UN VERANO EN MALLORCA (3ª
Jornada).- Que sea vieja, tanto más digna es de compasión, sus canas dan fe de
ello, pero que sea una putañera, lo niego perentoriamente. Si el vino de
Canarias con azúcar es una falta, ¡Dios ayude a la malvada! Si ser vieja y alegre
es un pecado, entonces más de un viejo compadre que conozco está condenado: Si
ser gordo es ser odiado, entonces hay que amar a las vacas flacas del faraón.
«Invitados. Invitados. Llegan
los primeros invitados». La duquesa de Guermantes correteaba por la casa como
una gallina descabezada; eran las ocho de la mañana, me pilló en la cocina
haciendo café, mi café; el café de los señores pensaba prepararlo más tarde. La
duquesa se había olvidado de decirme que sobre las once llegarían unos amigos,
a los que decidí identificarles como los barones de Charlus – debía mantener mi
pacto de confidencialidad.
Tenía que estar previsto
algún «refrigerio» para cuando llegaran, el almuerzo lo harían en el barco, más
bien «picoteo»; eso sí, por la noche tenían que «epatar». Por lo visto el barón
era un afamado gourmet. Refrigerio, picoteo, epatar. Cuando la duquesa
pronunciaba estas palabras fruncía los labios con las e, no sé si porque quería
afrancesar las frases o porque el botox de los morros le impedía controlar el
juego de los labios, aunque a lo mejor no era botox sino los nuevos
tratamientos con microhilos de oro.
Había tenido la prevención de
tomar el teléfono de una de las pescaderías del pueblo, llamé de inmediato para
realizar un pedido extra, la ventaja de no tener que pagar de mi bolsillo es
que me permite ser generosa y no preguntar por los precios. Sabía que si
empezaba la cena con un plato de gambas a la plancha el éxito estaba
garantizado, no es barato conseguir gamba fresca en Mallorca en el mes de agosto,
garantizar la compra de casi tres kilos de gambas ya a las nueve de la mañana
le daba a la pescadera cierta paz de espíritu. Hasta tal punto llegó su
amabilidad que se comprometió a traer el pesado a mediodía, conocían la casa a
la perfección, supongo que así se aseguraban de que, por un olvido, les dejara
colgado con un pedido de más de 300 euros en pescado.
El plato de fuerza sería una
bullabesa - «bouillabaisse» en palabra de la duquesa -; a lo largo de mi vida
habría hecho cerca de un millar de sopas de pescado, todas iguales, todas
distintas; le di un vistazo al libro de Julia Child, por sí tenía algo que
aportarme. El toque de la presentación se lo daría preparando un pastel de
pescado en vez de los pescados hervidos y desmadejados de la presentación
habitual.
La base es la habitual de una sopa de pescado: Una
cebolla picada fina y un puerro también picado; se rehogan en una gran olla con
un chorro generoso de aceite de oliva.
Cuando la cebolla lleva 5
minutos pochando se le añaden 4 dientes de ajo pelados y majados con una pizca
de sal un poco de perejil, también se
añaden 4 tomates de pera maduros pelados, despepitados y troceados.
Se baja un poquito el fuego y
se deja sofriendo 5 minutos más.
Llega el momento de rehogar
un pelín el pescado, aquí la Sra. Child, que sin duda no se preocupaba tampoco
de las facturas, recomienda utilizar al menos 6 tipos distintos de pescados de
la zona. Yo encargué una lubina fresca de 350 gramos, un pedazo de congrio, un
cabracho de 350 gramos, tres salmonetes pequeños, una lluerna, media cabeza de
rape y un lomo también de rape. Todo el pescado que recibí llegaba limpio y
desescamado. A las dos de la tarde estaba la furgoneta entrando en la finca, a
las tres de la tarde empezaba a cocer el fumet, pero antes habían sucedido
muchas cosas.
Mientras los señores
terminaban de desayunar planifiqué la jornada y me dirigí a la terraza para
intentar apaciguar los ánimos; la Sra. de Swann me dirigió una sonrisa y me
dijo «es usted el sol»; la duquesa seguía tan azorada que pareció no entender
que todo estaba controlado y fue la Señora de Swann la que le tuvo que decir: «No
te has enterado de que Cati lo tiene todo controlado». Los señores, ajenos al
conflicto, comentaban las noticias que leían en el Ipad, el duque de Guermantes
puso en antecedentes a su amigo sobre quienes les visitarían en unos minutos,
cuatro referencias laborales, tres amigos comunes, unos estudios similares,
madridista acérrimo… en definitiva «uno de los nuestros».
No habían dado las once
cuando los barones de Charlús, dos niños incluidos, entraban a la finca en su
gran ranchera, bajaron impolutos y sonrientes – aquella mañana todo el mundo
estaba obligado a sonreír -; los filipinos, sabiamente dirigidos por la
duquesa, realizaban labores de jardinería podando los setos que daban a las
piscinas traseras, no tenían ni la más remota idea de los tiempos y hábitos de
poda de las vides pero la duquesa consideraba que quedaba elegante que el servicio
estuviera preocupado por las plantas.
Yo había terminado de organizar
una mesa buffet con el desayuno, decidí servirlo personalmente para así terminarme
de ubicar. Observé cómo la duquesa presentaba a sus amigos mientras animaba a
los niños a coger algo de bollería y darse un chapuzón. En una forzada
coreografía y previo mensaje del duque, el marinero malayo subió a la terraza
para anunciar que a las doce el barco estaría preparado.
Aplicando el oído mientras
fingía reponer las bandejas de fiambre desentrañé alguno de los misterios de mi
trabajo de verano. Los duques de Guermantes y los Señores de Swann apenas se
conocías, de hecho las esposas se conocieron quince días antes de iniciarse las
vacaciones. El duque de Guermantes y el señor de Swann habían sido compañeros
de colegio mayor durante los años que estudiaron en Madrid, jugaron juntos al
rugby, trasnocharon y se emborracharon en alguna ocasión. Perdieron el
contacto, pero no la pista, durante años. El duque terminó sus estudios de
economía, luego marchó a Estados Unidos donde se terminó de formar; el señor
había optado por el derecho y casi de inmediato había entrado en una firma
internacional de la que ya era socio director en Madrid. La empresa en la que
el duque hacía las veces de director financiero había contratado los servicios
del despacho que gestionaba el de Swann, estaban enfrascados en una compleja
refinanciación por la que Swann pensaba facturar a su amigo más de tres
millones de euros, para sellar el reencuentro y seguramente para garantizar que
no sería protestada la minuta que en octubre pensaba facturar, el de Swann había
invitado a los Guermantes a compartir vacaciones en un palazzo alquilado en la
costa oeste de Mallorca. Técnicamente el anfitrión era el de Swann pero estaba
claro que cualquier capricho de los Guermanentes se asumiría como una
prioridad.
El barón de Charlús
pertenecía a la misma camada, hombre de influencias y contactos, probablemente
habría jugado algún partido de Rugby con Swann, no en vano había estudiado en
un colegio mayor cercano. No era difícil que en pocos minutos se forjaran un
pasado común y cientos de miles de coincidencias. Las señoras se refugiaron en
el socorrido tema de la educación de los niños y en la evaluación de los
campamentos de verano más prestigiosos, un aperitivo que les aseguraba la admisión
de los niños en cualquier de las Universidades de la Ivy League, los
campamentos estaban organizados por fundaciones afines a esas universidades lo
que permitía que niños de apenas 8/10 años, previo pago de una sustanciosa
fortuna, tendrían asegurada su admisión en Yale, Columbia, Brown, Cornell,
Harvard, Princeton, Pensilvania o Dartmouth. Los niños, ajenos a los planes de
sus padres, jugaban en una esquina con sus maquinitas, forjándose un futuro
común que les permitiera quizás diez años después, cuando tuvieran el culo
helado soportando el noviembre gélido de Massachusetts, poder recordar la
mañana que pasaron en Mallorca.
Poco después de las 12 la
terraza se despejó, advertí a Pin y a Pon que si querían comer sería mejor que
se ocuparan ellos de recoger los restos del desayuno. Las tensiones de la
mañana justificaban que me obsequiara con un Negroni relajante en la terraza,
un Negroni, unas almendras fritas expresamente para la ocasión y unas lascas de
jamón de pato; incluso me di un remojón en la piscina, tan gustoso que me oriné
a la salud de mis patrones, era un modo sencillo de compartir con ellos mi
alegría por servirles.
A veces estereotipar a aquellos con los que tienes que convivir
o trabajar es una manera muy sencilla y un tanto cobarde de alejarse de la
gente. La proximidad, el acercamiento a las personas suele abrir un abanico de
matices que pueden conducirte irremediablemente al cariño, incluso al respeto a
los demás. Los estereotipos habían sido siempre mi escudo protector, escudo que
justificada presumiendo que los demás también me estereotipaban a mí, así lo
habían hecho toda la vida, la Gorda Cati, Cati Tafal, la solterona de los
fogones … todos estos apelativos, no muy amables, los había tenido que
escuchar, a veces a bocajarro. Tal vez había sido muy severa con ellos, sobre
todo con los de Swann; él era claramente un estafador que perpetraba su plan
para minutarle tres millones de euros a su compañeros del alma a base de paseos
en barca y chapuzones viendo anochecer. Ella era una superviviente, no muy
distinta de lo que, a mi modo lo era yo.
Relajada, recién orinada y
apurando las heces de mi negroni llegó la pescatera con el pedido presentado en
unos cajones de polispan cubiertos de hielo. Abrí el cajón de los billetes,
aquel que me había enseñado el señor, y saqué tres billetes de cien euros.
Momento de retomar mi receta.
El pescado limpio,
desescamado y eviscerado. Corté las piezas grandes con un gran cuchillo, cada
pescado en 2 ó 3 piezas; la ocasión obligaba a flambear el sofrito con un
chorro generoso de coñac francés – no utilicé el brandy que tenía escondido en
el armario de mi cuarto, seguro que Francoise Mitterant lo hubieran considerado
un sacrilegio. La receta de la Child no dice nada de flambear el pescado.
Una vez se apagó la llama
azulada del flambeado añadí dos litros y medio de agua, una hoja de laurel,
unas ramitas de perejil, unas hojas de albahaca, un trozo de hinojo de apenas
un par de dedos de ancho, unas hebras de azafrán, una tira de piel de naraja –
cuidando que no arranque nada de la parte blanca que hay entre la piel y la
carne -, una pizca de pimienta y otra de sal.
Hay que dejar hervir el pesado
durante minutos a fuego vivo y después colarlo, apretando un poco los restos
del pescado para que suelte su jugo. Ya tenía preparada la base de la
bullabesa.
Antes de servir la sopa le
daría un nuevo hervor – 5 minutos -, rectificaría de sal, prepararía unas
rebanadas muy finas de pan blanco que tostaría unos minutos en el horno. Además
prepararía un alioli denso y una mayonesa coloreada al final con una cucharada
de pimentón rojo; untando las salsas en las rebanadas de pan terminarían de
darle profundidad al plato.
En vez de servir en bandeja a
parte los restos del pescado hervido preferí hacer un pastel con la carne de
los distintos pescados, mezclados con tres chalotas picadas y sofritas, cuatro
huevos y un vasito de leche ideal, salpimentado todo antes de dejarlo cuajar
durante 25 minutos al baño maría dentro del horno.
Para abrir boca preparé sobre
una cama de sal gorda endurecida en una gran sartén varias tandas de gambas
rojas mallorquinas, que se sirvieron como aperitivo.
No necesité indicación de los
señores para dejar refrescando en grandes cubiteras de hielo tres botellas de
vino blanco de Borgoña – cremoso siempre el cabernet sauvignon – y tres
botellas de champagne – Billecart -, una de ellas rosada.
Antes de retirarme a
descansar me dejé ver por la terraza para recibir el agasajo de propios y
extraños. El señor de Swann al verme levantó su copa y gritó: «Cati. Es usted
el cielo», habían bebido lo suficiente como para que no se lo tuviera en cuenta:
todos brindaron.
Yo me retiré ufana a mi
dormitorio. Cati “Tafal”, la niña que en el colegio paseaba como perdida por el
patio gritando: «Fatal, fatal, fatal», cada vez que se equivocaba en cualquiera
de los deberes, volvía a seducir en los fogones.
Como un gato, siempre en
tensión, estaba convencida de haber convencido a mis patrones del acierto en su
elección del servicio de cocina.
Deliciosa la receta y el relato como siempre. Cada día me gusta mas la Duquesa de Guermantes.
ResponderEliminarQue buen rato nos haces pasar con los capítulos de la novelilla y saboreando en la distancia esa bullabesa. Que pena no poder tener una "Cati" en nuestras vidas, aquí tenemos a una "Alma" que cuando la toca cocina comemos un poco mejor, pero se turna con otra que ni me he molestado en saber el nombre. El cuadro muy aparente y la mirada del gato a la pieza de pescado de lo más elocuente. Jubi
ResponderEliminarLa presentación de la bullabesa la imagino en un plato hondo con un trozo del pastel de pescado en el fondo, la sopa por encima y las rebanadas de pan tostado untadas con allioli y con mayonesa coloreada flotando por encima, correcto? Me parece simplemente espectacular!!!!!
ResponderEliminarMari Carmen