El fin de semana pasado estuvimos en Ámsterdam,
viaje familiar. He estado varias veces en esa ciudad coincidiendo con diversas
circunstancias vitales, siempre he regresado contento, aunque haga un frio y
una humedad del carajo en invierno.
Tuvimos suerte ya que dos de los tres días
hizo sol y pudimos pasear.
Ámsterdam es una ciudad muy amable, friendly
si queremos utilizar una palabra moderna. La ciudad por la que caminamos este
fin de semana que viene es una ciudad acogedora, tiene poco que ver con la
ciudad de hace unas décadas, mucho más sucia y degradada.
Hace casi 30 años que la visité por primera
vez, recuerdo que para encontrar a los españoles bastaba con acercarse al
barrio rojo o a la zona de coffee shops. Ha llovido mucho – más allí – y los
turistas españoles siguen concentrándose en el barrio rojo y en los coffee
shops, poco castellano escuchamos en la explanada de los museos.
El perfil del turista español en Ámsterdam es
fácil de identificar, suelen ir en manadas exclusivamente masculinas, son
ruidosos, con los ojos enrojecidos, pelos con rapados imposibles, gafas de sol
incrustadas en la bóveda de la cabeza (aunque el día sea completamente gris),
suelen hacer comentarios en voz alta siempre referidos a los atributos sexuales
de las chicas de los escaparates o al tamaño de los porros que se han fumado o
que se van a fumar. No me extraña que desde tiempos del Duque de Alba los
holandeses tengan una mala imagen de España.
La primera vez que viajé a Ámsterdam, con 22
años, todavía sin desbravar, recuerdo que lo hice en tren, desde Bruselas. Había
ido a visitar a un amigo que estudiaba allí. En Bruselas coincidí con una chica
que con los años se hizo buena amiga, ambos íbamos a visitar a este amigo
común. Decidimos pasar el fin de semana en Ámsterdam dispuestos a comernos el
mundo.
Esta amiga acababa de terminar medicina,
estaba preparando el MIR y había tomado unos días de vacaciones, yo también
estaba opositando por aquellas fechas. En el trayecto del tren, no muy largo,
nuestra amiga se dedicó a darnos algunas indicaciones de sexo responsable, el
sida estaba en sus albores, se describía como una de las grandes plagas del
siglo XX. Tan elocuente fue nuestra amiga que aquella primera noche nos
contentamos con ir a cenar a un mexicano, nos tomamos unas margaritas y nos
recogimos rápidamente al hotel. Ni coffee shops, ni farolillos en el barrio
rojo, nos entró un terror atroz.
Por aquel entonces la ciudad estaba plagada
de sex-shops de la cadena Cristine Leduc, no he vuelto a visitar sex-shops tan
elegantes y sugerentes como los de Cristine Leduc, eran como joyerías de
Cartier.
Recuerdo que el sábado a media mañana
estábamos en la explanada frente al Rijsmuseum y dudamos si debíamos entrar o
tomarnos unas cervezas, en aquel tiempo ganó la cerveza y nos quedamos bebiendo
a las puertas de la pinacoteca.
Casi 30 años después he entrado al Rijs – ya había
entrado en otras ocasiones anteriores -. Una visita rápida, si viajas con niños
cualquier museo puede convertirse en el museo de la tortura. Hemos elegido 10
cuadros, poco más, y los hemos visto con cierta tranquilidad, el resto del
museo queda para otra ocasión (sobre todo la planta 0, las alas dedicadas a la
pintura anterior a 1600 y el ala de pintura del siglo XX. Me lo apunto para poder
recordar las tareas pendientes en la próxima visita).
Supongo que hace años que cerraron la
franquicia de Cristine Leduc, de hecho la vida sexual de Ámsterdam – se entiende
que la vida sexual que forma parte de la atracción turística de la ciudad,
porque los Ámsterdamers tendrán su vida sexual cotidiana – se concentra en el
barrio rojo.
Ámsterdam sigue siendo una ciudad muy
liberal, no lo da el clima que es en términos generales hostil. Yo, que me
tengo por un tipo de mirada abierta y permisiva, he pasado algún apuro viajando
con bestezuelas de 7 y 9 años, a las puertas de la adolescencia.
Esta vez concertamos una visita guiada por
medio de internet, una empresa asentada en varias ciudades de Europa que
propone tours gratuitos en español (gratuitos ma nom troppo porque luego hay que dar una propina al guía en
función del grado de satisfacción del paseo). Equivocadamente, pensaba que
había concertado una visita sólo para nosotros, por lo que habíamos pensado
eludir el barrio rojo, o pasarlo sin muchas profundidades. Llegamos a las dos
de la tarde a la plaza de Damm y nuestra visita privada en realidad era un tour
que incluía a una treintena de españoles, mayoritariamente del fenotipo “ojos
rojos y gafas de sol”. La primera parada del tour de dos horas era el barrio
rojo y el guía, un colombiano muy simpático, empezó a hacer algunos chistes y
consideraciones sobre el origen y hábitos del barrio rojo, comentarios elegantes,
llenos de elipsis, pero todos ellos en torno a la prostitución y sus
incidencias. Los compañeros de tour contestaban a los comentarios y rápidamente
se entabló un diálogo rico en dobles sentidos y en comentarios sicalípticos. Ni
qué decir tiene que, paseando con niños, en menos de cinco minutos habíamos
abandonado el tour pidiendo disculpas al guía por nuestra huida. No nos parecía
adecuado que recibieran una clase de campo sobre comercio sexual.
En el museo de la ciencia de la ciudad, el
Nemo, plagado de niños ávidos de hacer experimentos, hay un pasaje del amor destinado
a explicar a los chavales los recovecos físicos y químicos de la sexualidad, en
ese pasaje hay unos muñequitos, como los que se utilizan para dar clases de pintura,
en los que se escenifican diversas posturas del Kamasutra. Está claro que los nórdicos
afrontan la sexualidad con una perspectiva mucho más abierta que nosotros, en
el museo de la ciencia de Barcelona los niños se contentan con tocar el
caparazón de una tortuga o reproducir en una vitrina sellada los efectos de una
tormenta de arena (estamos todavía a años luz de la apertura de mentes
nord-europea).
No sé si Donald Trump, un tipo que aquí causa
cierto pánico, incluirá entre sus objetivos militares el bombardeo de ciudades
liberales. Parece que en un futuro más o menos cercano será más fácil comprar
pistolas que preservativos.
Dentro de nuestro periplo por la ciudad acabamos
el domingo, casi sin quererlo, en el Mo-co, es un pequeño museo de arte contemporáneo
instalado en un caserón frente al Rijsmusseum. El domingo amaneció un día
hostil, una de esas mañanas en las que llueve de costado y el agua te cala
hasta el alma. Habíamos prometido a los niños que pasaríamos la mañana en los
parques infantiles, unos parques diseñados por un urbanista imaginativo, llenos
de atracciones singulares para niños. La promesa hubo de aplazarse porque el
primero de los parques era un charco inmenso, completamente hostil. El Moco nos
pareció una buena opción.
El Moco es un museo muy cool, lleno de gente moderna con gafas de pasta y elegantes
foulares. Como todos los sitios cool
es caro, hasta el punto de tener que pagar 0’50 euros por cada abrigo que dejas
en el guardarropa – ni qué decir tiene que hicimos la visita con el abrigo
sobre el brazo.
En el museo había una exposición de Banksy,
el graffitero más o menos anónimo. Los críos se quedaron encantados, hasta el
punto de obligarme a hacer una investigación en profundidad sobre la identidad
del artista gamberro (por lo visto es uno de los componentes del grupo de
Bristol Massive Attack). Desde la visita al Moco van por la calle pidiéndome
que fotografíe todos los graffitis y preguntándome si Banksy actúa en
Barcelona. Les ha fascinado el juego de iconos pop, imágenes cotidianas y
provocaciones mundanas. De hecho de los miles de cuadros que podrían
representar el arte en la ciudad he elegido una foto casera de uno de las
pintadas emblemáticas de Banksy con el RijsM de fondo (mi foto la tengo en Instagram).
Llegados a este punto cabe preguntarse qué
sentido tiene todo este relato en un blog de cocina, es verdad, empecé esta
mañana pensando escribir sobre la gastronomía holandesa, pero Holanda, país sin
duda de grandes virtudes, no incluye la gastronomía entre sus beldades, además
viajando con niños la máxima aspiración que tenemos es la de encontrar una
pizzería que haga la pasta de modo decente.
En esta ocasión no hemos comido mal – entre otras
razones porque teníamos un supermercado cerca del apartamento y he podido
cocinar dos noches -. La oferta gastronómica de la ciudad para turistas de
andar por casa – supongo que con mucho dinero en el bolsillo se debe comer bien
hasta en Transilvania – pasa por los restaurantes italianos y los indonesios.
Esta vez hemos tenido suerte, o buen criterio
al elegir, de hecho la mejor comida la hicimos en un restaurante chino frente a
la biblioteca nacional, un restaurante que reproduce una gran pagoda roja y
verde construida en una barcaza sobre uno de los canales exteriores de la
ciudad. Para los mayores organicé un menú a base de dim sum y sopa de verdura,
los pequeños tomaron unos fideos con pollo. Los dim sum espectaculares, eso sí
poco holandés el menú.
Como me tengo por un profesional de lo mío
(la diletancia) no puedo cerrar el capítulo sin hacer referencia a la salsa
holandesa, la referencia más notable que se puede vincular al noble reino de
los Países Bajos. La salsa holandesa no es, ni mucho menos, holandesa, se trata
de una salsa de origen normando que tiene su cuna en la ciudad de Isigny-Sur
Mer.
La salsa holandesa supongo que toma su nombre
por el uso de la mantequilla, la mantequilla es producto nacional en Holanda.
La salsa holandesa es una salsa emulsionada hecha con mantequilla deshecha,
huevo y limón, de hecho, ha de emulsionarse en caliente. La primera vez que
probé la salsa fue con un pescado al hojaldre.
Hay muchas formas de hacer la salsa holandesa,
yo suelo hacerla en la thermomix, sin embargo, para esta ocasión seguiré la
receta de Paul Bocuse, creo que la ciudad de Ámsterdam se merece cierta
grandeza a la hora de cocinar, no podemos contentarnos un rápido metisaca de ingredientes por la boca de
la batidora.
Bocuse indica que para hacer correctamente la
salsa holandesa se necesita una cucharada de vinagre de vino blanco, una pulgada
de pimienta blanca recién molida, 3 yemas de huevo y 250 gramos de mantequilla
de primera calidad.
Reproduzco literal del libro Cocina de
mercado.
Echar en una sartén pequeña el
vinagre, el agua y la pimienta. Reducir esta mezcla, llamada gástrica, a una
cucharada de líquido.
Dejar enfriar y, seguidamente,
incorporar las yemas de huevo y dos cucharadas de agua fría; batir
enérgicamente las yemas y calentar la preparación muy suavemente [en
francés utiliza la palabra doucement];
batir constantemente, procurando accionar el batidor de manera que recorra toda
la superficie del fondo de la brasera y no quede pegada a ésta la menor
partícula de huevo.
Caso de que no se tenga mucha
experiencia, aconsejamos colocar la brasera en un baño maría de agua muy
caliente, pero no en ebullición. El inicio de cocción que debe ser dado a las
yemas de huevo será más lento y el éxito más seguro. En efecto, se trata de crear
una ligazón – una base suavemente untosa -, y en el caso de haber un exceso de
calor o una cocción demasiado prolongada de las yemas, éstas se solidificarían
formando partículas granulosas, y perderían sus propiedades de ligazón y su
untosidad.
Por consiguiente, esta primera
operación, la más difícil, consiste en emulsionar las yemas sometiéndolas a un
calor progresivo, de tal modo que la masa vaya espesándose de modo muy
homogéneo.
Cuando la emulsión alcanza la consistencia
de la crema de leche fresca reposada, habrá llegado el momento de incorporar,
gota a gota y batiendo constantemente y enérgicamente, la mantequilla derretida
a consistencia de pomada o en pequeños trozos, así como una pulgada de sal.
Si se comprueba que la salsa se espesa
demasiado, tornándose compacta, se echará de vez en cuando (lo que se denomina
levantar la salsa) unas gotas de agua tibia. Es preferible seguir este
procedimiento que verter brutalmente un líquido determinado para aclarar la
salsa.
Así es como una salsa holandesa
alcanza todo su sabor y consistencia, aun cuando sea ligera. Comprobar el
sazonamiento y conservar caliente al baño maría, a temperatura muy moderada.
Cualquier exceso de calor provoca la
disociación de las yemas y la mantequilla. Se dice entonces impropiamente que
la salsa se ha cortad.
Si se produce este accidente, se
levanta nuevamente la salsa vertiendo en una brasera una cucharada de agua
caliente, y seguidamente echando poco a poco la salsa cortada, para batirla y
mezclarla con el agua.
Según sean las preferencias de los
comensales o la ulterior utilización de la salsa, se puede eliminar la
gástrica.
En este caso, se realza el sabor con
unas gotas de zumo de limón.
La aplicación de esta técnica y la
utilización de una mantequilla de primerísima calidad son garantía de éxito: se
obtendrá una salsa realmente deliciosa.
Con el fin de no encarecer la receta,
se puede agregar una cantidad más o menos importante de salsa de mantequilla.
No es que preconicemos este subterfugio, pero la realidad es que permite rebajar
el coste de la salsa y hacerla menos sensible a los efectos de un calor
excesivo.
Da gusto leer a Paul Bocuse. Poco más que añadir, si acaso,
añadir un poco de estragón o de salvia fresca picada a la salsa para que tome
un pelín de color y de sabor. Una salsa ideal para prepararse por la mañana
unos huevos benedictine para desayunar.
Me gusta tanto el relato que no echaba de menos la receta. Suelo saltarme la mayoría. Me detengo en pastas, verduras y caldos. Legumbres echo en falta.en frío y caliente.
ResponderEliminarUn apartado exclusivo de relatos y opiniones y otro para recetas sería una experiencia interesante, estadísticamente hablando.
Es una idea.
Yo lo seguiré igual.
Un besazo (también a Jubi)
LSC
Que bonitos viajes te organizas y mientras los leo voy metiéndome en medio de tu historia y los disfruto, seguro que los niños lo disfrutarían mucho pues se fijan en todo y no se cansan nunca y además tienes que conocerte muy bien aquello porque tengo varias fotos de distintos viajes. Yo me conformo con mis viajes en el Circular, hoy me toca una "excursión" para una prueba de esfuerzo (apasionante). Jubi_
ResponderEliminarBesos LSC.