Un verano en Mallorca (7ª
jornada).- Morir es ser falsificador, porque es la falsificación de un hombre
el que no tiene vida de un hombre: pero falsificar la muerte, cuando un hombre
vive por eso, no es ser una falsificación, sino ciertamente la verdadera y
perfecta imagen de la vida.
Fue una pena que la baronesa
de Charlús hubiera preferido no convertirse en un cadáver, un cadáver hubiera
transformado por completo el verano, habría terminado con las imposturas. Un
asesinato habría llenado de policías Villa Amaranta, todos y cada uno de los
señores hubieran tenido que construir su verdad y dudar de la verdad de los
otros. La sospecha se habría instalado en el palazzo y quién sabe uno o incluso
varios de los amos habrían pasado por los calabozos, un contrapunto a su
confortable estancia en Villa Amaranta.
Si un asesinato daba una
tonalidad distinta al verano, un accidente probablemente le habría dado mayor
profundidad, quizás habría perdido el toque misterioso de la investigación,
pero un accidente habría sin duda minado mucho más la casi inexistente
moralidad de mis señores; el accidente no habría evitado la reconstrucción
policial, el jaleo mediático de una muerte inexplicable en mitad del plácido
veraneo mallorquín, además hubiera culpabilizado a todos ellos, puede que
incluso a mí, de los últimos y fatales momentos de la baronesa.
La muerte accidental de la
baronesa nos habría obligado a todos a reconstruir las últimas horas, las
últimas acciones y omisiones. Quizás la duquesa se arrepintiera de haber
seducido al barón; el barón se habría preguntado de la razón que le había
llevado a abrir las últimas botellas de champagne, haber obligado al resto de
comensales a apurar las últimas copas. Los señores de Swann tal vez se hubieran
sentido culpables de haber abandonado precipitadamente la sobremesa, no haberse
percatado de las consecuencias finales de una alegre cena de amigos
aparentemente cordiales. El duque sin duda hubiera sentido haber invitado a la
baronesa a bajar al embarcadero, proponerla un baño desnudos, nadar hasta la
playa y dormitar en el suelo hasta el amanecer. El duque se hubiera convertido
en la última persona que vio viva a la baronesa antes de que desapareciera en
el mar.
La angustia de las horas de
espera habría tenido mayor sentido de haber aparecido el cadáver de la
baronesa, la espera no habría sido en vano.
Sin cadáver el episodio de la
quinta jornada no hubiera quedado en un momento frívolo, casi cómico, de ver
subir a media mañana a la baronesa completamente desnuda, amodorrada y molesta
porque hubiera retirado sus ropas de la caseta del embarcadero.
Un cadáver seguramente habría
derribado la colina inexpugnable en la que llevaban años instalados los duques
de Guermantes y los señores de Swann, probablemente su imagen desencajada en
los diarios estivales, ávidos de noticias sobre todo morbosas, les habría
convertido en unos parias sociales, les habría alejado incluso de mi mundo, el
de los súbditos y discretos servidores. Un cadáver tal vez les hubiera
humanizado, de manera trágica eso sí.
Cati, la pobre Cati Alomar, no
había sido premiada con un cadáver flotando a la entrada de una playa recóndita
a principios de un agosto cálido; no había sido recompensada con un muerto que
pesara sobre las conciencias de los señores, que les hubiera obligado a buscar
complicidades entre ellos, tal vez conmigo. Un cadáver les hubiera obligado a
abandonar el confort de la terraza y buscar el refugio de las habitaciones con
las ventanas cerradas, fuera de los objetivos de los fotógrafos furtivos.
Si tanto añoraba un cadáver tal
vez estaba al alcance de mi mano conseguir uno; las cocineras tienen a su
alcance ingredientes letales que pueden fulminar a los estómagos más
resistentes; un cuchillo afilado introducido correctamente entre el omoplato y
las costillas superiores puede reventar de un pinchazo certero el corazón más
en forma; incluso en las tardes o noches de borrachera un certero empujón puede
precipitar a la muerte a un amo o ama descuidado.
Los cadáveres que estaban a
mi alcance no tendrían la elegancia de un muerto flotando a la deriva en un mar
calmo y azul; el rictus de un envenenamiento, por sofisticado que fuera, queda
lejos del fantasmal rostro hinchado de un ahogado marino; y la sangre, la
sangre, es tan escandalosamente roja que desconfigura a cualquier muerto.
Aunque pudiera llegar a
considerar el asesinato como una de las bellas artes, me faltaba talento para
el crimen; debía conformarme con el talento mediocre de ser una matarife de
gallinas y de conejos, verdugo de langostas y bogavantes. Por mucho que pudiera
especular me faltaba talento para el crimen y tampoco había tenido nunca el
arrojo para un homicidio pasional, me había acostumbrado a una vida sin pasión.
Una vida carente de pasión,
ni la había tenido ni la había generado, a lo sumo me había conformado con las
migajas de algún encuentro casual, de algún amante lerdo y timorato. No había
despertado pasiones, tampoco recuerdo haberlas tenido; eso si había conseguido
despertar algún interés trabando un buen pil pil o consiguiendo un punto correcto
en el almíbar que podía endulzar un bizcocho.
Poco a poco me había recluido
en mi cocina, en los secretos de los fogones y sólo allí conseguía un gesto de
admiración o de respeto. Cati la cocinera, Cati la gorda, Cati la vieja, Cati
Tafal.
Mentiría si dijera que tuve
una infancia dura, mi madre me protegió y puso a mi alcance todo aquello de lo
que ella carecía; tuve una adolescencia cargada de cumplidos y de oportunidades
aunque mi físico y mi personalidad, por entonces apagada y huidiza, me alejaron
de los focos pasionales, ni como receptora ni como generadora de pasión. Con
suerte el paso de los años habían conseguido sintonizar mi físico con mi vida,
escondida bajo un mandil o con una bata ancha de color gris perla o azul pálido
me convertía en un cacharro más de la cocina.
Llegados a este punto en mis
reflexiones comprendí que me había pasado en mi dosis de coñac de la noche
anterior, incluso los licores más nobles pueden terminar por causar estragos en
el cuerpo y en el alma de mayor fortaleza.
Amanecí con la boca pastosa,
la garganta seca, la espalda dolorida y la cabeza invadida por densas telas de
araña. De haber tenido un impulso de pasión me habría levantado presta y habría
acuchillado a los señores de Swann y a los duques de Guermantes con tajos
certeros, sin darles tiempo a despertar. Pero como me faltaba talento para el
asesinato opté por darme una ducha de agua fría, tomarme un café bien cargado y
bajar a comprar ensaimadas y croissans a los señores.
Tuve que tomarme otro café en
el pueblo, un café eso sí alegrado con un chorrito de ron; cargué la cesta con
la bollería más selecta y marché hacia la pescadería, dispuesta a gastar lo que
fuera necesario para dar satisfacción a mis señores.
Cuando entré en la pescadería
estaban descargando unos mejillones con una pinta estupenda. Las aguas
mallorquinas probablemente no sean buen criadero de mejillones, aunque ahora
instalan bateas en los sitios más extraños. Lo cierto es que aquellos
mejillones tenían un aspecto magnífico, no eran muy grandes, la concha limpia
de un intenso y brillante color negro, cerrados herméticamente. Compré tres
kilos, menos no merece la pena. Además compré cigalas, dos serviolas grandes y
un san pedro que aseguraban que había sido pescado pocas horas antes.
De regreso en Villa Amaranta,
cuando todavía no habían despertado ni tan siquiera los filipinos, empecé mis
tareas de cocina.
Puse los mejillones en la
pila y abrí el chorro de agua para que se limpiaran bien; lo más desagradable
es quitarles los filamentos estropajosos que les crecen entre las valvas, si el
mejillón tiene el aspecto del sexo de una mujer está claro que esos pelos sólo
podrían ser pelos de coño.
Lavados y depilados, dejé los
moluscos en un barreño en un lugar fresco de la cocina, un balde con agua y dos
puñados generosos de sal gorda; tendrían que reposar un par de horas para
eliminar del todo la arena. Conviene esmerarse en el preparado de los
mejillones para evitar sorpresas.
Pasado ese tiempo los escurrí
de nuevo bajo el chorro de agua. Ya estaban preparados. Los envolví en paños humedecidos
y los acomodé en la nevera para que resistieran bien hasta la hora en la que
fueran cocinados.
A última hora de la tarde
desembarcaron los señores, con sus ruidosos hijos, fueron directamente a la
piscina y allí estuvieron un buen rato con bromas, chanzas y jaleos. Me
arrepentí de no haberles acuchillado, troceado y almacenado en las cámaras
frigoríficas de la casa, eso me hubiera permitido disfrutar de una verano
plácido en Mallorca, aunque para que el plan fuera perfecto tendría que haber
liquidado también a los filipinos. Mucho muerto para mi frágil iniciativa.
Volví a mis quehaceres y
después de sacar algunas frutas y sándwiches para aplacar los apetitos
desmedidos del anochecer, busqué la cazuela más grande de la casa – tres kilos
de mejillones son aparatosos de manejar -; puse un chorro generoso de aceite de
oliva y 75 gramos de mantequilla, el fuego no muy fuerte. Piqué una cebolla,
abundante perejil, una hoja de laurel, una pizca de tomillo, una cucharadita de
curry, una pizca de hinojo, un diente de ajo picado, sal, pimienta y una
cucharada de harina, que sirve para blanquear un poco la carne del mejillón y
engordarla, la harina hace que la carne de los mejillones casi doblen su
volumen.
Removí la cazuela bien
durante 5 minutos con una cuchara de madera, pasados los cinco minutos le añadí
un vaso colmado de vermut blanco seco, podría haberle puesto una copa de vino
blanco o un chorreón de champagne; subí un poco el fuego para que salieran bien
los vapores del alcohol y vertí el cuenco con los mejillones, le di un meneo
con las asas a la cazuela para que se colocaran bien, avivé un poco más el
fuego y esperé a que se fueran abriendo.
En 8/10 minutos, quizás un
poco más, se han abierto la mayoría de los bivalvos, los que no se abran en ese
tiempo conviene desecharlos. Los franceses suelen servir los mejillones sólo
con la concha en la que queda enganchada la carne, por eso me entretuve en
quitarles una de las conchas a cada mejillón mientras los depositaba
cuidadosamente en una bandeja. Los belgas acompañan los mejillones con patatas
fritas – moules avec frites.
Colé el caldo de la cocción y
lo pasé a una cazuela un poco más pequeña, bajé al mínimo el fuego para que
fuera reduciendo. En una sartén puse 50 gramos más de mantequilla y cuatro
cucharadas de harina, hice una especie de roux cremosa a la que fui
incorporando el caldo reducido de haber abierto los mejillones, fui removiendo
con unas varillas hasta que quedó una salsa espesa.
En un bol de cristal mezclé
dos yemas de huevo con media taza de nata líquida, con ayuda de dos tenedores
batí bien la mezcla y luego le fui incorporando la salsa que había preparado,
la salsa estaba templada. Recuperé la cazuela grande y pasé allí la salsa ya
trabada, puse el fuego al máximo para que rompiera a hervir, no debía parar de
remover para evitar que la salsa se pegara al fondo. Corregí de sal y de
pimienta, exprimí medio limón sobre la salsa y le di un nuevo meneo antes de
pasar de nuevo los mejillones a la cazuela para que se impregnaran bien de la
salsa y recuperaran temperatura. Bajé el fuego y dejé que cociera todo tres
minutillos más.
Preparé una buena cantidad de
arroz pilaf, busqué una bandeja grande y formé con el arroz una gran corona, en
el centro irían los mejillones calientes, adornados con abundante perejil
picado.
En el bodegón de Chardín
titulado La Raya el gato en realidad se aleja espantado de la concha de unos
bivalvos.
Solo faltaba Hércules Poirot en la historia, Cati tiene buena imaginación, que suerte poder poner una Cati en nuestra vida tan imaginativa a la hora de cocinar. Que espectacular bandeja de mejillones y que ricos que son, aunque subo de cenar con gusto me comería un buen platito de ellos. Jubi
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