Un verano en Mallorca (4ª
Jornada).- El honor viene sin buscarlo y eso es el fin.
Amanecí a eso de las siete de
la mañana, habitualmente duermo poco y, si he de trabajar, duermo menos aún. Vi
en el patio el coche de los Barones de Charlús, husmeé por la terraza y por el
salón para calibrar el alcance de la noche. Se habían bebido hasta el agua de
los ceniceros. Golpeé firmemente en la puerta de la habitación de Pin y Pon,
tenían tajo para poner el orden el desaguisado de la noche. Yo marché a buscar
pan, desayuno y algunas provisiones al pueblo, patrones con resaca eran piezas
difíciles de lidiar.
A eso de las ocho y media
estaba de regreso, los filipinos se movían sigilosamente por la casa, casi
estaba impecable; les dejé en un plato unos croisans en señal de
agradecimiento. Puse en marcha la primera de las cafeteras.
La primera en levantarse fue
la duquesa de Guermantes, quedó bajo el umbral de la puerta de la cocina y
carraspeó, estaba claro que no quería franquear mi territorio.«Cati, ha visto
usted al señor». Por lo visto el duque de Guermantes había desaparecido, no
sabía muy bien si no había acertado a dar con su dormitorio tras la cogorza de
la madrugada o si había amanecido pizpireto y huidizo.
«No, señora», respondí, «yo
me he levantado pronto y no le he visto. Los coches están todos fuera,
incluidos los de los invitados de ayer». Sin hilar respuesta, dio media vuelta
y marchó a la terraza. «Café, necesito un café y un gelocatil».
Me dejé caer por los
dormitorios de los señores y comprobé que una de las camas estaba intacta, no había pasado la noche con la
duquesa. Se agolpaban los motivos para que el servicio de la mañana fuera
impecable.
Los niños fueron los
siguientes en despertarse, ya estaban preparados los cereales, los zumos y la
bollería más llamativa. La duquesa paseaba inquieta por la terraza ajena al
bullicio que organizaban los niños. Si hubiera tenido la mitad de mano para la
crianza que para darle el punto de
cocción a la pechuga pichón hubiera sido digna sucesora de la señora Von Trap,
no sé si por suerte o por desgracia mi capacidad de empatía con la canalla era
nula o casi nula, aunque a decir verdad no me molestaba en absoluto en run run
permanente de sus juegos y discusiones. Los niños, animales sabios aunque
egoístas, habían establecido su red de alianzas y afinidades entre ellos,
comían a dos carrillos y arrancaban a correr alrededor de la piscina. La
duquesa seguía ajena, mirando al horizonte. El día era escandalosamente azul y
luminoso.
Los señores de Swann no
tardaron en levantarse, lo hicieron muy amartelados, estaba claro que la
procesión iba por barrios; se acercaron solícitos a los niños a quienes besaron
como si llevaran meses sin verlos; finalmente, casi con desgana, se dirigieron
a la duquesa, que seguía de acá para allá, asomándose a la barandilla de la
terraza. «Ha desaparecido, el duque ha desaparecido»; «no te preocupes, seguro
que salió a dar un paseo… Fue tan divertida la cena de anoche… Aguantasteis
mucho más… nosotros estábamos casi agotados… fue tan divertida la cena de
anoche …» La Sra. de Swann se mantenía risueña, divertida y risueña, como si
acabara de conocer a su marido. La duquesa quedó en silencio aunque sus ojeras
y su voz estropajosa delataban que la noche se había extendido más allá de lo
razonable.
El barón de Charlús fue el
último en despertar, al filo de las diez; su rostro delataba los estragos de la
noche, le había crecido una rala barba blanca que lo avejentaba mucho más.
«Habéis visto a la baronesa», a duras penas pudo articular palabras antes de caer
derrumbado sobre una de las butacas; sus hijos salieron de la piscina para
darle los buenos días. «Verdad papá que no nos iremos nunca de esta casa; es
tan divertida». Yo seguía reponiendo parsimoniosamente cada uno de los platos
vacíos de embutido, bollería y pan, cambiaba la cubitera de los hielos en los
que enfriaban varias botellas de zumo y una botella de champagne que había
colocado estratégicamente para que mis patrones pudieran mitigar los rigores de
la resaca, un Kir Royal les hubiera ido de maravilla – nueve medidas de
champagne y una de licor de cassis, con una guinda de adorno -; tampoco iría
mal el socorrido blody Mary, aunque me parecía una provocación colocar una
botella de vozka sobre la mesa del desayuno, en todo caso el servicio estaba dispuesto
para cualquier petición.
Los señores de Swann seguían
empeñados en su excusa “happy flowers” de que todo el que faltaba estaba
paseando felizmente. La duquesa y el barón, cada uno en un extremo de la mesa,
se miraban de reojo y oteaban el horizonte, escandalosamente azul, ajeno a sus
nubarrones. «Sobre todo que los niños no noten nada», rogaba el barón.
Es curioso ver como variaban
las reacciones. La ausencia del duque era asumida, dentro de lo que cabe, como
algo normal, natural, aunque la duquesa y yo compartiéramos el pequeño secreto
de una de las dos camas vacías, un factor que modificaba sustancialmente el
escenario sobre el que debíamos movernos. La ausencia de la baronesa sin
embargo generaba mayores tensiones, en sus códigos de conducta no estaba bien
visto que una señora hubiera hecho mutis por el foro; rápidamente me deslicé
hacia la zona de las habitaciones para corroborar los restos de un posible
naufragio; la habitación en la que durmieron los barones evidenciaba una
intensa batalla campal, las camas unidas y un amasijo de sábanas sudadas y
revueltas entre las que asomaban jirones de ropa interior.
El barón se tomó seguidas dos
grandes tazones de café solo, un café que había cargado más de lo normal. El
desayuno dejaba en suspenso cualquier decisión estratégica. La duquesa reclamó
la presencia de Pin y Pon, a los que ordenó que condujeran a los niños a las
dos piscinas traseras para mitigar el ruido y poder hablar con libertad, los
niños mayores ponían la antena con cierta facilidad intentando descifrar las
razones de la extraña situación.
El duque asomó por la escalera del embarcadero,
llegaba con el mismo polo estridente, subido el cuello en el convencimiento de
que le hacía más moderno, y con las mismas ridículas bermudas con las que había
cenado. Llevaba el pelo revuelto y mojado, la ropa como si hubiera sufrido un
bombardeo. Se dirigió primero a su esposa, a quien besó, «he ido a darme un
chapuzón matutino». Una excusa escueta que la duquesa aceptó como suficiente;
saludo con cordialidad al resto de comensales y jovialmente preguntó: «Duerme
todavía la baronesa», el barón de inmediato informó de la desaparición. El
duque cambió de inmediato el gesto, aseguró no haberla visto durante la mañana
y, después de tomarse un café, bajó de nuevo la escalera del embarcadero,
acompañado por el señor de Swann para rastrear en la caseta cercana al amarre.
Allí encontraron formando un ovillo las ropas de la baronesa, ropa interior
incluida; en el centro del hatillo el reloj de oro – Cartier por supuesto –,
dos anillos de Bulgari, los pendientes de diamante y un discreto colgante.
Descartamos el robo como móvil de la desaparición. También tenía que descartar
la hipótesis de que los barones hubieran pasado una noche de pasión en común se
diluía, lo que no me impedía pensar que en aquella habitación algo de pasión se
había desatado.
El barón llamó por el
teléfono móvil y en el salón, perdido entre cojines, sonó el politono de la
baronesa, un fragmento de una ópera de Verdi. Cerca del teléfono, tirado en el
suelo, el bolso y una copa de champagne medio llena. Estuviera donde estuviera
la baronesa, estaba despojada de cualquiera de sus pertenencias.
Llegados a este punto, en
plena confusión, probablemente la salida más digna – no por ello menos
dramática – era que apareciera flotando desnudo el cuerpo de la baronesa,
enredado en el cordaje de la boya a la que, no en vano, llamaban muerto.
Recordaba haber leído en mi adolescencia una novela de verano en la que la
aparición del cadáver de una mujer desnuda desencadenaba el relato. El cuerpo
de la baronesa le hubiera dado otra densidad al verano.
El barón estaba completamente
desasosegado, buscaba las confidencias de la duquesa; el duque dormitaba en la
tumbona y los señores de Swann se ocupaban de los niños, con los que habían
organizado unos juegos de piscina a base de carreras buceando y una absurda
Gymcama que les obligaba a transitar sobre colchonetas y flotadores de todo
tipo.
Barón y duquesa debatían
sobre el tiempo prudencial que debían dejar pasar antes de avisar a la policía;
el barón, prudente, creía que se podía aguardar al atardecer y que no se debía
descartar que la baronesa estuviera dormitando en la playa; la duquesa, más
alarmada, era partidaria de llamar de inmediato a la policía, de inmediato “ma
non tropo” ya que antes debían reconstruir las últimas horas de la noche, tarea
complicada.
Los de Swann completaron
rápido la indagatoria nocturna, allá las dos de la mañana, antes de abrir la
enésima botella de champagne, se retiraron a sus estancias y se amaron hasta
casi el amanecer; cierto es que escucharon algunos ruidos pero permanecieron
ajenos al exterior.
El duque recordó haber puesto
música y haber bailado indistintamente con la duquesa, con la baronesa e
incluso, en algún pasaje, con el barón. Luego se empeñó en darse un chapuzón a
la luz de la luna, primero en la piscina y más tarde en el mar. La baronesa le
acompañó en su aventura y bajó al embarcadero con una botella de champagne y
dos copas. El barón y la duquesa seguían bailando y en ese punto se interrumpía
su memoria, incapaces de reconstruir las horas siguientes.
Yo seguía suministrando
líquidos y seguía vigilando la botella intacta de champagne. Seguía mirando al
horizonte en busca de un cadáver que les diera una salida digna a aquel dislate
de mañana que sucedía a un mayor dislate de noche. Habían quedado en suspenso
las excursiones diurnas y tocaba preparar comida para la afligida tropa, nada
mejor que unas supremas de salmón confitados en escabeche de cítricos y quinoa,
una sesión de cítricos iría estupendamente a los ánimos de mis señores, a sus
tribulaciones; los cítricos y la botella de champagne. De segundo plato les
prepararía un sencillo suquet con las gambas que habían sobrado de la noche
anterior, un suquet de gambas y pescado con unas patatinas cocidas en el propio
caldo de pescado.
Mientras anunciaba el menú a
la duquesa emergió desnuda, salida del embarcadero, la duquesa, desnuda y
empipada como un mono porque alguien le había robado las ropas que había dejado
en el embarcadero, intolerable. Era tan intenso su enfado que su desnudez pasó
desapercibida. El barón corrió presto a abrazarla y ella le rechazó con desdén:
«Ya hablaremos tú y yo». Se zambulló en la piscina y al salir tuvo un gesto
amable, una pequeña complicidad, con el duque, que seguía dormitando en la
tumbona ajeno al mundo, aunque no a la desnudez de la baronesa.
El silencio del barón y de la
duquesa, la dignidad de la baronesa y el duque en el devenir de su resaca
evidenciaba que redentores y redimidos de aquella farra nocturna debían ser
trastocados. El duque durmió solo hasta el amanecer en su estancia, la baronesa
cayó abotargada en el embarcadero donde dormitó hasta el amanecer, ambos
nadaron desnudos hasta la playa cuando salía el sol y permanecieron desnudos sobre
la arena, esperando a que el barón y la duquesa agotaran y agostaran sus
calenturas en el palazzo.
La mañana estaba casi por
completa superada, no eran previsibles más sobresaltos así que puede regresar a
la cocina para hacer la comida. Tenía un paquete de quinoa – 250 gramos, mitad
blanca, mitad negra – la coloqué en un gran colador y la limpié bien con agua
corriente para eliminar así cualquier amargor; la puse a hervir con medio litro
de agua. Pasados quince minutos la volví a colar y escurrir, le añadí una pizca
de aceite y la dejé reposando en un bol.
Para el escabeche de cítricos
utilicé dos tiras de piel de un limón terso y amarillo, otras dos de una lima
verde intensa y dos más de una gran naranja; le retiré con la punta de un
cuchillo la parte blanca antes de ponerlas a blanquear llevándolas a hervir
tres veces desde el agua muy fría, enfriada en hielo; les volví a retirar con
la punta del cuchillo la parte blanca antes de cortar las seis tiras de piel en
una fina brunoise.
Exprimí el limón, la lima y
la naranja, pasé los zumos mezclados por un colador para que no quedara nada de
pulpa. Puse la mitad del zumo en un cacillo con dos cucharadas soperas colmadas
de azúcar, lo puse a hervir durante unos minutos hasta que quedó un jarabe
espeso.
Piqué en juliana 2 cebolletas tiernas, 150 gramos de
zanahoria (dos pequeñas) y 150 de calabacín (uno mediano). Puse un chorrito de
aceite de girasol en una sartén y los
rehogué dos o tres minutos con una pizca de sal; cuando la verdura tomó un poco
de color bajé el fuego le añadí 100 gramos más de aceite de girasol, un
chorrito de vinagre de manzana, el zumo de los cítricos que sobró, las tiras de
piel de cítrico, una pizca de pimienta roja y otra de cardamomo; dejé que todo
confitara durante cinco minutos antes de retirarlo y dejarlo enfriar.
Para confitar las supremas de
salmón puse en una cazuela grande y plana las diez supremas desespinadas y sin
piel, las cubrí con aceite de girasol y con unos trocitos de piel de cítricos;
debía cocer a 50 grados durante 15 minutos, luego dejé escurriendo las piezas
de pescado sobre una rejilla para que eliminaran los restos de aceite.
Sólo me quedaba presentar el
plato en una bandeja en la que las piezas de salmón iban colocadas en uno de
los extremos, en el otro la quinoa mezclada con el escabeche de cítricos. Dos
cebolletas más partidas en cuatros y pasadas por una parrilla con un chorrito de
aceite. Por encima de todo el plato el jarabe de cítricos y unos pétalos de
flores que recogí del jardín, pétalos rojos y amarillos. El plato quedaba
prácticamente idéntico al preparado por los hermanos Roca.
Añorosa de cadáveres hube de
conformarme con los de Chardín.
No había finalizado la comida
cuando la duquesa, desde el quicio de la puerta de la cocina, me pidió que
sacara algunos aperitivos, los niños comerían antes un poco de arroz y tiras de
pechuga de pollo empanadas, Pin y Pon las servirían en las piscinas de atrás.
En la terraza delantera las
cosas volvían poco a poco a su orden; el señor de Swann había abierto la
botella de champagne, el barón de Charlús necesitaba del duque para sus
negocios, la duquesa estaba fascinada porque el barón había prometido que
traería a un ministro a cenar, un ministro que veraneaba en una playa cercana. La
palabra ministro alborotó a los patrones que empezaron a fascinar con lo que
podría ser una jornada ministerial en Mallorca.
El barón y la duquesa
evitaban la proximidad e incluso las miradas, todavía no habían deshecho el
revoltijo de pasiones de la noche anterior y no guardaban ningún recuerdo
nítido. La baronesa y el duque, sin embargo, cruzaron algunas miradas, incluso
roces en la piscina, sus recuerdos eran mucho más nítidos y sus cuerpos
desnudos durante el amanecer habían trabado una divertida alianza, divertida y
azul como lo fue todo aquel día.
Por Dios, que tensión! No pueden ser más frecuentes los capítulos? Aquí desayunando en la otra punta de España, pan gallego y mermelada casera de ciruela con una lluvia fina cayendo...
ResponderEliminarMovidito verano se la presenta a "Cati", pero no se lo pasan nada mal los "duqueses, baroneses y demás satélites, eso sí, con los estómagos bien servidos y regados con buenos caldos, ese salmón confitado debe de estar divino, no tardes en exponernos el siguiente capítulo. Jubi
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