger el coche, repasé con la duquesa la lista de la compra, con el duque los alcoholes y con el señor de Swann la intendencia económica.

A las once estaba comprando en Palma y poco antes de la una, con el coche cargado hasta arriba, regresaba a la mansión, vacía y tranquila; los filipinos habían tomado posesión de la terraza delantera, tomaban el sol en las hamacas ocultos tras las gafas de sol, pese a ser bajitos y ruidosos hubieran podido pasar por los señores de la casa. No les saludé, ellos tampoco hicieron ningún gesto que perturbara su armonía. Pim se había envuelto en un vistoso pareo de la duquesa de Guermantes, Pom llevaba sobre la cabeza un panamá del duque, como su cabeza era notablemente más pequeña que la del señor le quedaba como un gran champiñón.

Picoteé algo por la cocina, me di una ducha y regresé al coche, podría llegar a comer a Sineu, el pueblo de mi madre, un pequeño puedo de interior que no estaba muy lejos aunque las carreteras estrechas y el tráfico estival me obligarían a invertir por lo menos una hora de viaje.

Mi madre empezó a servir con 16 años; unos señores, dueños de una de las fincas grandes de la zona, fueron a recogerla para servir, vivían en Ciutat, pero pasaban por Sineu casi todos los fines de semana para llenar la despensa, vigilar a los payeses que se ocupaban de cultivar sus tierras y señorear por la plaza del pueblo. Mi madre estuvo varios años en casa de aquellos señores primero fregando y tendiendo, después barriendo y quitando el polvo; le costó llegar a la cocina pero en cuanto comprobaron que tenía mano se quedó allí. Obsesionada con salir de la isla, antes de los 25 años estaba ya sirviendo en Barcelona, en casa de una señora, hija de la isla que había emparentado con un empresario catalán. Ya en Barcelona pasó por varias casas hasta que uno de los señoritingos de turno la preñó; mi madre, discreta, calló su nombre y evitó cualquier detalle que permitiera reivindicarme, aunque hubiera sido sencillo identificar a los posibles candidatos, bastaba con haber reconstruido la cronología de las casas por las que pasó, ya de vieja mi madre recordaba en la cocina los platos que preparó a los Tal, a los Cual, a los Estos, a los Aquellos o a los de Más allá. Nunca utilizaba nombres propios, siempre el apellido, a modo de estirpe. Ella Cati, después Catalina y, finalmente el ama Cati. Mi madre tenía la habilidad de convertirse en parte de las familias a las que le había tocado servir, conocía los pormenores de los niños, los secretos de las señoras, los vicios y aficiones de los cabezas de familia; en los tiempos en los que todavía se escribían cartas era habitual que mi madre recibiera dos o tres misivas a la semana de antiguas señoras que le pedían por favor que les mandara ésta o aquella receta, que le ponían al día de las bodas, nacimientos y defunciones que habían sucedido en las casas. Mi madre me llamaba para que le escribiera la carta de contestación: «Anda, mi niña, ya sabes que a mí me cuesta un poco escribir»; luego empezaba a dictarme con voz pausada, sin omitir un solo paso; tenía memorizados al milímetro los ingredientes y las fases de todas y cada una de las recetas. Sabía que para la familia Tal las cantidades tenían que adecuarse a 8 comensales, que a la familia Cual no le gustaba que el guiso llevara tomillo, que a los niños de los de Más Allá los pasteles necesitaban un punto de canela. Yo, aunque parecía aplicada en el dictado la verdad es que omitía algún ingrediente, prolongaba o reducía tiempos de cocción, incluso pasaba por alto alguna fase de la receta; me daba mucha rabia la generosidad de mi madre.

Seguramente nací en una cocina, o por lo menos allí rompió aguas mi madre; tendría entonces casi treinta años y  gracias a sus habilidades en los fogones consiguió retenerme entre sus faldones y evitar que me dieran en adopción. Eran tiempos en los que resultaba complicado sacar a delante sola a un hijo y mucho más si se tiene que servir. Pasaba largas temporadas con unas tías viejas que vivían en Sineu, pero en cuanto empecé la edad escolar mi madre me encontró un internado en Barcelona que la permitía tenerme cerca, venía a verme una tarde a la semana y casi todos los fines de semana. En cuanto cumplí diez años, cuando casi podía valerme por mi misma, mi madre me hizo un hueco en su habitación, le gustaba verme hacer los deberes en la cocina, mientras ella preparaba sus platos y discutía con las señoras de la casa sobre la conveniencia de añadirle vino o cognac a un estofado.

Visto con perspectiva puede decirse que tuve suerte, por lo menos más que mi madre, suerte porque no tuve que fregar ni barrer, desde niña me atrajeron las cocinas y allí me permitieron estar.

Pasaron los años y nadie se atrevió hacerme un bombo, aunque hubo un tiempo en el que me derretía cada vez que pasaba por mi lado cualquiera de los chicos de la casa. Nunca fui guapa y cogía quilos con bastante facilidad, no crecí mucho, en definitiva no fui nunca un plato de agrado. Ahora, cuando me acerco a la sesentena y mi peso casi dobla mi edad sigo sin ser un plato de gusto, aunque he conseguido sacudirme todos mis complejos. Probablemente había heredado las formas rechonchas de un padre sin apenas cuello, de brazuelos cortos, ojos chicos y nariz minúscula – cuando me ponía colorada mi madre me decía que parecía un tomatito al que le hubieran dado una puñalada –; todas aquellas pequeñas taras limitabas sobremanera mis capacidades para seducir. Tal vez por eso en el fondo envidiaba los accesos incontrolados de lujuria de mis señoras, los escarceos amorosos de mis señores, incluso la rijosa libinidosidad de mis compañeros filipinos, que se pasaban el día gritándose como ratas rabiosas y las noches fornicando también como ratas rabiosas.

Enfrascada en esos y otros recuerdos llegué a Sineu pasadas las tres de la tarde. Hubiera podido ir en busca del rastro que quedaba de las tías de mi madre, haber recuperado los paseos, los huertos en los que recogían tomates y albaricoques, sin embargo preferí ir a la plaza del pueblo, a la plaza del teatro, había dos bares prácticamente contiguos. A mediodía el calor era insoportable, apenas dos o tres turistas despistados y sudorosos deambulaban por las calles desiertas del pueblo.

Entré en el bar más cercano a la iglesia, pedí en la barra un plato de frito mallorquín y una botella de vino tinto, uno de la tierra, Ánima Negra; pedí que me lo refrescaran unos minutos en una cubitera con hielo. Enseguida llegó el frito, antes me habían puesto para picar unas aceitunas amargas, encurtidas con hierbas de la zona. Fueron rácanos con el pan y aún más con la ración de frito, por lo que demandé más pan y me que rellenaran el plato, sólo así pude hacerme con la botella completa de vino.

De postre pedí un trozo de torta de almendras – gató – con helado de mantecado, una copa de hierbas dulces mallorquinas y dos cafés solos. Apenas descansar salí a la calle a buscar el coche y el aire acondicionado. A las afueras del pueblo, en un recodo de la carretera, paré el coche y sin apagar el motor recliné el asiento para sestear unos minutos, las vísceras del frito mallorquín, la botella de vino, el pan y el bizcocho me condujeron rápidamente a un sueño profundo en el que incluso soñé que las tías de mi madre golpeaban el cristal del coche y me invitaban a pasear con ellas, resultaron ser dos policías locales extrañados por la presencia de un coche encendido en una cuneta. Me desperté sobresaltada, me recompuse lo mejor que pude y les dije en mallorquín que me había vencido el sueño. Al usar el mallorquín los policías se relajaron, incluso me invitaron a seguir durmiendo si era necesario, aunque debía desplazarme unos metros más allá para no interferir en la circulación.

2 comentarios:

  1. Tierno el relato de la vida de Cati. Por Sineu creo he pasado en el par de veces que he ido a Inca. Los capítulos de tu novelilla me transportan a hace un montón de años y el frito mallorquín me recuerda a la Gulla y ya cercana a mi hora de cena entre el quiche de gambas y el frito tengo los jugos preparados para mi menú: gazpacho y revuelto de gambas y champiñón", aunque la cocinera dista mucho de Cati. Jubi

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  2. Me encanta el frito mallorquín que, por cierto, descubrí hace unos años gracias a ti, diletante, y que comí en Sineu. La quiche de gambas tiene una pinta espectacular y ya he decidido que la pongo en práctica "a la mayor brevedad". En cuanto a la novela del verano, me gusta, pero, habrá emociones fuertes?
    Mari Carmen

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