Un verano en Mallorca (9ª
Jornada).- - Me sacarán los sesos y les
pondrán mantequilla, y se los darán a un perro como regalo de Año Nuevo.
Lo de ser ministro es una
situación transitoria, incluso siendo un cretino se puede llegar a ser
ministro, no hace falta ser especialmente inteligente o docto en ninguna
materia, sólo es cuestión de tener un poco de suerte y estar en el lugar adecuado
en el momento preciso; aún y así puedo asegurar que he conocido, e incluso he
servido a ministros educados, simpáticos y solventes. Durante unos meses
trabajé en Madrid para un embajador, supervisaba los menús y los protocolos de
los almuerzos y cenas de gala, el protocolo de mesa, elegía las cuberterías y
cristalerías adecuadas, establecía el orden en el que debían servirse los
platos y presentarse los vinos, todo fue antes de que se pusiera de moda la
palabra maridaje, puede que mi incapacidad para encontrar marido me expulsara
de los fogones de la alta diplomacia. Serví también esporádicamente en la casa
de un ministro, era un tipo exigente, puntilloso, que nunca quedaba satisfecho
de los menús; entraba personalmente a la cocina minutos antes de que llegaran
los invitados para supervisar todos y cada uno de los platos, lo hacía con
rectitud, era difícil sisarle, pero pese a sus prevenciones terminé haciéndome
con una cubertería de plata completa para 24 comensales, regalo de un político francés,
falsifiqué la letra picuda de la señora de la casa agradeciendo el presente e
incrementé con ello mi ajuar; ni qué decir tiene que no me echaron de la casa
del ministro por mis rapiñas, fui yo la que marché cansada de acostarme muchos
días de madrugada y sobria.
Mi historial de guerra
determinaba que la anunciada llegada de un ministro a cenar no me generara
ninguna tensión, más bien al contrario; en un momento de confidencia le aseguré
al señor de Swann que el ministro quedaría encantado, todos los ministros
quedan encantados cuando se les sirve los primeros, cuando se les deja elegir
el vino y cuando se les permite hacer un brindis de agradecimiento. Todo es
delicioso cuando se viene de gañote.
La presencia del ministro, a
quien podríamos llamar Monsieur Norpois para evitar así denuncias y
complicaciones, vino acompañada de una amiga, Odette de Crécy; la circunstancia
obligaba a tirar la casa por la ventana; tal era la emoción que nadie reparó en
que Monsieur Norpois era un hombre casado y que la chica que le acompañaba,
bastante más joven que el ministro, nada tenía que ver con el sacramento del
matrimonio que tan fervientemente defendía el ministro en los estados del
Congreso de los Diputados. El azote de pecadores relajaba sus costumbres con
los calores y no dudó en acudir a la cena con la que podría calificarse de su
barragana. Supongo que entre cordiales amigos y camaradas se podían relajar las
costumbres, sobre todo en privado. Tal era la confianza demostrada en los
barones de Charlus que había rogado poder pasar la noche en Villa Amaranta para
poder disfrutar así de los placeres, de la mesa, de la sobremesa, de la cama y
de la sobrecama.
Tirar la casa por la ventana
era comprar langostas, rojas langostas mallorquinas pagadas a un precio tan
obsceno como los ademanes de Monsieur Norpois, que desde el inicio planteó la
posibilidad no sólo de quedarse a dormir en la villa, sino en la posibilidad de
elegir habitación, más que nada por razones de seguridad, advirtió una parte de
su séquito que se adelantó unas horas a la visita. Dormirían en Villa Amaranta
evidentemente acompañado y no de la duquesa de Guermantes, que era quien solía
estar disponible para los lances amatorios de la madrugada. La habitación
elegida fue la de los Duques de Guermantes, por suerte el palazzo tenía
dormitorios de sobra; los filipinos se ocupaban de la intendencia, cambiaron
las sábanas y prepararon juegos completos de aseo. Para la ocasión se contrató
servicio extra que se ocuparía de servir la cena, los filipinos tenían
encomendado el cuidado de los niños.
Compramos 8 langostas, cada
una de ellas pesaba poco más de un kilo. Tan exorbitado fue el precio que me
fue imposible realizar sisa alguna, dios gracias que me acompañaron los señores
a la pescadería y trataron directamente con el pescatero, cuestión distinta es
que sottovoce no pudiera yo reclamar mi comisión días después.
De regreso a la villa cargados
de viandas, de caldos y licores selectos, invité al de Swann y al de Guermantes
a presenciar la ceremonia de sacrificio de las langostas. En vivo coloqué por su
orden sobre una tabla las langostas, extendida la primera; yo iba haciendo fuerza para que no se enroscara o me
pegara un coletazo. El señor de Swann se brindó a hacerme de pinche pero le
aseguré que se requería de especial destreza para partir de un solo golpe a
aquel animal. También les advertir de la importancia de acuchillar en vivo a
los crustáceos y no hervirlos previamente, el fragor de la batalla tensaba sus
carnes y les obligaba a segregar infinitos jugos que llenarían de matices la
cazuela.
Mientras sujetaba cada pieza
con un paño limpio ayudándome de un cuchillo grande y afilado partí en dos la langosta,
longitidinalmente; no hay que dudar, se les pincha con decisión en el hueco
entre el caparazón del cuerpo y la cabeza, luego se aprieta hacia abajo para
dar un corte firme, después a la cabeza, sin dejar de presionar con el trapo.
Los líquidos del sacrificio hay que preservarlos. Antes de afrontar la muerte
de la segunda de las langostas los señores habían abandonado la cocina y me
habían dejado a mis anchas, por lo que reduje las solemnidades del ritual y me
presté a sacrificarlas con más rapidez, sin recrearme en las suertes.
En una paella grande puse un
chorro generoso de aceite de oliva, ocho dientes de ajo partidos por la mitad.
Cuando empezó a humear el aceite coloqué las mitades de las langostas con la
carne hacia abajo primero. A los 5 minutos les di la vuelta y las coloqué sobre
los caparazones, que fueron tomando un tono rojizo, muy brillante. Los humores
de los sacrificios los había recogido en un cuenco que reservaba en la nevera,
tapado con papel film.
Las langostas quedaron frita
en poco menos de diez minutos, tuve hace hacer varias tandas, las reservé en una
bandeja, bajé el fuego y en ese mismo aceite sofreí dos zanahorias y dos
cebollas picadas, aproveché para añadir una hoja de laurel. Un poco de sal y un
poco de pimienta.
Mientras se rehogaba la verdura precalenté el horno a
180º.
Ya tenía pochadas las
zanahorias y la cebolla, volví a poner las langostas en la paella, piqué dos
chalotas y los dientes de ajo que había sofrito. Con el fuego muy suave mojé
bien las langostas primero con los líquidos que habían destilado del
sacrificio, después con coñac – no utilicé el Preciado, era un sacrilegio, pero
sí un buen coñac francés, un Napoleón, estaba sin estrenar -. Flambeé el coñac
con una cerilla y salió una llama azul pálida que tardó un minuto en
extinguirse.
Una vez se apagó la llama
añadí un quilo de tomates de pera maduros pelados, sin pepitas y cortados en
dados, medio litro de caldo de pescado que tenía de un guiso anterior, un vaso
de vermut blanco seco bastante perejil picado, también estragón y 100 gramos de
mantequilla.
Pasé la paella al horno y
dejé que cociera durante 20minutos. Antes de servirlo retiré y puse sobre una
bandeja las langostas, pasé por el chino la salsa y la acompañé en una elegante
salsera estilo inglés, la idea era que cada comensal se sirviera una langosta
en dos mitades y la regara con la salsa. Freí unos triángulos de pan de molde
para adornar cada plato. Ya estaba guisada la langosta a la manera americana.
Como no quería que las
langostas quedaran deslucidas fui parca en el aperitivo, apenas un poco de
jamón, unas almendras y unas cestitas de hojaldre con una pizca de sobrasada
con miel y un huevo de codorniz – se dejan en el horno vivo 3 minutos, hasta
que cuajen las yemas, y se sirven en calientes -. De postre preparé un gran
flan de café que serví rodeado de crema de chantilly un almendras garrapiñadas
y picadas, unos sorbetes de hierbabuena y una gran bandeja de fruta cortada.
La ventada de un ministro tan
fatuo como Monsieur es que en cuestión de bebidas era fácil de engañarle,
bastaba con poner albariños a discreción con los aperitivos, un ribera del Duero
que no fuera muy pesado con la langosta y en el tramo final champagne francés
ya que el ministro, como todo el gabinete en el que estaba integrado, se
mostraban un tanto refractarios a cualquier producto de origen catalán.
Aguardé discretamente en la
cocina hasta que fui llamada a saludar, presenté mis respetos a los señores y a
los invitados; a requerimiento del ministro facilité mis credenciales, entre las
que destaqué haber servido durante una temporada a un cardenal, sabía que
aquella referencia sería del agrado del ministro, aunque por discreción no le
revelé el nombre del primado.
Regresé a la cocina para
apurar los restos de la botella de tinto, un Malleolus del 2006 que habían
pagado casi más caro que las propias langostas. Como la señora de Crezý no
sabía manejar los cubiertos para quebrar y vaciar las pinzas de la langosta me
di un verdadero festín de marisco con las sobras de la cena, lo hice ante la
mirada atónita de los policías que custodiaban al ministro, a los que había
preparado un suculento plato de espaguetis con carne picada, la misma cena que
los niños.
Antes de pasar a la terraza a
tomar los licores y unos petit fours que había preparado para el café, Monsieur
Nerpois se levantó para agradecer la invitación, estaba ya un poco achispado y
con ocasión del brindis de cortesía empezó a desgranar las virtudes que
permitirían que España fuera una gran nación: prudencia, templanza, probidad,
recato, piedad, constricción, solidaridad, lealtad, fidelidad, rigor… Todas
esas virtudes por descontado las tenían los señores de la casa, incluso el
propio ministro, a quien se le escapó un pequeño eructo cuando afrontó la
virtud de la castidad.
A la señora de Crezý, que
había permanecido casi en silencio durante toda la cena, le correspondía
justificar su presencia ya en la alcoba. Se acostaron todos pronto porque el
ministro tenía que madrugar, debía despachar con el presidente del gobierno y
con la nueva majestad a la mañana siguiente lo que le obligaba a levantarse
pronto quien sabe si para confesar y poder poner de nuevo a cero su contador de
pecados veniales y mortales.
Antes de despedirse aseguró
que se verían todos de nuevo en Madrid, que repetirían el encuentro y que
intentarían que la vieja y gorda Cati Tafal se ocupara de nuevo de la cocina en
la residencia del ministro.
Ajena a las virtudes de la
nueva España que defendió el ministro incluso a costa de sacrificios entre sus
propias filas, releí las virtudes atribuidas a Chardín por un filósofo francés
actual que había escrito: “En los años precedentes yo había frecuentado a
menudo el Louvre: Chardin no podía habérseme escapado del todo. Sin embargo,
que yo viviera esa exposición como un descubrimiento demuestra suficientemente
que no me había sorprendido ni atrapado de forma especial. Demasiado sencillo
quizá (¿o de una complejidad demasiado velada, demasiado sutil y discreta?).
Demasiado modesto (¿o de una ambición demasiado dominada?). Demasiado apacible.
Demasiado educado. Demasiado familiar. Casi diríamos que demasiado bueno. Demasiado
amable quizá para gustar del todo. Demasiado perfecto para ser admirado del
todo”.
Puede que a mí me pasara como
a Chardín, era demasiado perfecta para ser admirada del todo.
Me costó conciliar el sueño,
el augurio de la nueva España me había llegado a aterrorizar, tuve pesadillas
pensando en la pobre y silente Odette de Crezy desnuda y a cuatro patas
sufriendo los empellones de Monsieur Norpois mientras recibía la comunión del
cardenal primado de España.
Me he divertido un montón y he disfrutado tanto con el ambiente descrito como con sus deliciosas langostas y me ha recordado tan rico manjar a una cena en Porto Cala agarrando langostas con trapos de cocina, pero sin ministros y en divertida compañía y con adolescentes alrededor y una amiga inolvidable. ¡¡¡Qué tiempos¡¡¡ El Chardin precioso. Jubi
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