jueves, 27 de agosto de 2020

CApítulo DLI.- Remojón grana`ino.

Si todo hubiera ido bien ahora estaríamos desayunando en una isla griega, estaríamos en la terraza de la habitación esperando a que nos trajeran un café y tostadas con mantequilla y mermelada; los niños habrían tomado ya la leche, estaríamos pendientes del viento, la playa de Kastraki está orientada al norte y, si sopla el Meltemi, resulta incómoda.
No habría prisa, leeríamos las noticias de los diarios españoles con la distancia que dan las vacaciones, como si fueran completamente ajenas. Nos habría quedado hasta el sábado en la isla de Naxos.
El año pasado, por estas fechas, organizaron en el hotel una cena de amigos. La madre de Nikolai, uno de los dueños, prepara una musaka maravillosa, yo hice tres litros de salmorejo. El Thalassa Naxos tiene diez o doce habitaciones, pequeños habitáculos sobre la arena de la playa, abrió hace cinco o seis años y sus dueños decidieron el año pasado elegir a sus clientes, dar preferencia a los amigos. No se harán ricos, pero serán inmensamente felices.
Puede que esta noche en Thalassa preparen de nuevo musaka. Seguramente estará en Grecia aquella policía Londinense, ya jubilada, que pasaba medio año en Naxos, gerenciando un negocio de pasteles caseros, el otro medio año lo pasaba en la Polinesia. Las pensiones y ahorros de aquella mujer daban para una vida desahogada siguiendo los designios del sol.
No sé si este año habrán podido llegar a la isla las holandesas, una madre y una hija que se alimentaban a base de vino blanco. Por lo que contaban, la madre era una prestigiosa abogada especializada en derechos humanos que, a mediados de los setenta, viajó a España para protestar por las últimas condenas de muerte. Habían pasado ya 45 años, media vida.
Mantuvimos la ilusión de viajar a Grecia hasta finales de junio, cuando vimos que era arriesgado tomar un avión y aterrizar con la incertidumbre de que las autoridades sanitarias no nos dejaran llegar a las islas. 
Millones de personas en todo el mundo habrán tenido que alterar este año sus planes. Dentro de lo que cabe hemos tenido suerte, hemos podido viajar por España, hacer casi tres mil kilómetros, disfrutar de playas maravillosas y desconectar.
Mi mujer se ha reencontrado estas semanas con parte de su familia, primos desperdigados por las costas andaluzas que hemos visto en distintos tramos de nuestro viaje, gente cariñosa, dispuesta a recorrer 150 kilómetros a pleno sol para tomarse una cerveza con nosotros. Buena gente. Nos vemos muy de tanto en cuanto, pero mi mujer mantiene el contacto y la ilusión de verse. Este año con mascarillas, con distancia social, con todas las cautelas y geles.
En el tramo final de nuestro viaje pasamos unas horas en Montefrío, bajo un sol de justicia, subimos al mirador que ahora llaman del National Geografic, porque la revista aseguró hace algunos años que el pueblo era uno de los que tenía las vistas más bonitas del mundo.
Haciendo tiempo a que llegara la hora de comer paramos en un bar donde nos pusieron de aperitivo un remojón granadino, una ensalada de raíces árabes muy refrescante y original.
Nuestro remojón llevaba un par de patatas hervidas, peladas y cortadas en dados grandes, aceitunas negras, cebolleta cortada fina en juliana, también picaron un poco de lechuga y una lata de bonito en conserva, la receta tradicional lleva bacalao desalado y desmigado, pero para una tapa de cortesía en un bar. El secreto de la receta son dos naranjas cortadas a sangre (http://www.demoslavueltaaldia.com/articulo/truco/como-pelar-una-naranja-sangre), una pizca de sal, otra de pimienta y un chorreón generoso de aceite de oliva antes de mezclarlo todo y dejarlo refrescar un par de horas. Al final, el remojón es una ensalada fresca que tiene como elemento de referencia la naranja.
No hemos tenido este año nuestra ración griega, a saber si podremos viajar a la isla el verano que viene. A pesar de todos los pesares, este verano ha sido especial, una suerte haber podido disfrutar de las playas desde Rosas hasta Cabo Trafalgar sin apenas gente.

Buscando un pequeño cuadro de Picasso que vimos en el museo de Málaga he encontrado un paisaje en tiza de David Graham, no está mal.
David Graham Paintings: Malaga townscapes

jueves, 13 de agosto de 2020

Capitulo DL.- Costa del Sol.

Cuando llegamos a la casa encontramos una araña en la bañera, no parecía un bicho feroz, ni mucho menos, parecía una estructura de alambre muy fino que desafiaba las leyes de la lógica y de la gravedad paseando por las paredes blancas y satinadas. No tenía el aspecto fantasmagórico de las arañas de Louise Bourgeois, tal vez porque no era muy grande. Incomoda su presencia en el lavabo, aunque no necesitemos utilizar la bañera porque hay un plato de ducha muy cómodo, encajado en una esquina, escondido entre paredes de cristal. No nos hemos atrevido a matar a la araña, hasta hace pocas horas no hemos hablado de ella. Nos la encontramos desde el primer momento y todos tuvimos la misma reacción, encendimos el grifo e intentamos llevarla al sumidero para que desapareciera. No puede decirse que la hayamos aplastado con el impacto seco de una chancla, no hemos retirado su cadáver escondido entre hojas de papel higiénico. Nos hemos contentado con ver como desaparecía por el desagüe. Al cabo de unas horas la araña recuperaba su posición, trepaba por la tubería y volvía a dominar la pileta, volviendo a su ubicación inicial. No sabía que las arañas resistían en el agua, he tenido que consultarlo en google para confirmar su capacidad acuática. Esta madrugada, cuando me he despertado me he asomado para ver si había sobrevivido al último temporal, todavía no ha trepado desde el último golpe de agua, aunque no dudo de su aguante, no en vano esta casa es más suya que nuestra, nosotros la hemos alquilado unos días, el tiempo justo para superar esta zona central del mes de agosto de este extraño verano que nos obliga a vivir semi-enmascarados. La araña reivindica su territorio, aunque sea un misterio saber de qué vive, como se alimenta ya que las superficies del baño son tan lisas, tan pulidas que parece imposible tejer una tela resistente. Dentro de un rato, cuando amanezca, volveré a mirar para comprobar su fuerza, quedaré mucho más tranquilo si nos sobrevive después de tres o cuatro avalanchas, si ha aguantado este último empellón firmaremos un armisticio. He despertado pronto, mucho antes de que amanezca, he descansado bien, podría haber dormido un par de horas más, pero no siempre son propicios los hados. Me he asomado al jardín, pensando que sería recompensado con una lluvia de estrellas, pero la luna estaba muy alta y la contaminación lumínica de la Costa del Sol no facilita el avistamiento de estrellas fugaces. He comprobado en las redes que justo esta noche era la gran noche de San Lorenzo, he visto algunos videos tomados desde el observatorio del Teide. En el tiempo que llevo despierto y alerta en el porte no he podido divisar ninguna estrella fugaz. Llevo todo el verano peleándome con los pronombres personales y los reflexivos. Hace dos años empecé a escribir una novela que no he terminado de rematar, pensaba que este mes de agosto sería favorable, como habían sido los agostos anteriores. Pensé que quedaba poco, apenas un ajuste, pulir algún párrafo, pero me he sumergido en un marasmo de reflexivos agobiantes. Estoy desmontando párrafo a párrafo para ver si el relato funciona, voy despacio, algo frustrado porque me estoy dando cuenta de que escribo peor de lo que pensaba. Hace unos meses pensábamos que no podríamos salir en verano, que el confinamiento se prolongaría eternamente. Finalmente, a más de mil kilómetros de casa, esperando a que amanezca, compruebo que han pasado casi quince días desde que partimos marcándonos una ruta extraña que nos ha llevado ya a cinco destinos diferentes. Hemos sobrevivido a los golpes de calor, a picaduras de mosquitos de todo tipo, a mascarillas angustiosas que dificultan la respiración cuando hay que subir escaleras, a arañas persistentes que velan nuestro sueño. Este es un verano especial, un verano imposible de playas casi desiertas y hoteles cerrados. Un verano incierto en el que hemos tomado distancia de las noticias, que siguen siendo malas; ya no vemos el telediario para saber cuál es el parte de infectados, de fallecidos y curados, llegará septiembre y no quedará otro remedio que volver a la realidad que ya no sabemos si es nueva o vieja. En poco más de una hora amanecerá, podré ver el mar desde el porche en el que he instalado el ordenador, de momento sólo veo los reflejos de una ciudad que todavía duerme y la luz de coches que esporádicamente pasan por una carretera que veo a lo lejos. Nuestra casa está en la ladera de una colina, a diez quilómetros de la playa. Desde el jardín se divisa una gran extensión de costa tapada por bloques de apartamentos que este año están vacíos. Algo impensable hace unos meses. Resulta extraño contemplar un cielo sin aviones, terrazas de bares y restaurantes desiertas. No hay ingleses pidiendo sangría en las barras ni alemanes abrasándose sobre las tumbonas. Quedan solo las estructuras urbanas construidas para soportar casi treinta millones de turistas anuales, estructuras huecas, casi fantasmales. Es paradójico que justo este año de incertidumbre absoluta hayamos podido programas un verano grato, incierto, pero feliz. Hemos podido conseguir entradas para asistir a una función en el teatro romano de Mérida, pudimos ver el museo de Moneo sin aglomeraciones, pasear por la ciudad sin cruzarnos casi con nadie. También pudimos ir en Madrid a ver el Gernika, estuvimos solos en la sala, frente al cuadro, sin nadie que nos interrumpiera. Pudimos pasear por los fríos pasillos del antiguo hospital y disfrutar de las telas del Grupo del Paso, negras y violentas, yo buscaba Zóbeles y Mompós, me he encontrado con Sauras, Millares y Tapies. En nuestra ruta llegamos hasta Cabo Trafalgar, donde vimos caer el sol en un chiringuito ajeno al Covid y a sus consecuencias. El paseo estaba atestado y se formaban colas para ocupar las mesas que daban al mar. Hemos paseado por playas kilométricas, disfrutado del capricho de las mareas que ensanchan y estrechan los arenales en apenas unas horas. Hemos jugado en las olas del atlántico hasta perder la noción del tiempo, rompiendo completamente las rutinas, disfrutando de espacios que hace apenas un año parecía imposible que pudiéramos disfrutar. Paramos ahora unos días en la Costa del Sol, en una urbanización cómoda que nos permite disfrutar de un jardín asombrosamente verde y de una piscina que compartimos con tres o cuatro vecinos que, de momento, no son muy ruidosos. Da cierta pereza salir de los confines de nuestra casa, pero espero que esta mañana nos animemos a bajar a cualquiera de las playas de la zona, aprovechando que este año no habrá aglomeraciones. Ayer nuestro primer intento de excursión quedó marcado por un incendio que a punto estuvo de llevarse por delante una de las zonas más exclusivas de la costa. Paseamos sorteando camiones de bomberos, escuchando el zumbido de los helicópteros y olor a chamusquina. Ayer volví otra vez a cocinar, nada sofisticado. Localicé una pescadería en un pueblo cercano y a las nueve de la mañana estaba haciendo cola para comprar sardinas y gambas, cerca había una frutería regentada por una señora muy mayor que se había convertido en experta en sanidad pública, mientras despachaba tomates, zanahorias, melones y sandías, compartía sus consejos sobre la gestión de la pandemia con la seguridad de la ministra de sanidad de Alemania. Escuchándola uno podía llegar al convencimiento de que si hubieran dejado en sus manos el cometido de la crisis los resultados hubieran sido mucho mejores. Hemos conseguido convertir España en un país donde hay más de cuarenta millones de especialistas en enfermedades contagiosas, puede que la frutera esconda entre cajones de verduras el secreto de la vacuna contra el Covid-19, yo me contenté con comprar dos kilos de tomates para gazpacho, un pimiento verde y una cabeza de ajos, en casa teníamos cebolla, pepino y restos de melocotones para terminar de aderezar el primer plato. Empieza a clarear, todavía me queda tiempo para escribir antes de que se levanten los niños que este verano han descubierto el Scrabble – el viejo Intelec de mi infancia – y andan locos jugando con las palabras, organizan una escandalera cuando consiguen formar una palabra malsonante admitida por la Real Academia. Juegan desde la pantalla del móvil, yo respondo a sus preguntas sobre la posibilidad de descubrir una palabra que admita la Z y la W a la vez, son las letras que más puntuación dan. Me quedan todavía vacaciones por delante, días de sol, nuevos destinos. De momento disfruto con la casa y con la araña persistente. Hemos alquilado la casa de un matrimonio francés que ha dejado a la vista sus libros, sus especias, sus instrumentos de cocina, creo que es la primera vez que durante el mes de agosto me encuentro con una cocina bien pertrechada, con cinco o seis sartenes de diferentes tamaños que no están ralladas. Han dejado hasta una cajita con azafrán. Puede que mañana me acerque otra vez a la pescadería para comprar algo de morralla y gambas, a ver si puedo preparar un arroz, para eso tengo que preparar un buen fondo de pescado, parece sencillo, pero entraña algunos secretos. No puede quedar demasiado salado, no me gustan los caldos fuertes en los que desaparece cualquier matiz, caldos que se hincan en el estómago y hacen que las digestiones sean un suplicio. No están los tiempos para recetas sofisticadas, hay que acudir a conceptos e ideas básicas para la supervivencia. Espero poder hacer un arroz de gamba blanca y calamar, un guiso sencillo, marcado por un caldo claro. La casa tiene una cacerola grande, de las de ocho litros. Pondré el cacharro sobre la placa de inducción, seré generoso con el aceite de oliva, partiré por la mitad un tomate y dejaré que chisporrotee sobre el aceite. He arrancado con la inducción al 9, en cuanto empiece el crepitar habré de bajarla al 6 para que el tomate no se arrebate. Echaré un kilo de gambas blancas, las más grandes que encuentre, pondré un poco de sal gorda y de pimienta. Removeré delicadamente con un cucharón de madera y en unos minutos las retiraré, no han de quedar muy hechas, sólo deben perder el color. Espero encontrar morralla en la pescadería, no sé bien cómo se llama el pescado de roca de la zona. Yo suelo comprar pequeños rapes que son todo cabeza, escórporas, arañas, galeras y algún cangrejo. Una de las cosas que he aprendido estos años es que en cada puerto los peces tienen nombre distinto. Ojalá encuentre rape para usar las espinas y las barbas. Necesitaré un kilo largo de pescado para el caldo. En todo caso, habré de quitar las vísceras y las escamas del pescado que compre. Hay que lavar y limpiar bien el pescado que se usa para el fondo, sino queda el caldo turbio y puede amargar. Echaré el pescado bien limpio y pulido, subiré otra vez la intensidad de la placa, volveré a añadir un poco de sal, pimienta y un diente de ajo. Mientras se rehoga el pescado con el tomate, picaré una cebolla, como quiero que el caldo no quede muy blanquecino, la cortaré sin quitarle los cascos, así el fondo tendrá colores cárdenos. He leído la referencia de una cocinera valenciana que añade al caldo un tendón de pata de ternera, para que el fondo tenga algo de colágeno y gane en densidad. Me parece una buena idea, espero poder encontrar una carnicería y comprar un pie de cerdo, añadiré la mitad del pie a mi caldo. Comprobaré que está bien limpio, no quiero que aparezca un sabor extraño. Pelaré tres zanahorias grandes, un puerro, dos ramas de apio y un trozo de pimiento que danza tristón por la nevera. Una hoja de laurel, unas briznas mínimas de romero y cinco o seis bolitas de pimienta negra. Voy incorporando todo al sofrito, remuevo con cuidado y añado seis litros de agua fría. Vuelvo a poner sal y subo la placa a su intensidad máxima para que empiece pronto a hervir. Las gambas están ya atemperadas, puedo pelarlas, lanzar las cáscaras y las cabezas al caldo. Reservo los cuerpos todavía transparentes, luego los añadiré al arroz. El agua tarda unos minutos en hervir, voy viendo cómo se forman las primeras burbujas, minúsculas, casi imperceptibles, pasará tiempo hasta que se formen los borbotones. En una sartén pongo un poco de aceite, lo justo para engrasar la superficie, añado unas briznas de azafrán, una pizca de sal y otra de pimienta blanca molida. En cuento veo que se empieza a tostar el azafrán retiro la sartén del foco de calor, dejo que se atempere un minutillo y añado tres o cuatro cazos del caldo para que se disuelvan bien las especias. Incorporo la mezcla a mi guiso y remuevo un poco más, con cuidado, no quiero que se partan los pescados. Una vez hierva todo, bajaré la intensidad al 3, habré desespumado y quitado impurezas. Taparé la caceroza y calcularé 45 minutos de cocción, no más. Dicen los entendidos que a partir de los 45 minutos, empiezan a deshacerse espinas y caparazones que amargan el caldo. Pasado el tiempo, retiro la cazuela del foco de calor, dejo que repose durante una hora más, tapada. Colaré bien el caldo y lo guardaré en varias botellas que tengo ya reservadas. Ya tengo el fondo preparado, cinco litros de caldo, cantidad suficiente para varios días y varias recetas. Empieza a amanecer. Me echaré un rato en el sofá para ver si engancho una hora de sueño, puede que lea unos minutos. En uno de los hoteles de nuestra ruta alguien había abandonado una edición de la Iliada de la Editorial Gredos, creo que era la traducción de García Gual. Estuve tentado de llevármela en la maleta, seguro que nadie echaría de menos el libro. Las bibliotecas de los hoteles se conforman a partir de los libros que dejan olvidados los huéspedes, no creo que nadie los inventaríe. Al final no me atreví a esconder la Iliada en la mochila, ahora me arrepiento, hoy hubiera sido un buen día, una buena mañana, para leer la Iliada. He de contentarme con un poema de Joan Margarit, donde dice “Cada cual escucha en su propia Ilíada las armas que chocan contra las celadas” Rebuscaré en la red hasta dar con alguna de las esculturas de Louis Bourgueois, en señal de respecto al arácnido que vela nuestra estancia en esta casa.
At home with Louise Bourgeois | Art and design | The Guardian


martes, 28 de julio de 2020

Capítulo DXLIX.- Costa Brava.

Costa Brava.
Visité por primera vez la Costa Brava a principios de los años 90 del siglo pasado, playas increíbles, una costa escarpada donde los pinos llegaban hasta el mar, pero era ya una zona masificada, cara e incómoda, especialmente en verano. Hablan de un tiempo, anclado en los años 50 y 60, en el que los parajes debieron ser maravillosos. No me cabe la menor duda, pero esos tiempos se malograron, explotaron casi hasta el último centímetro de costa y pueblos como Rosas son ahora un amasijo de ladrillos y de coches atascados.
Tengo muchos amigos que tienen casa a lo largo de la Costa Brava, más de cien kilómetros de costa que empiezan en Tossa y terminan casi en Francia. A lo largo de la costa hay sus categorías, las zonas más populares y las más selectas, aunque todas han estado saturadas durante años, al límite de su capacidad. A partir de finales de julio y hasta mediados de septiembre es un territorio intransitable.
Hubo unos años en los que caí en la tentación de veranear por allí, muy al principio, buenos recuerdos, mezclados con cierto agobio. Mucha vida social, mucho trasiego en coche.
Después las escapadas se espaciaron, buscando momentos tranquilos, fuera de temporada alta. Fines de semana en junio, o a principios de julio. Siempre para ver a amigos, visitas muy concretas, alguna de un solo día, lo justo para disfrutar de un paseo en barca o una comida en cualquier de los restaurantes maravillosos de la zona.
Quedan ya lejos los viajes fugaces al Bulli y las noches durmiendo en el hotel de la playa de la Almadraba. Las paradas casuales en els Tinars para sorprenderse con su larguísima carta y sus maneras afrancesadas, hubo una vez que fui capaz de comer y cenar el mismo día en Els Tinars. También acudí les Panolles, que estaba en la misma carretera, apenas a un kilómetro de Els Tinar.
También recuerdo las visitas a un restaurante de interior, escondido en un bosque, creo que se llamaba el Molino, contaban que había sido de Joan Manel Serrat, comida sencilla pero con un punto sofisticado. Hubo un verano que nos escapábamos a un pueblecito de interior donde había un restaurante, llamado del Teatre, en el que cocinaba un chico formado en el Bulli.
Me casé en la Costa Brava, en el hotel San Jorge, donde me prepararon una tarta especial a partir de una receta vasca.
Años después, con los niños, comimos en un txiringuito cerca de Tossa al que sólo podía llegarse en barca… Cientos de recuerdos que sólo demuestran que voy haciéndome viejo. Si me devolvieran todo el dinero que me he gastado en la Costa Brava puede que pudiera comprarme un apartamento allí, en alguna de las playas por encima de Palamós. A los progres les gustaba la parte más cercana a Francia, de modo que cuanto más progre eras más te acercabas a Port Bou. Había un grupo de militantes de Iniciativa per Cataluña, el antiguo PSUC, que veraneaban en Llansá.
Eran otros tiempos, otros hábitos, otras circunstancias.
Pese a lo que pueda parecer, no he frecuentado mucho esa Costa, sólo escapadas esporádicas. Me siento mucho más mallorquín o griego que de Girona.
Este año hemos vuelto por la Costa Brava en este julio extraño en el que casi todo estaba cerrado o medio vacío. Los pueblos y las playas tenían un aire fantasmagórico. No han recuperado el espíritu salvaje de mediados del siglo pasado. Los pueblos languidecen con los bloques de apartamentos cerrados y carteles de alquiler o venta.
Hemos podido circular sin atascos, hemos podido acudir a viejos restaurantes sin tener que reservar con medio año de anticipo. Hemos paseado por el camino de ronda sin el agobio de tener que apartar a turistas alemanes resoplando.
Fuimos primero con los niños al Hotel San Jorge, celebramos los diez años de la boda. Uno de los camareros nos reconoció. Cenamos en el hotel, en la terraza, tranquilos, mirando a un mar de azul profundo. Nos supo a gloria lo que nos pusieron, no queríamos más que tomar un poco de vino y descansar bajo los pinos cuando ya anochecía.
Semanas después marché solo con mi mujer. Los niños estaban de campamento y pudimos huir tres días a la zona de Rosas y Llansá. Dar un largo paseo por los senderos que discurrían paralelos a los acantilados. Bañarnos desnudos en calas minúsculas, haciendo equilibrios entre rocas. Dejando que el agua fría nos despejara.
Llegamos hasta la cala Montjoi, donde el Bulli se ha convertido en una mole en obra permanente. Sigue el camping y la terraza del Club Mediterranee, donde se sigue comiendo razonablemente bien.
Dormimos una siesta bajo los pinos y quisimos fotografiarnos en la puerta del viejo Bulli, habían quitado el cartel con la silueta del perro, en su lugar hay un gran panel que describe en lenguaje frio y forense las características de la obra que  seguramente no acabará nunca.
Aprovechamos ese viaje para comer en el Miramar, un sitio que tenía eternamente pendiente y al que nunca me había decidido a ir. Comimos de maravilla, el servicio excelente. Platos hechos con mucho mimo, pequeños bocados que toman elementos prestados de la cocina de la zona, también del legado de Ferrán Adriá, con sus espumas y sus salsas densas.
Recuerdo un suquet de salmonete que me devolvió a los viejos sabores marineros.  Apenas dos bocados de pescado y dos cucharadas de salsa con muchísima sabiduría. Un sitio al que volveré por la comida y, sobre todo, por el servicio. Han sabido reaccionar y dimensionarse para volver a ser un restaurante familiar. La parte del largo menú que tenía que ver con la Costa era maravillosa, la de carnes correcta y usaron en los postres el mejor cacao que he probado en la vida. Pocas veces he salido de un restaurante de este estilo con una sensación tan buena, pocas veces he tenido esa sensación de pequeña felicidad.
Les mandé un correo electrónico dándoles las gracias y pidiéndoles la receta de un estofado de espardeñas. Es la receta que reproduzco, todo un honor el que contestaran mi correo.
         Guiso de tendones y espardeñas
          Tendones de ternera 0,320 kg
          Chalotas 0,050 kg
          Mantequilla 0,025 kg
          Remoja de pilpil 0,200 kg
          Espardeñas 0,070 kg
         Previamente, limpiar los tendones, blanqueándolos y luego cocinándolos en agua durante 4 – 5 horas hasta que queden tiernos, desespumando de vez en cuando. Sacarlos del agua y enfriarlos. Acabar de limpiarlos de la parte exterior más grasosa y sin textura. En una cocotte pochar en blanco la chalota, en brunoise fina, junto a la mantequilla. Agregarle los tendones cortados en mirepoix y dejar pochar 10 minutos. Ir añadiendo la remoja, poco a poco, cocinando suavemente el guiso. A  media cocción añadimos al guiso las espardeñas cortadas a 1 cm de largo. Cocinar agregándole remoja hasta conseguir una buena melosidad. Arreglar la sal una vez que esté en su punto. Para guardar, pasteurizar a 80Cº por 30min.
Como la Costa Brava ha dejado de ser catalana, elijo un cuadro de Sorolla, que era valenciano y fue capaz de robar parte de la luz al mediterráneo.
España no puede pagar la luz de Sorolla | Cultura | EL PAÍS

Empiezan vacaciones, espero que el Diletante recupere el ritmo.

sábado, 4 de julio de 2020

Capítulo DXLVIII.- Homenaje a unas judías verdes.

Revisaba estos días el blog y he encontrado muy pocas recetas que tengan como base las judías verdes, es curioso porque rara es la semana que no me toca preparar un plato de judías verdes con patatas, para tomar con un chorreón generoso de aceite o con mayonesa.
Suelo utilizar con frecuencia las judías como guarnición o como ingrediente para algunos sofritos, escondidas entre tiras de calabacín, apio, puerros o cebollas.
Si voy al mercado me gusta comprar las judías perona, que son las más sabrosas, aunque a veces los tenderos se suben a la parra y las colocan por encima de los 6 euros el kilo, un asalto a mano armada.
Los supermercados tienen una judía  verde plana, muy larga y un poco leñosa, está muy bien de precio y si se camuflan un poco se pueden comer, aunque no sepan a nada.
Luego están las redondas, de orígenes exóticos. Es duro pensar en el precio de origen de alguna de estas judías cuando merece la pena traerlas desde Kenia para competir por apenas 4 euros kilo con las españolas.
Nos hemos acostumbrado a tomar malas judías verdes, insípidas, casi polispán. Casi son más sabrosas algunas judías las judías verdes congeladas.
Me molesta mucho encontrarme hebras de judía cuando como, se quedan enganchadas en la parte final del paladar, cuesta tragarlas y pueden amargarte una comida.
Judías verdes y pechuga de pollo a la plancha, comida del lunes, después de haber cometido algún abuso durante el fin de semana. Comer judías verdes con un chorro de aceite aquieta las malas conciencias, parece que tomando verdura expías todos los pecados.
Hay un ritual vinculado a la judía verde, una letanía casi perdida, la de pasar la tarde  mondando las vainas con un cuchillo afilado.
Me relaja preparar las judías verdes, colocarme con dos platos, uno para las hebras y el otro para las vainas limpias, cortarlas por la mitad y después longitudinalmente para que queden todas de un tamaño regular, no más largas y no más anchas que mi dedo meñique.
Me gusta que queden un poco crujientes, sumergirlas unos segundos en hielo después de hervirlas durante 2 ó 3 minutos. Hacerlas al vapor para que conserven el sabor y la tersura.
Ayer tocaba preparar judías verdes, un paquete de medio kilo de los se super, unas judías insípidas, bastas, llevaban tres o cuatro días secándose por la encimera de la cocina, no encontraba el momento de prepararlas.
Inmerso en la nueva normalidad, gestionado el trabajo y las obligaciones domésticas con cierta habilidad (me levanto pronto, trabajo hasta las 8 de la mañana, luego gerenciamos desayunos y llevamos a los niños a que hagan un poco de deporte, de regreso desayuno en el mercado y doy una vuelta para buscar inspiración).
Las judías de ayer tuvieron suerte, un puñado de gambas, una sepia y medio kilo de almejas podían convertirlas en una comida digna.
Pelé y piqué dos cebollas, juliana fina, dos zanahorias y medio calabacín que rondaba melancólico por la cocina. Busqué una paella amplia, puse un chorro de aceite y el fuego al mínimo para que fueran pochando. Removía de vez en cuando para que no se pegaran. Un poco de sal, 4 pimientas que me regalaron la semana pasada, el regalo enviado por una amiga de Agramunt, una caja con multitud de especias aromáticas que me alegraron la semana. Pimienta verde, pimienta blanca, pimienta roja y pimienta negra. Generoso el molinillo con las tres, un poco de orégano y una pizca de comino. Sofrito suave, sin prisas, dejando que se convierta casi en una compota.
Mientras se atontaban las verduras fui mondando las vainas, cortándolas ceremoniosamente. Puse una olla con abundante agua y dos cucharadas de sal. Fui lanzando las hebras al agua que calentaba, soy de los que cree que echando las hebras el hervor gana sabor.
Mientras tanto el sofrito iba a su ritmo, sudando. Abrí un hueco en la paella para rehogar unas gambas enteras, no muy grandes, rojas, sabrosas. Aparté la cebolla y la zanahoria y coloqué sobre la plancha las gambas, subí el fuego y empezaron a crepitar. Dos minutos, no más, saqué las gambas y reorganicé la verdura, que empezó a tomar el saborcillo de la gamba.
Aparté las gambas en un plato, dejé que enfriaran para poderlas pelar bien.
Abrí una caja con tomates pera cherry, las puse en el guiso, no quería que se terminaran de deshacer.
Terminé de pelar las judías, las coloqué sobre un recipiente para hervirlas al vapor, sobre el agua con las hebras, tapé la olla y las dejé tres minutos, no más.
El pescadero me había preparado una sepia bien fea, la cortó en tiras finas y dejó la salsa aparte. Corté la bolsa de intestinos de la sepia y lo mezclé con el guiso.
Subí un poco el fuego, la verdura era una compota olorosa y picante. Añadí una cucharada de maicena, un chorro generoso de vino de Jerez seco y me puse a remover el guiso para que la salsa engordara.
Pelé las gambas, chafé sobre un colador las cabezas y las cáscaras para que terminara de exprimirse bien el jugo.
El agua de hervir judías me fue bien para que el guiso tuviera caldo. Fuego vivo. Puse las judías verdes, que eran la excusa de la comida, puse también las almejas (grandes, carnosas) y las gambas peladas. Tres o cuatro minutos, no mucho más. EL tiempo justo para que abrieran las conchas y se amalgamaran bien los ingredientes.
El plato iba con una guarnición de arroz basmati hervido en los restos de agua de las judías, con una corteza de limón, unos granos de pimienta, otros de cardamomo, laurel y semillas de comino.
Era un plato construido a partir de un triste paquete de judías verdes.

El cuadro que acompaña a las judías verdes es la de un pintor fauvista inglés, un artista que consolidó su obra en las primeras décadas del siglo XX. Un campo de judías en Letchworth, aunque me gusta mucho más una imagen cotidiana de una cocina inglesa. El pintor se llama Spencer Gore, un descubrimiento a explorar, con obra en la Tate Gallery.
The Gas Cooker', Spencer Gore, 1913 | TateThe Beanfield, Letchworth', Spencer Gore, 1912 | Tate

jueves, 18 de junio de 2020

Capitulo DXLVII.- Pensar en comer.

Llevo días pensando en comer. Entiéndase, pensando en cómo será lo de comer con la “nueva realidad”. Muchos restaurantes no han abierto y otros abren a medias, con menús adaptados a las circunstancias. No tengo ni idea de qué ocurrirá con los grandes referentes gastronómicos, será complicado que vuelvan a ponerse en marcha las cocinas con ochenta o noventa aprendices deambulando, con espacios ínfimos. Recuerdo cómo contaba Bourdain la vida en las cocinas de los grandes restaurantes, una experiencia parecida a la de un barco pirata.
Los cocineros que trabajan de cara al cliente tendrán que cambiar espacios y rutinas. Puede que no volvamos a disfrutar de espacios con el del Bulli o el del Celler de Can Roca, salvo que suban los precios mucho más y se queden para una élite que hoy por hoy no puede viajar.
Creo que se abre una oportunidad para otras formas de cocinar y de llevar el negocio de la cocina, costará un poco encontrar nuevos formatos. La cocina exclusiva de foodies dispuestos a atravesar medio mundo para probar un bocado exquisito no volverá de inmediato. Yo, de momento, estoy a punto de conseguir comer dentro de un par de domingos en el Miramar de Llansá, algo impensable hace un año, cuando la lista de espera era interminable y había que hacer malabarismos para conseguir una mesa.
También ha mejorado la calidad del producto en el mercado, las buenas piezas ya no van a los restaurantes y en los puestos de mercado hay productos maravillosos a un precio que no escandaliza, hace años que no veía gambas grandes de Palamós por debajo de los 50 euros.
La cocina vuelve a ser un ritual relajado, con un punto de sofisticación. El teletrabajo permite programar los guisos a un ritmo que no imaginaba. Preparar fondos y caldos de pescado de un día para otro, ir a comprar a las nueve de la mañana después de casi tres horas trabajando, porque a las cinco y media de la mañana estoy ya en marcha, así que a las nueve el cuerpo me pide café, paseo por el barrio y mirar qué descargan los pescaderos y carniceros.
Hace una semana preparé un suquet de gambas para comer. Un guiso que antes era festivo y que ahora cae casi todas las semanas.
Compré 300 gramos de gamba roja, de la mediana, la sofreí ligeramente con un chorro de aceite, la retiré antes de que terminara de hacerse. En el aceitillo sofreí una cebolla hermosa, bien picada, una zanahoria también picada en trocitos minúsculos, una rama de apio y una pizca de pimiento verde que vagaba por la cocina.
Cuando la verdura se atontó (fue rápido porque estaba picada en briznas), añadí un par de cucharadas de almendra en polvo, unas hebras de azafrán, un poco de sal, algo de pimienta recién molida y un chorreón generoso de manzanilla de Jerez. Subí el fuego, removí bien y utilicé las vísceras de una sepia para terminarle de dar sabor al caldo. Un lomo de rape cortado en rodajas, la sepia cortada en tiras, un chorro de un caldo de pescado que me había dejado hecho del día anterior.
Compré y corté unas patatas bufet, pequeñas, apenas un poco más largas y gruesas que la falange de mi dedo gordo. Las partí por la mitad, sin pelar y las lancé a la cocción. Mientras se cocían pelé las gambas, chafé las cabezas con ayuda de un colador y un mortero para que el juguillo se mezclara con el caldo, que iba espesando. Bajé el fuego, añadí las gambas peladas para que se terminaran de hacer y dejé que el guiso reposara, con el fuego apagado, hasta la hora de comer.
Todavía podía trabajar un par de horas mientras el suquet se asentaba.
Leí en el periódico que la baronesa Thysen anda empeñada en vender el Mata Mua y algún cuadro más, entre ellos uno de Hopper. Dicen que está en su derecho, puede ser, cada uno está en su derecho, pero debe ser consciente de que es mucho más placentero saber que su cuadro podrá ser admirado por miles de personas que pensar en sacar ocho, diez, quince, puede que veinte millones de euros que va a pulirse en poco tiempo. Pasará a la historia universal de la infamia si vende estando en su derecho el Mata Mua. Todos estamos en nuestro derecho de hacer lo que nos brote, pero hemos de ser conscientes de que tocan tiempos de pensar en los derechos de los demás.
Yo estoy dispuesto a poner un plato más en mi mesa para la baronesa si sus problemas son de hambre, si es frivolidad poco puedo hacer y si es tacañería seguro que el gobierno encuentra una vía de solución porque de esta sólo saldremos con mucha inversión en cultura, en tecnología y en educación. El futuro pasa por esos tres pilares.
Mata Mua' y la política cultural | Cultura | EL PAÍS
He guardado a Boccaccio para un próximo rebrote, me quedan cincuenta novelillas.

También guardo a Hopper. Vuelo a la normalidad, pienso en comer y en cómo se comerá en un futuro. 

domingo, 17 de mayo de 2020

Capitulo DXLVI.- Diez Jornadas (6.1) Seco.

Llevo doce días sin actualizar el blog. Llegué a la jornada 50 del diario, décimo relato del quinto día del Decamerón. Nunca pensé que llegaría tan lejos. En cierto modo, nunca pensé que el confinamiento llegaría tan lejos. Confinamiento/cocinamiento, cincuenta recetas golosas más soñadas que realizadas.
Durante estos catorce días he escrito mucho. Escritos vinculados a mi trabajo. Escritos también frenéticos que en ocasiones me han despertado de madrugada para no perder el hilo del comentario de un artículo de una ley, de una sentencia dictada en situación infausta, de una opinión errática de un cátedro trasnochado. La cuestión era escribir para no perder el hilo.
No he dejado de cocinar estos días, la rutina de estar en situación de semiaislamiento está conectada con la rutina de cocinar mañana, tarde y noche para la familia. Cocinar es una ruptura que te permite cambiar el ritmo. Hacer alguna actividad manual, aunque sea la simple de cortar cebollas y rehogarlas.
He avanzado también en el Decameron, Boccaccio también ha tenido un vaciado de inspiración en el arranque del capítulo sexto, su primera novela apenas tiene una levísima línea argumental, es una ligera anécdota de una mujer, Oretta, a quien recogió en el bosque un caballero incapaz de contarle una sola historia, de mantener una sola conversación. Oretta, aburrida, decide seguir a pie su camino y renunciar a las comodidades del viaje a caballo, tan monótona era la compañía que prefirió seguir sola y cansada.
Elijo de Hopper un dibujo, un apunte de un viajero leyendo en un vagón de tren. Viajar todavía queda lejos, no imagino en qué momento podremos reanudar los viajes de placer, los viajes en los que podamos perder la noción del tiempo y del espacio, dejarnos llevar plácidamente, leyendo a la espera de llegar al destino. De momento todo son barreras, obstáculos y dudas.
Night on the El Train, 1918 - Edward Hopper
Vuelvo también a la marquesa y a sus reposterías, hoy las faramallas, unos bollos de masa frita que se hacen con 500 gramos de narina, 100 de mantequilla, cien más de azúcar, 4 yemas de huevo, una copita de coñac, ralladura de la corteza de un limón, medio vaso de agua y abundante aceite para freír, como si fuera un buñuelo.
Se tamiza la harina sobre la mesa de mármol, se ahueca el centro y allí se añade el azúcar, la ralladura de corteza de limón, las yemas de huevo y la mantequilla en punto de pomada, la copita de coñac y el agua tibia. Se amasa con cuidado. No es necesario que el amasado sea vigoroso, la masa no ha de ganar en flexibilidad, sólo ha de quedar una bola compacta, sin grumos.
Se envuelve en papel film y se deja reposar tres o cuatro horas en un rincón no muy frio de la cocina.
Se vuelve a colocar la masa sobre el mármol, se extiende hasta que quede una masa del grosor de un par de monedas de dos euros. Porciones no muy pequeñas, del tamaño de un dedo pulgar. Se tapan con una servilleta humedecida para que no se sequen, se dejan reposar media hora más ya formadas las faramallas y se van friendo por tandas, con abundante aceite, a fuego vivo, que chisporroteen y se doren.
Se escurren bien y se sirven con un poco de azúcar glass o de canela por encima.

Esperemos que poco a poco vaya recuperando el ritmo del Diletante, el placer por las pequeñas historias de cocina, que siga adelante con el Decamerón, una vez que he doblado el Cabo de Hornos. Parece que voy a seguir teniendo mucho tiempo por delante antes de regresar al ritmo pre-Covid.

lunes, 4 de mayo de 2020

Capítulo DXLV.- Diez Jornadas (5.10) Presente continuo

Uno de los sitios comunes en todas estas semanas ha sido el furor pastelero que ha invadido a miles de personas durante el confinamiento. Por lo visto el arte del amasado genera más endorfinas que los ansiolíticos y sobreconsumir azúcar también ayuda a superar situaciones de ansiedad. Por eso puede que en cientos de familia se espolvoree harina y se batan huevos a cualquier hora del día, incluso a deshora. Uno se acuerda de la receta de la abuela o, en  mi caso, de la divina Marquesa a altas horas de la mañana, por eso se han detectado puntas de consumo de datos por internet a las 3 de la mañana y resulta curioso que los españoles, a los que, por lo visto, nos cuesta mucho ponernos a trabajar, sin embargo, nos encante estas semanas consultar los correos electrónicos del trabajo casi al amanecer, puede que porque nos hayan cerrado los bares y no podamos tomarnos ese café expreso, bien cargado, que nos ponía las pilas a primera hora de la mañana. La nespreso tiene sus encantos, pero no tiene ese punto de presión de los grandes armatostes de las cafeterías de toda la vida, aquellos que parecen una locomotora a vapor que suelta un bufido hirviente cuando se aprieta el botón.
Hemos conseguido vivir en presente continuo, un tiempo verbal que yo estaba casi seguro de que no existía. He dedicado algunos esfuerzos, vanos, en intentar convencer a mis hijos de que el presente, por importante que sea, en realidad no existe. O se convierte en pasado casi inmediato, o se proyecta a un futuro cercano.
Mis hijos se ríen y piensan que hace años que me volví loco en mi batalla con los tiempos verbales.
Menos mal que la televisión ha terminado por darme la razón, no porque las cadenas generalistas estén instaladas en el día de la marmota, que lo están, sino porque hemos terminado de ver una serie que nos ha trastocado por completo nuestro sentido del tiempo y ahora empezamos a ver otra serie que volverá a alterarnos nuestra relación con el tiempo.
La primera de las series es This Is Us (así somos), una comedia con filamentos dramáticos que cuenta la historia de una familia media norteamericana, la historia de tres hermanos gemelos, ma nom troppo. Es divertida porque la historia empieza a principios de los años setenta, cuando la madre de los protagonistas se pone de parto. Cuando pensábamos que íbamos a ver una historia nostálgica, la serie da un salto y se coloca en el presente actual, de modo que nos cuenta cómo es la vida de los hermanos treinta y siete años después.
A partir de esos dos hitos, los años setenta y la actualidad, la serie va hilvanando saltos al pasado, al distinto pasado de cada personaje principal, también de algún secundario, hasta colocarnos en la Guerra del Vietnam, también en los años cincuenta y desde allí abrir un abanico que pensábamos que sería de setenta años y que, sorprendentemente, se ha ampliado ya que en la tercera temporada hemos empezado a vislumbrar como es el futuro de los personajes, que aparecen en algunas escenas sueltas como personas cercanas a la vejez, de manera que podemos ver, a saltos, la vida de 4 generaciones de Pearsons, desde 1950 a 2050, en un salto permanente en el que el presente se diluye porque confundimos nuestro presente con el del narrador, que se ha puesto, de repente a mediados del siglo XXI, para recontarnos desde allí las historias familiares. Es divertido porque la versión a la que nos enganchado está doblada al mexicano, lo que hace que cada frase, casa giro, se convierta en un misterio en si mismo (así las cosas, desempacamos, hacemos panqueques, manejamos los autos y esperamos a que llegue la noche en la que jueguen el Super Tazón, porque así llaman a la Super Bowl).
Ten desconcertados y enganchados estamos que mi hijo pequeño me pregunta cuál es el tiempo en el que discurre la serie, y no sé que decirle, más allá de mi cantinela sobre la fragilidad del presente.
Terminada la tercera temporada y a la espera de que estrenen la cuarta, que todavía no está disponible en España, ayer empezamos a ver Timeless, la versión americana del Ministerio del Tiempo, otra serie sobre la buena o mala relación de las personas con el tiempo.
Boccaccio cierta la quinta jornada de su confinamiento con una divertida novelilla de enredo, de nuevo sobre infidelidades. Esta vez una joven esposa que no es atendida debidamente por su esposo, busca un amante ocasional que le dé calor, con la mala fortuna de ser descubierto el amante. Tras algunas trastadas, terminan pasando los tres juntos la noche y el joven amante se despierta al día siguiente con la impresión de haber estado más atento a los deseos del marido, que a los de la esposa a la que inicialmente debía cortejar. Boccaccio, que hasta ahora no había introducido casi ninguna historieta de sesgo homosexual, acepta en este relato el juego de las ambigüedades.
Con el ánimo de separarme del furor repostero que invade a los españoles, me animo con la receta del Suflé de chocolate. De las dos propuesta de la Divina Marquesa me quedo con la que denomina superior.
Un suflé para 6 personas necesita 100 gramos de chocolate fondant (por lo menos al 70% de cacao, aunque en tiempos de la marquesa no se establecían distinciones), 4 decílitros de leche (dos vasos, poco menos de medio litro), 60 gramos de azúcar, 3 yemas de huevo, 5 claras, 20 gramos de mantequilla, 25 gramos de harina de arroz, 2 cucharadas de azúcar glas y una vaina de vainilla.
Se reservan 3 cucharadas de leche y se cuece el resto, hasta reducirla a la mitad (si no se quiere tanto lio basta con poner un cuarto de litro de leche evaporada – ideal -). Se añade el azúcar y la vainilla.
Se ralla el chocolate y se pone a derretir con una cucharada de agua tibia, a fuego muy moderado, moviéndolo con una cuchara de madera. Cuando se haya deshecho el chocolate, se añade la leche azucarada y avainillada.
Se diluye la harina de arroz en las tres cucharadas de leche fría que hemos reservado y se vierte sobre el chocolate, sin dejar de remover, dejándolo en el fuego hasta que rompa a hervir.
Se corta la mantequilla en dados y se mezcla con el chocolate. Hay que esperar a que la mezcla quede tibia para dar los siguientes pasos.
Mientras tantos se engrasa el recipiente en el que se va a terminar de hacer el suflé (tiene que ir al horno).
Se baten las claras a punto de nieve. Han de quedar muy firmes. Casi al final se añade una cucharada de azúcar glas y se siguen batiendo.
Es el momento de añadir las yemas al chocolate, después las claras, cuidando que no bajen mucho.
Se vierte todo en el recipiente engrasado, que ha de ser amplio porque el suflé ha de hincharse.
Se enciende el horno a temperatura moderada (140º). En un cuarto de hora largo (17 minutos) el suflé habrá subido y se resquebrajará ligeramente su copa.
Se espolvorea un poco de azúcar en polvo y se lleva corriendo a la mesa (ideal para comer con una bola de helado de vainilla, o de nueces de macadamia, con su punto de sal).

Hopper nos recuerda que pronto abrirán las tiendas.
Drug Store, 1927 - Edward Hopper

viernes, 1 de mayo de 2020

Capítulo DXLIV.- Diez Jornadas (5-9) Combinar cuatro simples elementos.

Buñuelos de viento.
Se necesitan 200 gramos de harina de fuerza, 50 gramos de mantequilla, 4 ó 5 huevos (según tamaño), medio litro de leche, una pizca de sal, media corteza de limón rallada y aceite en abundancia. Luego azúcar glas para espolvorear.
Hay que preparar la masa un par de horas antes de freírla.
Se pone al fuego un cazo con el agua, la leche, la pizca de sal, la mantequilla y el limón rallado. Fuego vivo esta vez.
Cuando hierva a borbotones, se incorpora de golpe la harina. Se separa el cazo del fuego y se mezcla rápido con una cuchara de madera hasta que quede fina la masa.
Cuando la masa está bien amalgamada, se vuelve a poner al fuego, muy suave, así no se pega. Se va formando una bola que no se pegue en el fondo de la cacerola (así saldrán más ligeros y huecos).
Se remira del fuego y se deja enfriar un poco.
Se cascan los 4 ó 5 huevos en un tazón, se bate sin parar, hasta que la mezcla toma aire (se nota porque va apareciendo espumilla que se mantiene). Se van añadiendo poco a poco a la masa, batiendo sin parar hasta que se integren completamente los huevos en la masa. Se deja reposar también un rato.
Se pone en una sartén no muy grande (o en un cazo) una cantidad grande de aceite (los buñuelos han de quedar completamente cubiertos de aceite).
Se forman los buñuelos con una cuchara, son bocados irregulares, redondeados, de masa que no deben ser muy grandes. Se dejan caer desde la punta de la cuchara para que cojan esa forma de gota grande, con su rabillo refrito.
Cuando el aceite empiece a humear se echan un par de buñuelos. Si se hinchan bien, si se quedan apelmazados, se añade otro huevo a la masa.
Han de quedar hinchados y dorados. Cuidando que no se quemen.
Se colocan sobre papel absorbente y, cuando se templen, se espolvorea canela en polvo o el azúcar glas reservado.
Reviso las casi cincuenta recetas reproducidas durante estos días, salvo algunas excepciones que tienen que ver con mermeladas, siropes y jaleas, lo cierto es que todo se reduce a tres ingredientes principales: Harina, huevos, azúcar; después va la mantequilla y, de remate, algún adorno, el complemento de una fruta, algo de cacao, café,  vainilla o canela, quizá una pizca de levadura para que levante la masa, poco más.
Parece mentira que cuando uno entra en una pastelería piense que la habilidad y la maestría del obrador permita una variedad casi infinita de bocados.
Con tres o cuatro elementos comunes se abre un mundo de inabarcable en el que todo depende de la temperatura (del horno, de la cocina en la que trabajas, del fuego en el que cueces, de los ingredientes que utilizas). También depende del aire, porque el aire es esencial, por eso no hay que dejar de batir en ningún momento, batir con brío, con tesón, escuchando música para que el tiempo no se haga eterno.
Cuenta también el orden en el que se combinan los ingredientes, poner los huevos batidos antes o después puede ser una tragedia. También tiene su ciencia determinar si hay que separar las yemas de los huevos o mezclarlas conjuntamente.
Toda una ciencia escondida bajo la apariencia de tres o cuatro ingredientes sencillos. La pericia del cocinero también es fundamental, por eso la repostería, la bollería especialmente, exige mucha prueba, también mucho error.
Intento no escuchar las noticias, sobre todo las políticas, pero cuanto menos quiero escuchar más me afecto lo que escucho. Quizás los políticos y las políticas tendrían que hacer un largo curso de repostería, no quedarse sólo en el tamaño de los huevos, aun asumiendo que en pastelería el tamaño de los huevos puede ser, en raras ocasiones, importante.
Boccacio ha encontrado el aliento lírico en sus relatos finales de la quinta jornada. El de hoy era un amor imposible que lleva a Federigo de los Alberighi a la ruina casi absoluta. Durante años vive con el sustento que le da un halcón, el mejor de los halcones, con el que caza y así se mantiene. Al final su amada Giovanna va a verle para comprar el halcón, del que se ha encaprichado su hijo. Federigo, ajeno a la razón de la visita, le ofrece un guiso de pichón, en realidad, del halcón, entregándole con ello su última pertenencia.
Como en el ciclo de la quinta jornada viene impuesto el final feliz, Federigo y Giovanna finalmente se casan, ya en el tramo de la senectud, y Federigo queda como mantenido por la inmensa riqueza que Giovanna había heredado de su primer marido. Un final impostado, pero final al fin y al cabo.

Hoy, con Hopper, homenajeo al primero de mayo. “Qui non Lavora non fa l’amore”.
Prizewinning World War I patriotic poster, 1919 - Edward Hopper