Un verano en Mallorca
(decimoquinta jornada).- La carne es débil, y como yo
tengo más carne que los demás, tengo por fuerza, más debilidad.
Terminaba mi ciclo
mallorquín, con él terminaba mi sometimiento a la disciplina de Joan Roca –
siempre medido y comedido, exacto en sus indicaciones -, también la de Julia
Child – un poco más complicada tanto en los procedimientos, un poco anticuados,
como en las medidas; al final descubrí que el propio libro establecía las
equivalencias: Una taza equivalía a poco menos de un cuarto de litro (menos dos
cucharadas soperas) o poco menos de 250 gramos (227 gramos exactamente), con
esas referencias podrían.
He de decir que en mi caso
siempre he cocinado a ojo, de manera un tanto intuitiva; probablemente en la
cocina tenga más seguridad de la que tengo en mi propia vida, aunque en cuestiones
de percepción seguramente sea la persona menos indicada para valorarme.
Durante mis jornadas en
Mallorca con los de Swann, los Guermantes y toda su parada de amigos, conocidos
y allegados, colmé sus mañanas y sus tardes con magdalenas, bizcochos y bollos
de todo tipo; algunos de ellos inspirados en los libros de la Child – Roca no
incorporaba gran cosa en materia de bollería.
Un bizcocho socorrido, que
puede servir de base para preparar cualquier tarta, fue el de naranja, de nuevo
su referencia francesa, “Gâteau à l’orange”, hizo las delicias de mis señores,
creo que les alimentaban más los nombres sofisticados y extranjerizantes que el
sabor de los propios platos.
La última de las mañana me
levanté pronto para terminar de recoger la cocina pero antes les preparé para
el desayuno el Gâteau. Para hacer el bizcocho de naranja necesitaba un molde
metálico grande y redondo, de 22 cm de diámetro y 4 de fondo, previamente tuve
que engrasarlo con mantequilla y espolvorear harina, para que luego se
desprendiera bien.
Mientras mezclaba los
ingredientes precalenté el horno a 180º grados. Puse en un bol grande de vidrio
4 yemas de huevo y 2/3 de una taza de desayuno con azúcar. Lo batí bien hasta
que quedó una crema amarillenta, espumosa y compacta. Añadí el zumo de una
naranja y la ralladura de la piel de otra naranja con una pizca de sal, no le
iba mal mezclar el zumo con un chorrito de Grand Marnier. Seguí batiendo con
firmeza hasta conseguir que de nuevo compactara la mezcla.
Quedaba añadir la harina,
harina de repostería que debía volcar de golpe en el bol, pasándola por un
colador, la cantidad 200 gramos, o, en terminología de la Child ¾ de taza de
desayuno sin compactar. De nuevo había que batir con brío para conseguir de
nuevo una crema más espesa y uniforme.
En un bol a parte o en el
thermomix tenía que levantar a punto de nieve 4 claras de huevo – 4 conforme a
la receta original, yo preferí hacerlo con 6 claras – una pizca de sal y una
cucharada de azúcar glas cuando las claras empezaran a tomar cuerpo.
Quedaba solo mezclar las
claras con la masa de harina, yemas y naranja; mezclarlas con movimientos
envolventes para que el conjunto mantuviera su cuerpo y el aire.
Había que pasarlo todo al
molde engrasado y meterlo en el horno precalentado durante más o menos 30/35
minutos. El bizcocho está a punto cuando se hincha la parte superior, que queda
uniformemente dorada, sin quebrarse, la masa empieza a separarse del borde del
molde.
Se apaga el horno, se abre la
puerta unos centímetros y se deja que baje la temperatura lentamente ya que si
se sacara de golpe el bizcocho seguramente se hundiría del golpe la masa y
desluciría.
Antes de desmoldarlo hay que
dejar pasar por lo menos cinco minutos. Para que se desmolde mejor se repasa el
borde del molde con la punta de un cuchillo y se vuelva sobre una bandeja. Ya
es opcional servirlo directamente – tiene un agradable color a piel de naranja
-, glasearlo, cubrirlo con azúcar glas, incluso abrirlo por la mitad y
rellenarlo con mermelada. El bizcocho acepta cualquier manipulación dulce, incluso
la cobertura de chocolate.
Cuando se levantaron tenían
preparado el desayuno en la terraza, los niños se levantaron empeñados en
bañarse, el último chapuzón; los señores estaban pegados a sus móviles, de los
que sólo se despegaban para lanzar absurdas carcajadas; las señoras se ahogaban
en un mar de bolsas y maletas, la expulsión de los filipinos les había dejado a
las puertas del caos.
Recogí rápidamente el
servicio y ayudé con desgana a cargar los coches. Antes de las doce del
mediodía debían abandonar Villa Amaranta, yo disponía de algunas horas más ya
que mi vuelo no salía hasta el atardecer. Debía parecer diligente y cariñosa
para asegurarme de que me pagarían lo comprometido.
Poco antes de la hora
prevista pasaron primero los señores con los niños, seguía sin distinguirlos
bien, uno a uno me fueron besando sin mucha pasión, lo nuestro no había sido ni
mucho menos un flechazo. Se retiraron en bandada y entraron las señoras, que había
terminado de encajar los bultos en los coches. Aseguraron que aquel había sido
el mejor de los veranos de su vida.
La duquesa de Guermantes le
hizo una indicación a su marido, que alargó la mano pasa entregarme un sobre,
no es que desconfiara de ellos pero debía cerciorarme de recibir lo pactado. Dentro
del sobre reposaba un cheque conformado por la suma de 10.000 euros; el señor
de Swann, en nombre de todos, me dedicó unas palabras: «Cati, sin duda usted ha
contribuido a que pasemos uno de los mejores veraneos de nuestras vidas, cada
uno de sus platos quedará para siempre gravado en nuestra memoria. Ha sido
ejemplo de dedicación, de discreción y de servicialidad, por eso hemos pensado
en recompensarte con un pequeño extra», sacó dos billetes de quinientos euros y
los metió en el sobre.
Soy parca en palabras y
apenas pude articular un insulso «gracias». Sin apenas contactar con mis
mejillas recibí un breve ósculo de los que hasta aquel momento habían sido mis
señores, la duquesa se quedó la última, esperó a que sus compañeros abandonaran
la cocina y me dijo al oído: «En el fondo tú y yo no somos tan distintas». «Lo
que usted diga, señora». Me alejé instintivamente de ella ya que en aquel
momento dejaba de estar bajo su jurisdicción.
Ella salió hacia el coche con
el bolso colgado del antebrazo, la melena al viento y unas grandes gafas de
sol.
Me quedé en el umbral de la
puerta trasera de la villa, levanté la mano en señal de despedida y los que
fueran mis señores dieron un largo bocinazo. Me quedé hasta cerciorarme de que
abandonaban definitivamente el palazzo. Regresé a la cocina y saqué del
congelador una botella de Billecart Salmon Rose, lancé la bata al cubo de
basura, saqué el último de los pareos que había hurtado a la de Guermantes junto
cuando cerraba las maletas. Fui hacia la terraza con una gran cubitera de
cristal llena de hielo y una copa, me quedé mirando fijamente el mar, dejé que
pasaran unos minutos antes de abrir la botella.
Hacía mucho calor, el suficiente
para que me diera una zambulliza, definitivamente libre de ataduras, sin tener
que mirar de reojo por si me descubrían. Salí del agua con una tremenda sed de
champagne. No era cuestión de apurar la botella, solo tres o cuatro tragos, luego
lancé la copa por encima del muro de la terraza y escuché como se estrellaba
contra las rocas.
En poco minutos llegarían los
de mantenimiento para adecentar la villa para los siguientes inquilinos, no me
apetecía nada que me pillaran dormitando en una tumbona. Busqué en mi bolso la
tarjeta del radiotaxi y pedí que me pasaran a recoger. Mi equipaje apenas
llenaba un par de bolsones.
La imagen de la cubitera con
la botella de champagne mediada era una buena imagen para cerrar mis servicios
en Villa Amaranta, la terraza soleada, una brisa suave sobre la copa de los
pinos que dejaba un tenue siseo en el ambiente. El taxista llegó de inmediato,
sin darme tiempo a despedirme, sentí que daba unos pitidos para anunciar su
entrada.
En último arrebato cogí la
botella y, a gollete, le di trago largo, dejando que el champagne corriera por
la comisura de la boca y me empapara la ropa. Salí con una bolsa en cada mano,
di un portazo seco para cerrar la puerta de la casa y le pedí al conductor que
me llevara al aeropuerto.
Condujo despacio por el
camino de gravilla que conducía hasta la gran cancela metálica que delimitaba
el territorio de Villa Amaranta. No quise mirar atrás, aquella misma noche
dormiría en Madrid y a la mañana siguiente saldría en tren hacia Sevilla y de allí
a Cádiz, me esperaban para gestionar durante el resto del verano el catering de
un club de golf, la encargada había desaparecido a mitad de temporada sin dar
grandes explicaciones y habían contactado conmigo a través de la agencia para
que les sacara del apuro, estaban dispuestos a pagarme lo que hiciera falta con
tal de enderezar aquel desaguisado.
Cati Alomar, Cati Talfal,
seguía siendo una mujer de suerte, no le faltaba ni el trabajo ni el dinero. Salvo
estas notas nada quedaba ni de los de Guermantes, ni de los de Swann, en el
fondo no eran distintos de otros muchos señores. Lo mejor del verano los
cuadros de Chardín, sus dulces sirvientas.
Tu relato termina al mismo tiempo que nuestro verano y nos has entretenido tanto con las vivencias de Cati Alomar como has deleitado nuestros sentidos con esos deliciosos platos y los cuadros. Gracias por hacernos pasar esos ratos tan buenos leyéndolos y espero que pronto te inspires y nos deleites con otra novelilla. Feliz otoño. Jubi
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