Empezaba a ser un mal habito
el de despertarse los viernes con la boca pastosa y dolor de cabeza. El vino
blanco peleón, mezclado con azúcar, había convertido la noche en una sucesión
de pesadillas más o menos eróticas y el amanecer una duermevela agriada por la
acidez de estómago.
El recuerdo de Gladys
palpándole la entrepierna podía ser grato o atroz, en función de la
perspectiva. Una ducha rápida y un café antes de llamar a Olga para preguntar
por la niña, la noche pasó tranquila aunque con molestias. El médico visitaba a
media mañana y si todo iba bien el lunes a primera hora sería dada de alta;
tres días más hasta quitar los puntos y en una semana de nuevo en clase. Un
susto.
A medida que se fue diluyendo
la resaca el recuerdo de Gladys y de la cena caribeña fue perdiendo intensidad;
Germán guardaba la esperanza de que la memoria de Gladys estuviera tan o más
mediatizada por el alcohol de lo que estaba la suya.
Ya en la oficina al consultar
el correo electrónico le sorprendió un mensaje de Luz Sánchez: “Estimado Germán, creo que hablo en nombre
de toda la clase cuando te mando este correo. Todos esperamos que tu hija se
haya recuperado bien y que haya quedado en un susto. Un fuerte abrazo Luz (tu
correo estaba en la ficha que rellenaste al inscribirte en el curso, espero que
no te moleste que lo haya usado)”.
“Querida profesora. Muchas gracias por tu interés, ha sido sólo
un susto; en pocos días le habrán dado el alta y volverá al colegio. Los niños
dan estos sustos. No sé si es un atrevimiento pedirte que me facilites alguna
receta de postres, he de ir a verla durante la convalecencia y me haría mucha
ilusión llevarle algún dulce cocinado por mí, para que vea que las clases me
resultan de verdad útiles. Un abrazo. Germán”. Con
ese mensaje Germán entendió que, más allá de las cortesías, podría atreverse a
explorar un contacto más allá de lo culinario.
Estaba claro que la jornada
arrancaba como un curso intensivo de educación sentimental. Casi sin solución
de continuidad recibió un SMS de una compañera de trabajo en el que recordaba a
Germán que tenían una “comida” pendiente.
No eran las diez de la mañana
cuando Germán acumulaba, de manera excepcional, las comunicaciones casi
simultáneas de tres mujeres: Gladys, que le había apretujado el escroto en el
portal después de la medianoche; Luz, que abría un cauce cortés pero difuso; y
Carmen, silente desde antes de vacaciones reabriendo viejas batallas. Contestó
al SMS asegurando que al día siguiente acudiría a la convocatoria.
Bajó a tomar un café y en el
bar consultó el horóscopo en el periódico; no era habitual en su vida ser
acreedor del interés de tres mujeres a la vez, ni tan siquiera de una. El
horóscopo le advertía de que ese viernes sería un día propicio para el amor
pero le recomendaba que no abriera falsas esperanzas.
Carmen era una policía
municipal destinada a funciones de coordinación con el equipo de informáticos
que gestionaban el tráfico; desde hacía cinco o seis años, siempre a
requerimiento de Carmen, tenían encuentros furtivos en un piso vacío del
ensanche.
Se habían enredado tras una
cena de verano después de mucho alcohol. Carmen sabía que Germán estaba por
entonces casado y que no se le conocían escarceos en la oficina, esos
antecedentes a su juicio eran una garantía de que el encuentro no tendría
secuelas, por lo menos no tendría otras secuelas que las que quisiera Carmen.
Carmen le deslizó la llave
del piso en un sobre donde había poco más que una dirección y la recomendación
de que viera “El Último Tango en París”.
Al día siguiente,
coincidiendo con la hora de comer, Germán acudió a la dirección indicada y se
encontró con Carmen desnudándose frente a un espejo de cuerpo entero; sobre el
suelo de una habitación había un gran colchón encima de una plataforma de
madera. Le indicó con el dedo que guardara silencio y le enganchó con un
profundo beso mientras le desabrochaba los pantalones.
Germán no sólo no había
tenido tiempo de ver El Último Tango en París, sino que además aquella tarde,
antes de regresar descolocado pero alegre a su casa pasó por el video club para
hacerse con la película. El título, la presencia de Brando y la vaga reseña de
la carátula le llevaron a pensar que tal vez era un musical, algo al estilo broadway
aunque adaptado a la modernidad. Sin mayores prevenciones se sentó con Olga a
ver la película aquella noche, a ella le sonaba que la película en su momento
causó cierto escándalo, aunque no disponía de mayores detalles. Ni en sus
mejores sueños Germán pensó que Bertolucci y su tango tenderían puentes
invisibles entre Carmen y su por entonces esposa.
Después de ver los
desazonados encontronazoss furtivos entre un huidizo Brando y una arrebatada
María Sneider Germán comprendió que se había equivocado al elegir la película y
que el mensaje codificado que le mandaba Carmen difícilmente lo podía compartir
con Olga, que alborotada por la película, reclamó de Germán la misma intensidad
que demostraba un desmejorado Brando en una buhardilla parisiense.
Por suerte Germán ocultó que
la película se la había recomendado una compañera de trabajo.
Hicieron el amor aquella
noche; Germán nunca había hecho el amor dos veces en un mismo día, ni tan siquiera
de adolescente. Y mucho menos con dos mujeres distintas.
Los encuentros furtivos con
Carmen se solían producir cada cinco o seis meses, casi siempre de improviso,
por medio de SMS. Germán nunca devolvió las llaves y la referencia a la
“comida”, siempre entrecomillada le abría una pequeña ventana a la pasión,
pasión que nunca equiparó a la infidelidad; eran colisiones puramente físicas y
casi irreales. Carmen tampoco sabía que Germán durante aquellos años se había
separado. De toda aquella historia sólo conservaba una explicación: “Prefiero
sexo salvaje con un conocido, que sexo conocido con un salvaje”; Carmen le
había advertido que a la menor interferencia o reproche rompería todo contacto.
Germán acudiría presto a la llamada,
sólo las visitas a Carmen mantenían encendidos algunos impulsos físicos. German
desde la separación había perdido el interés por ver desnuda a Olga, de hecho
había perdido el interés por ver desnuda a cualquier mujer, pero Carmen
generaba cierta electricidad que no le incomodaba, una electricidad más fría
que le que le había transmitido Gladys en la penumbra y mucho menos romántica que
la que generaba Luz con sus cuadros de Chagall.
Tras un breve inventario de su
actualidad sentimental mientras German leía la prensa deportiva durante el
café, regresó a la oficina donde le esperaba un nuevo correo electrónico de
Luz:” Hola Germán, me alegra un montón
que le hayas visto utilidad práctica al curso de cocina, la verdad es que verte
con la mirada perdida en la última fila, siempre pendiente del reloj, me
generaba muchas dudas respecto de tu continuidad en la clase. Te adelanto una
de las recetas que había guardado para la última de las sesiones, no es muy
complicada y con ella puedes triunfar delante de tu hija.
Si te atascas o ves algún problema no dudes en ponerte en
contacto conmigo, al pie del mensaje verás que aparece mi móvil, si me mandas
un Whatsapp o un SMS puedo contestarte sobre la marcha. En muchas ocasiones doy
por sentado pasos de la receta que a lo mejor para un novato no lo son tanto.
Ya me contarás si has tenido éxito.
Receta de mousse de chocolate.
Ingredientes: 500 gramos de chocolate negro, preferentemente de
cobertura, no de chocolate para hacer a la taza.
300 gramos de nata líquida.
6 yemas de huevo.
70 gramos de azúcar.
8 claras de huevo.
Pasos a seguir
Se pone el brick de nata líquida en un vaso amplio de batidora,
la nata ha de estar fría, pero no congelada – conviene que lleve por lo menos
siete u ocho horas en la nevera -. Normalmente las batidoras llevan una hojas
especiales, más anchas, que se llaman mariposas, y que sirven para convertir la
nata líquida en nata montada. La razón de ser de estas mariposas es que entre
más aire en la crema y crezca en volumen y en cremosidad. Ojo con pasarse con
la batidora ya que si se tiene mucho tiempo dándole vueltas se corre el riesgo
de que la nata se convierta en mantequilla y se frustre la receta. Algunos
cocineros para conseguir que la nata se monte de manera más compacta lo que
hacen es meter en el congelador un par de horas el vaso vacío de la batidora,
incluso las aspas de la mariposa, dicen que cuanto más fríos esté la nata y el
instrumental mejor queda la nata.
Reservamos la nata.
Se parten dos tabletas de chocolate en trocitos pequeños y se
ponen en un bol grande con una pizca de sal y un poquito de canela – se puede
aromatizar también con un poco de coñac u otro licor o con ralladura de
naranja.
Se pone un par de minutos en el microondas para que se deshaga
del todo – lo suyo sería hacerlo al baño maría, poniendo el bol de cristal
sobre una olla grande con agua, se lleva a hervir y poco a poco se remueve con
una cuchara de madera – lo de deshacer el chocolate al baño maría tiene como
razón fundamental evitar exponer el chocolate a temperaturas altas que puedan afectar a su textura – si nos pasamos
de calor puede quedar muy terroso.
Hay que dejar que el chocolate pierda un poco de temperatura –
ojo con que se quede frio y se vuelva a solidificar -; cuando esté templado se
le añaden las yemas de huevo – si el chocolate está muy caliente la yema se
cuaja y se joroba la receta.
Se mezclan bien las yemas con el chocolate y, cuando estén bien
mezcladas, se añade la nata montada.
Es aconsejable para manipular el chocolate utilizar cucharones
de madera o, mejor, espátulas de plástico flexible, evitan que se pegue el
chocolate.
Se complementa el chocolate con las yemas y la mitad de la nata
montada. Para que ligue bien el mousse hay que hacer con la cuchara un
movimiento envolvente de abajo arriba intentando que entre aire en la mezcla.
En otro bol amplio – los recetarios clásicos recomendaban
utilizar barreños de metal para que subieran bien las claras – se ponen las
claras de huevo cuidando que no haya caído ningún cachito de cáscara. Se pone
una pizca de sal y se le da con vigor
con unas varillas – si no tenemos varillas pueden servir dos tenedores unidos
por la parte cóncava. Se bate con vigor intentando que entre aire en las
claras, que van convirtiéndose en una espuma consistente y blanca, parecida a
una nube, son las claras al punto de nieve, hay que darle con vigor, que suene
bien el metal de los tenedores sobre los cantos del bol. El objetivo de esta
trabajosa maniobra es que las claras viscosas dejen de ser líquidas y se quede
esponjosas, blancas y brillantes, como una cordillera nevada – las madres
hacían la prueba de la consistencia volviendo del revés el recipiente, si están
bien ligadas las claras no caerán.
Con un cazo ancho se van incorporando las claras a la crema de
chocolate y nata. Ojo porque no se trata de removerlos para que se disuelvan
unas y otras, sino que la crema de chocolate se incorpore a la espuma
manteniendo la textura de las claras. De nuevo hay que mezclar de arriba abajo,
con cuidado.
Ya está hecha la mousse.
Sólo queda elegir si se pone en copas o en vasos individuales, o
si se presenta en un bol grande. Hay que dejar la mousse reposar un par de
horas en la nevera para que termine de cuajar. Para que no coja muchos sabores
en la nevera es conveniente cubrir el bol con un plato o con film plástico.
Antes de llevarlo a la mesa tanto en caso de presentarlo en
vasos individuales como en un bol grande es muy vistoso cubrir la parte
superior con una capa de nata montada que suaviza el chocolate y permite el
contraste de colores del postre”.
De haber tenido en ese
momento el coche de Luz frente a las pantallas hubiera hecho todo tipo de
triquiñuelas para conseguir que pudiera conducir por Barcelona y hasta el fin
del mundo sin ninguna incidencia.
El resto de la jornada de
trabajo discurrió razonablemente tranquila más allá de los habituales atascos
de la salida de los colegios a media tarde y un par de colisiones en las rondas.
Germán pudo encontrar un hueco para buscar una reproducción del viejo Chagall
que le recordara aquella mañana de éxito inesperado con tres mujeres a las que,
con distintas intensidades, empezaba a desear. Como aperitivo aquella noche
recuperaría el viejo DVD del Último Tango en París, una película que llevaba
tiempo sin revisar y que le volvería a situar en ese extraño jueves de seis
años atrás, la única ocasión en su vida en la que había sentido la sensación
Chagalliana de que sus pies no tocaban el suelo y que podía sobrevolar la
ciudad embargado por el deseo y el misterio.
El sábado por la mañana a
primera hora acudió al hospital a ver a su hija, Gerard tenía que pasar un
momento acompañado por Ricard, que esa mañana se ocuparía de llevar al chico al
futbol. La niña no tenía mal aspecto aunque los puntos le tiraban un poco, esperaba
que esa mañana viniera a verla alguna amiga del colegio; sobre la encimera se
pochaban unos ramos de flores y un par de cajas de bombones abiertas y
revueltas. Germán le había comprado unas revistas de adolescente que le
recomendó el quiosquero, que también le había sugerido una novelilla de moda
que se vendía bien entre la chavalería.
El martes por la tarde
tendría preparado el mousse de chocolate; Germán anunció a su ex mujer que, sin
perjuicio de pasar por el hospital la tarde del domingo para que ella pudiera
descansar, querría visitar a la niña entre semana, con preferencia el martes.
Seguramente el aviso no era necesario, pero Germán prefería que para cuando
llegara esa tarde Ricard tuviera una excusa que le mantuviera alejado de Gran
de Gracia durante unas horas; no pretendía recuperar su casa, pero sí disponer
de un entorno mínimamente plácido en el que visitar a su hija sin ver revoloteando
al marido de su ex mujer por los recovecos que un día fueron suyos.
Salió del hospital con el
tiempo justo para pasar por el supermercado, no le resultaba sencillo encontrar
ingredientes que hasta esas fechas no eran los habituales en su cesta.
Trasegaba de un lugar a otro, dudando entre distintas marcas y formatos. En un
instante de creatividad localizó unas naranjas confitadas que podría cortar en
juliana para aromatizar un poco el mousse, a Olga le gustaba mucho la naranja y
en alguna ocasión le había pedido que le comprara rodajas de naranjas
confitadas y bañadas en chocolate que vendían en una exclusiva confitería de
Sarriá.
Le hubiera gustado disponer
del tiempo suficiente como para ducharse antes del mediodía pero sus
indecisiones en los pasillos del super agotaron casi todo el margen de tiempo
que le quedaba. Carmen no resultaba muy maniática en los encontronazos, como
casi siempre ella aguardaba ya desnuda entre las sábanas, manteniendo una
penumbra que solo quebraba un haz de luz que se colaba por una contraventana
entornada. La casa estaba fría, como si nadie hubiera hecho uso de ella durante
los meses que discurrían entre encuentro y encuentro aunque Carmen jamás le
había garantizado exclusividad.
Sometidos al silencio
habitual se exploraron mutuamente y no tardaron en enredarse el uno en el otro,
acometerse varias veces. A German le hubiera gustado disponer del arrojo para regalarle
la banda sonora del Último Tango en París pero el pánico a desagradar a Carmen
y perder ese contacto le arrastraba a la prudencia, a la sumisión.
El encuentro fue inusualmente
largo y durante un par de horas quedaron adormecidos entre las sábanas. Tras la
siesta Germán ayudó a Carmen a doblar las sábanas arrugadas y sudadas, se
besaron durante un segundo antes de salir a la calle primero él, pocos minutos
después ella, como dos desconocidos.
German llegó exhausto a su
casa, apenas tuvo fuerzas para encender la televisión, revisar los correos sin
grandes novedades y cenar un plato de pasta fresca precocinada. A la mañana
siguiente intentaría preparar la mousse de chocolate, aunque se dio cuenta de
que no contaba con recipientes suficientes como para cumplir con todos los pasos
que proponía la receta. Solo disponía de un bol de plástico para ensaladas y
poco más.
Así las cosas llegado el
domingo por la mañana prefirió bucear en los videos de Youtube para poder asimilar
las técnicas que le apuntaba Luz. Puntos de Nieve, Baños María, Mariposas de batidoras, Movimientos
envolventes … palabras sensuales hasta entonces desconocidas que revisó una y
otra vez en todos los rincones de la red hasta asegurarse de que podría
ejecutar sin lagunas la receta.
El lunes a la hora del
desayuno se escapó a la sección de menaje de El Corte Inglés, donde compró el
instrumental necesario – los boles metálicos, un vaso amplio para batidora y
una batidora que dispusiera de aspas de mariposa. Un centenar largo de euros
que no podía gastar aplicados a encandilar a su hija y a confirmar a Luz de que
era capaz de embeberse cada una de las recetas, las que esperaba poderle
preparar en un futuro no muy lejano si mantenía abiertas las vías de contacto.
El lunes por la tarde la
mousse de chocolate hubo de contentarse con ser una compacta crema sin mucha
porosidad; la nata montada quedó en un tris de convertirse en mantequilla lo
que evitó que la cobertura blanca se deshinchara durante las horas que
permaneció en la nevera. El chocolate no había terminado de fundirse bien lo
que permitió que quedaran pequeñas pepitas que hacían más interesante el
postre. Se olvidó de mezclar las naranjas confitadas con el chocolate, por lo
que tuvo que contentarse con picarlas en tiras muy finas y colocarlas sobre la
nata. Tuvo la suerte de haber encontrado en una tienda de chinos unos vasitos de
cristal que imitaban viejos envases de yogurt decorado con figuras de dibujos
animados – los personajes de la última película Disney, Brave, una niña
pelirroja que protagonizaba una historia de escoceses belicosos. Durante todo
ese lunes y el resto de la semana los rastros del chocolate quedaron
diseminados no sólo por la cocina, sino también por el salón, e incluso por el
cuarto de baño. Tal era el cacharreo formado en la cocina que terminó llenando
los vasos sobre el lavabo del aseo. Llevó seis vasos a casa de su hija, en su
casa quedó cantidad suficiente como para que pudiera alimentarse sólo de
chocolate durante prácticamente el resto de semana.
Le hacía mucha ilusión
sorprender a su hija con el postre, que clavara la cucharilla en la crema fría
y que se relamiera los labios. Olga era una niña muy golosa y la posibilidad de
que los mousses de chocolate industriales que acumulaba en la nevera fueran
sustituidos por los chapuceros vasitos que elaboraba su padre levantaban a
Germán la moral.
En un momento de despiste en
el despacho lanzó a la impresora a color la reproducción de un cuadro de
Chagall, Mujer con Rosas; hizo varias copias y con ellas consiguió recubrir un ramo
de rosas rojas que compró ya en la calle a una gitana que mantenía un puesto a
la salida de la boca de los ferrocarriles en el Barrio de Gracia.
A Olga pareció molestarle que
Germán llegara cargado de sorpresas, intentó sin éxito evitar que la niña
probara el dulce antes de cenar, incluso le advirtió que el chocolate en exceso
podía llegar a agudizar los brotes de acné. Pese a la apariencia no muy
agraciada del mousse lo cierto es que el sabor era intenso y la amalgama de
ingredientes casi casi podía pasar por las texturas de los mousses que habían
probado en los restaurantes. Olga no dejó de relamerse durante toda la tarde, animando
a su madre a que se merendara uno de aquellos vasitos.
A eso de las ocho de la tarde
Germán abandonó la casa con la secreta satisfacción de que su chocolate había
dejado manchas evidentes en la alfombra del salón y en el tapizado de una de
las sillas. Un intenso olor a chocolate colocaría a Ricard en posición defensiva,
le recordaría que hiciera lo que hiciera aquella no sería su casa, conservaría
los olores que habían empapado las paredes durante los años de matrimonio,
olores que se reactivaban cada vez que German conseguía colar subrepticiamente
rastros de su antigua y casi olvidada felicidad conyugal.
De regreso a su apartamento
abrió el ordenador para remitirle un correo a la profesora Sánchez relatándole
el éxito de la receta, en señal de agradecimiento le colocó una reproducción
del cuadro de Chagall y le confesó que no sólo se le habían abierto las luces
de la cocina sino que también había podido conseguir la extraña magia de aquel
judío afrancesado que vivió durante casi cien años.
Durante unos días sería
inevitable recordar el olor a jabón de Marsella de la ropa interior de Carmen,
a la que se cruzaba habitualmente en el ascensor sin atreverse a fijar la
mirada; sería inevitable sentir la imaginaria presión en la entrepierna de la
cálida Gladys, a la que aguardaba el jueves; sería también inevitable que
anhelara tener la suerte y quien sabe si el valor de poder pasear con Luz.
El capítulo de hoy, muy entretenido, Germán se lo va montando como puede. No soy golosa pero el mus no tiene que estar nada mal. El cuadro de Chagall una delicia. Jubi
ResponderEliminarParece que Germán ya había espabilado antes de separarse, me ha hecho gracia eso de las manchas de chocolate en la alfombra y la silla, que mala uva jajajaja
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