Un verano en Mallorca (8ª
jornada).- Hay una cosa Cati, de la que has oído
hablar muchas veces, y que se conoce en nuestras tierras con el nombre de brea.
Esta brea (como informan los autores antiguos) mancha, y lo mismo pasa con la
compañía con la que andas.
«Lo que no puede ser, no
puede ser, y además es imposible», la frase la utilizaba mucho mi madre,
atribuyéndole el dicho a un torero cordobés de finales del siglo XIX. Pensé en
mi madre y en aquella frase cuando el señor de Swann la noche antes me había
pedido, con mucha educación, que les preparara un arroz de perdiz; al día
siguiente tenían invitados muy aficionados a la caza y querían sorprenderles
con un arroz de perdiz.
«Me temo, señor, que en
agosto hay veda para la caza de la perdiz en la isla», le advertí. «Espero que
eso no sea un obstáculo para que nos prepares un buen arroz de perdiz, me han
dicho que eres especialista en recetas de caza», me contestó.
«Cuando hay caza», apostillé.
El señor de Swann se retiró
en silencio, dejando la pelota en mi tejado.
A la mañana siguiente, muy
temprano, fui a Palma, al mercado del Olivar, recordaba que mi madre iba a un
puesto de carnicería especializado en imposibles.
Marchamos de Mallorca cuando
yo había cumplido 7 años, los señores de la casa en la que servía en Palma
marchaban a vivir a Barcelona y mi madre marchó con ellos, y con ella yo, que
pronto fui ingresada en un internado en Mataró, lo regentaban unas
estrambóticas monjas afrancesadas que llevaban un tocado con la forma de las
alas de una gaviota; cuando caminaban el tocado empezaba a mover las alas y
parecía que las monjitas fueran a emprender el vuelo en cualquier momento. Eran
mujeres amables, no muy severas, nos mantenían en una arcadia que poco tenía
que ver con la realidad, grisácea que nos rodeaba. Su objetivo principal era
que aprendiéramos a hablar correctamente francés y que fuéramos capaces de leer
los cuentos de Perrault.
En la situación de mi madre,
sometida a un horario mucho más rígido que el mío, era complicado que nos
viéramos, a lo sumo los domingos, por lo que pasé mis horas muertas paseando
por el jardín el internado, leyendo los libros que me prestaba la madre
superiora. Cuando los amos de mi madre viajaban a Palma ella viajaba con ellos
y, si coincidía con mis vacaciones, viajaba yo también a Mallorca intentando
pasar desapercibida para que los señores no se molestaran. Emboscada en la
cocina fui aprendiendo algunos secretos e intentando ser útil. Mallorca era el
paraíso en la medida en la que era el único momento en el que, de seguido,
podía estar con mi madre, acompañarla a la compra, pasear por las callejas del
barrio antiguo, visitar a las tías de Sineu, incluso en ocasiones especiales ir
a comer un arroz a la playa, aunque mi madre, de la que heredé cierta
propensión a la gordura, se encontraba muy incómoda en la playa.
Rogué que los puestos del
mercado se mantuvieran como habían estado cuarenta años antes, que se
mantuviera abierto el puesto de carnicería que solía despachar a mí madre, que
los oficios fueran hereditarios y que, de la misma manera en la que yo había
heredado las tareas de la cocina, el carnicero hubiera transmitido a sus hijos
el puesto y las habilidades inherentes al mismo. Mis ruegos fueron atendidos.
Pedí por perdices, el
carnicero me miró escandalizado, «no sabe señora que está prohibido cazar
perdices en agosto»;«Soc la filla de la Cati Alomar», le dije en mallorquín.
«Haber empezado por ahí. Vendértelas no te las podemos vender, pero nada impide
que si un par o tres de perdices cayeran por casualidad en un cesto de la
compra, no te las pudieras llevar. Las perdices son aves caprichosas, como bien
sabes».
Y así fue, dejé en el suelo,
en una esquina cerca de la puertecilla de salida del puesto, mi cesto de la
compra; el carnicero desapareció unos segundos y como por arte de magia en el
cesto aparecieron tres perdices hermosas, sin limpiar, eso sí. Pedí 400 gramos
de panceta cortada en lonchas y dejé sobre el mostrador tres billetes de 20
euros, precio excesivo para la panceta pero acorde con el resto de la mercancía.
En esta vida casi todo es
sobornable, casi todo menos los ciclos de algunas plantas, por eso no pude
conseguir alcachofas frescas, aunque había unas conservadas en aceite y
envasadas al vacío que podrían servirme para terminar de rematar el plato.
Compré en la pescadería una
sepia mediana, fea y negra como un pecado, ajos y verduras frescas.
De regreso a Villa Amaranta y
una vez los señores marcharon a la playa me dispuse desplumar, eviscerar y deshuesar las aves, una tarea desagradable,
sobre todo en verano. Toda sisa era poca cuando los amos son unos
desconsiderados, por lo que pasé por la despensa y elegí tres botellas de
borgoña que pasaron a descansar debajo de mi cama.
Encendí el horno, lo programé
a 200º, puse en una bandeja los huesos y las carcasas de las perdices, con un
chorreón generoso de aceite. Cuando el horno estaba caliente bajé la
temperatura un poco – a 180º - y las dejé tostándose.
Pasé por el chorro de agua
dos tomates, una cebolla partida en dos, un puerro partido también en dos, un
trozo de apio, 5 ajos. Terminé de picar bien la verdura y puse aceite de oliva
en una cacerola grande, sofreí todo unos minutos, hasta que los trozos de
cebolla y de puerro quedaron casi transparentes. Retiré la cacerola del fuego.
Dejé que reposara 3 minutos y después le añadí 5 litros de agua mineral. Llevé
de nuevo la cazuela al fuego, fuego vivo, y esperé a que rompiera a hervir para
bajarlo un poco.
Cuando los huesos y la
carcasa de la perdiz quedaron tostadas las saqué del horno y las pasé al caldo
donde cocían las verduras; en la bandeja del horno en la que había dorado los
huesos puse tres cazos del caldo de cocción para aprovechar los restos que
quedaron, rasqué el fondo bien con una cuchara de madera y el líquido lo pasé
de nuevo a la cacerola que seguía hirviendo. Abrí una botella del mejor burdeos
tinto que quedaba todavía en la bodega y la vacié casi por entero en el caldo;
reservé una copa para mí, para apurarla mientras seguía la cocción. No hay que
descuidar el caldo, conviene quitarle la espuma que se va formando en la
superficie, esos espumarajos pardos acumulan elementos que amargan y enturbian.
Fui generosa con la sal y
dejé que el caldo redujera más de la mitad, hasta que quedó un caldo oscuro
denso y pegajoso.
Escurrí bien el contenido de
la cazuela y conseguí tener dos litros justos de fondo oscuro, estupendo para
la base de mi arroz con perdices.
Los señores regresaron pronto
de su excursión matinal, venían acompañados por sus invitados, no muy distintos
de ellos, un matrimonio con dos hijos. La mujer rubia a morir, pelo largo,
mechado, con un biquini de color dorado que exageraba todos sus defectos y
duplicaba su edad. Él marido respondía a un estereotipo similar al del Swann
con la variante de que junto con la sonrisa perenne y la ristra de pulseras de
colores en el brazo izquierdo – regalos de los niños -, iba con el cuello de un
polo color naranja levantado a la italiana, un toque gracioso para un
quinceañero pero patético para un cincuentón panzón.
Los duques de Guermantes eran
fáciles de calificar, ella era un pendón desorejado que se cepillaba cualquier
cosa con pantalones, no sé si por despecho o si por llamar la atención; lo que
era evidente es que no disfrutaba de los placeres de la promiscuidad, alegres
como fiesta entre semana, sino que utilizaba esa promiscuidad como un modo de
pasar el tiempo, parecido a quien se entretiene haciendo crucigramas. El duque
era un sujeto fatuo, frívolo y pagado de sí mismo, que dejaba pasar el tiempo
como si nada le preocupase.
Los señores de Swann eran más
complicados de catalogar, era evidente que jugaban a ser la pareja perfecta, la
sonrisa impoluta, la frase amable, el arrumaco cariñoso entre ellos y con los
niños; rezumaban tanta felicidad que resultaban pringosos.
Y con ese pringue ase asomó
el señor de Swann con el sujeto de polo naranja para olisquear en la cocina. «Es
una cocinera increíble», me presentó. «Se hace lo que se puede», contesté. «Le
encargué un arroz de perdiz pensando que era una tarea imposible y aquí lo
tenemos ya casi en la cazuela». «No me sea zalamero, señor», intenté sacudirme
sus halagos; «tomen una copa de este borgoña, ha salido excelente, he utilizado
media botella para darle un poco más de profundidad al caldo». «Lo que te iba
diciendo, una maga de los fogones… Cati, por favor, pártenos un poco de queso y
ponnos unas almendras para que no se nos suba el borgoña; lo tomaremos en la terraza».
Partí el queso, puse en un
plato las almendras fritas, las cubrí con unas lonchas de jamón de pato y le
pegué una voz a Pom para que llevara que llevara la bandeja a la terraza. Mis
servicios no alcanzaban la ronda por la terraza. Rellené mi copa de nuevo y
seguí con mis tareas.
Piqué en dados la carne de la
perdiz y la panceta, dados pequeños, los salpimenté y los pasé por una sartén
grande con un poco de aceite de oliva. Fuego fuerte, se trataba de que se rehogaran,
no de que se cociera la carne.
Cuando la carne había cogido
color le añadí dos cebollas picadas, un pimiento verde y otro rojo también
picado, tres dientes de ajo. Se baja el fuego al mínimo posible y se deja
cociendo suavemente una hora y media. Se ralla un tomate maduro sobre la sartén
y se deja cocer todavía media hora más.
Los tiempos de cocción del
plato eran largos, lo suficiente como para que el señor de Swann y su invitado
pudieran hacer alguna visita más a la cocina, el señor se las daba de gran
gourmet ante su amigo y tuve que soportar paponadas de todo tipo alrededor de
las bondades de mi caldo y los requisitos de un buen arroz de caza. Les anuncié
que la cena se serviría un poco antes de la hora habitual, que el arroz era un
plato pesado que requería una digestión larga. Fui preparando una crema de
pepinos como primer plato y un poco de sepia al ajillo. Si les parecía bien
acompañaríamos la cena primero con un albariño previamente refrescado y después
con el mismo borgoña con el que había estado guisando y del que ya habíamos
dado cuenta con varias copas, tanto ellos como yo. En la medida en la que veía
cómo se me iba soltando la lengua, efectos del alcohol, fui recluyéndome en la
cocina y al final cerré la puerta para evitar interferencias en el tramo final.
Dios gracias los de Guermantes permanecían tranquilos en la terraza bebiendo
daiquiris y comendo almendras mientras aprovechaban los últimos rayos de sol de
la tarde.
Abrí el paquete de alcachofas
conservadas en aceite, venían ya cortadas, aproveché el aceite para saltearlas
en otra sartén con el arroz – tipo calasparras -, añadí el sofrito de verduras
con carne y lo mezclé bien.
Quedaba por añadir el caldo
de perdiz, lo mantenía cociendo en un cazo aparte. Había previstos 8 comensales
por lo que puse 10 tazas de café de arroz y 22 del caldo de perdiz - se trataba de que quedara un punto meloso -.
Los primeros diez minutos el fuego estaba vivo, los cinco siguientes más
suaves. Fui removiendo ligeramente con un cucharón de madera.
Mientras se cocía el arroz
limpié la sepia y la corté en tiras muy finas, como si fueran tagiattelles.
Aderecé las tiras de sepia con sal, aceite de oliva y una cucharada de salsa de
soja.
Cuando el arroz estuvo en su
punto lo pasé a una gran bandeja de porcelana, con las tiras de sepia por
encima y un poco de perejil picado.
Los deseos del señor de Swann
se habían cumplido. Cenaron bien caer el sol, apuraron dos botellas de borgoña
y algún que otro whisky con sabor a turba.
Yo me retiré rápido a mí
habitación, dispuesta a seguir revisando el catálogo de Chardín,
arrepintiéndome de no haberle dedicado más tiempo a las salas de Chardín cuando
me paseaba de adolescente por el Louvre.
Apuraba tranquilamente los
posos de la última copa de coñac cuando la duquesa de Guermantes tocó de modo
repetido la puerta de mi habitación mientras me anunciaba, nerviosa, que mañana
por la noche vendría a cenar un ministro.
«El ministro, el ministro»
hipaba «los Charlús nos han confirmado que mañana viene a cenar el ministro»,
seguía hipando «Cati, Cati, mañana tenemos que dar de cenar al ministro».
Me levanto de una siesta "reglamentaria", para mí es sagrada y uno de los mayores placeres de la vida, y leí tu entretenido capítulo y claro se me hacía la boca agua mientras leía la preparación de ese estupendo arroz de perdiz y bien regado por cierto, tienen buenos caldos en la bodega. Que pena no poder tener aquí una buena "Cati". Jubi.
ResponderEliminarLo que más me gusta son los recuerdos de Cati en Mallorca de niña, creo que todos llevamos encima la memoria secreta con nuetras madres. Enhorabuena y gracias por alegrarme el desayuno.
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