Ayer
rompí una pequeña tradición, puede que las tradiciones estén para quebrarse.
Normalmente los domingos encontraba un hueco para escribir una entrada, los domingos
suelen ser días elásticos, o por lo menos eso pensaba.
Sin
embargo ayer fue un día especial, agotadoramente especial ya que fuimos con los
niños a Port Aventura, una experiencia demoledora pero divertida. Primero y
principal fue el calor, el termómetro no bajó de los 30º, la gente caminaba
como zombies buscando fuentes de agua. Íbamos 8 adultos y 6 niños por lo que la
jornada avanzó sometida a un permanente recuento para evitar críos despistados.
Pocos
incentivos gastronómicos aunque mi experiencia en este tipo de lugares aconseja
siempre que sea posible comer en restaurante sentado, a poder ser con aire
acondicionado. Una ensalada y un sándwich club pueden ser una experiencia
gourmet si la cerveza está bien fría y los niños durante media hora están
entretenidos pintando y comiendo patatas fritas.
Llegamos
a casa al anochecer, los críos hambrientos como lobos, la nevera casi vacía y
el sudor acumulado de horas de paseo. El protocolo de baño rápido, visita al
opencor y cena de urgencia funcionó a la perfección. Ellos querían sopa, para
nosotros una ensalada y un panaché de verduras con un huevo pochado, nada mal
si tenemos en cuenta que a las 20’30 la nevera era casi un erial.
Llegué
a encender el ordenador y revisé el blog por unos minutos pero el cansancio
hizo imposible abordar cualquier tarea intelectual medianamente compleja. El
lunes tocaba madrugón para regresar a Madrid a una reunión relámpago, salida a
las 7 de la mañana, regreso a las 12’30, más tiempo en el AVE que en tierra.
El
viernes pasado también estuve en Madrid, por suerte algún tiempo más. A primera
hora de la mañana del viernes tuve la oportunidad de visitar la exposición de
Hopper en la Thyssen, una muestra muy completa, aunque para mi gusto faltaran
algunas marinas más, faros (no presentaron ninguno) y puede que más paisajes
urbanos de una Nueva York intemporal, melancólica y desolada.
En
casa debo almacenar una docena larga de catálogos y libros de Hopper, los
primeros los compré en Estados Unidos allá por 1990, cuando tomé contacto con
el pintor a quien atribuía por aquel entonces valores esencialmente
cinematográficos. Esta vez en la librería preferí comprar una cuidada edición
de los cuadernos personales del pintor, escritos a medias por Hopper y su
mujer.
Hay
que tener cierta paciencia y mucha devoción por Hopper para disfrutar de los
cuadernos personales ya que en la mayoría de las ocasiones el artista se
contenta con hacer un esbozo en carboncillo del cuadro – pintó miles de ellos a
lo largo de su vida – y cuatro apuntes técnicos que incluyen el título, el
precio por el que vendió el cuadro, el tipo de pinturas, incluso su marca, y
alguna referencia a los colores. Muy de cuando en cuando el autor añade el
nombre de los personajes que retrata y algún apunte sobre el contenido de la
conversación. Son instantes magnéticos que se producen cada 15 ó 20 páginas y
que le permiten dotar de un hilo de vitalidad a esos personajes mortecinos,
fantasmagóricos y en ocasiones desasosegados.
Pese
a lo avanzado hasta aquí lo cierto es que este blog no nació con la intención
de dedicarse a la crítica o al comentario de arte, me faltan cualidades,
conocimiento y formación. Sin embargo Hopper y, sobre todo, esta exposición de
Hopper tiene un valor añadido en el devenir del diletante ya que me rencontré –
mejor dicho me encontré – con la imagen del diletante.
Al
construir el blog siguiendo los rutinarios pasos que propone la página web de
google no tuve grandes problemas en fijar la imagen de cabecera del blog, un
bodegón de Cezanne, sin embargo durante varias semanas dejé en blanco la imagen
del diletante. No tenía mucho sentido colocar una fotografía propia, soy poco fotogénico
y tampoco me apetecía mucho que los que no me conocen personalmente pudieran
ponerme cara, colgar una fotografía propia en la red me produce cierta
sensación de impudicia.
Hice
varios intentos hasta dar con el cuadro People in the Sun de Edward Hopper, un
óleo sencillo pintado hacia 1960, expuesto en el Smithsonian American Art
Museum de Washintong D.C.; aquel cuadro en el que aparecían cinco personas
ociosas recostadas sobre unas hamacas expuestas a un sol tibio puede que de
febrero o marzo sintetizaba parte del espíritu de la diletancia, esa
predilección por la vida contemplativa, por la necesidad de ver pasar
lentamente el tiempo haciendo acopio de conocimientos normalmente inútiles. No
me resultaba complicado identificarme con alguno de esos cinco diletantes,
probablemente aquél que desde la segunda fija hojeaba un libro que yo imaginaba
de cocina. La actitud de los personajes no era de siesta, mantenían el cuerpo
erguido, cierta tensión muscular, por lo tanto es razonable pensar que todavía
no habrían comido y que disfrutaban plácidamente de una mañana templada, puede
que anodina, mientras en el interior de la casa, quien sabe si un hotel, cocinaban
el almuerzo.
El
viernes pasado en una de las galerías principales de la exposición de Hopper me
esperaba el cuadro original de la Gente al Sol, un cuadro no muy grande, sin
estridencias, expuesto en la última de las paredes, justo junto a la salida de
la exposición, no me lo esperaba ya que pensé que mi afición/devoción por el
cuadro era puramente personal, luego he descubierto que se trata de una de las
obras más alabadas del pintor y que incluso algún escritor – Cees Noteboom – se
ha preocupado de describirlo en uno de sus libros, tendré que buscarlo.
Encontrarme//rencontrarme
con la imagen del diletante en Madrid justificaba por sí sola una entrada, que
habré de terminar con una receta. No por casualidad ha caído en mis manos la
minuta de un menú del Club Allard de Madrid, un discreto palacete frente al
tempo de Debod en el que desde hace años se ha ido formando una de las mejores
cocinas de Madrid, una cocina que ha sobrevivido a la moda oriental que está
mediatizando casi toda la alta cocina de la capital.
Tiempo
habrá de escribir sobre el Club Allard y sobre su cocinero – Diego Guerrero -,
de momento le robo una receta sencilla y sabrosa que puede dar una alegría a
quien la afronte, una receta que compendia las virtudes de la diletancia:
aparente sencillez, pureza de sabores y cierto gusto por la sorpresa.
Se
trata de un huevo con pan, panceta y un cremoso puré de patatas; no es la
primera vez que combino huevo y puré en este blog, aunque en esta ocasión la
técnica y el resultado sean radicalmente distintos.
Esta
receta no es sino la de una tapa, un bocado. Arranca la receta comprando pan de
molde, cualquiera sirve aunque en ocasiones encuentro una marca que ofrece
largas rebanadas sin corteza, este es el pan ideal.
Si
el pan de molde tiene bordecillos es mejor cortarlos, colocar la rebanada sobre
una superficie limpia y plana y pasar el rodillo para aplanar el pan, de modo
que quede una masa más o menos compacta de dos milímetros. Hay que tener
cuidado al desprenderla porque no se debe romper.
Con
la ayuda de un cuchillo se perfila la rebanada para que forme un rectángulo de
10/12 centímetros de largo por 5/6 de ancho. Sobre la rebanada se colocan unas
lonchas finas de panceta, uno de los secretos del plato es que la panceta sea
realmente panceta, no bacon, también que sea muy fina. Se cubre toda la
rebanada con las lonchas, no importa que sobresalga un poco la panceta.
Sobre
el pan y la panceta, en el centro del rectángulo, se extiende una capa de puré
de patata, ha de ser cremoso y con cierta consistencia, no se debe desparramar,
ojo porque el puré no ha de sobresalir del pan, conviene ser un poco cuidadoso
y no pasarse de puré porque eso dificultará el manipulado final.
Sobre
el puré se deposita una yema de huevo – mejor si es un huevo de calidad para
que resulte más sabroso -; para asegurarse de que la yema no se escurre puede utilizarse
el envés de una cuchara sopera para hacer una pequeña depresión sobre la masa
de puré y reposar allí la yema.
Con
mucho cuidado se enrolla el pan como un canutillo en el que el huevo quedara en
el centro, ha de hacerse lentamente, cuidando que la yema no se rompa ni se
desplace mucho. Hecho el canutillo se sellan con ayuda de los dientes de un
tenedor los extremos del cilindro, que quedará como un paquetito y se colocan
en el horno previamente calentado a 210º y con el grill a toda pastilla para
que se tueste ligeramente el pan.
En
tres minutos el bocado estará listo para llevar a la mesa, se recomienda
comerlo en dos bocados para disfrutar del huevo estallando sobre el pan, la
grasilla de la panceta empapando el puré. Aquí en el AVE, todavía sin
desayunar, la boca se me hace agua.
Evocadora entrada de tu blog, maravillosa muestra que nos ha proporcionado el Thyssen, yo me identifico con "habitación de hotel", mi ritual mañanero es el mismo, sentrme en la cama y pensar en comenzar el día y mirar a la ventana para aclarar mis ideas. El rollito de panceta y huevo con un buen café, siempre es una propuesta ideal para comenzar el día, pero me tengo que conformar con un café deslavazado y unas galletas para afrontar la mañana pero me considero una afortunada que disfruta de libertad. Jubi
ResponderEliminarHay un sitio en Bcn por Sarriá que hacen un huevo pochê con parmentier que es buenísimo
ResponderEliminarQue sabroso este huevo que propones, no sé si seré capaz de enrollar el pan si reventar la yema