Un verano en Mallorca (5ª
Jornada).- ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué hay en la palabra honor? Aire.
Los barones de Charlus
marcharon a última hora de la tarde, tras una sobremesa tranquila que tuvo a
todos medio adormecidos en la terraza; los niños me mantuvieron bajo el control
de los filipinos, los más pequeños también hilvanaron una siesta. La despedida
fue cordial, con el compromiso de verse de nuevo en unos días, en cuanto se
confirmara la presencia del ministro.
Cuando empezó a anochecer los
duques y los señores marcharon hacia un pueblo cercano con los niños para tomar
unos helados.
Curiosa la calma tras la
tormentosa noche anterior. Los de Swann completamente ajenos al cambio de
parejas, los duques parecían haber pactado un armisticio. Seguramente yo no era
la persona más adecuada para evaluar las texturas morales de mis señores, bastante
tenía con gestionar mis problemas.
Los señores me anunciaron que
al día siguiente saldrían todos en barco y que por la noche marcharían a un
restaurante de moda al otro extremo de la isla. La gorda Cati podría disfrutar
de una jornada de asueto, aunque por la mañana tocaba bajar a Palma para
reponer champagne y productos frescos.
Mientras tomaban los helados
marché a la cocina, abrí la última de las botellas de Billecart Salmon, brindé
a la salud de mis señores y de su elegante cinismo.
Quedaban todavía gambas
frescas en la nevera así que encendí uno de los fogones, deshice 150 gramos de
mantequilla y cuando empezó a chispear puse a rehogar 300 gramos de gamba roja,
sal y pimienta, apenas dos o tres minutos.
Escurrí un poco las gambas y
reservé la grasa en la que habían cocido. Cuando el marisco perdió temperatura lo
pelé con cuidado, sobre la propia sartén para aprovechar los jugos de las gambas,
puse las cáscaras y las cabezas en un chino para triturarlas sobre la
mantequilla deshecha. Me quedaron 25 hermosas colitas de gamba que devolví a la
sartén, encendí de nuevo el fuego y las puse de nuevo a cocer con un chorro
generoso de champagne, apenas tres minutos hirvieron las colas de nuevo,
quedando una salsa bastante untosa.
Busqué otra sartén grande
donde puse a derretir otra pizca de mantequilla – 150 gramos más -, allí sofreí
a fuego muy suave tres chalotas picadas, las tuve cuatro o cinco minutos antes
de añadir las colas de gamba cocidas con toda su salsa y unas hojas de estragón
fresco picado; subí ligeramente el fuego y dejé que los ingredientes se
mezclaran bien. Volví a retirar la sartén del fuego.
Encontré un bol grande de
cristal en el que casqué cuatro huevos, salpimenté generosamente yempecé a batir con brío hasta que conseguí
que yemas y claras se convirtieran en una crema espumosa, añadí un brick de
nata para cocinar – 250 gramos - y seguí batiendo hasta mezclar bien todo.
La receta original proponía
echar una cucharada de salsa de tomate, yo preferí media cucharada de salsa de
soja.
Incorporé al bol el sofrito
las gambas peladas y troceada, con la chalota y la mantequilla, mezclé bien con
una espátula, cuidando que no se partieran las colas de las gambas y dejé que
reposara el mejunje.
Había moldes de metal de
varios tamaños, elegí uno para 8 raciones, lo engrasé bien con mantequilla y
coloqué una placa de pasta brisa precocinada. Incorporé la mezcla del bol y
coloqué el molde en la parte superior del horno, que estaba ya a a 200º de
temperatura. En 25 minutos tendría una quiche de gambas deliciosa, decoraría la
superficie cuajada de la quiche con un poco de pimentón dulce picado. Cuando la
quiche enfrió un poco la desmoldé y la coloqué en una bandeja redonda, tapé la
quiche con una campana de cristal y la dejé en el salón, por si los señores
regresaban con apetito.
Quedaba media botella de
Bilecart que me llevé a la habitación para seguir leyendo la biografía de Chardín,
pintor académico y sensible.
Intenté reflexionar sobre las texturas morales de
mis señores pero enseguida me venció el sueño, nada parecía lo suficientemente
grave o sorprendente como para perturbarme el descanso, sobre todo si al
cansancio se le mezclaban cuatro o cinco copas de champagne.
No escuché regresar a las
familias, pero por la mañana pude comprobar que faltaban dos o tres raciones de
la quiche, por descontado que habían dejado en el salón los platos con algunas
migas y los cubiertos manchados. Había también una nota con algunas cosas que
debía comprar, sobre todo champagne.
Marché primero a comprar los
desayunos, de regreso preparé café y una gran bandeja de fruta fresca. Para la
jornada de barco les bastarían una ensalada de pasta, otra de arroz con frutos
secos y piña, una tercera con restos de un pollo asado; las salsa y vinagretas
iban todas aparte, cerradas en un tupper , también les preparé unos filetes de
lomo de cerdo empanados con un poco de jamón y queso del fundente, los aplané
hasta que las piezas de carne quedaron como pallardas, los enrollé para que tuvieran
la forma de un canuto y los freí como si fueran flamenquines cordobeses.
A las 10 y media estaba todo
preparado, las dos familias en marcha, radiantes como el día. No esperé a que
terminaran de desayunar, pedí permiso para coger el coche, repasé con la
duquesa la lista de la compra, con el duque los alcoholes y con el señor de
Swann la intendencia económica.
A las once estaba comprando
en Palma y poco antes de la una, con el coche cargado hasta arriba, regresaba a
la mansión, vacía y tranquila; los filipinos habían tomado posesión de la
terraza delantera, tomaban el sol en las hamacas ocultos tras las gafas de sol,
pese a ser bajitos y ruidosos hubieran podido pasar por los señores de la casa.
No les saludé, ellos tampoco hicieron ningún gesto que perturbara su armonía. Pim
se había envuelto en un vistoso pareo de la duquesa de Guermantes, Pom llevaba
sobre la cabeza un panamá del duque, como su cabeza era notablemente más
pequeña que la del señor le quedaba como un gran champiñón.
Picoteé algo por la cocina,
me di una ducha y regresé al coche, podría llegar a comer a Sineu, el pueblo de
mi madre, un pequeño puedo de interior que no estaba muy lejos aunque las
carreteras estrechas y el tráfico estival me obligarían a invertir por lo menos
una hora de viaje.
Mi madre empezó a servir con
16 años; unos señores, dueños de una de las fincas grandes de la zona, fueron a
recogerla para servir, vivían en Ciutat, pero pasaban por Sineu casi todos los
fines de semana para llenar la despensa, vigilar a los payeses que se ocupaban
de cultivar sus tierras y señorear por la plaza del pueblo. Mi madre estuvo varios
años en casa de aquellos señores primero fregando y tendiendo, después
barriendo y quitando el polvo; le costó llegar a la cocina pero en cuanto
comprobaron que tenía mano se quedó allí. Obsesionada con salir de la isla,
antes de los 25 años estaba ya sirviendo en Barcelona, en casa de una señora,
hija de la isla que había emparentado con un empresario catalán. Ya en
Barcelona pasó por varias casas hasta que uno de los señoritingos de turno la
preñó; mi madre, discreta, calló su nombre y evitó cualquier detalle que
permitiera reivindicarme, aunque hubiera sido sencillo identificar a los
posibles candidatos, bastaba con haber reconstruido la cronología de las casas
por las que pasó, ya de vieja mi madre recordaba en la cocina los platos que
preparó a los Tal, a los Cual, a los Estos, a los Aquellos o a los de Más allá.
Nunca utilizaba nombres propios, siempre el apellido, a modo de estirpe. Ella
Cati, después Catalina y, finalmente el ama Cati. Mi madre tenía la habilidad
de convertirse en parte de las familias a las que le había tocado servir,
conocía los pormenores de los niños, los secretos de las señoras, los vicios y
aficiones de los cabezas de familia; en los tiempos en los que todavía se
escribían cartas era habitual que mi madre recibiera dos o tres misivas a la
semana de antiguas señoras que le pedían por favor que les mandara ésta o
aquella receta, que le ponían al día de las bodas, nacimientos y defunciones
que habían sucedido en las casas. Mi madre me llamaba para que le escribiera la
carta de contestación: «Anda, mi niña, ya sabes que a mí me cuesta un poco
escribir»; luego empezaba a dictarme con voz pausada, sin omitir un solo paso;
tenía memorizados al milímetro los ingredientes y las fases de todas y cada una
de las recetas. Sabía que para la familia Tal las cantidades tenían que
adecuarse a 8 comensales, que a la familia Cual no le gustaba que el guiso
llevara tomillo, que a los niños de los de Más Allá los pasteles necesitaban un
punto de canela. Yo, aunque parecía aplicada en el dictado la verdad es que
omitía algún ingrediente, prolongaba o reducía tiempos de cocción, incluso pasaba
por alto alguna fase de la receta; me daba mucha rabia la generosidad de mi
madre.
Seguramente nací en una
cocina, o por lo menos allí rompió aguas mi madre; tendría entonces casi
treinta años y gracias a sus habilidades
en los fogones consiguió retenerme entre sus faldones y evitar que me dieran en
adopción. Eran tiempos en los que resultaba complicado sacar a delante sola a
un hijo y mucho más si se tiene que servir. Pasaba largas temporadas con unas
tías viejas que vivían en Sineu, pero en cuanto empecé la edad escolar mi madre
me encontró un internado en Barcelona que la permitía tenerme cerca, venía a
verme una tarde a la semana y casi todos los fines de semana. En cuanto cumplí
diez años, cuando casi podía valerme por mi misma, mi madre me hizo un hueco en
su habitación, le gustaba verme hacer los deberes en la cocina, mientras ella
preparaba sus platos y discutía con las señoras de la casa sobre la conveniencia
de añadirle vino o cognac a un estofado.
Visto con perspectiva puede
decirse que tuve suerte, por lo menos más que mi madre, suerte porque no tuve
que fregar ni barrer, desde niña me atrajeron las cocinas y allí me permitieron
estar.
Pasaron los años y nadie se
atrevió hacerme un bombo, aunque hubo un tiempo en el que me derretía cada vez
que pasaba por mi lado cualquiera de los chicos de la casa. Nunca fui guapa y
cogía quilos con bastante facilidad, no crecí mucho, en definitiva no fui nunca
un plato de agrado. Ahora, cuando me acerco a la sesentena y mi peso casi dobla
mi edad sigo sin ser un plato de gusto, aunque he conseguido sacudirme todos
mis complejos. Probablemente había heredado las formas rechonchas de un padre
sin apenas cuello, de brazuelos cortos, ojos chicos y nariz minúscula – cuando
me ponía colorada mi madre me decía que parecía un tomatito al que le hubieran
dado una puñalada –; todas aquellas pequeñas taras limitabas sobremanera mis
capacidades para seducir. Tal vez por eso en el fondo envidiaba los accesos
incontrolados de lujuria de mis señoras, los escarceos amorosos de mis señores,
incluso la rijosa libinidosidad de mis compañeros filipinos, que se pasaban el
día gritándose como ratas rabiosas y las noches fornicando también como ratas
rabiosas.
Enfrascada en esos y otros
recuerdos llegué a Sineu pasadas las tres de la tarde. Hubiera podido ir en
busca del rastro que quedaba de las tías de mi madre, haber recuperado los
paseos, los huertos en los que recogían tomates y albaricoques, sin embargo
preferí ir a la plaza del pueblo, a la plaza del teatro, había dos bares prácticamente
contiguos. A mediodía el calor era insoportable, apenas dos o tres turistas
despistados y sudorosos deambulaban por las calles desiertas del pueblo.
Entré en el bar más cercano a
la iglesia, pedí en la barra un plato de frito mallorquín y una botella de vino
tinto, uno de la tierra, Ánima Negra; pedí que me lo refrescaran unos minutos
en una cubitera con hielo. Enseguida llegó el frito, antes me habían puesto
para picar unas aceitunas amargas, encurtidas con hierbas de la zona. Fueron
rácanos con el pan y aún más con la ración de frito, por lo que demandé más pan
y me que rellenaran el plato, sólo así pude hacerme con la botella completa de
vino.
De postre pedí un trozo de
torta de almendras – gató – con helado de mantecado, una copa de hierbas dulces
mallorquinas y dos cafés solos. Apenas descansar salí a la calle a buscar el
coche y el aire acondicionado. A las afueras del pueblo, en un recodo de la
carretera, paré el coche y sin apagar el motor recliné el asiento para sestear
unos minutos, las vísceras del frito mallorquín, la botella de vino, el pan y
el bizcocho me condujeron rápidamente a un sueño profundo en el que incluso soñé
que las tías de mi madre golpeaban el cristal del coche y me invitaban a pasear
con ellas, resultaron ser dos policías locales extrañados por la presencia de
un coche encendido en una cuneta. Me desperté sobresaltada, me recompuse lo mejor
que pude y les dije en mallorquín que me había vencido el sueño. Al usar el
mallorquín los policías se relajaron, incluso me invitaron a seguir durmiendo
si era necesario, aunque debía desplazarme unos metros más allá para no interferir
en la circulación.
Tierno el relato de la vida de Cati. Por Sineu creo he pasado en el par de veces que he ido a Inca. Los capítulos de tu novelilla me transportan a hace un montón de años y el frito mallorquín me recuerda a la Gulla y ya cercana a mi hora de cena entre el quiche de gambas y el frito tengo los jugos preparados para mi menú: gazpacho y revuelto de gambas y champiñón", aunque la cocinera dista mucho de Cati. Jubi
ResponderEliminarMe encanta el frito mallorquín que, por cierto, descubrí hace unos años gracias a ti, diletante, y que comí en Sineu. La quiche de gambas tiene una pinta espectacular y ya he decidido que la pongo en práctica "a la mayor brevedad". En cuanto a la novela del verano, me gusta, pero, habrá emociones fuertes?
ResponderEliminarMari Carmen