martes, 28 de junio de 2016

CAP.CCCLXXXVII.- Can Cufa 3.0. Regozijo vital/menú japo-albondiguero


REGOZIJO VITAL (CAN CUFA 3.0)



La semana pasada conseguimos, por fin, retomar los encuentros de Can Cufa. Había costado un poco volvernos a encontrar, todos tenemos hijos en edades más o menos complicadas, todos tenemos agendas imposibles de cuadrar.

Tuvimos poco antes una ocasión preliminar en la que coincidimos todos. Los padres fundadores de Can Cufa tras años de gestiones y papeleos por fin se casaron. Lo hicieron a lo grande «bigger than life», como advertían las superproducciones de cine norteamericanas en los años sesenta. La boda fue tan «bigger than life» que en realidad fue de ficción pues los papeles necesarios para la boda no llegaron a tiempo y tuvimos que orquestar una gran representación.

Digo tuvimos, porque mi mujer y yo fuimos los maestros de ceremonias, ayudados por una compañía de teatro amateur que intercaló algunas escenas cómicas y un recitado de textos clásicos en los que el novio se vio envuelto en la escena del Cyrano. Reivindicamos el derecho de todas las personas a ser felices, aunque para alcanzar la felicidad algunos elijan un camino tanto intrincado y complejo como el del matrimonio.

Después de meses de intentos frustrados, por fin, el simulacro de boda hizo que coincidiéramos toda la cofradía de los Cufos y que volviéramos a disfrutar de ese regocijo vital que se produce cada vez que nos vemos. Nos abrazamos, reímos, bebimos y bailamos, pero fuimos extremadamente severos con los anfitriones ya que consideramos que la boda no les eximía de sus obligaciones para con Can Cufa ya que el requisito fundacional de la cofradía era que los anfitriones han de hacer las veces de cocineros. En la boda el catering lo asumió un cocinero profesional, Nando Jubany, que nos dio un aperitivo y una cena monumental, con grandes momentos gastronómicos como el del pulpo a la brasa con panceta, las gambas a la parrilla o el chuletón servido con patatas souflé. Jubany demostró ser un genio de los aperitivos, un genio divertido que envolvió en papel de periódico un exquisito tartar, nos recibió con unas cajas de pizza a domicilio hechas a base de pasta filo, jugueteó con bocados japoneses que no olvidaban las raíces españolas de los productos, ofició en persona como maestro parrillero y ofreció una combinación de vinos inverosímil con casi una veintena de referencias para una fiesta a la que se había convocado a más de cien invitados.

Pero los Cufos somos gente severa y decidimos que aquella convocatoria no evitaba a los anfitriones tenernos que convocar nuevamente para retomar el tercero de los ciclos de can Cufa.

Semanas después de la boda de ficción llegaron los papeles y, con los papeles, la boda real, una ceremonia un poco más prosaica, sin versos ni sainetes. Un acto más íntimo, más breve, aunque emocionante para nuestros amigos, que llevaban mucho tiempo de gestiones administrativas que les sacaran finalmente del pecado, aunque vivir en pecado tiene un morbo especial.

Aprovechando el día de la boda oficial nos convocaron para cenar en su casa, en la sede fundacional de Can Cufa. De los miembros originarios del grupo falló Gloria, con ineludibles compromisos anteriores. Pese a la incidencia decidimos mantener la convocatoria, primero, porque los anfitriones querían de nuevo invitarnos, esta vez para que celebráramos la boda válida, la legal. Segundo, porque no queríamos demorar mucho más nuestro reencuentro, quedaba muy cercano aquel regocijo vital que habíamos redescubierto semanas atrás y nos daba pena enfriar el tercero de los ciclos de encuentros gastronómicos.

Los anfitriones habían establecido nuevas reglas para afrontar la tercera de las tandas. Las comidas o cenas deberían ser temáticas, es decir, deberían girar alrededor de una idea o concepto. Además, nos teníamos que comprometer a documentar las recetas, lo que nos obligaría a todos a escribir.

Llegó el viernes señalado en el calendario, un viernes no muy caluroso de mediados de junio, previo a los fines de los colegios y al caos pre-estival.

Nosotros, que éramos los que anunciamos que llegaríamos más tarde a la cena, fuimos prácticamente los primeros en comparecer, pasaban las nueve de la noche y la cocina de la casa era un caos, casi todo por hacer. Los anfitriones habían tenido que reclutar manu militari a varios amigos para asistir en la cocina.

Empezaron a descorcharse botellas de vino y de cava mientras se ultimaban los platos, se preparaba la mesa en el jardín y se ordenaban los aperitivos.

Cenamos tarde, seguramente algo achispados pero felices, brindamos por los novios, brindamos por la ausente y por las incorporaciones de eventuales – era muy duro que quienes habían acudido a la llamada de auxilio de los anfitriones no se quedaran a cenar.

En estas cenas grupales es fundamental ponerse al día de la vida de los demás, en verano es inevitable hablar de los planes de vacaciones, de los niños y de las pequeñas o grandes miserias cotidianas. Aunque lo que ha permitido que Can Cufa sobreviva durante todos estos años es la exaltación de la vitalidad, el goce hedonista. Todos tenemos problemas, todos vivimos razonablemente agobiados por cien mil asuntos de difícil solución, pero cuando nos encontramos se produce una corriente intensa de bonhomía que hace que nos sintamos mucho mejor. Entre tanto doctor puede que los encuentros tengan mucho de terapia.

Los anfitriones anunciaron que el menú, temático, giraría en torno a Japón, así lo apunté yo en mis notas, aunque en realidad el menú fue de fusión (está de moda), y si tuviéramos que buscar un titular temático podríamos afirmar que el menú fue japo-albondiguero ya que dos de los platos principales fueron dos tipos de albóndigas (las primeras de salmón, tofu y wasabi, las segundas de pollo con jengibre y puerro).

Todavía no hemos puesto en común las recetas, por lo tanto, de los platos que componían el menú poco puedo decir más allá de su enunciado y de los ingredientes que pudimos adivinar durante la cena, ya cargada de vino y, por ello, algo confusa.

Esta fue la carta:

-      Bombón de jamón,

-      Esferificación (a la manera del chef) de mojito,

-      Delicias de mortadela,

-      Espinacas en salsa de sésamo,

-      Rollitos de Vietnam,

-      Tempura triple,

-      Bolas de tofu y salmón (con mayonesa de wasabi),

-      Corazones de alcachofa con bacalao y caviar de Módena,

-      Albóndigas de pollo al estilo japonés,

-      Tataki de buey (el cocinero nos aseguró que tras pasar la pieza de lomo bajo de buey por la parrilla hubo de sumergirla en hielos para cortar de raíz el punto de cocción y garantizar así que por dentro la carne quedaba de color carmesí).

-      Helado de chocolate picante con mango.

(fuera de carta llegó una crema de escarola y vinagre).



Cada plato obligaría a una entrada individualizada en la que se concretaran los ingredientes y el proceso de elaboración, un proceso un tanto rocambolesco ya que a nuestros amigos les pilló el toro y a las nueve de la noche casi todo estaba por hacer, casi todo era posible.

Del menú, extraordinario, me quedo con las alcachofas, una receta sencilla y pinturera, que fue de las más vistosas de la noche. Me quedo con la alcachofa porque me he dado cuenta que en el blog la tengo abandonada – ciertamente no soy muy alcachofero – pero aquella noche el plato me llamó la atención, recordé que tenía deudas pendientes con la alcachofa, deudas que espero poder ir saldando con el tiempo.

Los corazones de alcachofa exigen, como primera premisa, contar con buenas alcachofas. Hay que pelarlas con mimo, rociarlas rápidamente con limón para que no se oxiden y aparezcan los ribetes oscuros, hervirlas con precisión, desechar las hojas exteriores y conseguir un corazón compacto de tonos verde pálido.

Cada uno de los corazones de alcachofa se parte por la mitad y se reserva para montar el plato. Yo creo que al corazón de alcachofa le va bien pasar un instante por una plancha bien caliente y dorarlo un poquito antes de montar el plato.

Sobre el medio corazón de alcachofa se pone una cucharada mínima de pasta de anchoas – serviría también una pasta de aceitunas -, y unas lascas de bacalao desalado. El plato se adorna con unas bolitas de vinagre de Módena, bolitas hechas con la técnica mezclar el vinagre con arginato e ir goteándolas con ayuda de una jeringa para que se formen perlas de vinagre. Si no se dispone de los medios químicos adecuados se puede suplir el perlado por unas gotas de vinagre denso y azucarado de Módena. Al llevarlo a la mesa no va mal darle algo de brillo con un chorrito de buen aceite de oliva.

La aspereza de la alcachofa, el punto salobre y marino del bacalao, el golpe ácido e intenso del vinagre caramelizado consiguen ligar un aperitivo sorprendente, distinto. La combinación de colores le da vistosidad al plato.

Tan maravillosa fue la cena y el reencuentro que incluso nos proyectaron el vídeo de la boda, lo vimos sin rechistar, algo adormecidos, eso sí, por la bebida y por lo avanzado de la hora.

Con el fin de reivindicar las beldades de la alcachofa he robado de internet una fotografía de una flor de alcachofa (porque las alcachofas sorprendentemente florecen) y un  equivalente a la flor de alcachofa en el arte, unos cuadros provocadores de Georgia O’Keeffe, muy en el espíritu de Can Cufa.

(Por cierto el próximo encuentro nos toca en nuestra casa).



1 comentario:

  1. Ya echaba yo de menos las cenas de "CAN CUFA" pues siempre las comentas y me encantaría veros por un huequito, os cuidáis bien y además de poneros morados os divertís de lo lindo. Yo aún recuerdo las alcachofas al vapor que hace meses comimos juntos en la calle Sagasta. Jubi

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