En unas horas partimos toda la familia
rumbo a Oporto, una escapada de fin de semana estirado – nos permitirá despistarnos
hasta el lunes -; viajamos con unos amigos y con los niños. De madrugada,
revisando las notas acumuladas durante estos días compruebo que disponemos de
más de 40 referencias gastronómicas de Oporto, muy mal se nos ha de dar el
viaje para que cuando regrese no me toque hacer una entrada dedicada a lo
probado en esa ciudad.
Los niños se acostaron ya inquietos,
notaban que se avecinaba algo especial y les costó un poco dormirse, hasta más
allá de las diez anduvieron yendo y viniendo a la cocina en la que cenábamos,
al final hubo que dar un par de voces para poderles aplacar. El pequeño hace
media hora que se despertó sobresaltado reclamando a su mami, me he levantado
yo para apaciguarle y al final me he desvelado.
En la medida en la que esta entrada va a
girar, más o menos, en torno a los huevos me ha resultado gracioso este grabado
de William Blake en el que se representa a un angelito saliendo de un cascarón.
Llevo varios días queriendo escribir una
entrada a propósito de los huevos con la excusa de que dos semanas atrás, para
preparar la cena de Can Cufa, me acerqué a un pueblecito cerca de Vilafranca
del Penedés – Avignonet del Penedés, concretamente – para comprar huevos
frescos a un payés; los huevos debían servir para hacer el trifásico de guisantes
con huevo escalfado.
Nos hemos acostumbrados a consumir unos
huevos industriales que poco tienen que ver en sabor y en textura con los de
verdad, a mí lo que más me molesta de los huevos que compro en el supermercado
es la fragilidad de la cáscara, algunos parece que sean de papel. Nos engañan
de mala manera poniendo en apariencia una variedad de tamaños, orígenes y
propiedades – que si omega 3, que sin gallinas criadas en libertad, que si
huevos XXL … - cuando lo cierto es que todos saben igual.
Sin embargo los huevos de Avignonet
sorprendente y simplemente saben a huevo, la yema era de un amarillo intenso y
al batirla – la utilicé para repostería – surgió una densa crema amarilla
imposible de obtener con los huevos de rutina; la clara también fue espectacular
y pude ponerla a un punto de nieve con la textura de una nube. Tan auténticos
fueron los huevos avignoninos que me acordé de la viaje gallina Marcelina, tan
cachondona que aprendió a volar para hacérselo con los patos. El sábado
bromeaba con los invitados de Can Cufa y les aseguraba que no había hecho falta
cocer los huevos porque la gallina ponedora, la vieja Marcelina, andaba tan
cachonda que ponía ya los huevos escalfados.
Con lo avanzado hasta este punto tenía ya
encarrilada la entrada, una entrada que pretendía haber escrito el pasado
martes, cuando regresaba de Madrid; en teoría los viajes a Madrid suelen ser
ideales para escribir capítulos del Diletante y el viaje de esta semana parecía
que podía ser especialmente tranquilo, no por agenda – era una locura – pero sí
por el hecho de que disponía de cierto tiempo libre entre compromisos. Sin
embargo una serie de desdichas y casualidades convirtieron el viaje que
auguraba más tranquilo en un pequeño caos.
La aventura arranca el pasado lunes, a eso
de las dos de la tarde, víspera de Sant Jordi, pensaba aprovechar el mediodía
para comprar los libros de la familia. Salí de trabajar apresuradamente y
cuando estaba ya en el coche me di cuenta de que el teléfono móvil se había
quedado sobre la mesa del despacho – oh tragedia -. Si regresaba al trabajo
para recuperar el teléfono no tendría tiempo de ir a la Casa del Libro y me
quedaría comprar los regalos, circunstancia que me supondría a la larga una
severa amonestación familiar.
En la duda miré a los ojos a mi mujer y le
planteé la posibilidad de pasar 40 horas sin móvil, 40 horas desconectado. Mi
tren de ida salía a las 21 horas del lunes, el de regreso tenía prevista la
llegada a Barcelona el martes a las 23’45 de la noche. Yo estaba sin móvil desde
el mediodía del lunes y no podría recuperar el aparato hasta la mañana del
miércoles. Todo un reto.
Mi mujer comentó que me vendría bien
desconectar durante todo ese tiempo y que ella se contentaba con recibir algún
mail cuando pudiera ir conectando el ordenador. Si a la medianoche del martes
no estaba de regreso en casa – como Cenicienta – empezaría a preocuparse, pero
hasta esa hora gozaba de cierto margen.
Aunque la humanidad ha pasado siglos sin
necesidad del teléfono móvil lo cierto es que durante aquella tarde me sentía
como desnudo sin el peso del aparatejo en el bolsillo, incluso estuve tentado –
después de comprar los libros – de escaparme a recuperar el teléfono, pero el
riesgo de llegar tarde a recoger a los niños era grande y los críos se ponen
muy nerviosos si no les recogemos en la primera tanda a la salida; hacía muy
buen día y querían disfrutar de la tarde para jugar al futbol en el patio.
La ventaja de no estar localizable es que
esa tarde no fui molestado y pude dedicarme a ojear a los pequeñajos sin
distracción.
A media tarde regresamos a casa, adelanté
por correo electrónico a alguno de mis compromisos en Madrid que viajaría sin móvil,
preparé cuatro cosas en una mochila y dejé organizada la cena de los niños
antes de marchar camino a la estación. Seguía tentado de ir corriendo al
despacho y recuperar el teléfono pero el riesgo ahora de perder el tren y de
gastarme un pastón en taxis me disuadió.
De camino a la estación planificaba mi
viaje de ida pensando que durante las tres horas de trayecto – me tocaba el Ave
que para cuatro veces – podría dedicarme a leer y a preparar los compromisos del
día siguiente. Me las veía felices pensando que no me alteraría ninguna llamada
ajeno a lo que me depararía el futuro inmediato.
Nada más entrar al tren, mientras
desplegaba como podía en el reducido espacio de la mesita los papeles que tenía
que revisar vi pasar a un viejo compañero ahora en tareas de jefazo al que
hacía tiempo que no saludaba; tras el abrazo de rigor y los comentarios sobre
lo mal que va el país y lo mal que va lo nuestro me excusé diciéndole que tenía
que acabar de ver unos papeles.
De regreso a mi asiento y cuando apenas
llevaba un par de minutos leyendo la señora que viajaba a mi lado me preguntó:
- Oiga,
es usted abogado o algo así.
Como lo que estaba
leyendo eran sentencias no me quedó mucho margen, por lo que le tuve que
contestar.
- No
soy abogado, sino algo así.
La señora, pensando
que el “algo así” le podía servir como salvavidas, empezó a contarme muy
alterada que había viajado a Barcelona para recoger unos papeles de un juzgado,
que una abogado le reclamaba casi cincuenta mil euros por un viejo encargo de
defensa en un pleito por una herencia y que estaba indignada porque ya le había
pagado años atrás a la abogada cerca de 15.000 euros y que con eso consideraba saldada
cualquier deuda. Con los nervios y la indignación de la reclamación puso a
parir a todos los abogados, a todos los jueces, a su hermano, que era quien la
había demandado años atrás por cuitas familiares, y a todo cuanto se le cruzó de
por medio.
Inmersa en su
monólogo no hacía más que pedirme que la asesorara y que la bajara y subiera
una pesada maleta cargada de papeles judiciales que me animaba a revisar. De
vez en cuando me rogaba que le diera el nombre de un abogado en Madrid, en
Barcelona o donde fuera, alguien que fuera honrado, que le pusiera interés y
que no la cobrara mucho.
La señora estaba a
las puertas del síncope y con un embargo inminente; su reacción además de
despotricar contra todo bicho viviente era la de vaciar sus cuentas, poner el
patrimonio a nombre de sus hijos y darle una pedorreta a la reclamante de la
minuta.
A base de buenas y
ambiguas palabras, sin desvelar mi identidad y sin asesorarla en modo alguno –
entre otras cosas porque mi jefe estaba dos filas más adelante y en nuestro
trabajo no es posible el asesoramiento a particulares, y mucho menos a
lunáticas acosadoras del Ave – hube de aguantar estoicamente más de dos horas
de chaparrón verbal mientras intentaba en vano leerme una sentencia del
Tribunal Europeo de Justicia sobre las sanciones puestas a una empresa pública
checa que fabricaba gaseosas y que había recibido ayudas públicas en forma de
condonación de deuda –una materia apasionante para un viaje nocturno en tren.
Llegué a Madrid
derrotado aunque conseguí que durante la última media hora la señora se diera
una cabezada, sobre mi hombro eso sí para inmovilizarme. A la salida mi amigo
me dijo:
- Te
he mandado tres o cuatro mensajes para intentar rescatarte de las garras de
aquella querulante pero no me has contestado.
- Es
que me he dejado el móvil en la oficina –le contesté.
En Madrid me tocaba
dormir en un hotel de la Plaza Colón; llegué pasadas las noches, sin otra cena
que las cuatro patatas fritas y el nugget de pollo que les robé a los niños
mientras cenaban a las ocho de la tarde.
Como durante el
viaje no había podido ni estudiar los papeles ni revisar los correos, hube de
dedicar hora y media a despachar lo más urgente, lo que me dejó a las puertas
de las dos de la madrugada en un hotel impersonal y en una habitación que daba
al callejón en el que los trabajadores del hotel salían a fumar y a contarse
chascarrillos.
Pedí en recepción que
me despertaran a las siete y cuarto para terminar de prepararme el primero de
los compromisos madrileño. La perspectiva, por lo tanto, era la de dormir
apenas cinco horas.
A las siete y
cuarto una amable señorita me llamó por teléfono. Disponía del tiempo justo
para revisar unas notas, asearme – afeitado incluido – y bajar a desayunar,
estaba canino.
Mientras tomaba el
café tuve que abrir el ordenador para comprobar algunas referencias que debía
mencionar en mi primer compromiso. A las ocho y cuarto me esperaba en la
recepción del hotel la persona que me había invitado a participar en uno de
esos desayunos de modo en los que un pringado habla mientras que unos encorbatados
y estirados ejecutivos zampan croisanes y madalenas, engullen uno tras otro
varios cafés, piden zumos y, al final, hacen cuatro preguntas de compromisos.
Yo era el parlante
y la materia completamente absurda: La incidencia de las normas de defensa de
la competencia en los procedimientos concursales, experiencia práctica. Ni que
decir tiene que no existía ninguna experiencia práctica de colisión de dos
normas ya de por sí monótonas, sin embargo tenía el compromiso de hablar
durante 45 minutos delante de unos caballeros cuya principal pericia era la de
combinar la corbata con el traje y acertar a ponerse unos gemelos y un
pasacorbatas a conjunto.
Cuando llegué a la
recepción del hotel, recién afeitado, mi anfitrión andaba manipulando un
teléfono justo acababa de mandarme un segundo mensaje tras una llamada
frustrada. Le comenté que me había dejado el teléfono en Barcelona.
El compromiso
empezaba a las nueve pero en Madrid la puntualidad no es una virtud, por lo que
nos vimos inmersos en un rutinario besamanos de todos los que iban llegando y
acomodándose en el amplio salón en el que debía disertar.
Empezamos media hora
tarde; el otro invitado arrancó su exposición asegurando que no había podido prepararse
la materia y que, por lo tanto, sólo hablaría de su área de trabajo y de
conocimiento, dejándome a mí el análisis de los puntos de conexión entre
normas. Puse cara de poquer y arranqué mi exposición.
A eso de las once
nos enfrascamos en un mortecino coloquio, más un diálogo de sordos, mientras
uno a uno se escabullían los invitados hacia los despachos correspondientes.
Salí con media hora
de retraso sobre el horario previsto, habiendo recibido una palmadita en la
espalda ya que este tipo de martingalas no suelen estar retribuidas. Hay
ocasiones en las que el anfitrión te obsequia con un libro, una pluma montblanc
o una corbata, en esta ocasión ni tan siquiera el regalo de compromiso. Un
cordial agradecimiento y a la calle.
El siguiente hito
de la mañana era más agradable, un periodista de Radio Nacional quería
entrevistar al Diletante para un programa nocturno, el objetivo hablar de
cocina. Sólo un problema, me tenía que recoger un chofer en la puerta del Café
Gijón y yo llegaba con 10 minutos de retraso. Posiblemente mi teléfono de
Barcelona estaría echando humo, yo llegué de una carrera al lugar de la cita y
después de abordar tres coches parados por la zona, por fin di con el
conductor, cabreado como un mono porque no podía localizarme ni a mí ni al
periodista que me debía entrevistar.
Como represalia por
mi retraso el conductor puso a todo volumen un CD con sevillanas, pensando que
dado mi origen catalán aquella música me molestaría; yo le agradecí que pusiera
ese disco y le aseguré que en Barcelona era difícil conseguir escuchar
sevillanas sin que te pusieran caras raras. La verdad es que las sevillanas no
me gustan mucho pero conseguí que el conductor cambiara el gesto aunque fuera a
costa de despotricar sobre Cataluña. Mientras monologaba nos merendamos un
atasco absurdo camino de Prado del Rey. Al final llegué a la conclusión de que
a mi interlocutor le amargaba más la dura vida de la capital que lo de Cataluña.
La entrevista fue
toda una sorpresa, el periodista que me había invitado había conocido
primeramente al Diletante y a su blog, sólo después había descubierto que
estaba detrás de ese apelativo; mi ego se vino arriba y durante media hora
charlamos sobre cocina y sobre las razones que me habían llevado a iniciar el
blog. El programa se pondrá dentro de unos días en antena, se llama La Noche en
Vela y es el magazine nocturno de Radio Nacional, me avisarán cuando emitan la
entrevista.
De vuelta al centro
me cogió por banda otro conductor, también cabreado con la vida, es curioso
porque siendo conductor de Radio Nacional, sin embargo en el coche sólo sonaba
la CoPe, me imagino que se trataba de un acto de desobediencia.
Me las veía yo
felices pensando que dispondría de 40 minutos para verme una exposición de
impresionistas en la fundación Mapfre, pero justo cuando me disponía a entrar
en la sala de exposiciones me di de bruces con quien debía ser mi compañero en
el próximo compromiso que me aguardaba en la mañana, un seminario destinado a
analizar el régimen jurídico del garante no deudor en los procesos concursales.
Mi contraparte en ese seminario era un reciente magistrado del tribunal supremo
que, por lo visto, me había telefoneado un par de veces durante la mañana para
coordinar intervenciones.
El encuentro casual
favorecía la preparación del acto académico pero frustraba mi deseo de
desconectar y ver cuadro. Tomamos un aperitivo en una terraza de Recoletos, él
un vino blanco, yo un agua con gas. Como ya me había bebido dos aguas en el
primer desayuno y otra más en la radio, la cuarta de las aguas me provocó una
necesidad imperiosa de ir al baño, pero estábamos inmersos en una conversación
tan técnicamente absurda que me dio cierto reparo interrumpir a mi interlocutor
por lo que hube de contenerme como pude.
Llegué apremiado al
seminario y tras los saludos de rigor corrí hacia el baño. De nuevo el
seminario iba precedido de un pringoso besamanos, pringoso porque había unos canapés
y hasta un plato de paella para los invitados, una comida a pie firme antes de
pasar a un aula para debatir.
En la mesa un
abogado en ejercicio que nos moderaba y que aprovechó su moderación para
preguntarnos sobre un asunto que tenía para resolver encima de su mesa; el
magistrado del supremo haciendo uso de sus galones decidió pasar de puntillas
sobre el tema que nos llevaba y dedicar un cuarto de hora a comentar un asunto
que acababa de resolver. En definitiva me tocó a mí hacer la exposición
sistemática de la materia – 40 minutos – y someterme al duro interrogatorio de
catedráticos y abogados debidamente encorbatados y agemelados – Madrid es la
patria del gemelo en camisa.
El coloquio y la
despedida se prolongó más allá de lo razonable, yo había evitado la paella – me
resultaba muy pesada – y había sustituido la comida por un par de croquetas,
una cocacola para despabilarme y dos botellas de agua, por lo que la necesidad
de ir al servicio volvía a ser perentoria. Sólo un problema, eran las 16’30 y a
esa misma hora había comprometido mi presencia en una rueda de prensa en la que
un grupo de esforzados profesionales pedíamos al gobierno que reconsiderara su
posición respecto de una polémica ley.
Para no reventar decidí
ir primero al baño, como consecuencia de mis urgencias llegué diez minutos
tarde a la rueda de prensa y me tocó colocarme en la mesa de presidencia entre
flashes y preguntas apresuradas. Me hubiera gustado tener el porte de Marcello
Mastrollani, uno de los tipos a los que le sentaban mejor los trajes, yo estaba
ya arrugado después de varias horas dando tumbos por Madrid.
La jefa de prensa
de la institución que nos acogía me susurró que había intentado localizarme en
varias ocasiones.
Ante el riesgo de
una severa reprimenda pública de mis anfitriones y de los componentes de la
mesa tomé la palabra, pedí disculpas, hice un par de chascarrillos y me vine
arriba, como los toreros, no pude ver el resultado de la rueda de prensa pero
creo que a lo mejor le di excesiva caña al gobierno, circunstancia que
congratuló a mis compañeros de mesa.
Tenía otro
compromiso – de signo contrario – a las cinco de la tarde, pero las preguntas
de los periodistas y mi posición en la rueda de prensa me obligaban a
permanecer hasta el final y a atender a los medios con la mejor de las sonrisas
tras el retraso, solo faltaba que al día siguiente me pusieran a parir. La
rueda de prensa por lo visto fue un triunfo, por lo menos consiguió cabrear al
ministro que era el objetivo primordial – algo que parece que haya conseguido
durante los últimos meses, seguramente en el gobierno estarán soñando conmigo.
Problemas añadidos
y arrastrados. Eran las cinco y media de la tarde y yo a las cinco en punto
tenía comprometida mi presencia en otra mesa redonda, de signo radicalmente
contrario al de la rueda de prensa, ya que se trataba de un foro de notarios en
el que debía debatir con representantes de la banca y con un profesor de
Harvard de los de toda la vida aspectos fundamentales de la crisis económica.
En el taxi que me
llevaba a mi nuevo destino recompuse mi figura como pude, me ajusté la corbata
y cambié el chip.
La mesa había
arrancado ya con el primero de los ponentes – el representante de la Asociación
Española de Banca -, a la puerta del Colegio de Notarios me esperaba una
administrativa atribulada con un móvil en la mano, le dije que no había podido
atender a sus llamadas porque me había olvidado el teléfono en casa. Como
durante la rueda de prensa me había bebido un par de botellines adicionales de
agua de nuevo era más urgente mi paso por el servicio que mi incorporación a la
mesa.
Finalmente me
acomodé en mi puesto después de pasar por en medio del salón, una estancia
rococó en un palacete ubicado tras el museo del Prado. En primera fila
representantes del gobierno – eso sí funcionarios todos, nadie de alta
graduación – y de nuevo una nube de catedráticos y abogados todos ellos con un
altísimo concepto de sí mismos, como yo.
En un acto solemne además
las intervenciones se hacen en un atril y, tras escuchar la disertación de la
banca me dirigí hacia el estrado. El presidente de la mesa discretamente me
rogó que no extendiera mi exposición más allá de 20 minutos, tenía que acudir a
un funeral a eso de las siete y media de la tarde, todavía tenía que hablar el
profesor norteamericano y habilitar un espacio para el coloquio.
Olvidé los papeles
en la carpeta y con la mente puesta en el funeral en los Jerónimos empecé mi disertación,
esta vez técnica, nada mitinera ya que no habían dejado pasar a la prensa.
Cuatro referencias jurisprudenciales, algunas puntualizaciones doctrinales,
llamadas a la cordura, a la serenidad y al consenso. Saqué a la luz mi yo más
técnico y preciso.
El coloquio se
convirtió en unos juegos florales y a eso de las siete el consabido vino español
con el que se culminan este tipo de actos. Como había tenido que beberme un par
de botellines más de agua de nuevo necesitaba excusarme, sin embargo me
asaltaron varios de los asistentes para darme sus tarjetas, palmearme la
espalda y comentar mi intervención un tanto polémica.
A duras penas puede
enganchar un par de trozos de queso y unos picos de pan con jamón, sin perder
la sonrisa me tomé una copa de vino y contesté como pude a las preguntas y
comentarios con las que se culminaba la jornada.
A eso de las ocho y
cuarto, tras una segunda copa de vino, encaminé mis pasos hacia la estación del
Ave, dispuesto a aprovechar el viaje para hacer una entrada del Diletante destinada
a los huevos de la gallina Marcelina.
Acomodado en mi
asiento se dio la circunstancia de que me tocó como compañero uno de los
abogados que había estado en la rueda de prensa, un viejo amigo curtido en
muchas luchas que vivía ahora un momento de angustia extrema ya que a los seis
minutos de arrancar el Bayer de Munich le había metido un gol al Barça en la
semifinal de la Champions y mi amigo, luchador incansable, se vino abajo ante
la previsión de una goleada de escándalo. Me lo tuve que llevar al vagón bar
del Ave y pedirnos unos gintonics con los que diluir sus angustias futboleras.
A eso de la media
noche llegamos a Barcelona derrotados en todos los sentidos.
Cuando conseguí
entrar en casa, con toda la tropa dormida, mi móvil resplandecía sobre la mesa
del salón, mi mujer lo había rescatado y apagado, pocas cosas le molestan más
que la de hacerme de telefonista.
No me vi con ánimo
de encenderlo aquella noche, a la mañana siguiente, cuando me desperté a eso de
las seis, reinicié mis rutinas encendiendo el móvil. Resultado: 35 llamadas de
teléfono, 50 mensajes de voz y 109 guasapes. Había merecido la pena haber
pasado 40 horas completamente desenchufado.
Mientras borraba
mensajes de modo indiscriminado – no leí ni escuché ninguno, pido disculpas –
descubrí que Cezanne había pintado un bodegón con dos huevos duros, recordé la
escena del camarote de los hermanos Marx, preparé el desayuno para la familia y
pensé que tendría que hacer una entrada en homenaje a la gallina Marcelina, a
Marcello Mastrollani y su buen porte con el traje negro, a la telefonía móvil,
a los botellines de agua y a las jornadas absurdas.
Balance gastronómico
de mi periplo madrileño: Desolador.
Ahora me tocaría incluir
una receta de huevos, concretamente unos huevos mollet a la Skobeleff, un
general ruso paneslavista, pero están a punto de sonar los despertadores para
que la familia se levante y nos pongamos en marcha, rumbo a Oporto.
Hasta yo he acabado agotada, me he metido en tu piel y sinceramente aún tengo "agujetas", te imagino además entre esa gente tan encorbatada y agemelada y me da risa tu imágen con el traje como un acordeón, tus pelos revueltos y tus aguas minerales, pero el gin-tonic es sagrado y hace milagros, mira, ahora mismo me voy a ir al Husa Princesa y me tomaré uno pensando en tí y otra vez saca tiempo para disfrutar de una comidita en la rotonda del Palace. Admiro tu capacidad, tu paciencia y tu buen humor tan personal, no cambies. Jubi
ResponderEliminarEmpecé a leer la entrada ayer por la tarde, desde mi "yanquiberry" y en el AVE de regreso a Barcelona. Mis carcajadas sorprendieron a mi compañero de asiento.
ResponderEliminarEntre la pérdida de cobertura y las muecas del compañero opté por dejarla a medias y acabarla hoy.
(Apunto que mi compañero me dio miedo.Era exacto a Anthony Perkins en la época de Psicosis y en el trayecto recibió TRES llamadas de sus padres en el Iphone. Miedo !! )
Pues hoy he continuado riéndome con la lectura.
Muy buen relato pero me has dejado agotada, diletante....admiro tu resistencia y tu capacidad mental para ir cambiando de registro a medida que cambian tus compromisos.
LSC
Pd. llamaré a Jubi la próxima vez que vaya a Madrid para acompañarla a tomar ese gintonic !
Me encantará, no lo dudes, queda en pie ese gintonic. Hablaremos del diletante con seguridad, pero no me extraña nada ese "fandango" de vida que tiene montado, me da vidilla leer su blog. Besazos. Jubi
EliminarDiletante, pásale mi móvil a Jubi.
EliminarAdemás de la admiración por tu blog y por tu persona nos unirá esos gintonic estupendos.