REGOZIJO VITAL (CAN CUFA 3.0)
La semana pasada conseguimos, por fin,
retomar los encuentros de Can Cufa. Había costado un poco volvernos a
encontrar, todos tenemos hijos en edades más o menos complicadas, todos tenemos
agendas imposibles de cuadrar.
Tuvimos poco antes una ocasión preliminar en
la que coincidimos todos. Los padres fundadores de Can Cufa tras años de
gestiones y papeleos por fin se casaron. Lo hicieron a lo grande «bigger than life», como advertían las
superproducciones de cine norteamericanas en los años sesenta. La boda fue tan «bigger than life» que en realidad fue
de ficción pues los papeles necesarios para la boda no llegaron a tiempo y tuvimos
que orquestar una gran representación.
Digo tuvimos, porque mi mujer y yo fuimos los
maestros de ceremonias, ayudados por una compañía de teatro amateur que
intercaló algunas escenas cómicas y un recitado de textos clásicos en los que
el novio se vio envuelto en la escena del Cyrano. Reivindicamos el derecho de
todas las personas a ser felices, aunque para alcanzar la felicidad algunos
elijan un camino tanto intrincado y complejo como el del matrimonio.
Después de meses de intentos frustrados, por
fin, el simulacro de boda hizo que coincidiéramos toda la cofradía de los Cufos
y que volviéramos a disfrutar de ese regocijo vital que se produce cada vez que
nos vemos. Nos abrazamos, reímos, bebimos y bailamos, pero fuimos
extremadamente severos con los anfitriones ya que consideramos que la boda no
les eximía de sus obligaciones para con Can Cufa ya que el requisito
fundacional de la cofradía era que los anfitriones han de hacer las veces de
cocineros. En la boda el catering lo asumió un cocinero profesional, Nando
Jubany, que nos dio un aperitivo y una cena monumental, con grandes momentos
gastronómicos como el del pulpo a la brasa con panceta, las gambas a la
parrilla o el chuletón servido con patatas souflé. Jubany demostró ser un genio
de los aperitivos, un genio divertido que envolvió en papel de periódico un
exquisito tartar, nos recibió con unas cajas de pizza a domicilio hechas a base
de pasta filo, jugueteó con bocados japoneses que no olvidaban las raíces españolas
de los productos, ofició en persona como maestro parrillero y ofreció una
combinación de vinos inverosímil con casi una veintena de referencias para una
fiesta a la que se había convocado a más de cien invitados.
Pero los Cufos somos gente severa y decidimos
que aquella convocatoria no evitaba a los anfitriones tenernos que convocar
nuevamente para retomar el tercero de los ciclos de can Cufa.
Semanas después de la boda de ficción
llegaron los papeles y, con los papeles, la boda real, una ceremonia un poco
más prosaica, sin versos ni sainetes. Un acto más íntimo, más breve, aunque
emocionante para nuestros amigos, que llevaban mucho tiempo de gestiones
administrativas que les sacaran finalmente del pecado, aunque vivir en pecado
tiene un morbo especial.
Aprovechando el día de la boda oficial nos
convocaron para cenar en su casa, en la sede fundacional de Can Cufa. De los
miembros originarios del grupo falló Gloria, con ineludibles compromisos
anteriores. Pese a la incidencia decidimos mantener la convocatoria, primero,
porque los anfitriones querían de nuevo invitarnos, esta vez para que
celebráramos la boda válida, la legal. Segundo, porque no queríamos demorar
mucho más nuestro reencuentro, quedaba muy cercano aquel regocijo vital que habíamos
redescubierto semanas atrás y nos daba pena enfriar el tercero de los ciclos de
encuentros gastronómicos.
Los anfitriones habían establecido nuevas
reglas para afrontar la tercera de las tandas. Las comidas o cenas deberían ser
temáticas, es decir, deberían girar alrededor de una idea o concepto. Además,
nos teníamos que comprometer a documentar las recetas, lo que nos obligaría a
todos a escribir.
Llegó el viernes señalado en el calendario,
un viernes no muy caluroso de mediados de junio, previo a los fines de los
colegios y al caos pre-estival.
Nosotros, que éramos los que anunciamos que
llegaríamos más tarde a la cena, fuimos prácticamente los primeros en
comparecer, pasaban las nueve de la noche y la cocina de la casa era un caos,
casi todo por hacer. Los anfitriones habían tenido que reclutar manu militari a varios amigos para
asistir en la cocina.
Empezaron a descorcharse botellas de vino y
de cava mientras se ultimaban los platos, se preparaba la mesa en el jardín y
se ordenaban los aperitivos.
Cenamos tarde, seguramente algo achispados
pero felices, brindamos por los novios, brindamos por la ausente y por las incorporaciones
de eventuales – era muy duro que quienes habían acudido a la llamada de auxilio
de los anfitriones no se quedaran a cenar.
En estas cenas grupales es fundamental
ponerse al día de la vida de los demás, en verano es inevitable hablar de los
planes de vacaciones, de los niños y de las pequeñas o grandes miserias
cotidianas. Aunque lo que ha permitido que Can Cufa sobreviva durante todos
estos años es la exaltación de la vitalidad, el goce hedonista. Todos tenemos
problemas, todos vivimos razonablemente agobiados por cien mil asuntos de
difícil solución, pero cuando nos encontramos se produce una corriente intensa
de bonhomía que hace que nos sintamos mucho mejor. Entre tanto doctor puede que
los encuentros tengan mucho de terapia.
Los anfitriones anunciaron que el menú,
temático, giraría en torno a Japón, así lo apunté yo en mis notas, aunque en
realidad el menú fue de fusión (está de moda), y si tuviéramos que buscar un
titular temático podríamos afirmar que el menú fue japo-albondiguero ya que dos
de los platos principales fueron dos tipos de albóndigas (las primeras de
salmón, tofu y wasabi, las segundas de pollo con jengibre y puerro).
Todavía no hemos puesto en común las recetas,
por lo tanto, de los platos que componían el menú poco puedo decir más allá de
su enunciado y de los ingredientes que pudimos adivinar durante la cena, ya
cargada de vino y, por ello, algo confusa.
Esta fue la carta:
- Bombón
de jamón,
- Esferificación
(a la manera del chef) de mojito,
- Delicias
de mortadela,
- Espinacas
en salsa de sésamo,
- Rollitos
de Vietnam,
- Tempura
triple,
- Bolas
de tofu y salmón (con mayonesa de wasabi),
- Corazones
de alcachofa con bacalao y caviar de Módena,
- Albóndigas
de pollo al estilo japonés,
- Tataki
de buey (el cocinero nos aseguró que tras pasar la pieza de lomo bajo de buey
por la parrilla hubo de sumergirla en hielos para cortar de raíz el punto de
cocción y garantizar así que por dentro la carne quedaba de color carmesí).
- Helado
de chocolate picante con mango.
(fuera
de carta llegó una crema de escarola y vinagre).
Cada plato obligaría a una entrada individualizada
en la que se concretaran los ingredientes y el proceso de elaboración, un
proceso un tanto rocambolesco ya que a nuestros amigos les pilló el toro y a
las nueve de la noche casi todo estaba por hacer, casi todo era posible.
Del menú, extraordinario, me quedo con las
alcachofas, una receta sencilla y pinturera, que fue de las más vistosas de la
noche. Me quedo con la alcachofa porque me he dado cuenta que en el blog la
tengo abandonada – ciertamente no soy muy alcachofero – pero aquella noche el
plato me llamó la atención, recordé que tenía deudas pendientes con la alcachofa,
deudas que espero poder ir saldando con el tiempo.
Los corazones de alcachofa exigen, como
primera premisa, contar con buenas alcachofas. Hay que pelarlas con mimo,
rociarlas rápidamente con limón para que no se oxiden y aparezcan los ribetes
oscuros, hervirlas con precisión, desechar las hojas exteriores y conseguir un corazón
compacto de tonos verde pálido.
Cada uno de los corazones de alcachofa se
parte por la mitad y se reserva para montar el plato. Yo creo que al corazón de
alcachofa le va bien pasar un instante por una plancha bien caliente y dorarlo un
poquito antes de montar el plato.
Sobre el medio corazón de alcachofa se pone
una cucharada mínima de pasta de anchoas – serviría también una pasta de
aceitunas -, y unas lascas de bacalao desalado. El plato se adorna con unas
bolitas de vinagre de Módena, bolitas hechas con la técnica mezclar el vinagre con
arginato e ir goteándolas con ayuda de una jeringa para que se formen perlas de
vinagre. Si no se dispone de los medios químicos adecuados se puede suplir el
perlado por unas gotas de vinagre denso y azucarado de Módena. Al llevarlo a la
mesa no va mal darle algo de brillo con un chorrito de buen aceite de oliva.
La aspereza de la alcachofa, el punto salobre
y marino del bacalao, el golpe ácido e intenso del vinagre caramelizado
consiguen ligar un aperitivo sorprendente, distinto. La combinación de colores
le da vistosidad al plato.
Tan maravillosa fue la cena y el reencuentro
que incluso nos proyectaron el vídeo de la boda, lo vimos sin rechistar, algo
adormecidos, eso sí, por la bebida y por lo avanzado de la hora.
Con el fin de reivindicar las beldades de la
alcachofa he robado de internet una fotografía de una flor de alcachofa (porque
las alcachofas sorprendentemente florecen) y un
equivalente a la flor de alcachofa en el arte, unos cuadros provocadores
de Georgia O’Keeffe, muy en el espíritu de Can Cufa.
(Por cierto el próximo encuentro nos toca en
nuestra casa).
Ya echaba yo de menos las cenas de "CAN CUFA" pues siempre las comentas y me encantaría veros por un huequito, os cuidáis bien y además de poneros morados os divertís de lo lindo. Yo aún recuerdo las alcachofas al vapor que hace meses comimos juntos en la calle Sagasta. Jubi
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