Un verano en Mallorca
(duodécima jornada).- Era hora de fingir, o aquella encendida fiera escocesa me
hubiera dado lo mío, y escote y lote. ¿Fingir? Miento, no soy ningún
falsificador: Morir es ser falsificador, porque es la falsificación de un
hombre el que no tiene vida de un hombre: pero falsificar la muerte, cuando un
hombre vive por eso, no es ser una falsificación, sino ciertamente la verdadera
y perfecta imagen de la vida.
No soy persona ordenada, ni
mucho menos, sin embargo me gusta establecer cierta armonía en los objetos con
los que me relaciono, tal vez por eso me gusta la cocina porque la buena cocina
es fundamentalmente armonía. Por otra parte todas mis torpezas y limitaciones desaparecen
entre los fogones, cuando empiezo a cocinar me siento casi casi como una
bailarina, absolutamente etérea.
Quizá la armonía sea la razón
por la que quedé fascinada con los catálogos de Chardín un pintor
fundamentalmente armónico; cuando tuviera la oportunidad de regresar a París me
había prometido dedicarle varias horas a Chardin en el Louvre, las horas que no
le había dedicado en mi juventud.
París. París quedaba muy
lejos, no sólo en el espacio, también en el tiempo. Mi madre consideraba que París
era un sueño al que ella nunca pudo acceder, ella soñaba con que me convirtiera
en una profesora de la universidad de París, que paseara con la barbilla elegantemente
apuntando al infinito. Rabió cuando se enteró de que había cancelado la
matrícula y me había apuntado a una escuela de cocina que además estaba en
Laussanne. Fuera de España en el año 1972 una chica mayor de edad tenía mucho
más margen de maniobra que en España.
Mi madre había diseñado una
vida maravillosa en París, una vida que solo tenía un problema, era la mía y no
la suya; yo en cambio pensaba en regresar cuanto antes junto a ella, hacer todo
lo posible por disfrutar de mayor el tiempo que me había hurtado de niña.
Es complicado identificar el
momento en el que una persona no puede diseñar lo que quiere que sea su vida y
ha de conformarse con lo poco o mucho que le haya correspondido.
En mi caso, como buena
cabezota, me había empeñado en separarme tanto del destino que había prefijado
mi madre, en los alrededores de una Sorbona inexistente, y el que me habrían
deparado los fogones de haberme dejado arrastrar por las inercias de la vida de
servicio. Seguramente por el camino he renunciado a muchas cosas, aunque puedo
estar contenta de haber seguido paso por paso un plan que, treinta años antes,
resultaba impensable.
Eran las once de la mañana,
la villa llevaba ya una hora vacía; los señores había partido con la prole
rumbo a Cabrera a primera hora de la mañana, atrás quedaba un día extraño con
una noche extrañamente tranquila.
Desayunaron todos
rápidamente, alterados por la expectativa de 30 horas en el mar, una
experiencia que, por lo visto, no habían vivido nunca. Era normal que los niños
estuvieran excitados, más extraña era la cándida ilusión de los padres, que
deberían establecer reglas de convivencia en un espacio mucho más hermético que
el de villa Amaranta.
A las diez abandonaron el palazzo
cargados de cestas con comida, gafas de bucear, aletas, cámaras de fotos y
crema protectora – la que todavía quedaba tras la noche anterior.
Durante un día completo no
tendría que preocuparme de cocinar, ni de vigilar la intendencia; los filipinos
marcharon rápidamente de la Villa, me comentaron que tenían unos familiares lejanos
sirviendo en un hotel a pocos kilómetros de allí.
Mi primer impulso fue el de
ponerme a cocinar, el de organizar los platos para el par de días que les
quedaban de vacaciones.
Probablemente por mis ansias
de glucosa me animé a preparar un postre, el que tenía pensado preparar el día
que vino a cenar el ministro, un cremoso de vainilla con un coulis de
albaricoque; el cremoso es un cruce entre un flan y una crema pastelera,
bastante vistoso. Al final los señores me al comentar el menú me dijeron que el
ministro era adicto al café, así que al final, a regañadientes, le hice un flan
de café, que no quedó nada mal pero que me dejó como tarea pendiente la de
preparar una crema.
Se necesitan 375 gramos de
nata para cocinar, 125 gramos de leche entera , 150 gramos de azúcar, un huevo
y 5 yemas, dos vainas de vainilla, una hojas de menta, 100 gramos de agua, 100
gramos adicionales de azúcar y un albaricoque.
Se calienta la leche y la
nata con una vaina de vainilla abierta longitudinalmente. Se calienta a fuego
muy suave, como para infusionar, cuidando de que no hierva – si hierve se corta
la nata -. Cuando esté a punto de hervir se retira del fuego y se raspan la
otra vaina para que se desprendan las
semillas de la vainilla. Se deja reposar.
Se bate el huevo con las
yemas y el azúcar hasta que queden cremosas y espumosas. Se incorpora poco a
poco la leche templada – hay que colar la leche para que no caigan las semillas
-. Se mezcla todo bien y se pasa la crema a unas flaneras pequeñas.
Se enciende el horno y se
precalienta a 120º, se pone una bandeja de cristal alta para que se pueda poner
agua caliente. Se colocan las flaneras, con cuidado de que no les entre el agua
y se dejan al baño maría durante 45 minutos. Pinchando una de las flaneras con
la punta de un cuchillo se puede comprobar el punto del cremoso, estará hecho
cuando la punta salga limpia.
Se dejan las flaneras en la
nevera para que se terminen de cuajar.
Se pone en un cacillo el agua
a hervir con los 100 gramos de azúcar y el albaricoque pelado y cortado en
pequeños dados. Hay que dejarlo cocer durante 10 minutos, quedara un jarabe de
albaricoque.
Se presenta el plato
desmoldando las flaneras, cada una en un plato, se moja cada cremoso con una
cucharada del jarabe de albaricoque.
Se espolvorea un poco de
azúcar sobre la superficie del cremoso de vainilla, con ayuda de un soplete se
tuesta el azúcar hasta que quede caramelizada. Se adorna el plato con unas
hojitas de menta – en la receta de los Roca lo adornan con unas hojas de
marialuisa.
Las flaneras quedaron en la
nevera, reposando a la espera de que, al día siguiente, regresaran los
pequeñajos. En todo caso reservaba alguno de ellos para consumo propio.
Hice la receta rápido y, de
repente, desaparecía la tensión de los días anteriores; dejaba de tener sentido
lo de tumbarme a la bartola en la terraza, nadar desnuda en la piscina, vigilar
de reojo a pin y pon, a las señoras con sus golferías, a los señores con sus
niñerías y a los niños con ese dejarse llevar sin molestar mucho.
Perdía sentido mi estancia en
Villa Amaranta, había revisado ya a fondo los cajones, armarios y maletas de
los señores, hasta los rincones más pequeños. El calor era insoportable dentro
y fuera de la casa, incluso echada en la cama me sentía incómoda. Hubiera
podido buscar la mejor de las botellas y hacerla mi cómplice durante todas esas
horas pero, eliminada la presión de que me descubrieran borracha, me daba
cierto miedo llevar al límite mis aficiones sin el contrapeso de los señores.
Me levanté de la cama bañada
en sudor, salí de mi pabellón y entré en la villa, busqué en el mueble bar el
whisky más añejo, puse apenas un dedo de licor en un vaso y me lo clavé de
golpe. El duque había dejado las llaves de su coche sobre la mesa principal del
salón, una invitación a huir.
Pasé por mi habitación,
debajo de la cama había hecho acopio de algunas botellas a lo largo de esos
días, un par de pareos de las señoras que pensaba que no iban a echar de menos,
algo de bisutería, unas piezas de la cristalería de la casa. Excepción hecha de
las botellas – elegí las más caras – el resto de objetos que fui coleccionando
durante esos días no tenían gran valor, sobre todo desde la perspectiva de sus
dueños, siempre había considerado que esos bienes eran prescindibles, por lo
menos para sus dueños. Puede que a los calificativos de gorda, vieja y borracha
hubiera de incluir también el de cleptómana, Cati la ladrona; aunque a decir
verdad me sentía mucho más cercana a la figura de la urraca, fatalmente atraída
por los objetos que brillan.
Cargué en una bolsa mis
pequeñas fruslerías, cuidé que las botellas fueran bien protegidas, puse en
marcha el gran coche del duque, olía al perfume de la duquesa y, en cierta
medida, a sus amoríos o encontronazos sentimentales.
Estaba en Mallorca, la isla
en la que había nacido y madre, donde había nacido yo, una isla a la que no
siempre podía escaparme. Desde primera hora de la mañana el recuerdo de mi
madre era como una mosca, una mosca cojonera, que me obligaba a actuar. A lo
largo de la mañana me había convencido de que si no era capaz de dar el paso
que tenía que dar tal vez no sería capaz de regresar a la isla.
Mi madre estaba enterrada en
Mallorca, en un cementerio cerca del mar, a poco menos de dos horas de Villa
Amaranta. Cuando enterré a mi madre, diez años atrás, juré no volver; la verdad
es que no se lo juré a nadie porque enterré a mi madre estábamos ella y yo
solas, pensaba que así sacudía una parte complicada de mi vida.
Como las promesas están, en el
fondo para quebrantarlas, cogí la carretera hacia el cementerio, busqué una
emisora que sólo pusiera música clásica, sin interrupciones, sería incapaz de
recordar lo que escuché durante el trayecto. Era reconfortante conducir un
coche de importación, con todo tipo de confores; parecía que sobrevolara la
carretera, que los vehículos que venía de frente debían apartarse.
En verano los cementerios
suelen estar vacíos, especialmente por las mañanas. El cementerio en el que
estaba enterrado mi madre es muy pequeñito, está a la salida de una curva,
sobre una loma, mirando al mar. Quien pase por aquella carreterilla secundaria
probablemente no se dé cuenta de que allí hay un camposanto, la curva
pronunciada y el mar de fondo hacen que los pocos cipreses que lo circundan
pasen desapercibidos.
Aparqué en la puerta del
cementerio, no creía que nadie pudiera protestar aquellas horas y en aquellas
circunstancias. Bajé con cierta parsimonia, inicialmente pensé dejar el coche
en marcha, por si me entraba un ataque de pánico; no llevaba flores, las sustituí
por una botella de Don Perignom, no me costó encontrar el camino hacia su
lápida, la mejor orientada al mar, me senté sobre la losa, descorché la
botella, le di breve trago a gollete, el champagne caliente sabe fatal, y regué
con el resto el mármol y la tierra que lo rodeaba. La espuma se diluye rápidamente
y crepita unos segundos hasta de desaparecer y quedar como si me realidad me
hubiera hecho pis sobre la lápida. Me entró cierto agobio de ser sorprendida por
alguien. En otra circunstancia hubiera quebrado la botella sobre el mármol. Alrededor
algunas flores de plástico en tristes macetas acompañaban al resto de vecinos
de mi madre.
Regresé al coche satisfecha
de haber roto una vieja promesa, arranqué el coche y seguí la carreterilla pocos
kilómetros más hasta entrar en una urbanización de lujo construida en las
laderas de unas montañas que caían sobre el mar, chalets escondidos entre
pinares, no muy altos, no muy ostentosos; las construcciones de la parte alta
de la ladera eran más llamativas, debían encaramarse sobre los peñascos para
que se pudiera ver el mar; las que daban directamente sobre el mar eran más discretas,
sólo eran visibles los garajes, enterrados entre buganvillas, las terrazas de
esas casas caían directamente sobre el mar, apenas dos o tres metros por encima
del nivel del mar, alguna de ellas permitían zambullirse desde la terraza.
Al final de una de las calles
estaba Raven Corner, la casa que compré cuando murió mi madre, había sido el
refugio de una modelo californiana anegada en alcohol que había pasado los
últimos años de su vida dando tumbos por las playas de la zona enseñando unas
viejas portadas del Vogue en las que, haciendo un ejercicio de abstracción,
podrían distinguirse sus rasgos en las fotos de portada. Compré Raven Corner
con la herencia de mi madre y con lo que había ahorrado durante aquellos años.
Una casa de tres plantas, hecha por un arquitecto norteamericano que se había
inspirado en las casas construidas en la carretera que unía Los Ángeles con
Sausalito, líneas rectas, escaleras exteriores y grandes cristaleras frente al
mar.
Al llegar en el coche del
duque mi presencia no era motivo de extrañeza de los vecinos que organizaban
sus barcas, entraban y salían de las casas, descargaban toallas y sombrillas.
Pocos niños en la zona. Algunas furgonetas de servicio, calor y el color verde
intenso de los pinos, malva de las flores que aguantaban a duras penas el
calor.
Paré frente a la cancela de
entrada, hurgué en el bolso hasta dar con las llaves y aparqué el coche en el
jardín, junto al garaje. Si se habían cumplido mis instrucciones la casa debía
estar en perfecto estado de revista, durante 10 años había pagado
religiosamente a una señora de un pueblo cercano para que cada 15 días se diera
una vuelta, quitara el polvo, ventilara y ordenara los paquetes que
sistemáticamente mandaba a aquella dirección.
Podía haber entrado por la puerta
de servicio, la que daba a la cocina, pero preferí dar la vuelta y entrar por
la puerta principal, a la que se llegaba por un camino de piedras en el que
poco a poco se iba descubriendo el mar y la terraza.
Descargué las bolsas con
botellas, las dejé a la puerta y me dispuse a abrir. Raven Corner apenas tenía
muebles, sólo una gran librería de madera, una cocina de inspiración italiana,
una alcoba con una cama grande, la que daba a la terraza. Abrí todas y cada una
de las persianas para que la casa se ahogara de luz, hacía un par de años que
no caía por el Raven Corner y cuando llegaba era inevitable que se me saltaran
las lágrimas de ilusión, de la ilusión que había tenido desde siempre por
aquella urbanización y, finalmente, por aquella casa.
En el sótano había reducido
en gran parte la zona destinada a garaje, a mí me bastaba un huequecillo para un utilitario, el resto
estaba habilitado como una bodega que mantenía una temperatura entre 17 y 9
grados, en función de la zona en la que estaban los botelleros. Había reunido
cerca de 2000 botellas de todo tipo, allí iría la media docena larga de
botellas que me habían facilitado los señores. Busqué un Don Perignom realmente
frio en una de las neveras y subí por la escalera interior que daba a la
cocina, donde localicé una copa, y de allí al salón que daba a la terraza, a mi
terraza.
Descorché la segunda botella
del día y me tomé una copa con la parsimonia que sólo dan los bienes propios.
No necesitaba beber mucho más.
Pasé al salón para colocar
los catálogos de Chardín entre la colección de catálogos que había atesorado
casi desde la adolescencia. La bisutería muy a los joyeros correspondientes y
así pude ordenar mis pequeñas rapiñas estivales. Allí mandaba sistemáticamente
cajas con libros, con algunos objetos que consideraba de valor y que la señora
ordenaba con cierto criterio o, por lo menos, con cierta armonía.
Busqué en el mueble de la
entrada de la casa la tarjeta de un restaurante no muy lejano, de los pocos que
merecen la pena en la isla, allí cenaría y pasaría la noche en Raven Corner, en
mi casa, probablemente me echaría en la tumbona que había en la terraza,
apuraría la botella de champagne y me quedaría adormecida hasta el amanecer. Si
mis cálculos no fallaban seis o siete años más trabajando a mi ritmo me
permitirían retirarme definitivamente al Raven Corner y quien sabe si emular a
quien fuera su dueña originaria, aunque yo en vez de portadas del Vogue de los
años cincuenta tal vez tendría que pasear libros de cocina.
El capítulo de hoy, muy sentimental, el paisaje que describes, incluido el cementerio, me ha recordado mucho al del querido pueblo de la preciosa isla que tanto queremos todos. La copa de Don Perignom y el cremoso de vainilla "espectaculares". Jubi
ResponderEliminarNo puede ser el fin.. aún no se ha acabado el verano.
ResponderEliminarGracias por estos buenos momentos y mejores recetas. Carmen